Óscar Arnulfo Romero prêt-à-porter

Después de 35 años de su asesinato mientras daba misa, el sacerdote salvadoreño fue proclamado beato por el Vaticano. El gesto, sin embargo, no sana las heridas de 12 años de guerra civil en ese país ni es el final de un proceso de reconciliación.

30 mayo 2015
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San Salvador.- “Es primera vez que vengo a su casa, no la conocía”. Malibú Martínez es de San Salvador y mira curiosa cada espacio que habitó monseñor Oscar Arnulfo Romero en el Hospital Divina Providencia. Allí está la capilla donde dio su última misa. Donde el Cristo de palo pegado en la pared, como dice el verso de la inmemorial canción de Rubén Blades, fue testigo del tiro que le quebró el pecho a los 62 años. También están las dependencias donde hacía vida y donde aún se conservan intactas sus cosas: libros, jabones, hojillas de afeitar, sotanas.

Y la ropa impregnada de sangre por el disparo ejecutado por el suboficial Marino Samayor Acosta siguiendo órdenes del mayor Roberto D’Aubuisson, según las investigaciones de la Comisión de la Verdad para El Salvador de las Naciones Unidas. “Nunca había pensado en venir, pero con esto de la beatificación me animé”. Sus ojos pasean por cada esquina de la habitación de Romero, se lleva la mano al pecho cuando ve su ropa y la cama, pequeña, donde dormía. “Qué hombre más humilde. Apenas tenía nada”. En 1980 sus tías fueron al entierro del religioso. “Casi no lo cuentan. Allí también empezaron a matar gente”.

Israel Benjamín tiene 16 años. Lleva lentes que se oscurecen un poco con el sol. Su cara es la de un adolescente cualquiera: pelo incipiente, granos, algunas marcas de haberse tocado esos granos. Sabe que a monseñor Romero lo mataron al inicio de la guerra civil, pero los muertos de ese conflicto que asoló El Salvador por 12 años le son muy lejanos. “Mis papás me cuentan que eso fue una catástrofe, un gran sufrimiento para todos. En el país no se ve tanto que hay rencillas. No creo que haya secuelas de eso”, dice con esa voz a medio camino entre la de un niño y un hombre. Parece tener razón. En esos días el país luce como uno solo, enfocado en la beatificación de Monseñor Romero y en ensalzar su figura. San Salvador, la capital, es una fiesta.

En la vigilia previa a la beatificación, los fieles se congregan cerca de la Plaza de El Salvador de El Mundo. En el escenario, un grupo de bailarinas con un escote muy generoso se mueve al ritmo de ‘Vivir mi vida’ de Marc Anthony. Son las dos de la mañana y la lluvia, que empezó a las siete de la noche, sigue, pero no disuelve a la audiencia de este peculiar concierto. Algunos se resguardan en los techos de los comercios cercanos, pero son centenares los que bailan bajo un mar de sombrillas de colores. Una monja aplaude y se agita dentro de su hábito blanco. Un señor con tantos surcos en la cara como años observa de pie, bajo la protección de un paraguas que sostiene una mujer. Ella tiene zapatos planos, falda por debajo de la rodilla, un suéter cerrado y una Tau, la cruz de San Francisco, colgada en el cuello. En la tarima, las muchachas giran bajo la atenta mirada de un fraile de hábito marrón con un cordón de tres nudos. Y en un poste, un afiche de dos metros de alto por uno y medio de ancho con la cara de monseñor Romero.

Es la fiesta de los humildes, de los que honran la memoria de monseñor con sus zapatos empapado por la lluvia. “He venido desde Guatemala porque Romero es una figura muy importante. Luchó por todos, derramó su sangre por nosotros”, dice Rita, una monja de 20 años que nació en El Salvador pero estudia en el país vecino. A su lado está Abraham, guatemalteco, extasiado por la figura del religioso. “Nunca abandonó a su gente. Lo mataron porque defendió a los pobres”.

Los días previos al 23 de mayo, la fecha prevista para la beatificación, comenzaron a llegar muchos extranjeros a San Salvador. Los recibían taxistas uniformados, impolutos y sonrientes, del Aeropuerto Internacional Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. La terminal se llamaba Comalapa, pero a petición del anterior presidente, Mauricio Funes (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, izquierda), se cambió el nombre con motivo del 35 aniversario del asesinato del religioso.

“Hay una Ley de Amnistía desde 1993 que tapó todo”, explica Roberto Valencia, periodista de El Faro. Se taparon los crímenes cometidos por el Estado y las atrocidades de la guerrilla. La ley sigue ahí y teníamos esperanza de que con la llegada de la izquierda (FMLN) se hiciera al menos un intento honesto de derogar esa ley y lo que representa, ese tapar todo y que no haya responsables de todo lo que ocurrió en la guerra civil. El FMLN rebautizó la autopista y el aeropuerto con el nombre del sacerdote, pero su asesinato sigue en la impunidad”.

Antes de llegar el Frente, en el Gobierno estaba la Alianza Republicana Nacionalista (Arena, derecha), el partido fundado por Roberto D’Aubuisson. Fue él quien mandó matar a Monseñor Romero. “En los 20 años del gobierno de Arena su figura fue opacada, retirada de la narrativa oficial, trataron de minimizarla, desaparecerla. El pueblo salvadoreño, la gente más pobre fue quien mantuvo vivo su nombre”, agrega Carlos Dada, periodista salvadoreño.

Ángel, de 32 años, atiende mesas en un restaurante. Delgado, ágil y siempre sonriente, cuenta que nunca supo de Monseñor Romero en el colegio o en el liceo, que nunca le explicaron quién era y que es ahora cuando sabe más de él. “Pero sabés, cuando uno es niño no está consciente de esas cosas ni de la política”. Sofía, de 19 años, piel tostada, se intuye aún más flaca bajo la camiseta blanca que lleva arremangada y con la cara de Monseñor Romero. Cree que si no le hablaron antes de Óscar Arnulfo Romero fue porque en la escuela no se habla de los asuntos de la Iglesia. Ella supo del religioso por su tío, que hace unos años le llevó unos afiches y le leyó algunas de sus homilías.

“Ha sido una figura muy controversial. Lo mató el fundador de un partido de derecha y la izquierda radical ha tratado de hacer con él una bandera. Para beatificarlo algunos pensaron necesario despojarlo u ocultar su lado político, su indignación. Ahora escuchamos por todos sitios mensajes de monseñor es amor, es reconciliación… Pero la reconciliación no es posible sin paz ni justicia social. Y la violencia seguirá mientras no se ataquen sus causas estructurales”.

La Plaza Salvador de El Mundo fue el escenario para la beatificación. De un lado el altar y los invitados formales, más allá un tumulto que se disputaba la mejor vista. Foto: Alicia Hernández.

El Salvador es uno de los países más violentos del mundo. Las cifras oficiales de 2014 dan una tasa de homicidios de 61 por cada 100.000 habitantes. Desde 2012 hubo un periodo en el que el número de muertos bajó. Es el tiempo conocido como la Tregua, un pacto entre la Mara Salvatrucha, el Barrio 18 y el primer gobierno del FMLN, el de Mauricio Funes. Cuenta Roberto Valencia en su artículo La Tregua redefinió el mapa de los asesinatos en El Salvador que poco antes de cumplir tres años, en enero 2015, la tregua murió cuando el actual presidente Salvador Sánchez Cerén (FMLN) dijo: “No podemos volver al esquema de entendernos y de negociar con las pandillas porque eso está al margen de la ley”. Las proyecciones de homicidios para 2015 no son nada halagüeñas.

Dominga y Puri Martínez, madre e hija, vienen de San Martín, un municipio del departamento de San Salvador. Ven en la beatificación la ayuda que El Salvador necesita para que haya paz. “Hay mucha violencia con los jóvenes. Monseñor nos ayudará a solucionar esto”.

Beatificación feliz

No cabe un alma más en los alrededores de la Plaza Salvador de El Mundo. Hay un espacio enorme, en el centro, reservado y separado con una valla de casi dos metros de alto. De un lado está el altar donde se hará la misa de beatificación, las sillas del cuerpo eclesiástico, las autoridades del país, los emisarios extranjeros, las personalidades. Del otro, miles de personas que se agolpan y buscan su hueco para poder ver mejor la celebración.

En los huecos que quedan al borde de las calles, muchos se rebuscan y venden café con canela, cigarros, pupusas (tortilla de maíz o arroz, rellena de chicharrones, queso u otros alimentos), churros, manzanas, tostadas de plátano. Monseñor Romero es como un icono pop estampado en camisetas, llaveros, gorras y afiches.  También hay muñecos con su cara, títeres que, al halar de un palito en su centro, suben las manos en modo de plegaria. Y algún que otro libro con su pensamiento.

Todos se han montado en la ola de monseñor. Hasta periódicos que en su día clamaron por la muerte de Romero llenan sus páginas alabando al religioso. “Quien celebró su asesinato no le queda de otra que admitir ahora su altura. Se hizo un gran avance. Antes era políticamente incorrecto aceptar a monseñor. Ahora, negarlo es lo incorrecto. Es un paso positivo”, afirma Dada. En un costado de la zona de celebración, una tímida pancarta reza: “La oligarquía lo mandó matar y ahora lo vienen a adorar”.

Una masiva asistencia para un acto que en El Salvador mezcla historia con devoción. Foto: Cancillería del Ecuador.

Para convertir a Oscar Arnulfo Romero en parte del relato oficial salvadoreño se ha minimizado su lucha por la justicia social y algunas de sus posturas que en su momento incomodaron al poder. Cuenta Dada que algunos obispos que estuvieron al lado de Romero han empezado a decir que no importa quién lo mató, que no importa la impunidad. También, dice, se está olvidando su mensaje de justicia social. “Desde fuera puede verse como un logro que se hable de monseñor, se ve que el país está unido. Es un avance claro viendo de dónde venimos, pero no está siendo lo que debería ser porque se hace renunciando a la esencia de Romero”, explica Roberto Valencia. En la superficie está la alegría por el nuevo beato, la elevación a los altares del Santo de América. Pero solo basta escarbar un poco entre los asistentes a la ceremonia religiosa para encontrar unas heridas profundas y de años. Unas heridas que Arena y FMLN han tratado de tapar, dice Valencia, con un acuerdo tácito para no remover el pasado, porque a ambos les salpicaría.

Diana Jacqueline López, de 47 años, lleva colgado de su pecho una estampilla de Romero. “Él me dio la confirmación a los 13 años y su hermana fue mi madrina”, dice orgullosa mientras agarra la imagen y la besa. No le gusta que se vendan tantas cosas con su imagen, pero lo justifica. “El país está viviendo una pobreza extrema y la gente aprovecha para poder ganas unos centavos y darle de comer a sus hijos”. Miro sus zapatos y tienen tantos huecos como su dentadura. “Lo que estamos viviendo ahorita son las consecuencias de la guerra que se vivió entonces. Quien se fue mandó dinero para ayudar a los que se quedaron, pero no hubo quien les dirigiera el camino”. Esa guía que para ella es el inminente beato, “un mártir a quien querían taparle la voz matándolo”.

Bajo un puente, a más de 500 metros del altar donde están a punto de proclamar beato a Romero, a los pies de una treintena de estudiantes de la Universidad Nacional de El Salvador, una pancarta dice: “El pueblo que él amó sigue sufriendo de muerte. Por tanto, el que celebra a monseñor se compromete a cosas serias”. Uno de los profesores que los acompaña es Joel Franco, que imparte Sociología General. Cree que la beatificación es una deuda que la Iglesia tiene con El Salvador, “es un reconocimiento a la lucha social, la que de verdad hace girar las ruedas de la historia”. Pero no la ve suficiente para cerrar heridas, es un punto de partida. “Es un símbolo a tener en cuenta, porque San Romero es el santo de los revolucionarios, de los pobres. Pero esto puede cosificarlo. Hay que trabajar por su legado, su denuncia y su propuesta de trabajar por un mundo con más justicia social”.

El tras cámaras de un acontecimiento religioso en el que también hubo espacio para vender café con canela, cigarros y las ya célebres pupusas de El Salvador. Foto: Alicia Hernández.

Franco cree que los conflictos que originaron la guerra siguen vigentes. “La violencia ahora es horizontal, no vertical, pero la situación de conflicto es la misma que Monseñor denunció en los años ochenta”. Las deudas son profundas, como las heridas, y se manifiestan, dice, en la corrupción, la impunidad y la explotación económica. “No hay una voluntad fuerte para solucionar estas demandas”.

Su mezcla de acentos hace difícil reconocer su origen. Mikel Cortés es de España, pero estuvo en los años 80 en El Salvador y ahora vive en Guatemala, donde trabaja con Fe y Alegría. Es jesuita. Dice con emoción, casi con lágrimas en los ojos, que la beatificación es un acto de justicia, “un reconocimiento a Romero y a los mártires de esta tierra”. Vio de cerca las consecuencias de la guerra civil y cree que esas heridas solo se pueden sanar con la misericordia de Dios. “Hay una sociedad muy elitista que vive en un catolicismo abstracto. Ojalá la beatificación ayuda, que haya un sentido mayor de reconciliación y de unidad. Ojalá esto lleve a una paz duradera”.

La guerra civil se llevó por delante la vida de más de 75 mil personas en un país con alrededor de 4,5 millones de habitantes para la época. Hay mutilados, huérfanos, desaparecidos. “Hay madres que siguen buscando a sus hijos, asesinos que siguen viviendo muy cómodos”, dice Carlos Dada. Es la historia de un conflicto muy cruento que nadie en el poder, ni izquierda ni derecha, quiere que se cuente. “Se nos quiere imponer ese olvido pretendiendo hacer que todo es bonito. Pero no es así”.

Verdad y perdón

Ya se puede decir: beato Romero. Jaime Aquino Loyola aplaude y llora cuando termina de leerse la carta que el papa Francisco ha enviado a los salvadoreños. Lleva con él las fotos de su hermano menor, Edgar José Aquino Loyola, y de su primo hermano, Mauricio Aquino Chacón. “Ellos habrían querido estar aquí”. No pueden porque Edgar José falleció en la ofensiva guerrillera en el 81. Era parte de las Fuerzas Populares de Liberación. A Mauricio “lo desaparecieron” luego de sacarlo de su casa en marzo de 1981. La esposa y la hija de Mauricio crearon una fundación en Estados Unidos, llamada “Los huesos de nuestros padres”, para encontrar sus restos y los de muchos otros que aún no se sabe dónde están.

“Ojalá que la beatificación sane heridas. Ese puede ser el regalo que monseñor Romero dé a esta tierra”, asevera Aquino Loyola. Clama justicia y que den a Romero lo que no le dieron en vida. “Ojalá sea sincero y legítimo el arrepentimiento de muchos que hoy celebran. Ha sido bien fuerte ver todo lo malo que se decía de él y no es justo”. Lo dice como alguien que trabajó en el Socorro Jurídico del Arzobispado cuando Romero estaba ahí. Hacía las estadísticas semanales de represión.

Dice que esta semana ha sido de lecciones fuertes, de sentimientos encontrados. “Hoy le pedí a Monseñor que me dé fuerzas para perdonar”. Agarra la foto de su primo Mauricio. “Que nos explique, que nos cuenten, que me digan dónde está enterrado mi primo, mis compañeros de mi organización”. Ha tratado de buscar, tiene puesta una denuncia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Incluso sabe el nombre del capitán que fue a buscarlo. Vive en San Salvador. “Para que haya perdón y olvido debe haber verdad. Tenemos que perdonar sobre la verdad”.

Los souvenirs de la ocasión mostraron a Monseñor Romero como un icono pop estampado en camisetas, llaveros, gorras y hasta marionetas. Foto: Alicia Hernández.

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