Centenares de habitantes de Araya, la península occidental del estado Sucre, combaten la pobreza extrema sacando el único recurso que apenas pueden rasguñar de la tierra: la sal. El contrabando del mineral, que hace un par de años se hacía con algún recato, hoy se practica a plena luz y bajo la complicidad de las autoridades de la zona, que lo permiten a cambio de dinero y a sabiendas de que la empresa estatal encargada de esa explotación, administrada por el Gobierno regional, está destartalada e inoperante.
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A Cruz José se le pasan los días entre un balde de plástico, una carretilla y una pala desgastada por el óxido. Tras meses de pasar hambre y no conseguir empleo como albañil, su oficio regular, encontró una forma de ganarse la vida, radical e inesperada, como casi todo lo que los venezolanos han tenido que hacer para reinventarse ante la crisis: trafica con sal.
Vive junto a las fotogénicas salinas de Araya, en una de las dos penínsulas que se proyectan al oeste -es su caso- y este -la de Paria- del tronco continental del estado Sucre, nororiente de Venezuela. La locación sirvió de escenario al filme de la directora Margot Benacerraf que ganó el Gran Premio de la Crítica del Festival de Cannes en 1958. Alguna vez al lugar se le otorgó la responsabilidad de convertirse también en polo de desarrollo para una de las regiones más pobres del país, el municipio Cruz Salmerón Acosta. Pero, ya adentrada en el siglo XXI, la zona parece devolverse en la historia a su áspera eternidad de sol, arena y sal, como cuando en el siglo XVII la corona española ordenó levantar un baluarte fortificado para defender las salinas de las acechanzas de los mercaderes holandeses.
Por eso, Cruz José y muchos otros pasan los días extrayendo el mineral de forma ilegal -aunque quizás consentida- e insalubre en medio de las aguas rosadas de la Laguna Madre, donde se explaya la fuente natural de la sal. El depósito es propiedad del Estado y de Enasal, la empresa encargada por ley de su explotación. Sin embargo, ahora apenas da lo suficiente para recordarle a Cruz José y a otros como él por qué la palabra “salario” viene de “sal”.
El tráfico de sal desde la península de Araya es un negocio relativamente nuevo: desde 2018, según cuenta Tadeo Patiño, un comerciante que se dedica a ser cronista aficionado del pueblo. Entonces era un negocio de pocos, recuerda. Algunos contaban con el apoyo de unos cuantos funcionarios de la Guardia Nacional, el cuerpo policial militarizado, metidos de lleno en el negocio falsificando documentos y las guías de distribución de alimentos necesarias para trasladar mercancía en territorio nacional. Luego se llegaría a traficar irregularmente con sal en grandes cantidades transportadas en camiones, tal como dan cuenta las investigaciones de la Fiscalía general venezolana que dieron lugar al arresto de algunos uniformados.
Pero pasado ese trago y la mala publicidad y empujados por la búsqueda de alguna forma de subsistencia, ahora los traficantes “artesanales” no ponen mucho empeño en mantenerse de bajo perfil. La clandestinidad es un lujo del pasado. Como Cruz José, cada día centenares de personas entre hombres, mujeres y niños acuden a la laguna a excavar sal en el sitio que sirvió como fuente de materia prima para Enasal, otrora principal empresa en la producción de sal para consumo humano, animal e industrial. Administrada por la Gobernación del estado Sucre, Enasal exhibe hoy una estructura devastada, con maquinaria obsoleta y destruida y trabajadores adelgazados por el hambre.
La Laguna Madre es escenario de esa devastación. Como parte del complejo salinero fue designada como la “unidad uno” de producción. A pesar de ser una reserva inagotable del mineral, la maquinaria que tiene alrededor, propiedad de Enasal, está en la ruina en medio de lotes de arena, un agua rosada y espumosa, y cerros de tierra arcillosa en la que están asentadas algunas estructuras de concreto lesionadas por el tiempo y la desidia.
Un par de vigilantes, sentados en sillas de plástico bajo unas láminas de zinc, están allí en horario laboral. Pero no para evitar que los traficantes acudan en lote, que de hecho así van llegando. Lo hacen para cumplir con la formalidad de un trabajo que, según dicen, no les sirve ni para comprar un desayuno. No tienen por lo tanto ni la capacidad ni la intención de impedir que los pobladores lleguen en grupos a extraer el mineral.
La faena de Cruz José comienza a las seis de la mañana. Él y sus compañeros caminan entre cuatro y cinco kilómetros hasta la Laguna Madre sorteando la presencia de algunos funcionarios de la Guardia Nacional. El temor ahora no es a ser arrestados, ni siquiera repelidos. Evitan que los extorsionen para dejarlos tomar la sal. A veces se pasa ileso la alcabala, a veces hay que pagar; cuando no hay dinero para ese peaje, no se va a trabajar.
En la Laguna Madre realiza un proceso rudimentario de excavación, directo en las piedras de sal, hasta apilar unos ocho o diez sacos del mineral en bruto (de unos diez kilogramos cada uno). Luego los lleva lentamente a casa, donde vive -o sobrevive- en pobreza extrema junto con su mujer y dos hijos y en la que no cuentan ni con agua potable ni gas doméstico.
Un pequeño molino manual, que usualmente utilizaban para moler maíz, fue transformado con un motor de lavadora y un embudo para que tuviera más potencia y pudiera acelerar el proceso de trituración; es lo que usan para desgranar finamente la sal.
Una lona en el patio de la casa sirve para poner a secar el mineral al sol, y estos son los dos únicos procesos que pasa esta sal antes de ir al mercado: molienda y sol.
Ocho horas después la empaca en sacos y morrales pequeños, de esos tricolores y con los ojos de Hugo Chávez. Como Cruz, decenas de estos extractores acuden temprano en la mañana a los terminales en los poblados de Araya y Manicuare, desde donde zarpan los botes que trasladan a Cumaná, la capital del estado. Si no hay Guardias Nacionales que les revisen el contenido de los morrales, tardan unos veinte minutos en llegar a la capital de Sucre y acudir al mercado municipal de la ciudad.
De esa forma trasladan la sal hacia Cumaná y desde allí por tierra a otros mercados municipales en Maturín y otros pueblos de Monagas, o a Puerto la Cruz, Barcelona y El Tigre, en el estado Anzoátegui.
Otra de las rutas regulares de la sal traficada es hacia los pueblos de la península, en los cuales se practica la pesca y no hay salinas naturales. Allí se ha puesto a valer la sal por la crisis del sistema eléctrico. Por falta de refrigeración, la salazón es el método predilecto de conservación del pescado. “Allí la gente compra muchísima sal, se vende bastante”, comentó un microtraficante que solicitó omitir su nombre.
El mismo testimoniante detalló que el mineral va dirigido a poblados como El Guamache, Manicuare, Caimancito, Taguapire, Salazar, Merito y Chacopata. Este último es el enlace terrestre hacia otros destinos del estado Sucre como Cariaco, lugar en el que el producto se vende en el mercado municipal, y los poblados pesqueros de Guaca y Guatapanare en las cercanías de Carúpano, sitios en los que están asentadas varias empresas picadoras y enlatadoras de sardinas y otras conservas de pescado.
Entrar a las antiguas instalaciones de Enasal es una experiencia triste y aterradora. Parece un campo de guerra en el que decenas de misiles dejaron todo reducido a escombros y chatarra. Pero aquí la única guerra fue la librada por la corrupción y la ineficacia. Como las instalaciones, la gente parece estar a su suerte. Se hace evidente el malestar de los obreros por los sueldos exiguos que perciben y que no les permiten comer, asearse o comprar algo de ropa para cambiar los harapos con los que acuden a su sitio de trabajo.
En la década de los 90, en manos de la Gobernación de Sucre, la antigua Sacosal pasó a tener un esquema interno con seis unidades de producción, según indican los documentos de la empresa: la Laguna Madre pasó a ser la unidad uno y la más importante, seguida por la unidad dos en las que se crearon lagunas artificiales. Las unidades siguientes: refinación, molienda, mantenimiento y muelle, completaban el proceso cuyo fin último era obtener sal para consumo humano, animal e industrial, así como obtener productos de calidad para exportación.
Maquinarias envejecidas, oxidadas y apiladas, galpones destruidos, locaciones oscuras y malolientes, vehículos arrumados sin cauchos: la devastación hecha estatuas de sal. Los trabajadores que quedan se dicen dispuestos a prolongar de manera indefinida una huelga declarada el pasado enero hasta saber a dónde fue a parar la sal que hasta hace poco se producía y a la que le ponía precio la Corporación de Desarrollo del estado Sucre (Cosdesu), ente adscrito a la Gobernación, designado por el mandatario regional Edwin Rojas como administrador de la empresa.
La ruina de la empresa se refleja en sus empleados. Ropas sucias y viejas, calzado roto o chancletas en el peor de los casos, son la vestimenta de trabajadores que no cuentan ya ni con el suministro de uniformes. “La mayoría ha adelgazado mucho, hasta veinte kilos. ¿Cómo no se van a poner flacos si el sueldo no les da ni para comer”, comentó una trabajadora administrativa que solicitó omitir su nombre.
En el mercado municipal de Cumaná la sal es vendida a los consumidores en empaques de un kilogramo, con el logo de Enasal. Un vendedor, quien solicitó omitir su nombre, explicó que los traficantes traen la sal en morrales o sacos, pero que ellos se encargan de ponerla en pequeñas bolsas plásticas que compran de forma clandestina a otros revendedores, y las venden entre siete u ocho mil bolívares, apenas unos céntimos de dólar, por empaque. “Sabemos que sacan los empaques de la empresa, pero no podemos decir quién nos los vende. La sal que vendemos es de los bachaqueros que la traen de Araya, pero las bolsitas plásticas hacen que se vea como de fábrica”, comentó.
Entre 2018 y 2019 el tráfico de sal significó un delito mayor en la península. En agosto de 2018 Jonni Acosta, alcalde de la localidad y dirigente del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), anunció la incautación de 20 toneladas de sal en Araya, extraídas de forma ilegal de la Laguna Madre. Tres hombres fueron detenidos y puestos a la orden de la Fiscalía.
El 22 de mayo de 2019 dos tenientes de la Guardia Nacional pertenecientes al Comando en Araya, fueron arrestados por falsificar guías de distribución y pasar camiones de sal bajo el amparo de una falsa cooperativa y el apoyo de una empresa. La documentación ilegal les permitía burlar los controles militares y pasar las toneladas de mineral a través de las terminales de ferrys de Araya y Cumaná.
“La teniente tenía un gran negocio, falsificaba las guías para que pasaran los camiones, algunos eran del Gobierno y otros de empresas privadas. Y también extorsionaba a los pequeños traficantes, nadie salía del pueblo sin haberle dado una cuota de dinero. Después que la detuvieron, ella delató a todos los que estaban en el negocio”, aseveró un trabajador de las salinas que solicitó el anonimato.
Pero el tráfico no cesó con las detenciones. Por el contrario, cada vez más personas se sumaron a esta actividad. Alguien como Cruz José, por ejemplo, cobra 50.000 bolívares, o 70 céntimos de dólar, por un saco de diez kilos, pero solo acepta dinero en efectivo. “No es nada, pero hay muchos que hacen lo mismo y hay competencia”, explicó.
Hasta hace unos cuatro meses Cruz se dedicaba a la albañilería, pero la falta de trabajo y ver a sus dos hijos pasar días sin comer fue razón suficiente para dedicarse al tráfico. “Los guardias nacionales vienen y uno se esconde, porque nos piden plata. Es lo mismo cuando vamos a llevarla a Cumaná, te ven con el saco o los bolsitos y te piden hasta 200.000 bolívares para dejarte pasar”.
El tráfico de sal también hace mella en la producción de Enasal. La Laguna Madre era la fuente principal del mineral y ahora es el proveedor de quienes bachaquean. Una sola persona puede extraer diariamente hasta 80 kilogramos de sal, lo que equivaldría a 560 kilos por semana y 2.240 kilos por mes, o lo que equivale a 2,24 toneladas mensuales por persona. En la actualidad alrededor de un centenar de personas se dedican a esa actividad. Una hazaña física escasamente remunerada.
Desde que iniciaron el último conflicto laboral, a mediados de enero de 2019, muchos trabajadores optaron por firmar la asistencia a la planta y salir de las instalaciones antes de las nueve de la mañana, para buscar formas de obtener dinero haciendo labores informales.
Luis José Núñez trabaja en Enasal desde hace más de dos décadas. Desde hace unos meses solo firma la asistencia y se va a la calle a vender maní tostado en bolsitas de papel. “Vivo mantenido por mi esposa porque esto es a lo que ella se dedica y ahora yo la ayudo, me rebusco a ver si consigo dinero para comer”, se lamentó.
Rafael García, quien fue gerente general de la empresa entre los años 2000 y 2007, explicó que la planta, denominada Sacosal para ese entonces (Servicio Autónomo Complejo Salinero de Araya), alcanzó entonces la cima de su producción: 220.000 toneladas de sal en bruto al año.
“Era un producto con mercado seguro”, comentó García. Para ese entonces la sal se exportaba a países como Estados Unidos, China, Finlandia y Trinidad y Tobago. En el año 2008, tras un conflicto laboral con la gerencia de la empresa, un sindicato autodenominado bolivariano, exigió que las salinas pasaran a ser una Empresa de Propiedad Social (EPS), administrada por Pdvsa Industrial, filial de la petrolera estatal.
Desde 2008 hasta 2019, el complejo salinero pasó por diversas administraciones. De Pdvsa Industrial pasó a manos del Ministerio de Ecosocialismo y luego al Ministerio de Industrias Básicas y Ligeras, hasta que en febrero de 2018 la Gobernación de Sucre tomó las riendas por completo y actualmente lo administra a través de la Corporación de Desarrollo del estado Sucre.
“Antes sabíamos quiénes eran los compradores y en cuánto se vendía la sal. Ahora todo se maneja por Cumaná, hasta la gerencia de la empresa, y no sabemos a dónde va destinada la sal ni cuánto cuesta. Lo que sí es cierto es que todas las últimas cuatro gerencias vienen a llevarse la producción y aquí no nos dejan nada, sino deudas a los trabajadores”, asevera Gregorio Rivero, presidente del Consejo de Trabajadores de la planta.
Ya no llegan embarcaciones extranjeras para exportar el mineral. Desde hace unos tres años tampoco se produce internamente para consumo humano de la marca Enasal y las historias sobre robo de materiales y equipos en la planta abarca desde máquinas empaquetadoras hasta rollos de paquetes de sal por kilo, valorados hasta en mil dólares. Hasta ahora no hay denuncias formales ante autoridades policiales.
La sal bachaqueada desde la península en los pequeños morrales tricolor o con los ojos de Hugo Chávez -emblemas ambos de la autodenominada Revolución Bolivariana- es vendida por comerciantes informales en el mercado municipal de Cumaná en bolsas plásticas con el logo de Enasal. “Le decimos a la gente que tenga cuidado, esa sal no la procesa la empresa sino los que trafican. No tiene controles sanitarios, no tiene yodo ni ningún otro aditivo”, alertó Rivero.
Los consumidores no están al tanto de la calidad que tiene (o dejó de tener) el producto que adquieren. “Esta es la sal de Araya, ¿no?”, exclama una de las clientas en el mercado municipal de Cumaná al ser consultada sobre la procedencia de la sal que compró a vendedores informales.
El consumo de un producto que carece de ingredientes como yodo y flúor no generará consecuencias inmediatas, pero sí tiene el potencial de causar daños severos a la salud en un mediano plazo, según explicó el presidente del Colegio de Médicos del estado Sucre, Rafael Peroza.
El médico detalló que consumir sal bruta incide directamente en el crecimiento de la glándula tiroidea, un agrandamiento anormal que en términos médicos se denomina bocio. También puede causar hipotiroidismo.
“Los pacientes, en un mediano plazo presentarán arritmias cardíacas, cansancio, depresión y apatía, disminución de la memoria, capacidad de la concentración y aletargamiento. Tendrán una tendencia a engordar y esto también se reflejará en el estado de la piel y la resequedad de sus cabellos. Hay un síntoma físico que aparecerá, que será una especie de bulto en el cuello”.
Peroza indicó que esta enfermedad era común en los pobladores de la península de Sucre y que existen normativas legales que obligan a las empresas y a los vendedores de sal comestible a añadir flúor y yodo al producto. “Cuando las normativas empezaron a cumplirse, la incidencia de pacientes con hipotiroidismo disminuyó en Araya”, recordó.
Así como esa vieja anécdota, los pobladores de Araya habitan un pueblo arruinado que, paradójicamente, posee una fuente inagotable del mineral que durante los últimos 40 años suministró de materia prima a una de las principales empresas salineras de Venezuela, industria que entre los años 70 y 90 contribuyó al desarrollo de la península invirtiendo dinero en el sistema sanitario, educación y servicios públicos.
Pobladores que prefieren el anonimato cuentan que entre esas décadas la producción de la empresa era suficiente para pagar buenos sueldos a sus trabajadores, que llegaron a contar con contratos colectivos equiparados a los de la estatal petrolera del país, Pdvsa. No solo los trabajadores resultaban altamente remunerados; desde la empresa se asignaban recursos económicos para la dotación de liceos y escuelas, suministros médicos y medicinas para el Hospital Virgen del Valle, principal centro sanitario del municipio, así como ambulatorios de los poblados cercanos.
Estos aportes cesaron en la década de los 90, con consecuencias tangibles e inmediatas.
Sin embargo, nada preparó a los lugareños para que en 2020 sus condiciones de vida se asemejaran a las de sus antepasados que Margot Benacerraf filmó en 1959. De un municipio en vías de industrialización pasaron a recolectar de forma manual la sal, para venderla de forma ilegal.
“Hay hasta profesores que dejaron sus trabajos en el liceo para dedicarse a traficar sal, aquí lo hace todo el mundo, porque nos estamos muriendo de hambre”, comenta Tadeo Patiño, el cronista aficionado que aprovecha el precario acceso a Internet para documentar en línea la decadencia del lugar.
La vida se diluye, como la sal, en la búsqueda de formas para subsistir. La falta de gas doméstico, que se prolonga hasta por cuatro meses continuos, los obliga a peregrinar en búsqueda de madera para armar fogones y cocinar la poca comida que pueden conseguir. La escasez de agua potable les hace caminar kilómetros, con baldes en mano, para poder llevar diariamente el líquido y cocinar o bañarse.
Esa es la faena diaria de Litán, apodo por el que es conocido José Frontado en la zona donde habita, el sector Guanta de Araya. Este hombre, de 45 años de edad, pasa sus días trasladando una carretilla con bidones de agua potable para llevar a su casa, en la que el agua por tuberías está negada desde hace tres meses. Su trabajo, no remunerado, incluye cargar leña desde una zona conocida como Punta de Guate, para que su mujer e hijas puedan cocinar en fogones improvisados. En este hogar, unas dos familias más usan los fogones. Los camiones que venden gas doméstico no aparecen desde noviembre de 2019.
“Los corotos (sic) que usamos para comer los lavamos en agua reciclada, porque pasamos dos o tres meses sin agua en las casas”, detalló Carmen Díaz, otra vecina de Guanta, mientras sumergía envases añejados de plástico en un agua llena de residuos de comida y grasa.
Comprar alimentos tampoco es fácil. Los comerciantes se enfrentan a la tarea titánica de vender la comida a través de transacciones electrónicas, a causa de la falta de dinero en efectivo. Pero, la falta de electricidad que puede prolongarse hasta por dos días, limita las conexiones a Internet y el funcionamiento de puntos de venta.
“Si me preguntas cuánto bajaron mis ventas, podría decirte que hasta un ochenta por ciento. Pero no solo es eso sino que tenía cuatro empleados en la tienda y ahorita solo tengo dos”, relató el comerciante Richard Salazar mientras enseñaba una foto, guardada en su teléfono celular. “Mira esto, hasta hace un año había tanta mercancía que tenía que almacenarla en la entrada”, dice. De una veintena de comercios en el pueblo, solo nueve abren sus puertas hoy día.
Pero la depauperación hizo de las suyas. “La última quincena que nos pagaron, que fue de 70.000 bolívares [alrededor de un dólar], tuve que completar 10.000 bolívares más para poder comprar una harina de maíz”, ilustra Aníbal Núñez, un ex trabajador presidente de la Asociación de Jubilados de la empresa Enasal.
Es barato curarla y aún más fácil prevenirla, pero la sífilis congénita comienza a hacer estragos en la nueva generación de recién nacidos del país. Puede producir condiciones aún más severas que el VIH, pero en 2019 el Estado venezolano importó 0,4% de la penicilina que compraba hace diez años, uno de los antibióticos más baratos y comunes en el mercado y principal tratamiento de esta infección, por lo que los médicos se preguntan cómo podrán curar en la Venezuela de hoy a una enfermedad que parece un mal chiste del siglo pasado.
Gracias a la afinidad entre los gobiernos de Uruguay y Venezuela de los últimos años, la exportación de arroz desde el país austral no ha cesado a pesar de las dificultades que representan las sanciones financieras contra el régimen de Caracas, su propia debacle económica y la desaparición de un intermediario clave vinculado al movimiento Tupamaros. Un 'trader' en particular porfía en este negocio en el que el precio del cereal puede duplicar su precio y superar los marcadores del mercado internacional antes de llegar a puertos venezolanos.
Ni las reses se salvan de la violencia en la Venezuela bolivariana. Si solían contar con el beneficio del sacrificio industrial para servir al mercado de la carne, desde hace cuatro años están a merced de bandas de maleantes que, armados con cuchillos y machetes, se meten a las fincas y a veces en el mismo sitio les dan muerte para llevarse sus mejores partes. El abigeato se vuelve un descuartizamiento primitivo. Además, el cuatrero tradicional comparte ahora el campo con indígenas, miembros del crimen organizado y funcionarios corruptos que han llevado el fenómeno más allá de la frontera.
El ex ministro de Salud, Luis López, quiso pasar a la historia como el gran rescatista de la deteriorada infraestructura de los hospitales venezolanos y asignó contratos que sumaron hasta 500 millones de dólares. El problema: 63 de los contratos se los otorgó a una familia de San Cristóbal, en los Andes venezolanos, con la que trabajaba desde antes. Además, las obras fueron ejecutadas con pobres estándares. Pero ese favoritismo fue el capital semilla para la creación de un emporio de contratistas del Estado en Táchira.
De aquella época de fraternidad inquebrantable entre Hugo Chávez y el matrimonio Kirchner, el gobierno “revolucionario” firmó contratos con la empresa argentina Granja Tres Arroyos por 82 millones de dólares para construir un polo avícola en Venezuela. Fue en el año 2009 y hoy, diez años después de aquellos anuncios que prometían la soberanía alimentaria para Venezuela, queda un pequeño galpón de cría de pollos olvidado en el Parque Nacional de Uverito en el Estado Monagas. Una millonaria estafa al pueblo venezolano que también ocasionó el desplome de la economía de una ciudad argentina que hoy se recupera de una burbuja que reventó muy pronto
En 2016 Venezuela galopaba hacia la hiperinflación y la crisis hospitalaria comenzaba a pintar sus escenarios más crudos, con pacientes cada vez más pobres encargados de comprar hasta la gasa para ser atendidos. Aún así algunos doctores trastocaron en improvisados empresarios que lograron venderle al estado -a través de la Corporación Venezolana de Comercio Exterior- varios lotes de guantes y material médico quirúrgico 20 veces por encima del precio del mercado. En todos los casos, los productos tuvieron que cruzar al menos tres fronteras: salieron del país donde fueron fabricados para llegar al del intermediario, que luego los envió a El Salvador antes de su final arribo a Venezuela. La carga estaba valorada en 500 mil dólares pero la revolución bolivariana decidió pagar 11 millones de dólares.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.
Sobre el sistema electoral venezolano, “el mejor del mundo”, ahora en la mira tras los cuestionados cómputos oficiales de los comicios del 28 de julio, al final hay un solo ojo: el de la compañía argentina Ex-Cle. Y sobre Ex-Cle, con domicilio desierto en Buenos Aires y un búnker en Caracas, solo mandan los hermanos Jorge y Delcy Rodríguez y el rector del CNE, Carlos Quintero, junto al empresario Guillermo San Agustín. Un embudo por el que pasan negocios, influencias políticas y ‘big data’, en perjuicio de la democracia.
Desde que se conocieron los dudosos resultados del CNE que daban el triunfo a Nicolás Maduro en las recientes elecciones presidenciales, estalló una ola de protestas que ahora los cuerpos de seguridad del régimen intentan sofocar no solo con la represión, sino con un nuevo elemento disuasivo: videos de escarmiento en redes sociales. A fin de analizarlas, Armando.info recopiló una veintena de estas piezas, editadas con elementos de filmes de terror y de incitación al odio y hostigamiento contra la disidencia.