El presidente Nicolás Maduro anunció el 1° de septiembre de 2016 la desarticulación de una conspiración contra su gobierno supuestamente fraguada por decenas de “paramilitares” colombianos. De aquella furibunda declaración hoy no quedan pruebas vinculantes, solo una especie de barrio improvisado en una comisaría en La Yaguara, donde entre sábanas y colchonetas transcurre las vidas rotas de 58 hombres y una mujer de nacionalidad colombiana, los supuestos “mercenarios” que además de no haber sido acusados formalmente de algún delito cuentan con una orden de liberarlos emitida en noviembre del año pasado. De nada ha servido que Colombia pida por ellos, la “revolución” no está dispuesta a reconocer que se equivocó.
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Fotografías por: FABIOLA FERRERO
Hace días que Marlon Fuentes, un colombiano detenido en Caracas en 2016, siente curiosidad por ojear la novela El Proceso, el clásico de Franz Kafka. Le han dicho que su historia y la de los 57 hombres y una mujer que le acompañan son parecidas a la de Josef K, el personaje principal. Encerrados en la comisaría de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) ubicada en La Yaguara, en la capital venezolana, no saben de qué se le acusa y a pesar de tener una orden de liberación –emitida en noviembre de 2017– siguen arrestados.
Todos son colombianos indocumentados en Venezuela y fueron detenidos después de que el presidente Nicolás Maduro anunciara la captura de un grupo de paramilitares que habrían acampado a 500 metros del Palacio de Miraflores para atentar contra el Gobierno de Venezuela. Fue en vísperas de la movilización opositora bautizada como La Toma de Caracas, el 1 de septiembre de 2016, cuando el mandatario anunció la proeza.
“Están los vídeos. Le he dicho al ministro (para la Comunicación e Información) Luis José Marcano, que preparemos una recopilación de lo que dijeron y de lo hicieron, para que ustedes vean que amenazaron que iba asaltar Caracas, que iban por mí a Miraflores y que el 1° de septiembre se acababa todo, pero no, no se ha acabado nada, ha empezado algo nuevo, la contraofensiva popular revolucionaria de calle”, aseguró el mandatario venezolano.
Pero no hubo nombres ni testimonios, mucho menos confesiones. Ni entonces, ni nunca. Néstor Reverol, ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, mostró un fúsil con mira telescópica y otras armas de fuego, mapas con rutas imaginarias y fotos de dos campamentos vacíos, desmantelados. En uno de estos, localizado en la zona caraqueña de Manicomio, supuestamente fueron atrapados los 92 “mercenarios” que atentarían contra el Gobierno. Tampoco hubo alguna imagen de aquella captura colectiva, el fin de aquella “conspiración” solo contó con el megáfono presidencial.
Los testimonios de estos colombianos aclaran que fueron arrestados entre finales de agosto e inicios de septiembre de 2016, no en un solo operativo cerca del palacio de gobierno -como dijo la versión oficial- sino en unas redadas dispersas en varios puntos de Caracas en las que se les retuvo por no contar con los papeles de migración en regla.
Primero fueron recluidos en la Dirección contra la Delincuencia Organizada de la PNB (Caracas), luego trasladados a la sede del mismo cuerpo policial en el estado de Táchira (en los Andes venezolanos), desde donde serían deportados a Colombia por indocumentados, pero los regresaron sin mayor explicación a la antigua Escuela Vial de la Policía Nacional en La Yaguara, en Caracas. O mejor dicho, el limbo. Poco a poco se fueron enterando que su encierro era por formar parte de una conspiración contra el gobierno.
Hasta estas detenciones, Maduro había denunciado 21 planes de derrocamiento desde que asumió la Presidencia en 2013. Al momento en que el mandatario anunció la frustración del supuesto plan, Fuentes –nacido en 1982, en Barranquilla– llevaba siete años en Caracas trabajando como zapatero en su casa. El día de su arresto, el 2 de septiembre, fue bajado de un autobús por oficiales de la Dirección contra la Delincuencia Organizada de la PNB en el barrio de Petare. Fue detenido por no contar con una cédula de identidad certificada en Venezuela.
Los hermanos Ever y Deivis Julio –procedentes de Sincelejo– recuerdan que salían de una venta de plátanos en Petare cuando fueron detenidos por la PNB. “Les entregamos documentos colombianos y pasaportes fronterizos, pero nos llevaron a la comisaría y dijeron que sería un chequeo de rutina. Después nos comunicaron que seríamos deportados y finalmente nos mantienen arrestados sin haber cometido algún crimen”, relata Ever.
Para amasar una cantidad notable de “paramilitares” las autoridades venezolanas reclutaron colombianos de cualquier rincón posible. José Moreno e Israel Cáceres, de 60 y 45 años de edad, respectivamente, estaban a punto de ser liberados de las cárceles donde cumplían condenas por otros delitos cuando fueron llevados al SAIME (Servicio Administrativo de Identificación Migración y Extranjería) para efectuar trámites legales antes de salir a la calle. Pero en vez de ser liberados fueron trasladados junto al resto de sus conciudadanos para ser señalados de conspiradores. “Yo había entrado a la cárcel de Sabaneta en Maracaibo (estado Zulia) por homicidio en 2009 y luego fui trasladado a Barquisimeto (estado Lara). El 5 de septiembre sería puesto en libertad, pero volví a caer en otra celda y con otra acusación”, dice Moreno.
Cáceres, nacido en Santander, había llegado a Guarenas, en el estado Miranda, hace 22 años para dedicarse a la agricultura. Fue arrestado por deforestación ambiental. Por el delito había pasado una década en cinco cárceles de Venezuela: Rodeo I, Rodeo II, Yare II, Uribana y El Dorado. El 5 de septiembre de 2016 iba a ser trasladado por la policía para su país, pero su rumbo cambió y fue acusado de conspirador.
Las historias se repiten hasta completar los 92 colombianos que de un día para otro pasaron de ser indocumentados a ser los “desestabilizadores” de turno de la “revolución bolivariana”.
En el sinsentido de su prisión muchos se han quedado solos. La mayoría de sus familias regresaron a Colombia empujadas por la crisis económica de Venezuela y los parientes que todavía siguen en el país dicen estar preocupados por las condiciones de vida de sus familiares presos. Luis Alberto, padre de tres hijos, no ha podido cumplir su tratamiento médico en la cárcel. “Mi casa quedó abandonada. Toda mi familia se fue a Colombia. Yo estoy padeciendo con mi enfermedad. No hay nadie que nos defienda. Somos personas de a pie. Me capturaron haciendo mi trabajo de mecánico”, recuerda.
En el reclusorio todos refieren la historia de José de los Santos Belmonte, uno de los colombianos encarcelados que, según versiones de sus compañeros, murió en la cárcel de Táchira producto de que un insecto entró en su oído. Ninguno ha sido exonerado fácilmente de la pena, pese a que tienen orden de liberación. Los que han salido del cautiverio es por fuga, en su mayoría, quedando los 59 que hoy siguen tras las rejas.
Por su liberación ha pedido el gobierno de Juan Manuel Santos, con más fuerza en los úiltimos meses. El 11 de febrero de este año la Cancillería colombiana informó en un comunicado que en 24 reuniones bilaterales conversó sobre el asunto con las autoridades venezolanas, además de enviar 40 notas oficiales para exigir la libertad del grupo. Este mensaje ocurre después de que José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch (HRW), criticara al Gobierno de Colombia por no haber actuado enérgicamente desde septiembre de 2016 para exigir la repatriación de estas personas. “Lamentamos profundamente que, a pesar de la gravedad de la situación, no parece haber priorizado adoptar medidas para lograr la liberación de sus connacionales”, reza una carta del organismo internacional.
Muchos de los prisioneros indican que el verdadero motivo de su cautiverio es no dejar en evidencia que Maduro cometió un error al detenerlos, que lo suyo fue “un falso positivo” y que, más allá de la decisión de los tribunales, dependen de una orden presidencial para volver a ser libres. “El oficial (Alfredo Pérez) Ampueda (jefe de la PNB) no ha podido soltarnos porque no se ha autorizado desde Miraflores”, asevera uno de los reclusos.
Desde que comenzó la migración masiva de venezolanos a través de las fronteras terrestres han salido del país más de un millón de niños, de los que cerca de 25.000 lo han hecho a Colombia y Brasil sin la compañía de algún representante o familiar. Parten escasos de cualquier recurso, muchas veces buscando al padre o la madre que los dejó atrás o simplemente en pos de un trabajo que les permita conseguir un sustento. Las motivaciones para esta silenciosa Cruzada Infantil son tan poderosas como para que los menores de edad superen el temor natural a un recorrido de miles de kilómetros por lo desconocido y amenazante.
Como virus en un entorno hostil, la red de empresas que los dos colombianos crearon para importar alimentos y productos de primera necesidad para el programa CLAP de Nicolás Maduro, cambia de aspecto y se adapta a la presión de las sanciones estadounidenses. Nuevas marcas y empresas que aparecen en los combos que reciben los hogares venezolanos pertenecen en realidad al mismo entramado. Es el caso de 4PL, una empresa que opera desde Cartagena pero que, a pesar de su súbita aparición, ya estaba en la mira de los anticuerpos de los organismos internacionales contra la corrupción.
Dentro del millón y medio de personas que han emigrado de Venezuela a Colombia en los últimos tres años, hay miles de personas con origen colombiano y derecho a la nacionalidad. El problema es que muchas de ellas no tienen cómo demostrarlo y quedan en un limbo sin cartografiar entre la corrupción y el quiebre de las instituciones en Venezuela, y la corrupción y la falta de preparación de Colombia para el aluvión de refugiados. A la ya precaria situación económica de la mayoría, se suman los rigores de un sistema burocrático a veces inclemente que los mantiene como indocumentados.
En 2015 miles de colombianos que tenían hasta 20 años viviendo en Venezuela fueron deportados abruptamente del país, que entonces comenzaba a mostrar los quiebres de una crisis que hoy no tiene comparación en la región. Cuatro años después estas familias no recuperan la prosperidad que alguna vez les brindó Venezuela y apenas sienten un alivio al ver la debacle del otro lado de la frontera
Militante de la causa palestina, nacido en Colombia y nacionalizado panameño, Gassan Salama cuelga con frecuencia mensajes de apoyo a las revoluciones cubana y bolivariana en sus redes sociales. Pero esa inclinación no es el principal indicio para dudar de su imparcialidad como observador de las elecciones en Venezuela, función que ejerció en los cuestionados comicios en los que Nicolás Maduro se ratificó como presidente. De hecho Salama, un empresario y político que ha llevado a cabo controvertidas búsquedas de pecios submarinos en aguas del Caribe, encontró su verdadero tesoro en el principal programa de asistencia y control social del chavismo, los Clap, por el que recibe millonarios pagos en euros.
Si el papel clave de los empresarios colombianos Alex Saab Morán y Álvaro Pulido Vargas en la trama de importaciones para el programa del Gobierno de Nicolás Maduro ha salido a relucir, casi nada lo ha hecho la participación de los comerciantes que desde México le sirven como proveedores. Se trata de grupos económicos que, aún antes de hacer negocios con Venezuela, tampoco eran ajenos a la controversia pública.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.