Una de las casas más distinguidas del mundo del arte, la familia Bernheimer, se salvó del Holocausto en 1939 al comprarle al Mariscal Goering, número dos del régimen nazi, una ruinosa finca cafetalera en Rubio, en los Andes de Venezuela, y mudarse allí durante la guerra. Pero no salvó todo su patrimonio.
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Konrad O. Bernheimer es hoy una de las personas más influyentes en el mercado internacional del arte. Es presidente de TEFAF, la feria anual de antigüedades y arte clásico más importante del mundo, que se acaba de celebrar en Maastricht, Holanda. Mantiene oficinas en Londres y Múnich, la capital bávara, donde en 1864 su bisabuelo Lehmann Bernheimer arrancó un negocio familiar que pronto se convertiría en un proveedor predilecto para las grandes dinastías y plutocracias europeas.
Sin embargo, la historia de auge de los Bernheimer tuvo un dramático paréntesis entre 1938 y 1945. Un dato anómalo en la biografía de Konrad, el actual patriarca, refleja ese desvío: nació en 1950, de madre venezolana, en Rubio, un pueblo rural recostado sobre las laderas del piedemonte andino, muy lejos de las mecas globales del arte y la moda, en el estado de Táchira, en el suroeste de Venezuela, cerca de la frontera con Colombia.
Como ocurrió con muchas familias judías del Tercer Reich alemán, el destino de los Bernheimer se torcería durante la madrugada del 9 de noviembre de 1938, la que después se conocería como la Kristallnacht –la Noche de los Cristales Rotos–. Entonces comenzó el bucle que no solo llevó a la familia de mercaderes a un exilio en una desvencijada hacienda cafetalera de los Andes venezolanos, sino que dispersó el patrimonio artístico de ese apellido, víctima de la rapacidad nazi, en distintas colecciones, un destino que todavía hoy, 77 años más tarde, mantiene misterios sin resolver
La de los Bernheimer fue una familia notable de Múnich hasta la llegada del nazismo al poder. La suya era parábola llena de esplendor. Si bien comenzó su negocio de venta de textiles y alfombras de calidad en 1864 en la Plaza del Salvador (Salvatorplatz) de la capital bávara, apenas dos décadas después hacía construir una ostentosa edificación de estilo inglés a unas cuadras de allí, en Lenbachplatz, el Palacio Bernheimer. El lugar se convertía para entonces en el epicentro de los círculos artísticos en Múnich. Justo frente al Palacio Bernheimer el príncipe regente de Bavaria, Leopoldo, levantaría la Casa de los Artistas (Künstlerhaus), que inauguró en 1900. Años más tarde, en los bajos de la Casa de los Artistas abriría un restaurante, L’Osteria, que en los años 30 del siglo XX se convirtió en el preferido del dictador Adolf Hitler. Todavía atiende en el mismo lugar.
Era el Palacio Bernheimer “un edificio de esos a los que llaman un hotel particular, porque allí te reciben como en un hotel”, donde todo relumbraba: los criados con chaqué, “las pieles de osos extendidas sobre sofás rojos”, el piano de cola. En la fiesta que para Navidad se hacía en la mansión, “con las manos enguantadas, los mayordomos abrían las puertas de carrozas y descubrían interiores de cuero rojo, almendra, gris, negro, crema o blanco. En el salón una orquesta tocaba bajo el árbol compases conocidos, Mozart, Beethoven, Haendel, Bach, y otros más divertidos de jazz y foxtrot”.
Las fastuosas imágenes provienen de la memoria de Edgar Feuchtwanger, primo de los Bernheimer. En 1930 –fecha de las viñetas–, Edgar Feuchtwanger era un niño de cinco años, hijo de un editor judío –que entonces publicaba las obras de Carl Schmitt, el jurista pronazi– y sobrino de Lion Feuchtwanger, uno de los novelistas más populares de la época. Edgar escribiría, pasados muchos años de exilio en Inglaterra, un libro sobre su experiencia de una década como vecino de Adolf Hitler, cuya residencia del número 16 de la Plaza del Príncipe Regente de Múnich (Prinzregentenplatz 16, hoy una estación de policía) se veía desde el edificio del frente, a donde Feuchtwanger y su familia se habían mudado el mismo año de 1929. En ese volumen (Hitler, mi vecino: recuerdos de un niño judío, Anagrama, Barcelona 2014) despacha, con sencillez pueril, el origen de la prosperidad de sus parientes: los Bernheimer, escribe, “coleccionan cuadros, los compran, los exponen y los venden”.
En realidad, el de los cuadros fue un ramo que se incorporó de manera tardía al negocio Bernheimer. Habían empezado con telas, y continuado con tapetes y gobelinos. Múnich, que durante los turbulentos años 20 de la República de Weimar había servido como incubadora para el nazismo, desde 1933 ostentaba el título oficial de Capital del Movimiento, ya cuando el partido había asaltado el poder. Los Bernheimer, que habían provisto de lujos a la casa real bávara, los Wittelsbach, y a la de Prusia, los Hohenzollern, se prepararon para atender a la nueva aristocracia parda. Tras la II Guerra Mundial, Elizabeth Hirsch de Bernheimer, nuera del patriarca del clan, Otto, todavía alegaba en una declaración ante las autoridades estadounidenses de ocupación que la firma familiar había suministrado lo mejor de su inventario a Adolf Hitler y al número dos del régimen, el Mariscal de Aviación y Ministro del Interior, Hermann Goering. “Goering le compró alfombras a mi abuelo”, recordaría por su parte Konrad en 2013 durante una entrevista con el semanario Die Zeit de Hamburgo.
Sin embargo, esas relaciones no serían suficientes para proteger a una familia de la saña con que los nazis procuraban extirpar la huella judía. La primera señal clara de que algo no iba bien para los Bernheimer se dio en 1937, cuando la mansión campestre de la familia en Feldafing, a orillas del lago Stamberg, al suroeste de Múnich, fue expropiada para destinarla como sede de una escuela de cuadros del partido nazi (la instalación aloja hoy una escuela de nombre Otto Bernheimer).
El golpe de gracia llegó con el pogrom masivo del 9 de noviembre de 1938. El 7 de noviembre un activista judío había disparado a quemarropa en París a un diplomático alemán, Ernst von Rath. Cuando este murió horas después, los nazis tuvieron por fin una excusa para dar rienda suelta a los demonios del antisemitismo y organizaron una escalada final en su apartheid, la penúltima antes de poner en marcha la llamada solución final en 1942. Cientos de edificaciones de la comunidad israelí, de sinagogas a comercios, ardieron en toda Alemania y la recién anexada Austria. Cerca de 3.000 judíos fueron llevados a prisión. Entre estos últimos Otto Bernheimer, a la sazón el jefe de la familia y del negocio, y sus hijos Kurt y Ludwig. Ludwig Feuchtwanger, el editor y padre de Edgar, también cayó en la redada.
La confiscación del patrimonio de los Bernheimer, que se consumó durante el 9 de noviembre, tuvo tanto de intimidación como de reparto de botín. Los relatos difieren en algunos detalles sobre lo que ocurrió, de lo que dan cuenta ciertos documentos que hoy reposan en el Archivo Nacional de Washington D.C.
En uno, Kurt Gerum, que como oficial medio de la policía secreta del Estado, la tenebrosa Gestapo, participó en la operación, admite durante un interrogatorio con la OSS estadounidense –precursor de la CIA– que en la toma del Palacio Bernheimer se causaron daños por 10.000 marcos del Reich. Las obras de arte, sin embargo, se conservaron intactas, dice Gerum –quien llegaría a ser, al final de la venidera guerra, jefe regional de la Gestapo en Berlín–, que las tasa en 10 millones de marcos. El lote habría quedado bajo el control del jefe local –Gauleiter– del partido nazi en Bavaria, Otto Wagner. Gerum también informa a sus interrogadores que algunas piezas, entre las que incluye cuadros de Eduard von Grüztner (pintor de Silesia, 1846-1925), de 60 a 70 fragmentos de gobelinos, y una colección de muestras de telas antiguas de Flandes, fueron numeradas y llevadas para su resguardo al Museo Nacional de Múnich.
Elizabeth Bernheimer brinda otro testimonio. En una declaración ante las autoridades de ocupación, cotiza en dos millones de marcos lo robado durante el allanamiento por Gerum, a quien acusa directamente. En el inventario incluye joyas, “valiosas esculturas” de Tilman Riemenschneider (1460-1531, escultor y tallista del Gótico tardío alemán), gobelinos “de valor irremplazable” y dos pinturas, El Filósofo (Der Philosopher) de Carl Spitzweg (1808-1885, pintor bávaro del Romanticismo) y una Madonna de Antonio Alegri, Correggio (1489-1534, pintor italiano del Renacimiento). Estos dos cuadros se convertirían, a la larga, en tema de un rittornello de reclamaciones que los Bernheimer hicieron, sin éxito aparente, para su recuperación después de la guerra.
La violencia del despojo resultó apenas el preámbulo de las cinco semanas de maltratos que pasaron los hombres de la familia, trasladados al cercano campo de concentración de Dachau (al noreste de Múnich) y a la sede de la Gestapo en la calle Brienner. Cuando regresaron de ese infierno, apenas unos días antes de la Navidad de 1938, todos habían sido reducidos a piltrafas. Elizabeth Bernheimer vio a su suegro, Otto, como un hombre “completamente destruido”, rasurado el cabello a cero (En inglés en el original: “His head was shaved and he was a completely broken man”).
A falta de una descripción sobre lo que quedó de los otros Bernheimer –Kurt y Ludwig, el esposo de Elizabeth– tras el calvario carcelario, vale citar lo que el niño Edgar Feuchtwanger observó de su padre, que el 20 de diciembre volvió a casa desde el cautiverio con este aspecto: “Casi no lo he reconocido. Era un hombrecillo con el cráneo rapado y el cuerpo flaco, con los ojos hundidos en órbitas oscuras y la cara grisácea moteada de marcas violáceas. Estaba encorvado en el umbral, flotando en su ropa, que ahora le quedaba demasiado holgada”. Cuenta Edgar en Hitler, mi vecino que su padre, luego de dormir una noche, al día siguiente anunció a la familia la decisión de largarse por fin de Alemania. “Ya verás, vamos a salir de este infierno y finalmente ya no viviremos enfrente de ese cabrón”, aseguró a su hijo, agregando la primera grosería que Edgar le había oído.
Parece probable que el mismo tema, el de un apresurado exilio, se hubiese instalado durante esas horas entre los Bernheimer. Pero tenían más que perder en su huida. De hecho, Otto, el patriarca –abuelo del actual Konrad–, se oponía a abandonar sus cuantiosos activos en manos de los nazis (en su declaración, Elizabeth calcularía el patrimonio conjunto de la firma Bernheimer, sin contar las fortunas individuales, en 38 millones de marcos). Con las horas y los días, Otto recapacitaría: la situación era peligrosa. Se daba cuenta de que si habían salido vivos de Dachau fue gracias a una providencial diligencia del presidente de México, el progresista general Lázaro Cárdenas (1895-1970; presidente de 1934 a 1940). Otto Bernheimer se desempeñaba como Cónsul de México en Baviera; enterado del confinamiento de Bernheimer y sus parientes, Cárdenas desde México planteó un ultimátum al ministro de Relaciones Exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop: si no liberaban a su cónsul, apresaría a doce de los más prominentes ciudadanos alemanes residentes en México. El mensaje tuvo sentido para los nazis, acostumbrados a la gramática del chantaje.
No quedaba claro, sin embargo, que la protección mexicana fuese a conservar su efectividad por siempre. Y de todas maneras, tomar la decisión de marcharse no era suficiente. Cada vez las autoridades nazis ponían nuevos y menos permeables escollos a la emigración judía, en forma de requisitos burocráticos y tributarios.
La solución para el dilema de los Bernheimer, inevitablemente dolorosa, vendría de su flamante cliente, el Mariscal Hermann Goering, quien vio en el trance una oportunidad para enriquecerse.
De la vesania de Hermann Goering se ha escrito mucho. Hombre ambicioso, inteligente y salaz, por su corpulencia, manierismo por los uniformes, drogadicción documentada, y corrupción –con la que se convirtió por vía de los hechos en el mayor coleccionista de arte europeo durante la primera mitad de los años 40–, es quizás quien mejor encarna las diversas patologías del régimen. Héroe de la Aviación de la I Guerra Mundial, fue el menos ideológico de los líderes del nazismo. Era un hombre pragmático, con complejos de grandeza, a la vez que un verdugo y un rufián.
Goering diseñó para los Bernheimer una propuesta que no podrían rechazar. Bávaro como los Bernheimer, conocía bien las riquezas de las que sus proveedores, a punto de convertirse en víctimas, podían disponer.
El plan era este: Goering conseguiría el salvoconducto para los Bernheimer. A cambio, estos debían hacer “un favor” para un familiar de Goering.
El padre de Goering se había casado dos veces y tenido hijos en cada unión. Erika Burchard, la hija de Frieda, una las hermanas por vía paterna del futuro número dos del nazismo, contrajo matrimonio en 1921 con Walter Rode, el segundo hijo de Heinrich Enrique Rode, Este, a su vez, era la cabeza de Van Dissel, Rode & Cía, una de las casas comerciales alemanas que a fines del siglo XIX se habían instalado en Maracaibo para exportar desde ese puerto –aprovechando las vías fluviales y lacustres de la región del Zulia– la mayor parte de las cosechas de café del estado de Táchira venezolano y la provincia colombiana del Norte de Santander.
Walter Rode había heredado de su padre la hacienda La Granja, de unas 250 hectáreas, que aportó en dote al matrimonio con Erika Burchard, la sobrina por sangre paterna del Mariscal Goering. Aunque los factores alemanes se dedicaban más al comercio que a la producción, La Granja había sido una de las joyas del imperio Rode en los Andes venezolanos. La propiedad había nacido tras la crisis del precio del café de 1891. Entonces muchos productores, endeudados con los alemanes a quienes ya habían pedido préstamos o adquirido bienes, no pudieron cumplir con sus compromisos y entregaron en prenda sus minifundios.
Con esos retazos de parcela, los Rode armaron varias colchas: las haciendas Montebello, Altagracia, El Dorado, Costarrica, La Unión y La Granadina, así como la legendaria La Granja, todas en los alrededores de Rubio y de San Cristóbal, la capital del estado de Táchira. “La Granja y Montebello fueron provistas de equipos mecanizados para el procesamiento del café, desde la recepción del fruto recién cosechado hasta pulirlo y ensacarlo, como producto de primera”, recordaría en 1918 Heinrich Rode al escribir sus memorias en Hamburgo, Alemania.
Pero en 1938 los años dorados del boom cafetero habían quedado muy lejos. La Granja en manos de Walter Rode y Erika Burchard de Rode no era más que un incómodo jarrón chino, “una hacienda completamente deteriorada, de la que no sabían cómo deshacerse”, la dibujó Konrad Bernheimer en su entrevista con Die Zeit.
El tío de Buchard, el Mariscal Hermann Goering, hizo entonces de agente de bienes raíces. A cambio del salvoconducto que entregaría a los Bernheimer para abandonar Alemania, estos debían comprar de manera forzosa La Granja en Venezuela. El precio a pagar era de 2,25 millones de marcos, por una ruina cuyo precio en el mercado no sobrepasaba los 60.000 marcos. Los Bernheimer no tuvieron otra alternativa que aceptar el trato extorsivo, que además les obligaba a renunciar a la nacionalidad alemana. (De acuerdo a Edgar Feuchtwanger, el negocio contemplaba también que los Bernheimer vendieran a Goering obras de arte “por una suma irrisoria”, pero es algo que los documentos consultados no permiten confirmar).
Otto, su esposa, y sus hijos, marcharon primero a Londres en abril de 1939. Ernst Bernheimer, hermano de Otto, migró con su esposa, Bertha, y sus cuatro hijos a La Habana, Cuba, donde falleció en 1956.
Se les congelaron todas las cuentas bancarias en Alemania y solo se les permitió portar una suma en efectivode diez marcos por persona. La expedición a Venezuela no pudo dejar la capital británica hasta que Goering comprobara que el depósito de los millones de marcos pactados en el soborno se completara. Así, en 1940, los Bernheimer embarcaron hacia un paraje del que sabían menos que de los exóticos lugares de las aventuras de Karl May.
La transacción redundó en un negocio pingüe para Goering. Con parte del dinero recibido, sus sobrinos Walter Rode y Erika Buchard compraron una propiedad rural en Brandeburgo, al noreste de Berlín, a pocos kilómetros de Carinhall, la villa rural de Goering, nombrada así por la primera esposa del Mariscal, la sueca Carin Hulda, que había fallecido en 1931 por un ataque cardiaco y en cuyo honor el jerarca nazi transformó la finca en un mausoleo monumental, que ordenaría volar con explosivos en 1945 cuando los rusos se acercaban a Berlín.
Curiosamente, Erika y Walter retornaron a Venezuela después de la guerra. Una hermana de Erika –por lo tanto, también sobrina de Goering–, Elfriede, también se avecindó en Maracaibo y obtuvo junto a su esposo, el húngaro Karl Soulavy, la nacionalidad venezolana en 1955. Para entonces, en cualquier caso, la tragedia de los Bernheimer, quienes también se habían hecho venezolanos, acababa de dar un nuevo giro.
Los Bernheimer no solo fueron desterrados de Alemania, de Europa, sino del lujo. “Cuando llegaron a Venezuela lo único que encontraron fue una casa completamente descuidada y vacía”, relató en 1945 Elizabeth Bernheimer, algo que solo podía saber de oídas, pues ella permaneció en Alemania como rehén de los nazis para asegurar el cumplimiento del trato. Ciudadana danesa, consiguió sobrevivir a la guerra.
La Granja resultó poco amable para la familia, que por tres generaciones había olvidado cualquier vínculo con la tierra. Nada sabían de la especializada faena del café. Llegaban a una atribulada Venezuela, cimbrada por el auge de la industria petrolera y en plena transición democrática tutelada por los militares andinos que sucedieron a la dictadura de Juan Vicente Gómez. Poco después de llegar, en 1943, murió Carlota Guttmann de Bernheimer, Lotte, la matrona del grupo.
En Rubio, el pueblo más próximo a La Granja, construyeron una casa de una sola planta al estilo español pero dotada de un típico comedor alemán, de amplias vitrinas. Kurt, el hijo menor de Otto, se casó con una lugareña, Mercedes Uzcátegui y parecía más que dispuesto a adaptarse a las condiciones de los bosques nublados tropicales. (Hoy La Granja sigue siendo propiedad privada, en manos de otro alemán que ha dejado –como todos sus vecinos– de producir café; algunas personalidades de Rubio se organizan para tratar de adquirirla y transformarla en un museo).
Contra viento y marea levantaron el negocio. Cualquier traspiés que enfrentaran tenía por fuerza que ser más llevadero que el drama que, mientras tanto, se desarrollaba en Europa. Habían escapado al Holocausto.
Pero la guerra terminó. Si la capitulación alemana se completó el 8 de mayo de 1945, apenas tres meses después, en agosto, Otto Bernheimer, el patriarca, ya estaba de vuelta en Múnich. Rubio no era lo suyo, como sí lo era el inmenso patrimonio que debía rescatar en Alemania de las devastaciones consecutivas del nazismo y la guerra. Baviera había quedado bajo control de las fuerzas militares estadounidenses y el patriarca quería volver, tentado a reconstruir el paraíso perdido.
En el Archivo Nacional de Washington D.C. reposan cartas, fechadas ya desde 1946, que suscriben, a veces al unísono, Otto Bernheimer, su hermano Ernst –desde Cuba– y su cuñada, Karoline; en ocasiones, solo Karoline, la esposa de Max Bernheimer, hermano de Otto. Era el comienzo de lo que debió ser una tortuosa diligencia para rastrear el paradero del patrimonio expoliado y persuadir a las fuerzas de ocupación de que se le restituyera.
Sendos oficios de la División de Economía del Gobierno Militar de Baviera, de 1946, aparecen previniendo a Karoline Bernheimer de que esa oficina no está autorizada a entregarle ningún objeto. Una de las circulares hace referencia a piezas depositadas en el monasterio benedictino de Ettal, en los Alpes bávaros, muy cerca de la frontera austríaca.
En la localización del tesoro disperso, algún papel debe haber jugado Josef Eggers, un ex empleado de los Bernheimer. Sin embargo, no queda clara la naturaleza de ese rol. En su deposición ante las autoridades norteamericanas, a Elizabeth Bernheimer le falta poco para denunciar a Eggers como cómplice de los nazis. Cuenta que, esa noche aciaga del 9 de noviembre de 1938, mientras la Gestapo allanaba la residencia familiar, Eggers le negó ayuda y la corrió del Palacio Bernheimer en la Lenbachplatz muniquesa. “El negocio es más importante que sus dueños”, le habría dicho Eggers para justificar su rudeza en esos momentos de angustia.
Tras la Kristallnacht de 1938, el negocio de los Bernheimer había quedado arianizado: así se llamaba el proceso por el que los bienes judíos eran confiscados y reasignados a nuevos administradores alemanes. Aunque Hans Wegner, el jefe de la Oficina de Arianización, se puso oficialmente a cargo del nuevo botín, los nazis con buen tino comisionaron a Eggers para manejar la operación diaria de la firma, que pasó a llamarse Münchener Kunsthandelsgesselschaft.
Con seguridad eso permitió seguirle la pista a los bienes dispersos. De hecho, otro documento en Washington incluye una declaración en la que Eggers certifica, en 1947, que ninguna pieza de la Münchener (antigua L. Bernheimer) ha sido vendida al extranjero. Mucho antes, la inteligencia estadounidense había interceptado una carta de Eggers para Otto Bernheimer, fechada en Múnich el 29 de mayo de 1945 –tres semanas después de la rendición de Alemania–. La ficha del Departamento de Censura del Ejército, que resume el contenido de la carta –a la que no se tuvo acceso para este reportaje–, sugiere que Eggers informa a Bernheimer que el patrimonio familiar se encuentra disgregado en diez castillos y monasterios, además de 64 almacenes.
Como fuera, las autoridades estadounidenses, acuciadas por los Bernheimer, detectaron y entregaron las pertenencias a cuentagotas. Los documentos van dando fe de algunas de las restituciones: cuadros de Spitzweg, Wilhelm von Diez (1839-1937, pintor alemán) y Charles-Francois Daubigny (1817-88, pintor francés, precursor del Impresionismo); una casulla antigua con imagen de Cristo. Todavía en 1950 –ya fundada la República Federal de Alemania, la Alemania Occidental de Konrad Adenauer–, la oficina del Alto Comisionado de Estados Unidos para Alemania informa a los Bernheimer desde la ciudad de Wiesbaden que en su almacén central yacen algunos de sus objetos, que lista: una pintura de Spitzweg, El picnic; un baúl del renacimiento con una fecha, 1558, impresa sobre una esquina; y bordados antiguos con hilo de metal y fondo negro, “parcialmente dañados”.
Pero la misma comunicación advierte a su vez que no han sido encontrados todos los bienes relacionados en un reclamo previo de Otto Bernheimer. Con seguridad ese reclamo incluía dos obras que ya Elisabeth Bernheimer numeraba en 1946: El Filósofo de Carl Spitzweg, y Madonna de Correggio. Según su testimonio, al final de la guerra se encontraban en la Vieja Pinacoteca de Múnich (en cuyo inventario en línea hoy no aparecen).
Para este reportaje se intentó hacer contacto con Konrad O. Bernheimer –la “O” es de Otto, su abuelo– para entrevistarlo. La gestión resultó infructuosa. Pero a través de su asistente en Múnich, Eva Bitzinger, aseguró por correo electrónico que no sabe nada de esas obras (En inglés en el original: “He has never heard of this paintings”, escribió el 3 de diciembre de 2015; “He was too young when all this happened he has never heard about these claims” [sic], reiteró al día siguiente).
Konrad nació, como se ha dicho, en 1950. A los cuatro años se mudó a Baviera. Pero no con toda su familia: poco antes del retorno, el 24 de julio de 1954 –una fecha patria en Venezuela, pues corresponde al natalicio del Libertador Simón Bolívar– su padre, Kurt, hijo del patriarca Otto, se quitó la vida. Desde Múnich Otto, ya octogenario, había edulcorado la perspectiva de un regreso triunfal a los negocios familiares sin reparar en que quizás Alemania representaba para Kurt el lugar de su suplicio en el campo de concentración (Luego de una larga estadía en Múnich, algunos de los Bernheimer regresarían a Venezuela; Mercedes Uzcátegui, la madre de Konrad y viuda de Kurt, falleció en Rubio en fecha tan reciente como noviembre de 2015).
Konrad Bernheimer, cuyo idioma nativo era el castellano, hizo una carrera rutilante en el negocio del arte una vez llegó a Alemania. Su abuelo, Otto, lo destinó para ello. Compró al resto de sus familiares sus porciones del negocio, para lo que hizo vender el Palacio Bernheimer. En 2002 adquirió la galería Colnaghi en Londres, la galería comercial más antigua del mundo, para hacer sinergias con su Galería Bernheimer de Múnich.
No se puede decir que Konrad O. Bernheimer sea indiferente a la historia familiar. Por el contrario. En 2013 publicó El colmillo del Narval y los Viejos Maestros (Narwalzahn und Alte Meister; en 2015 salió una edición en inglés bajo el título de Great Masters and Unicorns), un libro donde reconstruye la saga de la dinastía tras cuatro generaciones. Para la ocasión concedió numerosas entrevistas a medios, como parte de la campaña de promoción. En ellas admite que, hasta que hizo la investigación, creía que su padre había muerto en un accidente de automóvil; la verdad solo la conoció tras revisar la correspondencia de sus padres que guardaba su hermana mayor, María Sol, fallecida en 2010 de un cáncer.
Así que El Filósofo de Spitzweg y la Madonna de Correggio siguen siendo una incógnita familiar, una pieza más de ese Museo desaparecido del que el periodista Héctor Feliciano habla en un celebrado libro de 2004 sobre el expolio nazi del arte de propiedad judía en Europa (en su caso, principalmente, en Francia). Tal vez hayan servido para saldar subrepticiamente alguna cuenta pendiente de larga data entre parientes, tal vez sean ceniza, o tal vez sirvan hoy para su contemplación por parte de unos tenedores desconocidos.
Las autoridades costarricenses, que la reclaman desde 2009, todavía esperan repatriar una valiosa colección de arte precolombino que por ahora come polvo en oficinas de organismos estatales venezolanos, a donde llegó después de un decomiso. Las piezas habían entrado al país de manera irregular por obra de un inmigrante estonio que hizo fortuna en Venezuela tras eludir a los cazadores de nazis que lo acusaban de participar en crímenes durante la II Guerra Mundial. Se llamaba Harry Mannil, murió en 2010, y nunca llegó a enfrentar a la justicia ni por esas versiones ni por el tráfico irregular de patrimonio cultural en el que incurrió.
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