Los Comandos de la Frontera, grupo que junto a la Segunda Marquetalia inició diálogos de paz con el gobierno de Gustavo Petro, están operando también en el norte de Ecuador, y con la banda Los Choneros han impuesto un régimen de terror en las provincias amazónicas de Sucumbíos y Orellana. Con la incursión de los grupos armados y el crimen organizado, prospera la minería de oro.
Getting your Trinity Audio player ready...
|
En medio de la densa vegetación de la selva ecuatoriana, un río amarillo resalta entre el vasto verde del lugar, y su nombre se ha convertido en sinónimo de destrucción y muerte. Es el Punino, que fluye entre las provincias de Orellana y Napo, en el nororiente amazónico, aproximadamente a 65 kilómetros de la frontera con Colombia y a casi 150 de Quito, la capital del país. Desde el aire, el color del Punino contrasta con el verde oscuro —casi gris— de un río vecino, el Payamino. Ambos se han visto afectados por la minería ilegal de oro en esta parte de la Amazonía, hogar de comunidades kichwas y de una rica biodiversidad.
Decenas de retroexcavadoras operan río arriba, en una zona conocida como el Alto Punino, y están provocando cambios en la naturaleza, en el lecho del río y en las dinámicas sociales de la región. Poblaciones que antes eran relativamente tranquilas han visto aumentar en los dos últimos años el número de muertes violentas y han presenciado escenas macabras, similares a las que dejan las mafias en otros países. Las comunidades están divididas frente al negocio del oro y quienes antes protestaban ahora prefieren callar ante las amenazas de los foráneos que han llegado para controlarlo todo.
La selva también está cambiando. La “expansión rápida de la minería ilegal” ha provocado en el Alto Punino la deforestación de 1.001 hectáreas —equivalentes a 1.400 canchas de fútbol profesional—, entre noviembre de 2019 y diciembre de 2023, según un reporte de febrero pasado del Monitoring of the Andean Amazon Project (MAAP). Cerca de 78 % del total corresponde a la tala registrada en un solo año, el 2023.
En el Punino, el oro es aluvial, está mezclado en el río con arena y arcilla. Los habitantes más antiguos de Orellana recuerdan que las comunidades kichwas siempre lavaron oro para obtener recursos y poder comprar útiles escolares o vestimenta, pero sin dejarse llevar por la ambición; por eso llaman al oro supay ishma (palabras kichwas que significan “orina del diablo”).
Las propias comunidades indígenas asentadas en el Punino tampoco se libran del cambio. Es el caso de San Lorenzo, de aproximadamente 350 habitantes, o Santa Catalina, un caserío con solo 25 personas. Antes de la minería, la principal actividad económica en esos lugares era el cultivo de palma. Para acceder a ellos es necesario pasar por San José de Guayusa, una localidad más grande, ubicada a unos 20 kilómetros de la zona minera del Punino, que está bajo jurisdicción de la capital de la provincia, Francisco de Orellana, más conocida como El Coca.
En los últimos años hasta esta región llegaron personas desconocidas desde otras partes del país y desde Colombia, y con ellas, la minería ilegal, la destrucción y la violencia.
Para extraer oro del Punino, los mineros utilizan métodos agresivos. Con retroexcavadoras mueven grandes cantidades de tierra, para depositarla luego en una clasificadora tipo Z, una máquina que separa el oro de la tierra. El cambio del color de las aguas del Punino se debe a la presencia de sedimentos que provienen de las descargas de arcilla, con alto contenido de azufre, y lodo por el desbroce de vegetación, el movimiento de suelos y el lavado de oro aluvial, explica Matthew Terry, activista ambiental y miembro de la Fundación Río Napo.
La actividad minera implica un negocio millonario. De la información entregada por las autoridades tras los decomisos de maquinaria se puede colegir que cada retroexcavadora costaría cerca de 150.000 dólares. Solo entre octubre de 2022 y mayo de 2024, los militares ecuatorianos hallaron 82 retroexcavadoras en ocho operativos en San Lorenzo, el Alto Punino y San José de Guayusa; una inversión de más de 10 millones de dólares, sin contar con lo que se requiere para comprar plantas de energía, motores succionadores de agua y miles de galones de combustible, insumo que también ha sido decomisado en operativos.
El daño al ecosistema no solo está en la actividad de las máquinas, también se registra por el uso de combustible, aceites, lubricantes y mercurio, un metal de uso prohibido en Ecuador desde 2015, pero que aún así se usa en tareas de minería ilegal, pese a que el Estado ecuatoriano ratificó el Convenio de Minamata sobre el Mercurio, que busca proteger la salud humana y el medio ambiente de los efectos adversos del metal.
El Punino demuestra el rápido crecimiento de la minería ilegal que se traslada de una zona a otra, y se mueve selva adentro para huir de los operativos antimineros de militares y policías. “Pasa lo de Yutzupino y revienta acá”, dice un habitante de Orellana que ha llegado hasta el Punino en varias ocasiones para registrar el avance de la minería ilegal. De estatura mediana y piel curtida, usa sombrero para protegerse del intenso sol. Solo será identificado como el guía del sombrero porque prefiere mantener su nombre en reserva para evitar represalias.
El guía del sombrero menciona el caso de Yutzupino, una comunidad de Napo, aledaña a Orellana, por la que atraviesa el río Jatunyacu, epicentro de la minería ilegal después de la pandemia por la Covid-19.
Tanto en Yutzupino como en el Punino se han realizado operativos antimineros, pero la población duda de su efectividad. Hay reportes de retroexcavadoras destruidas y decomisadas, y preguntas de dónde está la maquinaria que no fue destruida o por qué a veces los mineros conocen de antemano los operativos. Luego de los operativos se suelen ver máquinas operando otra vez. Además, pocos casos terminan en la justicia. Entre 2021 y febrero de 2024, la Fiscalía recibió 23 denuncias por delitos mineros. Pero en tres años, solo un caso ha llegado a la etapa de juicio. Mientras tanto, las zonas mineras se extienden a otros lugares.
El guía del sombrero y otros líderes sociales entrevistados, que tampoco quieren ser identificados, coinciden en que una parte de los mineros del río Jatunyacu se trasladó al Punino. A ambos ríos los separan cinco horas de camino por carretera. El Punino es afluente del Payamino, que se conecta con el río Coca, uno de los ríos más grandes de la Amazonía ecuatoriana que abastece de agua a decenas de comunidades indígenas y mestizas.
Un equipo de Plan V llegó hasta San José de Guayusa y, aunque por cuestiones de seguridad no pudo llegar hasta la zona exacta donde se realizan las actividades mineras en el Punino, río abajo sí logró observar sus consecuencias. En la unión del Punino y el Payamino, las aguas se tornan bicolor y se diferencian claramente el amarillo del primero y el gris del segundo.
Durante el recorrido realizado en febrero pasado, el equipo pudo observar una estrecha carretera de piedra y arena, de un solo carril, que conecta a Guayusa con la comunidad kichwa de San Lorenzo, el sector más cercano a la actividad minera. La entrada parecía custodiada por dos hombres, sentados bajo la sombra de los árboles, que no perdían de vista lo que ocurría a su alrededor.
La vía atraviesa plantaciones de palma, que a su vez tienen un sinnúmero de pequeños caminos. Aunque la distancia es corta, el trayecto entre ambas comunidades puede durar hasta tres horas por el mal estado de la vía. Estas características la convierten en una trampa mortal para quien busca aventurarse sin permiso.
Pero, ¿quién autoriza el ingreso por la vía donde están los hombres que parecen vigilantes? Habitantes y líderes sociales coinciden en señalar que la fiebre del oro atrajo a gente que no es de la zona, ecuatorianos y colombianos. Dicen que con ellos también llegó la violencia. Orellana pasó de ser una de las provincias más tranquilas del país a tener un alto número de homicidios. En 2023, registró una tasa de 29,6 homicidios por cada 100 000 habitantes y era la novena provincia más violenta del país. En 2024, hasta el 19 de mayo, escaló al segundo lugar con una tasa de 25,3 homicidios por cada 100 000 habitantes, según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).
Joya de los Sachas no registra actividad minera, pero es un lugar que favorece su logística. A diferencia de Guayusa, donde no hay internet ni señal telefónica, Joya es un poblado más grande, con mayor comercio e infraestructura y menos presencia policial y militar. En el día, Guayusa luce desolado porque la mayoría de los habitantes trabaja en fincas alejadas del pueblo. Solo al mediodía, cuando los niños salen de la escuela, hay gente en las calles polvorientas.
Según cuentan líderes de la zona, Los Choneros, una de las bandas más grandes y peligrosas del país, fueron los primeros en llegar a Orellana atraídos por el oro, hace más o menos dos años. Quienes los han visto los describen como mestizos provenientes, sobre todo, de ciudades de la costa, lo que se distingue por el acento. Un ciudadano que participó en una de las protestas antimineras en El Coca recuerda que conoció a un hombre que en ese acto se presentó como miembro de Los Choneros.
El 1 de mayo pasado, las Fuerzas Armadas reportaron la detención de 22 “presuntos integrantes de Los Choneros” en San José de Guayusa durante una operación contra la minería ilegal. También decomisaron tres armas de fuego, 141 municiones, 350 galones de combustible y prendas militares y policiales.
Además, otros once presuntos integrantes de ese grupo fueron detenidos en Orellana por tenencia ilegal de armas, robo y secuestro, entre enero y abril de este año, según datos de la Policía. Uno de los capturados llevaba en el pecho un tatuaje de un león y un águila, con la frase “Hermandad hasta la muerte, una sola firma”. El león es el símbolo del grupo Los Fatales y el águila, de la agrupación Las Águilas. Ambas son reconocidas como las principales facciones de Los Choneros.
Los tres están entre los 22 “grupos del crimen organizado trasnacional”, dedicados principalmente al tráfico de drogas, que fueron denominados como “organizaciones terroristas y actores no estatales beligerantes” por el gobierno de Daniel Noboa, en un decreto presidencial del 9 de enero. En ese mismo documento, reconoció la existencia de un “conflicto armado interno” con el objetivo de enfrentar la creciente violencia en el país con militares. La identificación de “beligerantes” le trajo críticas a Noboa porque se trata de grupos criminales, que bajo esa denominación podrían ser vistos como insurrectos con aspiraciones políticas.
Los Choneros no están solos en el negocio del oro del Punino. Juan Vinicio Ramos, jefe policial subrogante en Orellana, confirmó a Plan V la presencia en esta provincia de los Comandos de la Frontera (CDF), de Colombia, aunque no dio detalles de si los dos grupos operan en alianza ni entregó información sobre sus operaciones específicas. Mencionó que es un tema reservado que lo investigan otras unidades policiales. No es el único que evita el tema. Durante varias semanas se solicitó una entrevista con el jefe militar de la Brigada de Selva No. 19, que está en El Coca y organiza los operativos tanto en Orellana como en Sucumbíos. Pero no respondió ni a las llamadas ni los mensajes de texto.
Ramos atribuyó el incremento de la violencia en Orellana a los CDF y Los Choneros, y su participación en la minería ilegal.
También hay evidencias de la presencia de los CDF en la provincia ecuatoriana de Sucumbíos, en la frontera, pero su llegada a Orellana muestra que se han ido adentrando en zonas no fronterizas.
Los CDF están adscritos a la llamada Segunda Marquetalia, un grupo desprendido de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que lidera el exjefe negociador de paz de las FARC, Luciano Marín Arango o Iván Márquez, quien después de la firma de los acuerdos de 2016 con el gobierno colombiano, retomó las armas junto a sus seguidores.
El 5 de junio, delegaciones del gobierno de Gustavo Petro y de la Segunda Marquetalia firmaron un acuerdo para iniciar formalmente otros diálogos de paz y anunciaron para finales de junio la instalación de una mesa de negociaciones en Caracas. Entre los negociadores por parte de la Segunda Marquetalia está Giovani Andrés Rojas, alias Araña, líder de los CDF, quien a su vez está en la lista de “objetivos militares de grupos terroristas” del gobierno de Ecuador. Araña estuvo en las reuniones con el gobierno colombiano e incluso ha aparecido hablando sobre el nuevo proceso de paz.
Los CDF operan principalmente en el departamento colombiano de Putumayo, fronterizo con Sucumbíos, y se dedican al narcotráfico, la extorsión y la minería ilegal. El grupo nació en noviembre de 2017 y está conformado por disidentes de los bloques 32 y 48 de las FARC, de la banda criminal La Constru, derivada de los paramilitares e incluso exmilitares.
Los Comandos llegaron a Ecuador cuando Araña tomó el mando de esa organización, dijo una fuente de Inteligencia de Colombia a Amazon Underworld. Según la Fiscalía de ese país, Araña fue miliciano de Los Rastrojos, una organización narcotraficante, y también apareció como integrante de las FARC. En el marco de los diálogos de paz, en 2017 fue nombrado como gestor y salió de la cárcel para cumplir labores sociales, pero en su lugar conformó los CDF.
Aunque natural de Cali, Colombia, Rojas o Araña vive en Putumayo desde que tenía siete años de edad. Por eso, dice la fuente de Inteligencia, “él se ha posesionado en Ecuador siempre”, principalmente en Sucumbíos. Al haber sido miembro de las FARC, siguió usando el territorio ecuatoriano como lugar de descanso, entrenamiento y de refugio, como históricamente lo hizo la guerrilla en esa zona.
El reporte de Inteligencia colombiana también confirma que los CDF tienen armamento, caletas y laboratorios de droga en Sucumbíos. Dice, por ejemplo, que alias Galvis es el encargado de transportar 1,5 toneladas de pasta base de coca cada 25 días hacia Ecuador, donde tienen cristalizaderos para terminar de procesar la cocaína.
Los habitantes de Lago Agrio, la capital de Sucumbíos, se refieren a los CDF como las FARC, y los describen como un “poder oculto” que supuestamente mantiene a raya a la delincuencia común. “Acá es vox populi escuchar que esos grupos [colombianos] nos cuidan de las bandas ecuatorianas. El ciudadano ve mejor que la situación sea así” si se compara con las disputas y la violencia agravada en otras zonas del país, dice un periodista local, que prefirió no ser identificado.
Los números de la violencia también se han disparado en los últimos años en Sucumbíos, aunque todavía lejos de las cifras de las provincias de la costa. En esta provincia, las muertes violentas mensuales pasaron de 27 en el 2019 a 176 en octubre de 2023, según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado. La capital, Lago Agrio, concentró más de 70 % de los casos en 2023.
En los últimos años, los CDF han protagonizado varios episodios violentos en Sucumbíos. Por ejemplo, se les atribuye la matanza de ocho personas en enero de 2022, un acto de venganza ante al asesinato de uno de sus integrantes, según contó al diario El Universo una fuente de Inteligencia de la policía ecuatoriana. Además, en marzo pasado, en el sector fronterizo de Barrancabermeja, cuatro militares ecuatorianos que hacían patrullaje fueron atacados por hombres armados, un hecho que no se registraba desde 2018. Uno de los militares falleció. Después, en abril, soldados abatieron a un hombre y capturaron a otros siete, incluidos dos menores de edad, en un campamento minero en San José de Guayusa. Entre las pertenencias de uno de los detenidos encontraron una cédula colombiana.
El general Fernando Adatty, comandante del Ejército, dijo al medio digital Código Vidrio que los militares estaban tras la pista de un lugar de descanso de uno de los cabecillas de los CDF en Barrancabermeja. “En ese sector hay una ruta de movimientos de los CDF hacia zonas mineras en Ecuador, son callejones de paso, de descanso, hay movimiento de combustible, lo necesario para la minería ilegal, inclusive paso de armas y pertrechos”, señaló.
Alias Araña, según el reporte de Inteligencia colombiana, frecuenta en el lado ecuatoriano el pueblo de Santa Rosa de Sucumbíos, que está a solo 10 kilómetros de Barrancabermeja. Otras poblaciones que supuestamente visita serían San Martín y Villa Hermosa.
Las versiones del jefe militar y del informe de Inteligencia colombiana coinciden con la del guía del sombrero. Él afirma que estos grupos armados pasan a Orellana por caminos de tierra. Por ejemplo, bajan por la vía La Bonita-Lumbaqui, que nace en la frontera con Colombia, pasa por Sucumbíos y de ahí llega hasta un sector llamado Sardinas, en Orellana.
Por esa misma ruta saldría el oro hacia Colombia, según le dijeron pobladores del Alto Punino al guía del sombrero. También estarían utilizando la vía que une a Lago Agrio, en Sucumbíos, Ecuador, con La Hormiga, en Putumayo, Colombia. Pero otra parte de la producción, dice el guía, se queda para el mercado interno porque los mineros pagan con oro a los dueños de las fincas por su uso.
Un activista en Orellana, que conoce la Amazonía, confirmó que han aumentado los caminos pequeños de tierra que estarían siendo aprovechados por los grupos armados para movilizarse.
El comandante Adatty, en la entrevista con Código Vidrio, no dio detalles de cómo operan los grupos armados en estas zonas. Solo confirmó que existen alianzas entre los CDF con bandas locales, sin precisar con cuál porque, según dijo, los acuerdos y las disputas dependen de los cabecillas.
Otros hechos evidencian la violencia en Orellana y los enfrentamientos entre los militares y grupos armados. En febrero pasado, las Fuerzas Armadas abatieron a un hombre y detuvieron a otros dos en el Alto Punino. Entre los objetos que les decomisaron se encontraban siete parches tricolor con las siglas FARC-EP. Dos días después, en Joya de los Sachas, capturaron a dos personas que tenían uniformes militares y cinco brazaletes de las FARC-EP.
“¿Qué está haciendo las FARC acá? ¿Alguien quiere hacernos creer que las FARC están aquí? A mí me dejaría más tranquilo saber que son las FARC. Pero sabemos que hay delincuencia organizada que está enquistada en esta zona”, reflexiona un líder social, que ha recorrido áreas rurales de Orellana, y ve como extraña la aparición de esta vestimenta de la extinta guerrilla colombiana.
En Joya de los Sachas, los militares también en febrero encontraron los cuerpos de siete hombres con impactos de bala, metidos en la maleta de una camioneta y vestidos con trajes militares. Negaron que los asesinados fueran miembros de la fuerza pública. En la misma población, otra matanza en abril se conectó con los CDF. Un grupo armado atacó un bar y mató a cuatro personas. Días después, en otra zona, en Cascales, los militares detuvieron en un operativo antiminero a Robinson A., alias Cejas, miembro de los CDF, de acuerdo con información de la policía. Las autoridades aseguraron que el detenido habría liderado el ataque en Joya de los Sachas, según imágenes captadas fuera del bar.
La violencia “ha aumentado en un 100 %”, dice Diógenes Zambrano, activista ambiental y defensor de derechos humanos. Los grupos armados “son los que deciden quién entra y quién sale (...) No bromean, cualquier desliz lo están castigando”, dice otro activista que visitó la zona minera del Alto Punino, a finales del año pasado, y no quiso ser identificado.
En la región sienten que el control es absoluto y que los grupos han ido cooptando gente para extender la red de informantes y vigilantes, como aquellos que a finales de febrero pasado no perdían de vista el estrecho camino que llega al corazón de la minería en el Punino.
Desde julio de 2022 existen denuncias por el tránsito de maquinaria pesada. Incluso hubo una manifestación en Guayusa porque las retroexcavadoras dañaban la vía. Meses después, en noviembre, se registraba la presencia de personas encapuchadas y con armas, según una denuncia enviada por líderes sociales a autoridades civiles y militares, que no tuvo respuesta. En diciembre de 2022, 20 presidentes de comunas de San José de Guayusa reclamaron a las autoridades por la devastación que estaba dejando la minería ilegal en los ríos Punino, Sardinas, Lumucha y Acorano, donde aparecieron peces muertos o moribundos por la contaminación. “Los ríos prácticamente están muertos”, le dijo un indígena a la Red Eclesial Panamazónica.
También hay denuncias en Santa Catalina de cobro de peajes. En carpas hechas de plástico y palos, personas del sector —no está clara su relación con los mineros o con los grupos armados— cobraban entre cinco y 200 dólares, según el tipo de vehículo y el material que llevaban. Además, hay reportes de que habitantes de la zona alquilaban sus propiedades como bodegas para guardar el material aurífero, motosierras y motoguadañas. En San Lorenzo, en cambio, abrieron negocios conocidos como electromecánicas para arreglar maquinaria pesada y vender repuestos.
En la región también hay quienes están a favor de la minería. Tras los primeros signos de malestar, los mineros empezaron a darles combustible y dinero y “si alguien se enfermaba, los mineros prestaban el carro”, contó el guía del sombrero. También pagan las fiestas, los programas navideños o arreglan la iglesia, según testimonios recogidos en la zona.
Quienes protestaban han preferido dejar de hacerlo. Antes, todas las semanas, un grupo de ciudadanos exigía frente a la Fiscalía la atención de las autoridades frente a la grave contaminación del río Punino. Pero desde finales del 2023, esos reclamos públicos cesaron porque líderes sociales, activistas de derechos humanos y periodistas fueron amenazados.
El silencio es una sombra que acompaña a los habitantes de Orellana. “Tienen oídos por todos lados”, dice el guía del sombrero. Por eso tampoco es fácil tomar fotografías o videos que llamen la atención. Un entrevistado dijo: “Llevar una cámara es como firmar su sentencia”.
El panorama se vuelve más complejo porque a la presencia de Los Choneros y de los CDF en Orellana se suma la posible presencia de Los Lobos, otra banda incluida en la lista de “grupos terroristas” y rivales de Los Choneros. En noviembre de 2023, los cuerpos de dos hombres aparecieron colgados en el puente del río Payamino, en la vía Coca-Loreto. Estaban semidesnudos, tenían señales de tortura e impactos de bala. Uno era colombiano y el otro ecuatoriano, con un tatuaje de lobo. Esto hizo a la policía presumir la presencia de ese grupo que ha estado detrás de la minería ilegal, principalmente en la Sierra ecuatoriana.
Existe poca información sobre las actividades de Los Lobos en Orellana. Pero en febrero pasado circuló en Whastapp la imagen de un panfleto, escrito en mayúsculas, donde se amenazaba a funcionarios y estudiantes con secuestros si salían de sus casas. Estaba firmado supuestamente por Los Lobos y Los Tiguerones, otra banda delincuencial. El panfleto anunciaba el inicio de una guerra: “Ya lo hicimos en el Sacha, vamos por El Coca”.
En San José de Guayusa el abandono es evidente. Donde estaban los vigilantes de la vía a San Lorenzo alguna vez hubo un control militar, dijo el guía del sombrero, pero en el recorrido de febrero pasado, en pleno estado de excepción y combate a las bandas que el Gobierno ha calificado como terroristas, Plan V no observó ningún control militar ni policial en esa zona rural ni en los sectores urbanos.
El presidente Noboa ha buscado, a través de la declaratoria del estado de excepción, militarizar las zonas más violentas del país, sobre todo ciudades más grandes de la costa por donde salen los cargamentos de droga, provenientes principalmente de Colombia y que son el combustible de las disputas entre los grupos criminales y de su guerra contra el Estado, pero para la Amazonía no ha hecho pública ninguna política específica.
El Punino se ha quedado solo. En medio de la selva amazónica es una zona en guerra que crece en silencio y nadie ve.
*Amazon Underworld es una investigación conjunta de InfoAmazonia (Brasil), Armando.Info (Venezuela), La Liga Contra el Silencio (Colombia), Plan V (Ecuador) y la Red Ambiental de Información (RAI, Bolivia). El trabajo se realiza en colaboración con la Red de Investigaciones de la Selva Tropical del Pulitzer Center y está financiado por la Open Society Foundations, por la Oficina de Asuntos Exteriores y del Commonwealth (FCDO) del Reino Unido y por la International Union for Conservation of Nature (IUCN NL).
La incursión del crimen organizado en zonas selváticas y escasamente habitadas del río Puré-Puruê, que corre por ambas naciones, no hace más que azuzar la fiebre minera y la devastación que esta trae. Los tributos que la guerrilla exige y las mordidas para las autoridades estatales, pagaderas en gramos de oro, disparan una demanda de metal precioso que solo se puede satisfacer con volúmenes cada vez mayores extraídos mediante dragas de escala industrial.
En el estado de Roraima, al norte de Brasil, la organización delictiva ‘Primer Comando da Capital’ funciona como un grupo empresarial multinivel a cargo de negocios que van del tráfico de drogas a la minería y de la prostitición a las criptomonedas. Hoy, cuatro de cada diez integrantes del PCC en ese estado son venezolanos, inmigrantes a los que abre sus brazos para integrarlos a una gran hermandad criminal de la que solo se escapa a precio de la propia vida.
Este pueblo indígena casi extinto del Amazonas venezolano tuvo que abandonar sus tierras ancestrales para poner las aguas del Orinoco entre sus jóvenes y los reclutadores de la subversión colombiana. Pero el desplazamiento no les garantiza nada, excepto el deterioro de sus ya pobres condiciones de vida, frente a las tentaciones de las armas y el narcotráfico.
Pese a la codicia que despiertan las riquezas minerales de ese territorio del sur del estado Bolívar, ningún grupo irregular ha logrado adueñarse de él gracias a la vigilancia de los pemones, sus propietarios colectivos. Sin embargo, las dragas de guyaneses y brasileños, conocidas como ‘misiles’, han llegado a Ikabarú y podrían causar una destrucción nunca antes vista.
El Estado chavista ha patrocinado desde hace unos años una especie de gentrificación de la explotación del oro al noreste del estado Bolívar: los mineros artesanales e informales están siendo desplazados para abrir paso a operaciones de escala industrial. Alrededor de El Callao la tendencia adquiere matices de drama social, mientras prosperan alianzas mixtas de autoridades oficiales con sujetos de cuyas identidades y credenciales se sabe poco (excepto de su cercanía al gobierno).
Tiene un nombre de leyenda y una realidad cruda. El Dorado es un pueblo de frontera en el estado Bolívar que debe su existencia a la minería de oro y a las instalaciones penitenciarias. La confluencia de ambas ha dado lugar ahora a una especie de populismo delictivo por el que un ‘pran’ y su banda armada no solo controlan la vida de la localidad con la violencia necesaria y desde las sombras, sino que hacen actos cívicos y de beneficencia a través de una fundación que actúa a plena luz.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.