Un asesino serial anda suelto en la capital de Perú. Es la megabanda de origen venezolano, pero ya multinacional, que con la migración ha exportado sus métodos. Empezando por sus propias compatriotas, el TDA inició un esquema minucioso de cobro de ‘cupos’ en la prostitución, cuyas cuotas no son fáciles de pagar. Quien quede en mora corre el riesgo de quedarse sin trabajo o de morir, y así servir de advertencia para toda la comunidad del trabajo sexual. Se cumplen dos años desde que un par de asesinatos llevaron el asunto a la atención pública.
Impidamos que el país se convierta en un desierto informativo.
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Paulina* ha trabajado como trabajadora sexual desde hace 15 años en las calles de Lima, la capital peruana. Lo hace para sostener a su familia, pues no tiene otra alternativa de sustento.
“Cuando tienes niños, uno tiene que buscar donde sea para que ellos puedan comer”, dijo Paulina.
Durante todos estos años ejerciendo como trabajadora sexual, ella ha vivido en carne propia incontables violencias y ha sido testigo de los abusos que sufren otras trabajadoras sexuales. Paulina pensaba que lo había visto todo, hasta que en septiembre de 2022 unos criminales asesinaron a una compañera en una de las principales calles del centro de Lima.
“La mataron por no pagar y por denunciar que estaban cobrando cupo”, dijo, refiriéndose a un tipo de extorsión que los grupos criminales cobran a las trabajadoras sexuales a cambio de dejarlas trabajar en las calles.
Paulina temía caer en el radar de los criminales y que estos le empezaran a cobrar cupo, por lo que no volvió a trabajar durante los dos meses que siguieron al asesinato de su compañera.
Sin embargo, su temor se hizo realidad en noviembre, cuando comenzó a recibir diferentes mensajes de WhatsApp. Los autores —presuntos miembros del Tren de Aragua, la megabanda venezolana que se ha expandido por América del Sur y todo el hemisferio desde 2019, y se ha convertido en la principal amenaza criminal de Lima— dejaron la advertencia clara.
“Se comunicaron conmigo, que eran el Tren de Aragua y que si no pagábamos cupo nos iban a matar”, recordó.
Le estaban cobrando 400 soles (alrededor de 100 dólares) como una cuota de “inscripción” para seguir trabajando en la zona en la que ejercía desde hacía años. Aparte de la primera cuota, cada semana, tenía que transferir 150 soles (40 dólares) a una cuenta, y enviar una foto del comprobante de pago con su nombre.
Temiendo por su vida y la de sus hijos, Paulina comenzó a pagar el cupo.
“Tú, trabajes o no trabajes, tienes que juntar su plata, porque si no les pagas, te matan”, agregó.
Sin embargo, al poco tiempo empezó a tener dificultades para recaudar el dinero completo. Los días en los que no había suficientes clientes, le resultaba imposible reunir todo el pago. En algunos casos, hasta tuvo que dejar de comer para poder pagar el cupo. Cuando no podía reunir el dinero completo, Paulina enviaba a los criminales lo poco que lograba conseguir. Aun así, estos la amenazaban por no pagarles la totalidad de la cuota.
“Si no te gustan las reglas, te retiras de la zona para no matarte”, sentenciaba uno de los mensajes.
Aunque Paulina tenía mucho miedo de sufrir represalias, denunciar la situación no era una opción para ella. En Perú, el trabajo sexual no está penado, pero tampoco existe un marco específico para su regulación, y las trabajadoras sexuales como ella han quedado desprotegidas ante todo tipo de violencias. Además, los agentes de las fuerzas de seguridad, que hasta hace poco habían sido los principales victimarios de las trabajadoras sexuales en Lima, por lo general las discriminan y no suelen ayudarlas en situaciones como esta.
“Uno va a denunciar y te dicen ‘No, no creo, no creo que te vengan a matar’. Y cuando te matan, [dicen] ‘¿por qué no denunciaste? ¿por qué no avisan?’ Y cuando uno los llama ni se aparecen”, dijo.
Las trabajadoras sexuales en Lima han enfrentado sistemáticamente extorsiones, golpizas, violaciones, y hasta asesinatos y desapariciones. Toda esta violencia corre a manos de sus familias, clientes, las fuerzas de seguridad y las mafias locales. Pero, a pesar de que los maltratos y abusos han sido una constante en su vida, las diferentes facciones del Tren de Aragua han llevado la violencia a un nivel sin precedentes.
Antes de 2019, entre los principales perpetradores de la violencia en contra de las trabajadoras sexuales se encontraban las mafias locales lideradas por las mamis y los papis, como se les conoce a los proxenetas que, en ocasiones, cobraban extorsiones a pequeños grupos de trabajadoras sexuales. Mamis y papis también manejaban redes locales de trata de personas con fines de explotación sexual.
“Siempre ha habido mafias”, dijo Ángela Villón, líder de Miluska Vida y Dignidad (MVD), una asociación de trabajadoras sexuales de Lima. “Te cortaban [la ropa] y te decían ‘si no pagas la próxima, te hacemos lo mismito, igualito, pero en la piel’… Es algo de terror, pero no te mataban”.
Además de las mamis y los papis, por décadas los principales victimarios de las trabajadoras sexuales de Lima fueron miembros de la Policía Nacional de Perú (PNP) y del Serenazgo Municipal, una institución a cargo de la seguridad ciudadana.
Valiéndose de los vacíos legales en Perú alrededor del trabajo sexual, miembros de la PNP y los serenazgos realizaban operativos contra las trabajadoras sexuales y las detenían de manera arbitraria, según una docena de trabajadoras sexuales que hablaron con InSight Crime. Ellas aseguran haber recibido golpes, malos tratos, haber sido extorsionadas y hasta abusadas sexualmente en medio de estos operativos.
Por ejemplo, Leida Portal, quien encabeza la organización Rosa Mujeres de Lucha, dedicada a abogar por las trabajadoras sexuales, fue víctima de tres policías que irrumpieron en su lugar de trabajo, la golpearon, le robaron su dinero y la llevaron a la comisaría, donde la sometieron a más abusos y discriminación.
Sin embargo, para las trabajadoras sexuales las cosas comenzaron a empeorar con la llegada de los grupos criminales de origen venezolano en 2019. Hace una década, cientos de miles de venezolanos comenzaron a salir de su país huyendo de la crisis económica y política. Uno de los primeros destinos de los migrantes fue Perú, donde actualmente residen 1,6 millones de venezolanos, según cifras de la plataforma de coordinación humanitaria R4V. En 2018, cuando el flujo migratorio de Venezuela llegó a un pico sin precedentes, el Tren de Aragua comenzó a expandirse por Suramérica, valiéndose del tráfico de migrantes para establecerse por fuera de Venezuela. Desde su origen en el norcentral estado Aragua, también se extendió al norte del continente, hasta Estados Unidos.
Para echar raíces en la capital peruana, una facción del grupo conocida como Los Gallegos, comenzó a desplazar a los pequeños grupos criminales peruanos. Entre sus principales objetivos estaban las redes que cobraban cupos a las trabajadoras sexuales en Lima.
Según las trabajadoras sexuales y miembros de la PNP que hablaron con InSight Crime, la llegada y expansión de Los Gallegos en la zona fue anunciada la noche del jueves 9 de enero de 2020, cuando tres hombres asesinaron a Isaac Hilario Huamanyalli, conocido como el Cholo Isaac. Isaac presuntamente controlaba el cobro de cupos en el distrito de Lince, un epicentro del trabajo sexual en el centro de Lima.
El asesinato del Cholo Isaac fue una de las movidas clave que puso de relieve la expansión de la facción del Tren de Aragua en la ciudad. Pero no fue la única señal. De acuerdo con las trabajadoras sexuales que hablaron con InSight Crime, una de las mamis peruanas también le abrió la puerta a Los Gallegos.
“[Una] chica se juntó con un venezolano. Le enseñó cómo era el trabajo de cobrar cupos y el venezolano de la mafia la sacó a la chica y él es el que se quedó con todo”, dijo Roxi, una trabajadora sexual venezolana que lleva tres años trabajando en Lima.
Las facciones del Tren de Aragua desplazaron a otras redes de mamis y papis peruanos y usurparon el trono en el negocio del cobro de cupos. Con la competencia local fuera de juego, los grupos criminales venezolanos extendieron sus tentáculos sobre las trabajadoras sexuales.
Los Gallegos comenzaron a extorsionar a las trabajadoras sexuales venezolanas y luego ampliaron su foco a las peruanas, colombianas y ecuatorianas.
“Lo que hacían en ese momento era secuestrar a las trabajadoras sexuales y las tenían dos, tres días (…) en un espacio donde no las dejaban dormir (…) todo el tiempo les decían cómo las iban a asesinar”, dijo Ángela.
Con la llegada de la pandemia de la Covid-19, las trabajadoras sexuales que no podían salir a las calles de Lima migraron a aplicaciones de mensajería, como WhatsApp, para coordinarse entre ellas y agendar los encuentros con sus clientes. Los Gallegos supieron aprovechar esto: no solo retenían los teléfonos celulares de las trabajadoras sexuales, sino que recopilaban los números de otras a través de los chats grupales de los que hacían parte, para así atrapar a nuevas víctimas en su telaraña de extorsión.
“Cuando todavía estábamos en plena pandemia, nos mandaron el primer mensaje donde ellos se presentaban,” recordó Ángela. “Estaban comunicando que a partir de ese momento le teníamos que pagar los cupos a ellos”.
Hoy, seis años después de la llegada visible del Tren de Aragua a Perú, todas las mujeres que se dedican al trabajo sexual en las calles de Lima deben pagar cupo al grupo, o a alguna de sus facciones asociadas, como Los Gallegos, Los Hijos de Dios o la Dinastía Alayón.
“A ellos lo que les interesa es su plata. O les pagas o te matan”, dijo Liliana, una trabajadora sexual venezolana.
Las extorsiones están en todas partes. A algunas, como Paulina y Liliana, los grupos criminales les envían mensajes amenazantes a sus celulares y a los grupos que tienen para comunicarse con otras trabajadoras sexuales. A otras, las acorralan en las calles y hasta en sus hogares.
“Te van cerrando todos los espacios, de alguna u otra forma terminas metida en ese círculo de criminalización donde, si no pagas, no trabajas”, agregó Lucía, una trabajadora sexual peruana que trabaja por medio de anuncios en páginas web.
A las trabajadoras sexuales que trabajan por anuncios, como ella, los grupos criminales les hacen seguimiento y utilizan su número de contacto para cobrarles cupo.
“Son constantes, los mensajes que te envían por WhatsApp. Ven tu anuncio y ya están amenazándote”, dijo Lucía.
Los mensajes de texto terminan llevándolas a números de cuenta donde deben depositar una cantidad específica de dinero.
Primero, deben pagar el permiso, o la “inscripción”, como lo llaman los extorsionadores, para poder trabajar en las zonas bajo control del grupo. El precio depende de la facción y la zona. Puede ser desde 200 hasta 400 soles (entre 50 y 100 dólares). Luego, como Paulina, deben hacer un pago semanal que está entre los 150 y 250 soles (entre 40 y 66 dólares), aunque a veces puede llegar a los 500 soles (130 dólares). Los cobros no son iguales para todas. Las venezolanas, que fueron las primeras en ser extorsionadas, deben pagar más simplemente por ser venezolanas. Y si se atrasan con el pago, su deuda se va acumulando.
A pesar de que los mensajes amenazantes casi siempre vienen de hombres, las mujeres que hacen parte del Tren de Aragua o, en algunos casos, las que son víctimas de trata de personas, son quienes cobran los cupos en las calles.
De acuerdo con los testimonios de las trabajadoras sexuales y sus lideresas, estas mujeres pasan todos los días cobrando los cipos por las zonas donde se concentra el trabajo sexual. Algunas, a pesar de estar asociadas con el grupo criminal, también son objetivos. Una de ellas fue asesinada por el grupo tras volverse conocida en la zona, según las trabajadoras sexuales que hablaron con InSight Crime.
“Nos cobraba y la mataron los mismos [criminales]”, dijo Katherine, otra mujer que habló con InSight Crime. “Ella cobraba todo a las peruanas, pero como se puso ambiciosa, se juntó con otra gente más fuerte. Pero con la mafia nadie juega, porque a la mafia la aburres y te mata”.
Si alguna se niega a pagar o no tiene el permiso del grupo para trabajar en la zona, la amenazan, la golpean, e incluso pueden llegar a asesinarla.
La violencia no es aleatoria. Es una advertencia escrita con sangre para las demás trabajadoras sexuales: la que se niegue a pagar correrá con el mismo destino.
Miembros de grupos criminales secuestraron a Lucía en 2023. Ella había acordado encontrarse con un cliente en una casa, pero al llegar al lugar se dio cuenta de que la situación no era la que esperaba. En la vivienda se halló con un hombre armado, que le dijo que ella no estaba en su listado de mujeres autorizadas para trabajar y abusó de ella mientras la amenazaba con el arma. Aunque logró escapar, Lucía teme volver a ser atacada.
Las familias de las trabajadoras sexuales también están en la mira. En agosto de 2023, el esposo de Katherine estaba almorzando con su familia en la capital. Sin darse cuenta de que unos hombres armados lo estaban siguiendo, salió a la calle a pedir un taxi, pero momentos después, los hombres le dispararon para matarlo.
“Fue porque no pagué el cupo”, dijo Katherine.
En Perú, no existen datos oficiales frente a la violencia que sufren las trabajadoras sexuales. Ni el Ministerio de la Mujer ni la PNP tienen cifras sobre esta situación.
Según los registros de las organizaciones de trabajadoras sexuales y el monitoreo de prensa de InSight Crime, entre 2018 y 2019 al menos siete mujeres fueron asesinadas. Entre 2020 y 2021 se registraron otros ocho asesinatos. En 2022, 35 mujeres fueron asesinadas, según el monitoreo de Miluska Vida y Dignidad. Otras 36 desaparecieron, de las que se cree que varias están muertas.
“No encontramos sus cuerpos, pero nadie nos hace caso”, comentó Ángela.
En 2023 se registraron 36 mujeres asesinadas y 39 desaparecidas y, en 2024, al menos 39 fueron asesinadas.
No fue hasta febrero de 2023 que la violencia atrajo la atención nacional. Ese mes, dos trabajadoras sexuales, una venezolana y una ecuatoriana, fueron asesinadas en pleno centro de Lima. El Ministerio de la Mujer y la PNP comenzaron a investigar algunos de los casos.
“Pero ya era demasiado tarde porque [la ciudad] estaba infestada de mafias”, dijo Ángela.
Las operaciones de las autoridades contra el Tren de Aragua y sus facciones no tuvieron efecto en la vida de las trabajadoras sexuales y la violencia en su contra se recrudeció.
En medio de la ola de violencia, hace dos años, en febrero de 2023, dos brutales asesinatos perpetrados por el Tren de Aragua se convirtieron en una bandera de la lucha de las trabajadoras sexuales. Rubí Ferrer y a Priscilla Aguado, dos mujeres trans que ejercían el trabajo sexual en el centro de Lima, una realidad que comparten con 62% de las mujeres trans en Perú, fueron asesinadas por el grupo para enviar un mensaje.
Todo comenzó con un altercado entre la cobradora de cupos de la zona y una trabajadora sexual que se negaba a pagar la extorsión. Para enviar un mensaje y garantizar el pago del cupo, miembros del Tren de Aragua secuestraron a Rubí. Mientras grababan en sus celulares, le dispararon 31 veces. A Priscilla la asesinaron a las pocas horas a las afueras de la ciudad.
“Graban [los ataques] para que todas las chicas se alineen. Pa’que todas las chicas vean que tienen que respetar a la gente del Tren de Aragua”, dijo Liliana.
Los asesinatos, y la posterior difusión del video de la ejecución de Rubí, además de temor, generaron rabia e indignación entre las demás trabajadoras sexuales de Lima, cansadas ya de la violencia. Las organizaciones de trabajadoras sexuales se han movilizado, mientras organizan marchas y plantones pidiendo justicia.
“Se movilizó mucha gente”, dijo Ángela. “Nos están matando porque somos prostitutas”.
Pero la situación poco ha cambiado. A pesar de que las autoridades capturaron a uno de los involucrados en el asesinato de Rubí y a alias Andrea, la cobradora de cupo en la zona que presuntamente había ordenado los crímenes, las trabajadoras sexuales trans en Perú siguen en la mira de los grupos criminales. El 15 de febrero de 2024, dos días después de una marcha para exigir justicia por Rubí y Priscilla, Jazmín, una trabajadora sexual trans, fue asesinada en el norte de Lima por negarse a pagar cupo.
La mayoría de las trabajadoras sexuales no suelen denunciar las extorsiones. Para casi todas, alzar la voz es inútil y las expone a retaliaciones. Años de abusos y discriminación por parte de la PNP y el Serenazgo Municipal han generado una profunda desconfianza en las autoridades. La situación se torna aún más compleja para las mujeres venezolanas que, por lo general, tienen un estatus migratorio irregular.
“[Antes, los policías] violaban, te ultrajaban, te amenazaban, nos amenazaban y ahora vienen los venezolanos, nos quitan nuestra plata y nosotros pensando que la policía nos va a ayudar (...) [Pero] no, no nos ayuda”, dijo Carmen, una joven trabajadora sexual.
De hecho, en las pocas ocasiones en las que las mujeres deciden denunciar, son revictimizadas por los miembros de la policía que reciben sus casos.
“Cuando ya estás muerta es que recién sale en el noticiero ‘mataron a trabajadora sexual’, cuando pudo haber sido esa misma compañera que se acercó a denunciar y le negaron la denuncia”, resumió Lucía.
El apoyo y la seguridad solo las han encontrado entre ellas mismas. Para protegerse de la violencia del Tren de Aragua, de los clientes, y de miembros de la policía, las trabajadoras sexuales de Lima han fortalecido sus redes de apoyo, encarnadas en organizaciones comunitarias que reivindican sus derechos. Los grupos de WhatsApp, las líneas de emergencia y las casas de acogida son financiadas con los recursos que logran recolectar entre todas y lo que consiguen de la cooperación internacional. Pero son paños de agua tibia frente a un problema sistemático y un violento grupo criminal al que las autoridades no han podido hacer frente.
*Los nombres de los protagonistas fueron cambiados para proteger su identidad.
Los Comandos de la Frontera, grupo que junto a la Segunda Marquetalia inició diálogos de paz con el gobierno de Gustavo Petro, están operando también en el norte de Ecuador, y con la banda Los Choneros han impuesto un régimen de terror en las provincias amazónicas de Sucumbíos y Orellana. Con la incursión de los grupos armados y el crimen organizado, prospera la minería de oro.
Los ‘caminos verdes’ que cruzan los límites entre Colombia y Venezuela son un negocio para los grupos irregulares que los controlan y un peligro para quienes se ven obligados a transitarlos. En las últimas décadas, centenares de venezolanos han desaparecido en ellos sin dejar rastro. Los familiares que los buscan deben sortear extorsiones y amenazas de los actores armados y hasta estafas de los pobladores locales, mientras las autoridades del Estado hacen poco o nada para ayudarlos.
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En el estado de Roraima, al norte de Brasil, la organización delictiva ‘Primer Comando da Capital’ funciona como un grupo empresarial multinivel a cargo de negocios que van del tráfico de drogas a la minería y de la prostitición a las criptomonedas. Hoy, cuatro de cada diez integrantes del PCC en ese estado son venezolanos, inmigrantes a los que abre sus brazos para integrarlos a una gran hermandad criminal de la que solo se escapa a precio de la propia vida.
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Un bulto con armamento debía llegar a un receptor desconocido en una aldea del estado Táchira, cerca de la frontera con Colombia. La entrega, que era monitorizada con celo por al menos un oficial desde un cuartel del Ejército Bolivariano, alcanzó su meta, pero por la fuerza: a los emisarios, dos soldados venezolanos muertos de miedo, los secuestraron y torturaron en el destino previsto del correo. Solo uno volvió de ese martirio y al otro se le busca desde 2017, entre pistas falsas y el aparente encubrimiento militar.
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La desactivación de la licencia de Washington que permitía a Chevron operar en Venezuela abrió un hueco en las cuentas del régimen de Caracas que, obligado ahora a sacar -rápido y como sea- crudo que vender, flexibilizó las condiciones para los inversionistas. Atraídos por la oportunidad, nuevos postores participan en la piñata por los campos petroleros, pero uno compite con ventaja: el magnate Harry Sargeant III, que cuenta con dos fachadas corporativas y muchos contactos en el alto gobierno, así como un socio forzoso: Alejandro Betancourt, el de Derwick.
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