La epidemia de sarampión instalada en Venezuela desde julio de 2017 ha causado la muerte de 81 personas según los registros del gobierno venezolano aportados a la Organización Panamericana de la Salud; los reportes no oficiales advierten que son 139. Ocho de cada diez víctimas de la enfermedad corresponde a población indígena; nueve de diez si se toma el registro extraoficial. Además de morir por una enfermedad que estaba controlada, las víctimas quedan en el limbo oficial pues el Estado venezolano niega la existencia del brote, oculta los datos al respecto y reacciona con jornadas de vacunación tardías y escasos controles sanitarios. Los warao y yanomami venezolanos, por su ubicación geográfica, la vulnerabilidad del sistema de salud y su pobreza, saben que cuando el virus llega a sus comunidades es letal.
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Cuando un integrante de la etnia yanomami muere, no queda nada. De esa persona no se habla, su nombre no se menciona, no quedan recuerdos físicos, objetos, vestimentas, utensilios. No hay restos. Se borran los recuerdos.
Cuando un integrante de la etnia yanomami muere, comienzan los preparativos para su incineración. La familia lo llora, mucho, pero el ritual funerario debe iniciar pronto, a más tardar al día siguiente. Se prepara una suerte de fogata en el centro del shabono con un lecho donde reposará el cuerpo. Le prenden fuego, y junto con el cuerpo queman todas las pertenencias que haya tenido en vida: si era un hombre se queman junto a él su arco y flecha, así como todo lo que usaba; si era mujer, sus enseres, algún tipo de vestimenta si usaba, el chinchorro o hamaca donde dormía. Igual si es un niño. Si tenía plantas en el conuco se arrancan y queman también. Todo lo que recuerde a esa persona es eliminado porque debe ser honrada.
“Ellos con la muerte son particularmente cuidadosos, esa persona no se puede volver a nombrar, como a ningún muerto, y menos frente a la familia. Y su nombre no se vuelve a usar hasta que la persona haya sido olvidada”, explica Aimé Tillett, especialista en antropología y salud indígena.
Una vez que el cuerpo es consumido por las llamas, el ritual continúa con la compilación de todos sus huesos. Fabrican un mortero con el tronco de un árbol y allí van triturando los huesos hasta pulverizarlos. Esas cenizas son vaciadas en varias “totumas” o “taparas”, una especie de envase construido con el futo del árbol de totumo o taparo, y repartidas entre la familia, quienes guardan esas cenizas durante varios meses o un año, hasta que organizan un segundo ritual también cargado de simbolismo.
La familia cosecha plátano (banano) y preparan una sopa espesa con este fruto maduro, echan las cenizas que tenían guardadas durante meses en una olla y mezclan todo, para comerse las cenizas con esa sopa de plátano. “Antropofagia ritual” es el nombre que le dan los antropólogos, precisa Tillett. Este ritual es exclusivo de familiares y personas muy allegadas al fallecido.
Por eso, cuando un yanomami muere no queda nada. No hay manera de contabilizar a posteriori los fallecidos ni posibilidad de hacer alguna investigación científica. Solo las propias familias y comunidades llegan a saberlo junto a los pocos médicos y enfermeros que quedan cerca de estos asentamientos y son ellos quienes pueden alertar sobre las muertes causadas por eventuales epidemias.
Desde que el sarampión comenzó a circular de nuevo en Venezuela en junio de 2017, hasta agosto de este año, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) lleva el registro de 81 defunciones causadas por el virus. De esa cantidad, 64 corresponden a población indígena: 37 waraos y 27 yanomami. Ocho de cada diez muertes son de indígenas.
Aunque el ente panamericano mantiene contradicciones entre la identificación de estos últimos 27 fallecidos como integrantes de la etnia yanomami o de la etnia sanema, la verdad es que no son las mismas. Los yanomami y los sanema están muy emparentados, sí, porque son parte de la misma familia lingüística (los idiomas son similares), ocupan territorios contiguos en el estado Amazonas y conviven en ciertas zonas del Alto Orinoco.
Mientras las autoridades venezolanas mantienen total hermetismo sobre el virus del sarampión, ocultando información dentro del país, la OPS ha pasado a ser el organismo a través del cual los venezolanos pueden enterarse sobre la extensión de esta enfermedad. Las cifras que publican son las que el Estado venezolano se ve obligado a reportar pues el sarampión es una enfermedad de notificación obligatoria, de acuerdo con el Reglamento Sanitario Internacional.
Por ello, hoy se puede saber que entre enero y diciembre de 2018 se detectaron 541 casos de sarampión en poblaciones indígenas, en seis estados del país, y 64 fallecidos, una proporción que permite hallar una letalidad de 12% en estas comunidades. En cambio, en poblaciones no indígenas (criollas u occidentales, como se les denomina para distinguir entre unos y otros), se han confirmado 6.923 casos y 17 muertos. La letalidad en este grupo no indígena es de 0,24%. Para los pueblos originarios el sarampión es 50 veces más letal.
José Félix Oletta, médico internista, exministro de Salud de Venezuela (1997-1999) y representante de la Red Defendamos la Epidemiología Nacional, sigue de cerca la evolución de las epidemias en el país, y en este caso en particular advierte que las cifras extraoficiales de fallecidos por el virus duplican a las reconocidas por el Gobierno.
Estos números, indica, ascienden a 139 muertes, 124 de ellos correspondientes a indígenas. Nueve de cada diez decesos. Waraos (53 fallecidos) y yanomamis (71) son los afectados. La vulnerabilidad de estas comunidades milenarias va más allá de su sistema inmunológico indefenso, la complejidad en ellos es mayor.
El aviso sobre la presencia de sarampión en yanomamis venezolanos llegó desde Brasil. Fue en marzo de 2018, recuerda Tillet, quien trabajó en la dirección de Salud Indígena del Ministerio de Salud entre 2003 y 2010, y que tras su salida no se ha desvinculado de las poblaciones de Amazonas y Delta Amacuro.
Los reportes, que llegaron a manos de la organización no gubernamental Wataniba, hablaban de la presencia del virus en yanomamis venezolanos que llegaron a Brasil, específicamente a la zona de Auarís, donde hay un ambulatorio grande y equipado que suele recibir a indígenas que viven en esa zona fronteriza y de las comunidades venezolanas que residen en los alrededores del alto río Padamo, alto Ocamo y del alto Caura, pues para ellos los ambulatorios venezolanos quedan mucho más lejos y no cuentan con insumos básicos, detalla Tillet. Otros yanomami venezolanos con sarampión fueron vistos en centros de salud de Boa Vista.
Aunque no está del todo claro la ruta o el origen del brote de sarampión en los yanomami, sobre todo porque las autoridades venezolanas guardan silencio y se reservan los detalles, el especialista en salud indígena considera que la presencia de garimpeiros brasileros cerca de esas comunidades no necesariamente significa que ellos hayan llevado el sarampión a la selva amazónica.
También existe una vieja tradición de los yanomami venezolanos de cruzar la frontera hacia Auarís para visitar a otros yanomami o para vender sus pequeñas reservas de oro obtenidas de la minería ilegal que algunos yanomami, sanema y yekuanas practican. También se acercan a Boa Vista para buscar atención médica cuando tienen algún problema de salud grave. Allí, en la “Casa do Indio”, suelen llegar indígenas del estado brasilero de Roraima y del venezolano Bolívar (provenientes de La Gran Sabana y de La Paragua) y Delta Amacuro, pues se trata de una especie de dispensario donde hospitalizan únicamente a indígenas.
En ese ir y venir tienen contacto no solo con mineros y otros indígenas, sino también con “criollos” o no indígenas que pudieran estar contagiados con el virus y no saberlo. Además, a la localidad de Boa Vista también llegan indígenas venezolanos warao, el otro grupo indígena del país diezmado por el sarampión.
Esta comunidad reside en el estado Delta Amacuro y tienen un flujo constante con el estado venezolano de Bolívar, donde se inició la epidemia y donde se encuentra el paso fronterizo hacia Boa Vista. Ya para 2017, cuando se inicia el brote en el país, los warao habían comenzado a migrar a Brasil ante la inclemente crisis económica de Venezuela que empeoró a finales de 2017 con el inicio de la hiperinflación, que incidió también en la agudización de la emergencia humanitaria compleja en el área de salud y alimentación.
La mayoría de los casos de sarampión en yanomamis no fueron vistos en niños, sino en adultos mayores de 20 años. Tras el aviso dado desde Brasil, el equipo de salud venezolano llegó a las zonas afectadas tres meses después, en junio, y según el relato de quienes hacen vida en esas comunidades, la recepción tuvo poco de bienvenida y mucho de reclamo, pues estaban llegando muy tarde a contener el virus con vacunación. Para esa fecha ya habían ocurrido las 53 muertes de yanomamis que la OPS registró y publicó en su informe de julio de 2018, junto a la cifra de 126 casos confirmados, todas en el municipio Alto Orinoco del estado Amazonas.
No es la primera vez que los yanomamis y waraos se enfrentan a una epidemia de sarampión. Por eso saben que puede ser mortal si no los atienden, así como también han aprendido a darle valor a la vacunación.
No es fácil llegar a las comunidades yanomamis en Amazonas ni a los waraos en Delta Amacuro. En el primer caso, sus ubicaciones en zonas selváticas de difícil acceso hacen necesario llegar por vía aérea y en esas zonas los equipos de salud dependen del apoyo militar para poder abordar un helicóptero, no hay transporte aéreo propio del despacho de Salud.
En el caso de Delta Amacuro, las comunidades están ubicadas a lo largo de los caños del río Orinoco, al este de Venezuela, hacia la desembocadura al océano Atlántico, por lo que se necesita transporte fluvial para llegar a ellos; se trata de una opción cada vez más complicada por la escasez de gasolina y la presencia de grupos irregulares que usan los caños como rutas para el contrabando o narcotráfico. Lograr jornadas de vacunación exitosas que lleguen a todas estas poblaciones indígenas cuesta, y la ausencia del Estado venezolano en ambas entidades es evidente.
“Cuando hay vacunas no hay embarcaciones, cuando tienes las embarcaciones no hay vacunas. A veces tienes ambas pero se rompe la cadena de frío y las vacunas se dañan. O también pasa que estas poblaciones son nómadas, se mudan, y así es difícil cumplir los esquemas de vacunación”, explica el doctor Julio Romero, uno de los cinco pediatras que quedan en todo el estado Delta Amacuro. “Lo que pasó con el sarampión y los waraos fue que la vacunación no se cumplió”, agrega.
Y con los yanomami pasa igual. El especialista en salud indígena, Aimé Tillett, coincide con Romero.
“Hay muchas dificultades logísticas. Las vacunas se siguen transportando en cavas con hielo, así que estás en una carrera contra el tiempo porque si se te derrite el hielo pierdes vacunas, y si llegas al sitio tienes que vacunar corriendo. Ya por ahí haces las cosas como te salen, no haces las cosas bien. Eso hay que entenderlo. Seguimos vacunando como en décadas pasadas. Por eso la calidad de las vacunas está en entredicho.”, relata.
Para dejarlo aún más claro, Tillett recuerda las jornadas de vacunación en Delta Amacuro a las que asistía años atrás: “Llegaba la comisión de vacunación y en pleno sol empezaban a armar las jeringas y las ponían una junto a otra, ordenadas, mientras organizaban a la gente. En eso podían tardar 10 minutos, 15, y todo ese tiempo las jeringas bajo el sol. Cuando ponían la vacuna ya estaba dañada”.
La vacuna SRP (contra el sarampión, rubeola y parotiditis) es de virus vivos atenuados, por lo que debe mantenerse refrigerada a una temperatura entre 2 y 8 grados centígrados. A más de 8 grados pierde efectividad porque se muere el virus. Y así no se garantiza inmunidad en la persona vacunada.
Adicionalmente, está la imposibilidad de avisar a las comunidades que se va a ir determinado día a vacunar, así que puede pasar que al llegar al shabono yanomami no haya nadie porque salieron a cazar, están en el conuco o visitando a otra comunidad, algo muy común que implica perder el viaje.
Todo lo anterior incide en la poca o ninguna inmunidad que puedan tener los indígenas para enfrentar enfermedades prevenibles por vacunas, así como también explican los ínfimos porcentajes de cobertura.
José Félix Oletta resume en números esa vulnerabilidad que cobró la vida de waraos y yanomami. Cita cifras oficiales aportadas por el Ministerio de Salud venezolano a la OPS, correspondientes a la cobertura de vacunación alcanzada en diciembre de 2017, luego de las primeras medidas aplicadas para inmunizar a la población con la vacuna SRP (primera dosis). En Amazonas ninguno de los siete municipios llegó a 70% de cobertura. En Delta Amacuro los datos no son mejores.
“Son cifras oficiales que muestran la fragilidad de Amazonas y Delta Amacuro, que empezaron a vacunarse a mediados de 2018. Esto indica que la vacunación fue tardía y extemporánea y que esa población estaba desprotegida”, sostiene Oletta.
En el caso del estado Bolívar, donde se inició la epidemia, los registros tampoco llegan a 95% en todos los municipios, porcentaje mínimo recomendado por la Organización Mundial de la Salud en el caso del sarampión tanto para prevenir el virus como para cortar su transmisión. De 11 municipios de Bolívar, en cuatro hubo “sobrevacunación”, es decir, vacunaron varias veces a una misma persona, algo que tampoco se recomienda ni se justifica, dice el doctor.
Aunque no hay información detallada sobre las coberturas de vacunación alcanzadas para la segunda dosis de SRP, el dato nacional dado por Venezuela a la OMS revela que en 2017, en plena circulación de la epidemia, solo se llegó a 59% de la población objetivo.
Las inmunizaciones que se hicieron en poblaciones yanomami en 2017 estuvieron enfocadas en la población infantil, según los reportes publicados por la ONG Wataniba. Eso explica que la mayoría de los casos de sarampión y muertes se presentaran en pacientes adultos. A ellos se les sumó ese bajo porcentaje citado anteriormente y otra dificultad adicional al momento de vacunarlos: los nombres.
“Los nombres de los yanomami no se dicen, son un secreto de la persona y de los familiares, así que entre ellos se nombran por apodos o por relaciones de parentesco, se dicen primo, tío, hermano, o se ponen nombres criollos para relacionarse con ellos o para tenerlo en la cédula” (documento de identidad venezolano), explica Tillett.
Pero también ese nombre criollo se lo cambian si les provoca. “Si les gusta tu nombre pueden empezar a llamarse Patricia pero luego, si conocen otro, empiezan a llamarse María, por ejemplo”, continua explicando el antropólogo y especialista en salud indígena.
Por esta particularidad nunca se ha podido llevar un registro sistemático de vacunación de los yanomami. Como no hay un sistema fiable no es posible saber si esa persona ya fue vacunada o no, si recibió la primera dosis y le corresponde la segunda, si se vacunó ya diez veces o si nunca se ha vacunado. “Es un tema complejo”, sentencia Tillett. La alta rotación del personal de salud y la movilidad de los yanomami suman a esa complejidad.
A dos años de haberse iniciado la epidemia, todo indica que lo peor para estas poblaciones ya pasó. En 2018 se registró la mayor cantidad de casos y fallecidos por sarampión en los warao y los yanomami, aunque las cifras oficiales sigan teniendo contradicciones y sea complicado hacer una verificación post mortem. Al menos en los yanomami no se puede hacer debido a sus rituales funerarios.
En los warao quizás sí, pues sus costumbres son distintas, ellos sí hablan de sus muertos. Para ellos sí hay cementerios a donde llevarlos. Como viven en el Delta del Orinoco, en palafitos (viviendas sobre el agua), no los entierran. Los cementerios también están en lo alto para que no se inunden. Cuando un warao fallece le hacen un velorio, luego envuelven el cuerpo en hojas de palma y hacen una especie de ovillo parecido a una crisálida de mariposa. Construyen un pequeño palafito en el cementerio para que el cuerpo repose allí, quedando como una pequeña casa cerrada, cubierta por completo con hojas de palma.
“Cuando hay epidemias graves es muy evidente porque puedes ir al cementerio y verificar. Se ve como una comunidad nueva, muchas casitas, pero son muertos nuevos”, explica el antropólogo. Además, ya tiene experiencias previas con el sarampión, al igual que los yanomami. Saben que puede ser letal, por eso están dados a ser vacunados.
Los que están negados a hablar son las propias autoridades venezolanas. En total contradicción con las informaciones publicadas por la OPS, el jefe de epidemiología de Delta Amacuro, Humberto González, informó al otro lado del teléfono que en su estado no hay casos de sarampión desde mayo de 2018 y que la cifra de fallecidos aún está por confirmarse. Esa fue su explicación al ser consultado para este reportaje.
Puertas adentro, la dirección de epidemiología del estado comparte cifras conservadoras con sus colegas: 448 casos de sarampión y 14 fallecidos en 2018; 13 casos sospechosos no confirmados en 2019. El ente panamericano de salud mantiene el dato de 37 waraos fallecidos y 332 diagnósticos confirmados.
El pediatra Julio Romero, uno de los pocos que aún presta ayuda a los warao, aclara que el brote más grande lo tuvieron en el último trimestre de 2018. La vacunación masiva permitió contener los contagios pero sobre todo Unicef ayudó mucho en el proceso y en la ejecución de la campaña de vacunación de las Américas.
“Siempre reclamo que no den la información. ¿Cómo vamos a recibir ayuda si ocultan las cifras?”, expresa Romero.
Las informaciones reseñadas por medios de comunicación locales de Delta Amacuro, desde el inicio de los primeros casos en enero de 2018, más otros datos recopilados por la comunidad warao de Nabasanuka divulgados en redes sociales y compartidos con Tillett, dan cuenta de que lo ocurrido en la población warao es aún más delicado. “La información que recopilamos nos daba 101 fallecidos entre enero y junio de 2018, casi 60% de ellos eran niños”, precisa el especialista en salud indígena.
Cuenta, además, que en la comunidad de Nabasanuka llegaron a tener el reporte de 32 fallecidos por sarampión, menores de 10 años en su mayoría, pequeños sin identidad oficial ante el Estado venezolano porque a esas zonas alejadas no llegan los servicios de registro civil y hay que viajar horas hasta la capital del estado para poder obtener un documento oficial.
Sin partida de nacimiento no se puede procesar un acta de defunción, así que para los efectos prácticos, estos niños warao nunca existieron para el Estado, solo para sus familiares.
“En Delta Amacuro la epidemia de sarampión lo que hace es evidenciar las grandes deficiencias y el total abandono que hay no solo en materia de salud, sino el abandono general de la entidad”, lamenta y sentencia Tillett. Los esfuerzos oficiales por silenciar lo que ocurre en la comunidad warao y yanomami poco ayudan a evitar que los decesos sigan ocurriendo. El silencio también los sentencia a morir.
* Este reportaje forma parte del especial
Venezuela: un país en busca de alivio, de
Salud con lupa con apoyo del
Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).
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