En 2016 Venezuela galopaba hacia la hiperinflación y la crisis hospitalaria comenzaba a pintar sus escenarios más crudos, con pacientes cada vez más pobres encargados de comprar hasta la gasa para ser atendidos. Aún así algunos doctores trastocaron en improvisados empresarios que lograron venderle al estado -a través de la Corporación Venezolana de Comercio Exterior- varios lotes de guantes y material médico quirúrgico 20 veces por encima del precio del mercado. En todos los casos, los productos tuvieron que cruzar al menos tres fronteras: salieron del país donde fueron fabricados para llegar al del intermediario, que luego los envió a El Salvador antes de su final arribo a Venezuela. La carga estaba valorada en 500 mil dólares pero la revolución bolivariana decidió pagar 11 millones de dólares.
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La década pasada fue una buena época para ser médico en Venezuela, y no tan mala para ser paciente. Así lo explica el cirujano Jaime Lorenzo, un médico con casi 30 años de ejercicio, mientras descansa en uno de los pasillos del hospital de Caracas donde trabaja.
En aquel entonces, gracias a acuerdos internacionales con países como Argentina, llegaron equipamientos médicos nunca antes vistos en Venezuela, como la litrotricia intracorpórea, que permitía eliminar los cálculos renales en una sola sesión y sin anestesia. Por un momento los servicios de salud en el país parecían mejorar, y la esperanza era posible para los más de 15 millones de venezolanos dependientes del sistema público de salud.
—Ahora es diferente, como si se tratara de países distintos —dice Lorenzo, los ojos verdes siempre vivos, frustrado porque hoy, de nuevo, no podrá realizar una cirugía—. Imagínese, en este momento yo debería estar operando, pero estoy hablando con usted.
La crisis es el escenario donde las vocaciones se prueban. Y él, como todo el sistema de salud en su país, ha vivido su propia crisis. Esta inició, calcula, hace unos cinco años. Antes, cuando a un paciente se le programaba una operación y se carecía de un insumo acaso muy rebuscado, como una prótesis de rodilla o una malla para la reparación de una hernia, el paciente podía adquirirlo por su cuenta. La lista de cosas para comprar consistía, casi siempre, en un solo elemento.
En 2014 el precio del barril de petróleo —la base de la economía venezolana— cayó a 57 dólares (en 2012 estuvo a 107). Para el año siguiente, 2015, la salud fue una de las sacrificadas en el presupuesto general: pasó de significar el 3.1% del gasto total del gobierno a 1.9%, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Desde entonces, la lista que comenzó a darse a los pacientes empezó a incluir todo tipo de cosas, no solo para operar. A ella se añadieron los insumos más básicos (hojas de bisturí, sueros hospitalarios), aquellos que debería tener siempre en sus bodegas un centro médico urbano —como el hospital de Caracas donde Lorenzo trabaja— para funcionar con normalidad. Y cuando la escasez se hizo más profunda, hasta los guantes quirúrgicos faltaban con frecuencia.
La lista se convirtió en una mala noticia para los más pobres, quienes no tienen más remedio que acudir al sistema público. Los insumos básicos para una intervención quirúrgica equivaldría al día de hoy al salario de ocho meses, lo que significa que una familia tendría que destinar lo que comúnmente usaría en comida para comprarle a un privado (o al mercado negro) un insumo que el gobierno podía —y debía— darle. Si faltan los guantes quirúrgicos, es porque falta todo lo demás.
Para el público internacional, Venezuela es hoy sinónimo de escasez. De apagones. De hambre. De un lugar en el que todo falta. Y se habla tanto de esto y de forma tan impersonal que parece un fenómeno ubicuo, fatal. Como si hubiera llegado de la nada. Lo cierto es que lleva años cocinándose entre varios ingredientes, como la dependencia casi exclusiva al petróleo. Otro de ellos es la corrupción, que tuvo una de sus caras más polémicas en la Comisión de Administración de Divisas (Cadivi), que dirigió la entrega de dólares preferenciales para importaciones entre 2003 y 2012. A su sombra se desviaron miles de millones de dólares.
Para frenar la situación de descontrol creada por Cadivi y paliar una escasez cada vez más manifiesta, el gobierno de Nicolás Maduro creó en marzo de 2014, a solo unos meses de haber asumido el poder, la Corporación Venezolana de Comercio Exterior (Corpovex), que se encargaría de centralizar la totalidad de las importaciones del sector público, desde papel higiénico hasta medicinas.
En teoría, su misión es la de «organizar y garantizar las importaciones para cubrir las necesidades del país». La idea era que, al realizar compras en volúmenes mucho mayores, se pudieran lograr mejores precios y, con eso, surtir, por ejemplo, con más medicinas a los más de 14 millones de personas que, actualmente, solo pueden recurrir al sistema público de salud.
Pero es la misma Corpovex, la dichosa solución para la escasez creada por el gobierno de Nicolás Maduro, la que está ahora al centro del problema señalado por el doctor Jaime Lorenzo. Sobre todo, por el «mal ojo para los negocios» que parecen tener sus encargados.
Para muestra, si el lugar común es tolerable, hay un botón: un trato por el que un encargado de adquisiciones podría ser despedido en cualquier empresa privada. Uno en el que se compró un insumo médico tan básico, como los guantes quirúrgicos, a más de 10 veces su precio internacional.
Diciembre, 2016. Un barco parte rumbo a Venezuela desde El Salvador, Centroamérica, con un paquete de 17 mil pares de guantes quirúrgicos fabricados en Malasia. Un trámite que no sería raro si no fuera por este detalle: el gobierno de Maduro, a través de Corpovex, pagó más de 44 mil dólares por ese paquete: 2,60 dólares por cada par de guantes, 30% más que el salario mínimo de un venezolano.
El negocio, para Venezuela, no puede ser más desventajoso. Naciones vecinas, como Colombia o Perú, consiguen el par por 25 centavos de dólar y en compras mucho más pequeñas, gestionadas por hospitales individuales y no por un monstruo como Corpovex, con la capacidad para adquirir los productos por decenas de toneladas y desde la fábrica. Sin mayor explicación y contra toda lógica económica, la entidad venezolana se inclinó por la oferta más cara haciendo el trato con un pequeño intermediario que no era ni siquiera salvadoreño, sino de Puerto Rico: los 17 mil pares de guantes tuvieron que cruzar al menos tres fronteras (Malasia, Puerto Rico, El Salvador) antes de llegar a Venezuela.
Este es solo uno de los casos identificados en un esquema de compras con sobreprecio que involucran a cuatro empresas extranjeras intermediarias que vendieron a Corpovex, vía El Salvador, al menos 11,3 millones de dólares entre 2016 y 2018. La entidad venezolana desembolsó 20 veces más que las instituciones públicas de El Salvador, Colombia, Perú y Guatemala por los mismos productos, entre los que se incluyen mascarillas de oxígeno, catéteres, sondas foley: nada rebuscado, sino insumos que todo centro de salud debe tener siempre disponibles para funcionar con normalidad.
Las cuatro compañías funcionaron solo como intermediarias: estas no fabricaron ninguno de los insumos médicos, que provenían de países como China, Malasia, Camboya, México o Uruguay. De este modo, debido a su paso por El Salvador, los productos tuvieron que cruzar, en cada caso, al menos tres fronteras antes de arribar a Venezuela.
Y este parece ser solo uno de tantos esquemas: la Red de Ejecución de Delitos Financieros de Estados Unidos (FinCEN, por sus siglas en inglés) advirtió en septiembre de 2017 que Corpovex estaba al centro de negocios irregulares, en los que la marca común eran las compras a precios muy superiores que los de la referencia internacional.
Al conocer estos negocios, el fenómeno de la escasez de insumos médicos en Venezuela deja de ser ubicuo y fatal. Comienza a tener un rostro: el de quienes se benefician a costa de ella para llenar sus bolsillos de dinero.
Walter Baumgartner es desde 2006 profesor del Complejo Hospitalario Dr. José Ignacio Baldó, más conocido como El Algodonal, en el municipio Libertador, al oeste de Caracas. Es, por tanto, empleado del Ministerio del Poder Popular para la Salud, una de las instituciones a las que Corpovex surte de productos. Baumgartner también está detrás de la empresa panameña Santek Pharma, que vendió a esta entidad 581 mil dólares en insumos médicos sobrevalorados.
Su importancia en el esquema va más allá de lo enviado. Constituye una especie de nexo entre Venezuela y las otras compañías de la operación. Cuenta con una subsidiaria en El Salvador que recibe los productos para alojarlos en su bodega y que luego contrata a una sociedad local, EFI Logistics, para que se encargue de la exportación final al país sudamericano.
Al invertir hasta 20 veces más en los productos básicos enviados por las empresas de este esquema, el país se queda sin la posibilidad de adquirir otros insumos. A eso asiente el urólogo Simón Paz desde su consultorio privado en Caracas. Su voz de barítono, de ritmo pausado y firme, parece hecha para dosificar hasta las peores noticias.
Algo que en su trabajo en el Hospital Oncológico Luis Razetti, de la capital, debe hacer a diario, pues este centro solo es capaz de surtir el 30% de las quimioterapias requeridas por sus pacientes. Y adolece de casi todo, incluso de lo más básico (suturas, gasas), como la mayor parte de los hospitales públicos en Venezuela.
—El residente se encuentra de brazos cruzados al no contar con el instrumental adecuado —dice Paz—. Pero uno siempre trata de buscarle la solución tratando de improvisar. Está en juego lo más importante, que es la dignidad del paciente.
Y esa improvisación se traduce, muchas veces, en lavar minuciosamente material desechable, como algunos tipos de sonda, para usarlo en más de un paciente. O en recurrir a bibliografía anterior a los años 70, o al consejo de doctores en retiro, para buscar soluciones a problemas que tenían décadas superados.
Santek Pharma, la empresa panameña de Baumgartner, el profesor del hospital de El Algodonal, tiene mucho de offshore y parece creada para que no sea fácil descubrir quiénes son sus verdaderos beneficiarios.
Su dirección legal está en el primer piso del edificio Omega, en la capital de Panamá. Es la misma de Rodrigo Molina Ortega y Asociados, el bufete de abogados que la constituyó en 2015 y que colocó a algunos de sus empleados como accionistas de la sociedad y como miembros de su junta directiva.
Sin embargo, sus apoderados generales no son prestanombres y forman parte del staff de la empresa, según su página web. Walter Baumgartner es uno de ellos, junto a su pariente Gunther Baumgartner y los empresarios venezolanos José Ruggiero Moreno y Andrés Ruggiero Hernández. El poder los faculta para “manejar, administrar y llevar adelante los asuntos o negocios de la sociedad en cualquier parte del mundo”. También para “abrir una o varias cuentas en cualesquiera bancos, firmas o instituciones financieras de cualquier país, hacer depósitos y retiras los que existiesen en esas o en otras cuentas que tenga la sociedad”. El resto del poder puede leerse a continuación.
Rolando Fernández ama el vino. Casi en cada una de las 813 fotos subidas a su Instagram, the_wine_list, el ardiente líquido es el protagonista. No es casual: se trata del producto estrella entre todos los que comercializa su empresa, Labraterra. Los hay de todas las regiones del mundo.
Hasta hace muy poco, este puertorriqueño de 52 años se ganaba la vida de una manera muy diferente a la que ahora le permite lucirse junto a cientos de botellas. Su rubro, entonces, era la salud. Y las dos sociedades con las que participaba eran sinónimo de sobreprecio.
Fernández fue el único accionista de dos compañías domiciliadas en la isla, MedLatin Group y MCare Solutions, que formaron parte del esquema identificado por Salud con lupa, en el que cuatro empresas enviaron a Corpovex más de 11 millones de dólares en insumos médicos sobrevalorados. Fueron 8,7 y 1,6 millones de dólares respectivamente.
Ambas reportaron ganancias hasta que se comenzaron a hacer los envíos y fueron disueltas cuando estos cesaron, en 2018, según el Registro de Corporaciones de Puerto Rico.
Rolando Fernández tiene una larga relación comercial con el gobierno de Venezuela, que comenzó en los 90 a través de la empresa Meditec Venezuela, de la que controla el 97 % de las acciones desde el 2003. Entre 2004 y 2012, la compañía recibió casi 74 millones en dólares preferenciales de Cadivi, que entregaba dinero al cambio más ventajoso a, entre otras, sociedades farmacéuticas escogidas a dedo para que compraran en el extranjero productos que escaseaban en Venezuela.
Existe otra empresa en el esquema, OEG Internacional, domiciliada en Florida, Estados Unidos, que envió 275 mil dólares. Creada también en 2015, tiene mucho de empresa de maletín: su dirección legal es una bodega en Miami a la que otras 50 compañías señalan como sede. Entre sus agentes hay personas que ocupan el mismo puesto en cientos de sociedades creadas en ese estado de Norteamérica.
—Él llegó aquí caminando y ahora ni se para de la cama. Quiero salvarle la vida a mi esposo.
Miriam (quien prefiere no revelar su apellido por temor a represalias) lleva el cansancio a cuestas, en su mirada, en su caminar pesado, en su tono de voz. Desde la primera semana de junio está en el Hospital Universitario de Caracas con su esposo, Néstor, un hombre de 40 años, alto y corpulento en fotos, delgado y débil en la cama de internamiento.
Lo que comenzó como un malestar estomacal y diarrea derivó en un diagnóstico de VIH, una noticia inesperada en la familia. A Nelson deben hacerle ocho exámenes para saber qué tan avanzada o complicada está la infección del virus en su organismo, pero el hospital no está en condiciones de realizarlos.
Le controlaron el cuadro diarreico. Lleva dos semanas sin apetito, sin ingerir alimentos sólidos. Le recetaron “Solución 0,9%”, mejor conocida como suero fisiológico, un insumo básico en todo ambulatorio y hospital, pero que en Venezuela se ha convertido en uno de esos elementos que duran más tiempo ausentes de los centros de salud que en sus propios inventarios.
Esta es la consecuencia de beneficiar con contratos a pequeños intermediarios. Como los que protagonizan el esquema descubierto por Salud con lupa, en el que Corpovex decidió gastar 11 millones de dólares en unos insumos médicos que podrían haberle costado solo 500 mil.
La salud pública es una cadena, lo que se desvía o se paga de más en un punto, irremediablemente faltará en otro lado. ¿Cuántos sueros como los que Néstor necesita se habrían podido comprar con los 10 millones de dólares que Corpovex decidió pagar de más por productos para nada rebuscados?
Él debe recibir cuatro soluciones diarias, pero con este ya lleva cuatro días sin ingerirlas. Lo realmente grave es que estas ni siquiera representan el tratamiento de su enfermedad, sino solo su alimento.
—Desde el primer día lo hemos comprado nosotros porque las enfermeras dicen que aquí no hay —reclama Gabriela, su madre—. ¿Cómo no hay suero en un hospital?
Las cuatro unidades cuestan entre 13 y 16 dólares por día, pero el sueldo mínimo mensual en Venezuela para ese día era de 10,4 dólares al cambio oficial. No hay manera de cubrir los cuatro frascos de suero diarios: el salario no les alcanza.
Nelson vendía arepas en la calle. Su esposa tenía un local de comida en un centro comercial, pero la hiperinflación hizo inviable el alquiler del local en bolívares. Cuando el centro comercial empezó a exigir pagos en dólares, Miriam debió dejar el negocio. Todos los miembros de la familia tratan de ayudar, pero las cuentas no salen.
Para Néstor y los suyos es difícil imaginar un futuro. El presente lo llena todo, como una espesa neblina que no deja ver más allá de donde alcanza la mano.
Por ahora, solo importa conseguir esas cuatro unidades al día. Esas que el gobierno de su país no le ha podido brindar. El mismo gobierno que regaló un negocio redondo para un empresario extranjero y un empleado del Ministerio del Poder Popular para la Salud.
El cirujano Jaime Lorenzo, frustrado porque hoy de nuevo no podrá operar, arquea las cejas, se pasa una mano por la nuca y echa la cabeza hacia atrás cuando escucha la historia de las compañías intermediarias que se beneficiaron con los sobreprecios. Su cara es la de aquel que se entera que ha sido estafado por años.
—Saquemos la cuenta de la cantidad de guantes que se dejaron de comprar al pagarlos a tres dólares por par, o de otros insumos médicos. La cantidad de personas que pudieron haber sido ayudadas y tener una asistencia adecuada… eso no beneficia a nadie, ni a Venezuela ni a los países productores, solo a estos intermediarios —dice Lorenzo, mientras acomoda sus lentes y exhibe una mueca de hastío ante la seguridad de que esta, sin operar, será otra tarde perdida.
*Con la colaboración de Patricia Marcano desde Caracas. Este reportaje forma parte de la serie Venezuela: un país en busca de alivio, de la plataforma colaborativa Salud con Lupa con apoyo del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ)
Este reportaje fue modificado el 26 de septiembre de 2019 en el sitio web original, Salud con Lupa. En una versión anterior, la redacción de un párrafo daba a entender que la empresa panameña Santek Pharma le pertenecía a Walter Baumgartner, lo que no es preciso. Salud con lupa hace esta aclaración: Walter Baumgartner es un apoderado legal con amplias facultades y se incluye el nombre del resto de apoderados de la sociedad, así como más detalles del documento en el que se plasma lo anterior. Abogados contratados por Santek Pharma niegan que la empresa sea proveedora de Corpovex. Sin embargo, hasta ahora no ha habido una comunicación formal de la compañía, pues estos abogados no permiten citarlos en sus argumentos.
Una red de empresas propias y de familiares convirtió al Mayor del Ejército William Hernández Cova en uno de los principales contratistas del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS). Más de 250 contratos cayeron de su lado durante la década en que esa institución estuvo dirigida por otro colega militar, el General Carlos Rotondaro Cova. Aquello fue el inicio de una expansión que no cesa, a contravía del desplome económico del país, y que ha colocado al grupo empresarial a la cabeza de una compañía petrolera en Colombia, de una clínica privada y hasta de bodegones en el este de Caracas, entre otros negocios.
Centenares de habitantes de Araya, la península occidental del estado Sucre, combaten la pobreza extrema sacando el único recurso que apenas pueden rasguñar de la tierra: la sal. El contrabando del mineral, que hace un par de años se hacía con algún recato, hoy se practica a plena luz y bajo la complicidad de las autoridades de la zona, que lo permiten a cambio de dinero y a sabiendas de que la empresa estatal encargada de esa explotación, administrada por el Gobierno regional, está destartalada e inoperante.
Extraviado en la espesa niebla de El Ávila, el teleférico hacia La Guaira, en el litoral venezolano del Mar Caribe, es un fantasma que se balancea entre el abandono, la corrupción y las promesas. Sin estudio ambiental o de riesgo, entre los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro se fraguó un proyecto de recuperación de ese tramo que involucra a las empresas Dopplemayr, Alfamaq y la estatal Venezolana de Teleféricos, señaladas por actos de corrupción e irregularidades por la Contraloría General de la República. Hasta la fecha y sobre informes fraudulentos de las autoridades ambientales se ha pagado más de la mitad del proyecto -que pasó de un trazado de ocho a 39 torres- pero las máquinas ni siquiera han llegado a Venezuela
Es barato curarla y aún más fácil prevenirla, pero la sífilis congénita comienza a hacer estragos en la nueva generación de recién nacidos del país. Puede producir condiciones aún más severas que el VIH, pero en 2019 el Estado venezolano importó 0,4% de la penicilina que compraba hace diez años, uno de los antibióticos más baratos y comunes en el mercado y principal tratamiento de esta infección, por lo que los médicos se preguntan cómo podrán curar en la Venezuela de hoy a una enfermedad que parece un mal chiste del siglo pasado.
El ex ministro de Salud, Luis López, quiso pasar a la historia como el gran rescatista de la deteriorada infraestructura de los hospitales venezolanos y asignó contratos que sumaron hasta 500 millones de dólares. El problema: 63 de los contratos se los otorgó a una familia de San Cristóbal, en los Andes venezolanos, con la que trabajaba desde antes. Además, las obras fueron ejecutadas con pobres estándares. Pero ese favoritismo fue el capital semilla para la creación de un emporio de contratistas del Estado en Táchira.
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Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
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Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.