Leishmaniasis: enfermarse en Venezuela para curarse en Brasil

La variante de este mal del tipo cutáneo, conocida como “llaga brava”, es recurrente en las zonas boscosas, intervenidas por la minería, de la Gran Sabana. Como ironía, la fiebre del oro se ha conjugado con el empobrecimiento de los habitantes de la región, lo que se refleja en la falta crónica de medicamentos en el servicio público de salud de Santa Elena de Uairén, la última ciudad fronteriza. Así que los enfermos se ven forzados a ir hasta la vecina Pacaraima, Brasil, en busca de tratamiento. Es otro de los costos ocultos de la minería en Venezuela.

24 febrero 2024
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Darwin Antonio Granados, un minero de 44 años de edad, jura que se curó con antibióticos y ceniza de cigarrillo la primera lesión, una úlcera en el pie, que tuvo por leishmaniasis cutánea, una enfermedad tropical producida por el parásito Leishmania y transmitida por la picadura del mosquito flebótomo. Entonces se automedicó, confiesa Granados, para no tener que salir de la mina donde trabajaba y, en cambio, poder seguir buscando oro, su modo de sustento. Pero cuando apareció la segunda llaga, un pequeño óvalo de milímetros de profundidad y bordes blancuzcos en su brazo derecho, supo que ya no era un asunto para la medicina casera. Se fue directo desde la ciudad venezolana de Santa Elena de Uairén a buscar ayuda en la Unidad Básica de Salud (UBS) de Pacaraima, Brasil, a 15 kilómetros de distancia. 

Santa Elena de Uairén es la capital del municipio Gran Sabana del estado Bolívar, en el sureste del país, muy cerca de la frontera con el estado brasileño de Roraima. Granados solía trabajar allí como heladero. Le iba bien. El negocio era lucrativo. Después de todo, se trataba de un mercado propicio en una ciudad pequeña sin muchas opciones de recreación para los lugareños y receptora, a su vez, de turistas nacionales e internacionales por temporadas. 

Sin embargo, nada sería igual después de 2019. Entonces se perpetraron las matanzas de Kumarakay y Santa Elena de Uairén, en las que murieron siete personas, incluyendo cinco indígenas pemón, y la economía local cayó en una situación extrema que la pandemia acentuaría poco después. La crisis afectó al turismo, al comercio y… a las ventas de helados. 

Ese 2019, Darwin Granados tuvo que entrar a las minas de Ikabarú, al suroeste de Santa Elena de Uairén, por el que, pensó, sería poco tiempo. Pero, luego, en 2020, la pandemia dificultó aún más las ventas callejeras de helados, y debió volver a minar, esta vez de forma definitiva. O hasta ahora, al menos.

Cuando apareció la segunda lesión de leishmaniasis, en su brazo derecho, Darwin Antonio Granados se fue desde Santa Elena de Uairén directo a la Unidad de Básica de Salud (UBS) de Pacaraima, Brasil. Crédito: Morelia Morillo.

Al mismo tiempo que Granados, muchos otros habitantes de la Gran Sabana, hogar inmemorial del pueblo pemón, que hasta entonces nunca habían tenido que ver con la actividad minera, se sintieron forzados a incursionar en la minería, aunque por lo general con el propósito de que fuera una dedicación temporal. Pero, conforme la crisis se prolongaba, también como a Granados, el oficio de minero se les fue haciendo permanente. 

La mina en la que ahora Granados trabaja se llama Saray. Con él trabajan alrededor de 20 personas, incluyendo varios indígenas. Se encuentra en el Sector 7 del Pueblo Pemón-Ikabarú, el único de los sectores del territorio indígena pemón que cuenta con un título de propiedad colectiva. Simultáneamente es el más intervenido por la extracción de oro, sobre todo desde la creación del Arco Minero del Orinoco mediante el Decreto N° 2248 de 2016, que contempla la explotación del llamado Bloque Especial Ikabarú. 

La presencia e intervención humana en esos bosques del sur del país han incrementado la incidencia de la leishmaniasis y de otras enfermedades, como el paludismo. La actividad minera, según advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS), puede crear condiciones ambientales propicias para la proliferación de los vectores de tales enfermedades y aumentar las interacciones entre reservorios y parásitos. En el caso de la leishmaniasis, esas incursiones en el hábitat originalmente selvático contribuyen al mantenimiento y auge del ciclo de transmisión de esta enfermedad, en especial la variante cutánea, caracterizada por la aparición de llagas en la piel. Existen otros tipos de leishmaniasis, como la mucocutánea, destructora de tejidos blandos y cartílagos, o la visceral, invasora de los órganos internos. 

En toda Venezuela, la forma clínica más frecuente es la leishmaniasis cutánea, con 98 % de los casos nacionales, según el documento Programa de Control de Leishmaniasis: normas, pautas y procedimientos para el diagnóstico y control, del Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS, 2019). Es una enfermedad grave que puede causar daño extenso en la piel y dejar cicatrices permanentes. Aunque rara vez es mortal, puede resultar desfigurante y causar discapacidad grave. 

En las zonas boscosas de la Gran Sabana, diezmadas por la minería, los mosquitos flebótomos de la familia Psychodidae, cuyas hembras se alimentan de sangre, hacen así de vectores de la leishmaniasis. En la Gran Sabana a ese tipo de mosquito se le llama angoleta, y llaga brava, por su resistencia al tratamiento, a la úlcera que la enfermedad produce.

La OMS la considera una de las 20 enfermedades tropicales más desatendidas, relacionadas con la pobreza, según señala el mismo documento del MPPS. La Organización Panamericana de la Salud (OPS) se ha impuesto como meta erradicar la leishmaniasis para 2030.

De eso es, justamente, de lo que se vienen enterando en el municipio Gran Sabana: la leishmaniasis prospera como consecuencia del empobrecimiento de sus pobladores. Devastados por la crónica crisis económica que se arraigó en una región rica en recursos naturales, para tratarse la enfermedad deben trasladarse al vecino Brasil, que se ve así forzado a practicar la solidaridad y ofrecer una asistencia sanitaria que cubre las omisiones del sistema de salud gubernamental en el estado Bolívar.

El subregistro

El Programa de Control de Leishmaniasis de Gran Sabana fue fundado en 1999; en la actualidad, atiende de 72 a 96 pacientes al año. Pero la cifra es engañosa, si de ella se quiere extrapolar qué tanto se ha esparcido la enfermedad. ¿Por qué? Porque se sabe que los centros de salud de Pacaraima, Brasil, estaban recibiendo en promedio 28 pacientes venezolanos al año, mientras muchos otros enfermos -como Darwin Granados en un primer momento- ni siquiera salían de los sitios de infección más comunes en la zona, las minas, para ir al médico y hacer parte del registro.

“Vine directamente para acá [Pacaraima] porque en Santa Elena te atienden, pero tienes que comprar las cosas [refiriéndose al tratamiento]. Tienen las cosas en el hospital [el Rosario Vera Zurita], pero te las mandan a comprar porque todo es un negocio”, explicó Darwin Granados. Y no son pocas cosas. El tratamiento de la leishmaniasis es largo y persistente, con decenas de inyecciones. 

“Acá me lo ponen gratis. La primera vez, me pusieron 60 [inyecciones de Glucantime, en un primer ciclo], ahora son 30 más. Son 90 inyecciones en dos ciclos. Todos los días, tres inyecciones por día, por 20 días. Y ahora, 30 más, por 10 días”, comentaba al salir de la última sesión del primer ciclo, en el Hospital Delio Oliveira Tupinambá de Pacaraima, el viernes 8 de diciembre de 2023. 

El principal centro de salud de Pacaraima funciona en una instalación temporal desde febrero de 2023, mientras culminan las remodelaciones de la sede.

El Hospital ‘Delio Oliveira Tupinambá’, el principal centro de salud de Pacaraima, funciona en una instalación temporal desde febrero de 2023 mientras culminan las remodelaciones de la sede. Crédito: Morelia Morillo.

Granados había cumplido con el tratamiento de Glucantime, un leishmanicida cuyo principio activo es el antimoniato de meglumina, el mismo que por lo general se aplica en Venezuela. Costeó los pasajes para ese primer ciclo, de ida y vuelta, hacia y desde Pacaraima: ocho dólares diarios por 30 días, para un total de 240 dólares. 

Desde hace cuatro años, el Programa de Control de Leishmaniasis del municipio Gran Sabana no dispone de leishmanina, el antígeno empleado para el diagnóstico inmunológico de la enfermedad, ni de tratamiento, sea Glucantime o, en su defecto, Anfoterecina B, un antibiótico y antifúngico. Pero la leishmaniasis sigue imparable; si cada mes el equipo sanitario del programa recibe de seis a ocho pacientes con lesiones, el número puede haberse duplicado desde enero de 2024.

Solo durante los primeros nueve días del mes de enero de 2024, esa dependencia recibió a cuatro pacientes con lesiones del tipo cutáneo. Esa cifra representa casi la mitad del número de pacientes que en promedio recibe en un mes, según cuenta una fuente que prefirió resguardar su identidad. Todos los pacientes provenían de comunidades indígenas pemón: dos de Wará, uno de Santo Domingo de Turasén, y otro de Kumarakapay. Todos contrajeron la enfermedad en zonas mineras distantes de los asentamientos en donde viven, en el municipio Gran Sabana.

El microscopio que utiliza el enfermero encargado del diagnóstico parasitológico de las lesiones tiene los años del siglo que corre: 24. Aunque todo luce limpio y ordenado, en el pequeño espacio del Programa de Leishmaniasis de Gran Sabana, dentro de la sede del Instituto de Salud Pública, en la vía Sampay, Santa Elena de Uairén, mucho del instrumental científico es del siglo pasado. 

Un microscopio añejo y la falta de leishmanina suponen una combinación que desmejora la precisión del diagnóstico y niega al paciente la posibilidad de tratarse de forma oportuna y gratuita. Mientras tanto, quien va a tratarse en Pacaraima debe pagar pasaje y, a menudo, estadía. 

Cada paciente requiere en promedio de 40 ampollas de Glucantime. El equipo estatal de Gran Sabana carece de ellas. Al mismo tiempo, algunas farmacias locales lo venden, según confía la fuente anónima mencionada antes en el presente texto. Durante la segunda semana de enero de 2024, la autora de este reportaje visitó cinco farmacias de Santa Elena de Uairén, siguiendo esa pista. En solo una admitieron que venden el medicamento, a nueve dólares por ampolla, pero negaron tenerlo en inventario para la fecha.

Pemones en la capital

En diciembre de 2020, a la sede del Programa de Leishmaniasis llegaron 14 pacientes provenientes de la comunidad indígena pemón de Waiparú. Pero no encontraron la medicación. Así que las autoridades de la comunidad organizaron un viaje a Caracas —al Servicio Autónomo Instituto de Biomedicina (IB) Dr. Jacinto Convit del Ministerio del Poder Popular de la Salud (MPPS), responsable del programa — para tratarlos. Con ellos viajaron el médico Humberto Guevara y el enfermero Pedro López, ambos parte del equipo local del Programa de Leishmaniasis Gran Sabana y de medicina comunitaria.

Wapairú es un lugar hermoso sobre una loma a 40 kilómetros de Santa Elena de Uairén. Pero salir de allí tiene algo de odisea. Hay que cruzar un río en curiara y luego recorrer una carretera de granzón a lo largo de esa distancia. Al final de ese trayecto, aún quedan otros 1.300 kilómetros para llegar a Caracas.

Hace poco, la adjunta al Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS),  Luz Rodríguez, se comprometió a gestionar la dotación regular de tratamiento para el Programa, según indica la fuente. El equipo espera confiado en los resultados de las gestiones.

Mediante un recipiente y un cartel hecho a mano, se agradece la colaboración que puedan dar los pacientes que acuden al Programa de Leishmaniasis en Gran Sabana. Crédito: Morelia Morillo.

La coordinadora municipal de Salud Gran Sabana y directora del Área de Salud Integral Comunitaria (ASIC), Norbelia García, atribuye las fallas en la disponibilidad del tratamiento, irónicamente, al hecho de que los pacientes busquen tratarse en la brasileña Pacaraima. García alega que, por esa peregrinación, ni el Programa de Control de la Leishmaniasis ni el Departamento de Epidemiología Regional disponen de la información estadística que permitiría sustentar una solicitud mayor del tratamiento ante Dermatología Sanitaria Bolívar del Instituto de Salud Pública Bolívar (ISP), y ante el Instituto de Biomedicina, una dependencia del Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS). 

La burocracia administrativa del sector salud obliga a que el suministro de medicamentos pase por la confirmación de los datos del paciente y su diagnóstico. Sin embargo, de acuerdo con los protocolos establecidos en 2019 por el Ministerio del Poder Popular para la Salud, los Servicio de Dermatología Sanitaria Regional (SDSR) deben mantener una provisión del medicamento antimonial pentavalente, el ya mencionado Glucantime, que garantice el tratamiento de los casos que se presenten de manera sobrevenida. La solicitud de reposición la realiza el SDSR de cada estado, en función de la denuncia y registro de los casos. 

“Aquí se escucha de todo”, responde García con respecto a la rumoreada venta del tratamiento en expendios comerciales, “pero las palabras se las lleva el viento. Yo quiero pruebas”, subraya.

Una fuente, vinculada hasta hace cuatro años con Dermatología Sanitaria del estado Bolívar, explica que en aquel entonces la unidad dependía todavía del Ministerio del Poder Popular para la Salud (MPPS), y que el tratamiento llegaba por un convenio entre la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y el Instituto de Biomedicina Dr. Jacinto Convit. Al mermar el aporte, los servicios regionales y locales han sufrido de falta en el suministro de Glucantime, explicó otra fuente.

Al servicio irregular de internet en Santa Elena de Uairén se sumó la muerte, en 2018, de Aura Sánchez, epidemióloga principal de Distrito Sanitario 7 del municipio Gran Sabana, quien se encargaba de elaborar los reportes y velar por el suministro. Así se convirtieron en factores adicionales que deterioraron el flujo de información oportuna desde la zona, ya de por sí apartada, con Caracas, y abonaron también a la escasez actual de tratamientos y reactivos para el diagnóstico. 

Entre abril y julio de 2023, Dermatología Sanitaria Bolívar recibió la medicación contra la leishmaniasis y la utilizó para tratar alrededor de 120 casos rezagados desde los años 2021 y 2022, un período en el que no hubo tratamiento del todo, y 65 casos de 2023 que requerían ser tratados por primera vez. 

El día 17 de enero de 2024, se contactó por WhatsApp a la autoridad única de Salud y presidente del Instituto de Salud Pública Bolívar, Manuel Maurera, con la finalidad de conversar con él acerca de la situación de la leishmaniasis en Gran Sabana. Sin embargo, hasta el cierre de este reportaje no se obtuvo respuesta.

Pacaraima: lugar de paso, acogida y tratamiento

Pacaraima ha sido por décadas un lugar de paso de turistas y buscadores de fortuna, de uno a otro lado de la frontera. Ahora es todavía un lugar de paso, sí, pero también de acogida de los venezolanos refugiados y migrantes con necesidades de protección internacional. En 2010, Pacaraima tenía 10.433 habitantes; en 2022, 19.305, según datos del Instituto Brasileño de Geografía (IBGE). Alrededor de 4.458 de los nuevos pobladores son venezolanos, según un cálculo realizado a partir de los datos del IBGE y de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). Esta vertiginosa escalada demográfica impulsa una fuerte demanda de servicios en educación, salud, agua y aseo urbano. En el Hospital Delio Oliveira Tupinambá, ahora en remodelación, una enfermera con casi tres décadas de servicio comenta que lo más grave que ese equipo enfrenta en cuanto a la leishmaniasis es la dificultad para cumplir los tratamientos administrados durante 20 o más días, dependiendo de las características de la lesión, pues los afectados “son personas de los garimpos”, es decir, sobre todo hombres que vienen de las minas y no siempre pueden asistir al centro de salud de manera constante para cumplir los ciclos de inyecciones.

En la sede de Vigilancia de Salud de Pacaraima confirman que en 2020 los centros sanitarios de la ciudad atendieron a 20 venezolanos y cinco brasileños; en 2021 a 36 venezolanos y 19 brasileños; en 2022, a 37 venezolanos y 10 brasileños y, en 2023, a 22 venezolanos y 15 brasileños.

El técnico de Vigilancia advirtió, con respecto a la exactitud de estos datos, que excluyen el aspecto epidemiológico, la precisión del sitio de infección o de origen de la enfermedad.

En cuanto a los casos tratados en 2023, explica que, aunque los venezolanos declararon vivir en Santa Elena de Uairén, en realidad se infectaron en las áreas mineras del municipio Gran Sabana, en particular del Sector Ikabarú. Otros se infectaron en las minas del municipio Sifontes del estado Bolívar, en la zona de Tumeremo, El Dorado, en los asentamientos mineros identificados como los Kilómetros (27, 33, 88) y Las Claritas.  Esos pacientes venidos de Sifontes no solo deben viajar hasta más de 400 kilómetros para alcanzar Pacaraima, sino también cargar con un costo que, desde algunos lugares, supera los 48 dólares por viaje. Y por supuesto, deben dejar de trabajar mientras se tratan, con lo que pierden ingresos.

Profilaxis, oro, pobreza y estigma

En paralelo al progreso de la actividad minera en la Gran Sabana, la prevención de la enfermedad ha retrocedido indica la Academia Biomédica Digital de la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela (UCV). En la Clínica Popular Especializada de Salud Ambiental, en Santa Elena de Uairén, no se llevan ni registros ni el control ambiental asociado.

Un documento del MPPS de 2019 define la eliminación de vectores y la educación de quienes habitan en las áreas endémicas como fundamentales. “Para ello se elaborará y distribuirá material informativo asequible a toda la comunidad.  Las medidas recomendadas para evitar el contacto hombre-vector son la  utilización de mosquiteros de malla muy fina –especialmente para los niños–, y repelentes (espirales de piretroides) dentro del domicilio”, señala. Delega la lucha antivectorial en la Dirección Regional de Epidemiología, el Servicio de Dermatología Sanitaria y la Dirección de Salud Ambiental. De nada de esto se tienen noticias en Gran Sabana.

El 18 de diciembre de 2023, la Organización Panamericana de la Salud anunció la donación a Venezuela de equipos de termoterapia, para tratar, en una sola sesión, las lesiones de leishmaniasis. Este  tratamiento es considerado más eficaz, seguro y menos costoso que la medicación tradicional, utilizada desde hace más de 70 años. Desde septiembre de 2022, la OPS actualizó las directrices para el tratamiento de la enfermedad debido a sus efectos secundarios, como la alteración de las funciones renales, hepáticas y arritmias, así como su costo. Sin embargo, hasta febrero de 2024, en esta frontera entre la Orinoquia y la Amazonía, las personas siguen infectándose de leishmaniasis en las minas venezolanas y procurando las inyecciones del tratamiento convencional en Brasil.

En el portal de la Fundación Jacinto Convit se subraya que los contagiados con esta enfermedad son “personas que presentan un estigma social debido a que muchas veces sufren desfiguración del rostro (leishmaniosis mucocutánea) o quedan con cicatrices muy notorias debido a las lesiones”. La relación entre explotación minera, oro y pobreza es una contradicción, pero es real. El investigador Jacinto Convit, y su equipo de trabajo en el Instituto de Biomedicina crearon en Venezuela una vacuna modelo para tratar la lepra, un logro resonante que sirvió base a su vez para la creación de la vacuna contra la leishmaniasis. Pero, de momento, los venezolanos de la Gran Sabana deben ir al Brasil para tratarse la llaga brava.  Otra contradicción.

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