Desde el comienzo de la epidemia de sarampión en julio de 2017, al sur de Venezuela, seis países sudamericanos están afectados por casos provenientes de la que alguna vez fue la nación más rica y moderna de la región. Dos años después del brote, no se ha podido controlar la enfermedad.
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Cuando los llantos de Ariannys no cesaban, su madre, María Gabriela Castellón, entendió que no era por hambre. Era julio de 2017. La niña de apenas dos meses de nacida, tiritaba de fiebre y lloraba con desespero. Más allá de la fiebre, en las primeras horas no hubo más. La mamá, el papá y la abuela se turnaban las guardias para cuidarla. Así pasó un día. Luego, dos. Al tercero, los llantos no eran solo de la niña, sino también de sus padres. Todos en la casa sabían que lo que tenía Ariannys no era una simple fiebre.
El sarpullido les hizo pensar en mucho de lo que no era. ¿Varicela? Fue lo primero que se les ocurrió cuando puntos rojos salpicaban los brazos, las piernas y la cara de la niña. Hasta que hubo otro síntoma: inflamación de amígdalas. ¿Amigdalitis? Habían transcurrido tres días desde la primera fiebre y pensaron que no tenía relación. ¿Difteria? En Venezuela, estado Bolívar —la región donde vive la familia—, hacía poco que esa enfermedad había resurgido y había matado a más de 20 niños en 2016. Los padres de Ariannys no querían seguir en incertidumbre. La llevaron al médico. La niña, les dijeron, tenía sarampión.
Ha pasado un año desde ese día y ahora, sentadas en el porche de la casa, María Gabriela y su madre, Gloria, recuerdan la crudeza de aquello de lo que nada sabían. La familia de Ariannys vive en Puerto Ordaz, principal ciudad del estado de Bolívar, al sur de Venezuela, y que durante la segunda mitad del siglo XX fue sede de las empresas del hierro, la bauxita y el aluminio. En ella, a la par del desarrollo industrial, creció un cinturón de barriadas con servicios básicos precarios y alta criminalidad. Algunas, levantadas alrededor de una fortaleza militar llamada Comando Regional 8, o Core 8 como le llaman los vecinos.
Para cuando su nieta se enfermó, la abuela Gloria recuerda que ya había “algunos casitos” en el barrio. Hasta ahora no se ha determinado quién los contagió, pero lo cierto es que fue el comienzo del miedo para todos.
El proceso de Ariannys fue de 15 días. El tratamiento que le mandaron fue amoxicilina y acetaminofén. “Solo le dimos acetaminofén, porque no conseguimos el otro”, recuerda la abuela. La escasez de medicinas los llevó a ingeniárselas de otras formas. Le daba agua de arroz y alguna planta medicinal hasta que sanó. Pero el virus ya estaba asentado en la casa 32.
El siguiente en enfermar fue otro nieto de Gloria, Oliver, de dos años, y luego otra nieta, Mariannys, de cuatro. No tenían idea de como se habían contagiado. Para julio de 2017, la casa de los Castellón Hernández era noticia en toda la comunidad. Pronto, la comunidad también se volvió noticia, y no precisamente por las multitudinarias protestas en contra del régimen de Nicolás Maduro que ocurrieron ese año allí. En el Core 8, según los informes de salud, había un brote de sarampión que no dejaba de expandirse.
El Ministerio de Salud desplegó una cuarentena en la calle de Ariannys y una jornada de vacunación para toda la comunidad. Gloria recuerda que vacunaron como a 60 niños esa vez. Pero de ahí no han vuelto.
¿Cómo podía ser mortal un virus que, hasta hace unos años, en uno de los países más ricos de la región, podía prevenirse con una simple vacuna?
El sarampión es uno de los virus más contagiosos descritos por la ciencia médica. Una sola persona con sarampión puede infectar a 18 más. Se transmite muy fácilmente, de persona a persona, apenas aparecen los primeros síntomas —fiebre muy alta, tos, conjuntivitis, congestión nasal, erupciones en la piel— y a través de las gotas de saliva que se esparcen al toser y estornudar.
De ahí que, en los años sesenta, científicos desarrollaran una vacuna para frenar su propagación y mantenerlo bajo control, o al menos reducir la cantidad de niños que se enfermaban y fallecían por el virus. Y es que el sarampión es tan letal que, si no es tratado a tiempo, puede causar neumonía, sordera, ceguera, afectar el corazón y causar lesiones neurológicas, entre otras enfermedades, como informa Consenso Sarampión, publicado por la Sociedad Venezolana de Infectología a raíz del brote registrado en 2017.
Por esa facilidad de contagio sumada a la escasez de vacunas, Venezuela acumula —entre 2017 y julio de 2019— 10 mil 329 casos sospechosos de sarampión (hasta ese momento, 6 mil 923 confirmados) y 81 fallecidos reconocidos por las autoridades. Los datos extraoficiales hablan de 139 muertos desde que inició la epidemia y ninguna muerte en lo que va de 2019.
La expansión del virus, sin embargo, ya es internacional. El sarampión se ha convertido en el virus que más se ha propagado desde Venezuela hacia Sudamérica, como consecuencia directa del éxodo que ya suma cuatro millones de venezolanos según cálculos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), hasta junio de 2019.
Brasil y Colombia fueron los primeros países en documentar casos “importados” de sarampión desde tierras venezolanas. “Importados” es el término epidemiológico que se aplica cuando la persona se contagió en otro país, que no es el mismo donde se detecta y diagnostica. Cada nación debe registrar esos casos de ese modo para precisar cuándo el virus está circulando dentro de su territorio y cuándo no.
En América Latina, hacer esa distinción no fue difícil. En septiembre de 2016, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) declaró al continente como territorio libre de sarampión. Fue la primera región del mundo en lograrlo, luego de 22 años de habérselo propuesto y trabajado en un amplio programa de inmunización con la vacuna triple viral, que previene el sarampión, la rubéola y la parotiditis. Solo duró nueve meses. Venezuela quebró la certificación.
Hasta junio de 2019, y de acuerdo con los datos notificados por cada gobierno, se habían identificado 358 casos de sarampión importados desde Venezuela en seis países: Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Brasil y Colombia. En todos ha sido identificado el mismo genotipo (D8) y mismo linaje (MVi/HuluLangat.MYS/26.11) del virus del sarampión que originó la epidemia en Venezuela. Estos seis países se han convertido en los principales lugares de acogida de los venezolanos que huyen de la hiperinflación y de la emergencia humanitaria compleja. Sobre todo porque las enfermedades viajan con la gente.
En agosto de 2018, la OPS emitió un comunicado donde informaba que el sarampión se había vuelto endémico en Venezuela, pues el virus tenía más de 12 meses continuos circulando en el territorio. Como consecuencia del brote venezolano, Brasil y Colombia también han perdido el reconocimiento de territorios libres de sarampión y el virus también se tornó endémico.
Aunque el organismo internacional no lo haya anunciado, Brasil registró los primeros casos de sarampión en febrero de 2018 y Colombia un mes después. Los reportes mensuales de la OPS sobre la situación del sarampión en la región confirman que ambos tienen más de 12 meses con circulación activa, una circunstancia lamentable considerando que la mayoría de los países latinoamericanos tenían 18 años sin reportar casos endémicos del virus.
En el continente, esta epidemia parece poner a prueba la calidad del sistema de salud en cada nación, dejando ver sus profundas debilidades.
Bolívar es el estado más grande de Venezuela. Limita con Brasil al sur y con la Guyana Esequiba al este. Cuenta con amplias extensiones de selvas y sabanas junto a una riqueza mineral y natural envidiables, que incluyen oro, diamante, coltán y tepuyes, las formaciones geológicas más antiguas del planeta. Pero Bolívar también se ha convertido en un crisol donde convergen las epidemias que terminan afectando a todo el país primero, y a otras naciones después.
No es fácil cubrir todo su territorio para vacunar a todos sus habitantes y controlar, selva adentro, el brote de algún virus. Allí una enfermedad arropa a la otra, circulan en paralelo, no hay tiempo para asimilar el paso de una cuando llega la próxima. Actualmente, por ejemplo, la emergencia es la hepatitis A. Antes fue el sarampión, y antes la difteria y siempre, cuando inician las lluvias, es la malaria, que puede tenerse una y otra vez.
Fue en este contexto donde el sarampión encontró a miles de niños no vacunados, tanto en Bolívar como en el resto de los 23 estados de Venezuela. Para evitar un brote o frenar el desarrollo de alguno, se debe lograr la cobertura mínima de 95% de la población estimada a vacunar, y en este caso no se limita a los infantes. La vacuna contra el sarampión está indicada desde los 12 meses de edad hasta los 39 años. Pero cuando hay una epidemia en curso, se puede vacunar a los bebés a partir de los 6 meses, explica la infectóloga y pediatra María Graciela López, de la Sociedad Venezolana de Infectología.
Por sus características geográficas, Bolívar es uno de los estados con las coberturas de vacunación más bajas. Pero las cifras nacionales no son mejores, aunque el equipo de salud que acompaña a Nicolás Maduro diga lo contrario. Las coberturas anuales reportadas por Venezuela a la OPS son demoledoras.
En 2017, en plena circulación de la epidemia, solo se alcanzó una cobertura de 59% de la población que debía ser vacunada. Los esfuerzos fueron insuficientes durante los meses más claves para contener el virus. Esto explica no solamente el porqué de la propagación del sarampión por toda Venezuela, sino también los grupos más afectados en el país: menores de 5 años de edad, mayormente, seguidos por el grupo de 6 a 15 años. Muchos de estos niños y adolescentes han llegado a otras naciones sudamericanas.
Cálculos de varios especialistas venezolanos, con base en las coberturas de vacunación que Venezuela informa a OPS, pero no a sus propios habitantes, detallan que al menos 1.150.000 niños menores de 1 año dejaron de ser vacunados en una década: es la misma cantidad de lactantes susceptibles a enfermarse, explica José Félix Oletta, médico internista y exministro de Salud.
Los reportes levantados por él y varios colegas, divulgados a través de la organización civil Alianza Venezolana por la Salud, han terminado siendo una referencia sobre la salud pública venezolana frente a la censura de información que impera. Los últimos boletines epidemiológicos publicados por el Ministerio de Salud venezolano son los del año 2016.
Si a estas bajas coberturas se suman la escasa disponibilidad de vehículos para trasladar las vacunas refrigeradas, las fallas eléctricas que comenzaron a afectar al país a partir de 2010, la falta de enfermeras y la escasez de biológicos (solo en 2017 apenas hubo dos de doce vacunas del esquema nacional), la expansión del sarampión durante los últimos dos años era una bomba de tiempo.
Incluso las farmacéuticas trasnacionales con sede en Venezuela, que tradicionalmente importaban vacunas, dejaron de hacerlo debido a la cuantiosa deuda que el Estado venezolano dejó acumular y no pagó, derivando en el cierre de las líneas de crédito y, posteriormente, en el cese de operaciones de estas empresas.
De hecho, cuando se revisan las importaciones de vacunas realizadas por estas empresas privadas que hacían vida en Venezuela, se observa que 2013 fue el último año en el que ingresaron biológicos. La información de la base de datos latinoamericana Datasur confirma no solo la reducción y cese de las compras, sino que también da luces sobre la dependencia total de Venezuela del Fondo Rotatorio de OPS.
Son limitaciones que termina padeciendo la población, como le pasó a Gloria Hernández con tres de sus nietos, y que dos años después no han sido resueltas. Bastó recorrer los ambulatorios de salud de San Félix y Puerto Ordaz para verificar que no todos los lugares visitados tenían disponible la vacuna triple (SRP) o doble (SR) para prevenir el virus.
“Llegan la próxima semana, venga los martes”, respondieron en el ambulatorio Las Manoas y en un módulo cubano en la UD 145. “No hay”, sin más detalles, dijeron en el módulo del sector La Victoria. Dependen del Estado, algunos del gobierno regional. Por ello, las enfermeras y médicos prefieren no hablar o lo hacen con desconfianza. Solo algunas vacunadoras se atreven a comentar los desafíos de su trabajo.
Es el caso de Noelia, una de las pocas enfermeras vacunadoras que quedan en el estado. En el ambulatorio de Castillito, en Puerto Ordaz, donde ella trabaja, no hay planta eléctrica para mantener refrigeradas las vacunas cuando ocurre un apagón. “Cuando se va la luz, si es sábado o domingo, vengo corriendo y cambio los paquetes de frío de las neveras donde tenemos las vacunas”, cuenta Noelia, que ya lleva 34 años de servicio. “Afortunadamente vivo cerca”.
“Estos paquetes hacen el milagro de la cadena de frío. En segundos esa cadena muere”, advierte mientras señala los empaques de plástico congelados. Las vacunas SRP, SR, Polio, Fiebre Amarilla y BCG son las que deben conservarse entre los 2º y 8º centígrados, dice Noelia. Lo sabe de memoria porque ya suma 34 años de experiencia.
La presidenta de la Sociedad Venezolana de Infectología, María Graciela López, recuerda que la vacuna más susceptible o termolábil es la SRP, que debe refrigerarse a una temperatura entre los 2ºC y 8ºC para garantizar su calidad. Como se trata de una vacuna de virus vivos atenuados, mueren cuando se enfrentan a temperaturas superiores a los 8ºC y por ende la efectividad se pierde. Si se aplican no generan inmunidad. Por ello lo delicado de la cadena de frío. Y también por ello es que algunos niños que son vacunados en jornadas especiales de calle terminan enfermando con sarampión; si no se cuida esa refrigeración reciben un biológico que no genera inmunidad.
El sarampión continúa circulando en Venezuela, con transmisión activa en 14 estados hasta el mes de julio. En buena parte del territorio venezolano solo se dispone de la vacuna SR (Sarampión-Rubeóla) para seguir controlando la enfermedad, detalle que preocupa a los pediatras porque ya están previendo un posible brote de parotiditis a futuro, como consecuencia de ese buen número de niños vacunados solamente con la SR y no con la vacuna triple, que protege del Sarampión, Rubéola y Parotiditis.
A diferencia de los países de la región, Venezuela activó en mayo la “Semana de Vacunación de las Américas”, campaña promovida anualmente por la OPS. Casi un mes después que el resto de los países del continente y por mucho más tiempo: 43 días continuos.
Con poca difusión en medios de comunicación masivos e insuficientes vacunas, la campaña finalizó sin la certeza de resultados óptimos con coberturas por encima de 95%. De hecho, a la comunidad de Core 8, en Puerto Ordaz, la comunidad de Ariannys y su familia, la misma que fue noticia en 2017 por tener un brote de sarampión, no llegó la cruzada de vacunación.
Desde el último trimestre de 2017, el Ministerio de Salud de Venezuela no ha organizado más jornadas de vacunación contra el sarampión en la zona, recuerda la abuela Gloria Hernández. A su casa solo llegaron esa vez, cuando sus nietos fueron diagnosticados con el virus, hace dos años. No han vuelto.
Gloria es una especie de líder comunitaria: organiza, junto con entidades gubernamentales, la venta de gas regulado en el barrio. Por ese liderazgo vecinal ha tratado también de impulsar jornadas de vacunación. No ha podido. Ninguna institución ha respondido a sus solicitudes.
Además de que no hay medidas de prevención, tampoco hay formas de afrontar un nuevo brote de la enfermedad porque no hay medicinas.
“Uno va al módulo y le dicen: no hay nada. Pero uno va al mercado, al lado, y los bachaqueros tienen de todo: allí consigues antibióticos, para el dolor, para inflamación, aspirina. Eso es en el mercado. Hay puestos en donde venden pastillas de todo”, dice Gloria y agrega un dato: a veces esos medicamentos que venden vienen en su cajita con el sello del ‘Gobierno Bolivariano de Venezuela”.
Bachaquero es el mote con el que en Venezuela se conoce a los revendedores: son aquellos que consiguen productos a precios regulados y los venden a precios de productos importados. En todo el país, el “bachaqueo” es un negocio tan ilegal como rentable. La reventa de medicinas en Core 8 no es excepción.
¿Cómo llegan esas medicinas a los revendedores? En la comunidad apelan a la explicación más obvia: complicidad entre los trabajadores del módulo y los revendedores. Nadie investiga. Y nadie denuncia. La verdad es que no hay fe en que habrá soluciones.
Toca, entonces, ingeniárselas con lo poco que hay: los 40 mil bolívares de salario mínimo mensual, equivalentes a poco más de 3 dólares.
“Hace poco nos fuimos para el Uyapar (el único hospital público de Puerto Ordaz) y está de terror. Tuvimos que comprar las medicinas porque no había nada. ¿Una solución fisiológica? 57 mil. ¿Una amoxicilina? 47 mil. Si yo de pensión cobro 40 mil bolívares, ¿cómo compro esas medicinas y, además, la comida?”, comenta Gloria sobre su experiencia vivida en julio. Hoy, en setiembre, el salario mensual sigue en 40.000 bolívares, pero las medicinas que menciona han triplicado su precio.
En la sala de la casa, Oliver, de cuatro años, mira videos en una pequeña laptop mientras que Nairobi (quien prefiere no hablar), lo vigila. Mariannys y Ariannys no están. El mayor temor de todos es que algo similar o peor que el sarampión los contagie otra vez, porque nadie garantiza que recibirán los tratamientos.
“Cuando el paludismo se puso de moda —dice Gloria—, eran colas y colas que se hacían en los módulos. Si no llevabas las láminas no te hacían el examen. Si tenías que tomarte una muestra, tenías que ir a la clínica a que te hagan el examen. Los dos módulos, el venezolano y el otro, estaban colapsados. Ahorita el paludismo está calmado. No sé si es porque no hay gente de las minas”.
Pero la “calma” en la que están las enfermedades no les da esperanzas. Saben que si ya fue el sarampión, podrá ser otra cosa. Y no hay garantías de que haya cambios en el descalabrado sistema de salud venezolano.
El gobierno, acostumbrado a negar, minimizar o incluso a no hablar de las epidemias que circulan en el país, se refirió por primera vez en el año al sarampión el jueves 6 de junio. Nicolás Maduro, acompañado del ministro de Salud, Carlos Alvarado, aseguró que los casos de sarampión habían disminuido 91% y que celebraban tener hasta ese momento tres semanas sin el reporte de nuevas infecciones. Pero la realidad de miles de familias venezolanas no se corresponde con esas cifras.
El pequeño Oliver, sobreviviente del sarampión, no lo sabe ni tendría por qué: allí, en esa casa 32 de la manzana 50, en el Core 8 de la ciudad de Puerto Ordaz, todas las condiciones están dadas para que se den otras epidemias. Allí y en cualquier parte del país.
Por ahora, su familia hace lo que puede para protegerlo.
* Este reportaje forma parte del especial "Venezuela: un país en busca de alivio" de Salud con lupa con apoyo del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).
Las primeras pruebas rápidas para el diagnóstico de la pandemia en el recóndito municipio Alto Orinoco del Amazonas venezolano tardaron cinco meses en llegar desde que se declaró la emergencia. En agosto, un equipo del Programa Nacional de Eliminación de la Oncocercosis viajó al corazón de la selva amazónica y constató que el virus está muy presente en la población yanomami del sector La Esmeralda, una comunidad indígena que se caracteriza por su movilidad entre Brasil y Venezuela y que padece, de este lado, una indefensión total en materia de salud.
Centenares de habitantes de Araya, la península occidental del estado Sucre, combaten la pobreza extrema sacando el único recurso que apenas pueden rasguñar de la tierra: la sal. El contrabando del mineral, que hace un par de años se hacía con algún recato, hoy se practica a plena luz y bajo la complicidad de las autoridades de la zona, que lo permiten a cambio de dinero y a sabiendas de que la empresa estatal encargada de esa explotación, administrada por el Gobierno regional, está destartalada e inoperante.
Es barato curarla y aún más fácil prevenirla, pero la sífilis congénita comienza a hacer estragos en la nueva generación de recién nacidos del país. Puede producir condiciones aún más severas que el VIH, pero en 2019 el Estado venezolano importó 0,4% de la penicilina que compraba hace diez años, uno de los antibióticos más baratos y comunes en el mercado y principal tratamiento de esta infección, por lo que los médicos se preguntan cómo podrán curar en la Venezuela de hoy a una enfermedad que parece un mal chiste del siglo pasado.
El ex ministro de Salud, Luis López, quiso pasar a la historia como el gran rescatista de la deteriorada infraestructura de los hospitales venezolanos y asignó contratos que sumaron hasta 500 millones de dólares. El problema: 63 de los contratos se los otorgó a una familia de San Cristóbal, en los Andes venezolanos, con la que trabajaba desde antes. Además, las obras fueron ejecutadas con pobres estándares. Pero ese favoritismo fue el capital semilla para la creación de un emporio de contratistas del Estado en Táchira.
En 2016 Venezuela galopaba hacia la hiperinflación y la crisis hospitalaria comenzaba a pintar sus escenarios más crudos, con pacientes cada vez más pobres encargados de comprar hasta la gasa para ser atendidos. Aún así algunos doctores trastocaron en improvisados empresarios que lograron venderle al estado -a través de la Corporación Venezolana de Comercio Exterior- varios lotes de guantes y material médico quirúrgico 20 veces por encima del precio del mercado. En todos los casos, los productos tuvieron que cruzar al menos tres fronteras: salieron del país donde fueron fabricados para llegar al del intermediario, que luego los envió a El Salvador antes de su final arribo a Venezuela. La carga estaba valorada en 500 mil dólares pero la revolución bolivariana decidió pagar 11 millones de dólares.
La epidemia de sarampión instalada en Venezuela desde julio de 2017 ha causado la muerte de 81 personas según los registros del gobierno venezolano aportados a la Organización Panamericana de la Salud; los reportes no oficiales advierten que son 139. Ocho de cada diez víctimas de la enfermedad corresponde a población indígena; nueve de diez si se toma el registro extraoficial. Además de morir por una enfermedad que estaba controlada, las víctimas quedan en el limbo oficial pues el Estado venezolano niega la existencia del brote, oculta los datos al respecto y reacciona con jornadas de vacunación tardías y escasos controles sanitarios. Los warao y yanomami venezolanos, por su ubicación geográfica, la vulnerabilidad del sistema de salud y su pobreza, saben que cuando el virus llega a sus comunidades es letal.
Nicolás Maduro se ha comprometido con China a atender la demanda de ese mercado por las también llamadas ‘holoturias’, criaturas de aspecto repelente que en la cocina de Asia Oriental pasan por un manjar. Esa oferta no tiene en cuenta los fracasos anteriores de iniciativas para criar la especie en Margarita, lo que abre paso a su pesca indiscriminada. A costa del hábitat natural, la nueva fiebre ofrece una fuente de ingresos a los pescadores, así como un negocio en el que ya entraron amigos del régimen.
El régimen de Caracas trató de instaurar una versión según la cual la tardanza en dar a conocer los resultados de las elecciones del 28J, y su posterior anuncio sin actas públicas, se debieron a un ataque cibernético desde esa nación del sureste de Europa. La narrativa, que resultó un infundio, sin embargo tenía un inesperado correlato con la realidad: la quiebra de un banco en Skopje reveló la existencia de un anillo de empresas y sus dueños venezolanos, algunos muy cercanos a Pdvsa, por cuyas cuentas habrían pasado hasta 110 millones de euros
El programa social del gobierno bolivariano que ofreció “carros baratos para el pueblo” es, en realidad, un negocio privado apuntalado por el Estado venezolano, que vende vehículos traídos de Irán hasta por 16.000 dólares. Aiko Motors, una novel empresa tan desconocida como su dueña, es la intermediaria de un acuerdo entre los gobiernos de Caracas y Teherán y que, según estimaciones, ha movido más de 42 millones de dólares en dos años
Desde una residencia hoy abandonada en Guacara a las páginas que la prensa de España dedica a la cobertura del mayor escándalo de corrupción que afecta al gobierno de Pedro Sánchez: tal ha sido el periplo de Bancasa S.A. y de su propietario, David Pita Bracho. Ambos aparecen mencionados como partícipes de una operación irregular de compra de lingotes por más de 68 millones dólares al Estado venezolano acordada, tras bastidores, entre la vicepresidenta Delcy Rodríguez y el empresario español Víctor de Aldama, ahora preso. Desde Suiza, Pita ofrece su versión sobre el caso, del que se desvincula.
Es conocida ya la entronización de la empresa Railteco en las labores de mantenimiento de teleféricos y trenes en Venezuela, así como su espasmódica eficiencia. Pero poco o nada se sabe que detrás de su fulgurante ascenso está una maquinaria conformada por tres funcionarios del Ejército: Víctor Cruz, presidente de Ventel, Graciliano Ruiz, presidente del Metro de Caracas, y Pablo Peña Chaparro, gerente general de la novel compañía que firma y cobra más de lo que ejecuta
Hoy exhiben tímidos perfiles empresariales, pero en la investigación de la Fiscalía de Portugal sobre la caída del Banco Espírito Santo se detallan los movimientos de un antiguo lugarteniente de Hugo Chávez, el exministro Alcides Rondón Rivero y su abogado y asesor, Carlos Caripe Ruiz, quienes formaron parte de la red de funcionarios que apoyó el flujo de dinero venezolano al banco en apuros y, según el documento judicial, recibieron poco más de 800.000 dólares por los favores recibidos.