Después de 35 años de su asesinato mientras daba misa, el sacerdote salvadoreño fue proclamado beato por el Vaticano. El gesto, sin embargo, no sana las heridas de 12 años de guerra civil en ese país ni es el final de un proceso de reconciliación.
Getting your Trinity Audio player ready...
|
San Salvador.- “Es primera vez que vengo a su casa, no la conocía”. Malibú Martínez es de San Salvador y mira curiosa cada espacio que habitó monseñor Oscar Arnulfo Romero en el Hospital Divina Providencia. Allí está la capilla donde dio su última misa. Donde el Cristo de palo pegado en la pared, como dice el verso de la inmemorial canción de Rubén Blades, fue testigo del tiro que le quebró el pecho a los 62 años. También están las dependencias donde hacía vida y donde aún se conservan intactas sus cosas: libros, jabones, hojillas de afeitar, sotanas.
Y la ropa impregnada de sangre por el disparo ejecutado por el suboficial Marino Samayor Acosta siguiendo órdenes del mayor Roberto D’Aubuisson, según las investigaciones de la Comisión de la Verdad para El Salvador de las Naciones Unidas. “Nunca había pensado en venir, pero con esto de la beatificación me animé”. Sus ojos pasean por cada esquina de la habitación de Romero, se lleva la mano al pecho cuando ve su ropa y la cama, pequeña, donde dormía. “Qué hombre más humilde. Apenas tenía nada”. En 1980 sus tías fueron al entierro del religioso. “Casi no lo cuentan. Allí también empezaron a matar gente”.
Israel Benjamín tiene 16 años. Lleva lentes que se oscurecen un poco con el sol. Su cara es la de un adolescente cualquiera: pelo incipiente, granos, algunas marcas de haberse tocado esos granos. Sabe que a monseñor Romero lo mataron al inicio de la guerra civil, pero los muertos de ese conflicto que asoló El Salvador por 12 años le son muy lejanos. “Mis papás me cuentan que eso fue una catástrofe, un gran sufrimiento para todos. En el país no se ve tanto que hay rencillas. No creo que haya secuelas de eso”, dice con esa voz a medio camino entre la de un niño y un hombre. Parece tener razón. En esos días el país luce como uno solo, enfocado en la beatificación de Monseñor Romero y en ensalzar su figura. San Salvador, la capital, es una fiesta.
En la vigilia previa a la beatificación, los fieles se congregan cerca de la Plaza de El Salvador de El Mundo. En el escenario, un grupo de bailarinas con un escote muy generoso se mueve al ritmo de ‘Vivir mi vida’ de Marc Anthony. Son las dos de la mañana y la lluvia, que empezó a las siete de la noche, sigue, pero no disuelve a la audiencia de este peculiar concierto. Algunos se resguardan en los techos de los comercios cercanos, pero son centenares los que bailan bajo un mar de sombrillas de colores. Una monja aplaude y se agita dentro de su hábito blanco. Un señor con tantos surcos en la cara como años observa de pie, bajo la protección de un paraguas que sostiene una mujer. Ella tiene zapatos planos, falda por debajo de la rodilla, un suéter cerrado y una Tau, la cruz de San Francisco, colgada en el cuello. En la tarima, las muchachas giran bajo la atenta mirada de un fraile de hábito marrón con un cordón de tres nudos. Y en un poste, un afiche de dos metros de alto por uno y medio de ancho con la cara de monseñor Romero.
Es la fiesta de los humildes, de los que honran la memoria de monseñor con sus zapatos empapado por la lluvia. “He venido desde Guatemala porque Romero es una figura muy importante. Luchó por todos, derramó su sangre por nosotros”, dice Rita, una monja de 20 años que nació en El Salvador pero estudia en el país vecino. A su lado está Abraham, guatemalteco, extasiado por la figura del religioso. “Nunca abandonó a su gente. Lo mataron porque defendió a los pobres”.
Los días previos al 23 de mayo, la fecha prevista para la beatificación, comenzaron a llegar muchos extranjeros a San Salvador. Los recibían taxistas uniformados, impolutos y sonrientes, del Aeropuerto Internacional Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. La terminal se llamaba Comalapa, pero a petición del anterior presidente, Mauricio Funes (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, izquierda), se cambió el nombre con motivo del 35 aniversario del asesinato del religioso.
“Hay una Ley de Amnistía desde 1993 que tapó todo”, explica Roberto Valencia, periodista de El Faro. Se taparon los crímenes cometidos por el Estado y las atrocidades de la guerrilla. La ley sigue ahí y teníamos esperanza de que con la llegada de la izquierda (FMLN) se hiciera al menos un intento honesto de derogar esa ley y lo que representa, ese tapar todo y que no haya responsables de todo lo que ocurrió en la guerra civil. El FMLN rebautizó la autopista y el aeropuerto con el nombre del sacerdote, pero su asesinato sigue en la impunidad”.
Antes de llegar el Frente, en el Gobierno estaba la Alianza Republicana Nacionalista (Arena, derecha), el partido fundado por Roberto D’Aubuisson. Fue él quien mandó matar a Monseñor Romero. “En los 20 años del gobierno de Arena su figura fue opacada, retirada de la narrativa oficial, trataron de minimizarla, desaparecerla. El pueblo salvadoreño, la gente más pobre fue quien mantuvo vivo su nombre”, agrega Carlos Dada, periodista salvadoreño.
Ángel, de 32 años, atiende mesas en un restaurante. Delgado, ágil y siempre sonriente, cuenta que nunca supo de Monseñor Romero en el colegio o en el liceo, que nunca le explicaron quién era y que es ahora cuando sabe más de él. “Pero sabés, cuando uno es niño no está consciente de esas cosas ni de la política”. Sofía, de 19 años, piel tostada, se intuye aún más flaca bajo la camiseta blanca que lleva arremangada y con la cara de Monseñor Romero. Cree que si no le hablaron antes de Óscar Arnulfo Romero fue porque en la escuela no se habla de los asuntos de la Iglesia. Ella supo del religioso por su tío, que hace unos años le llevó unos afiches y le leyó algunas de sus homilías.
“Ha sido una figura muy controversial. Lo mató el fundador de un partido de derecha y la izquierda radical ha tratado de hacer con él una bandera. Para beatificarlo algunos pensaron necesario despojarlo u ocultar su lado político, su indignación. Ahora escuchamos por todos sitios mensajes de monseñor es amor, es reconciliación… Pero la reconciliación no es posible sin paz ni justicia social. Y la violencia seguirá mientras no se ataquen sus causas estructurales”.
El Salvador es uno de los países más violentos del mundo. Las cifras oficiales de 2014 dan una tasa de homicidios de 61 por cada 100.000 habitantes. Desde 2012 hubo un periodo en el que el número de muertos bajó. Es el tiempo conocido como la Tregua, un pacto entre la Mara Salvatrucha, el Barrio 18 y el primer gobierno del FMLN, el de Mauricio Funes. Cuenta Roberto Valencia en su artículo La Tregua redefinió el mapa de los asesinatos en El Salvador que poco antes de cumplir tres años, en enero 2015, la tregua murió cuando el actual presidente Salvador Sánchez Cerén (FMLN) dijo: “No podemos volver al esquema de entendernos y de negociar con las pandillas porque eso está al margen de la ley”. Las proyecciones de homicidios para 2015 no son nada halagüeñas.
Dominga y Puri Martínez, madre e hija, vienen de San Martín, un municipio del departamento de San Salvador. Ven en la beatificación la ayuda que El Salvador necesita para que haya paz. “Hay mucha violencia con los jóvenes. Monseñor nos ayudará a solucionar esto”.
No cabe un alma más en los alrededores de la Plaza Salvador de El Mundo. Hay un espacio enorme, en el centro, reservado y separado con una valla de casi dos metros de alto. De un lado está el altar donde se hará la misa de beatificación, las sillas del cuerpo eclesiástico, las autoridades del país, los emisarios extranjeros, las personalidades. Del otro, miles de personas que se agolpan y buscan su hueco para poder ver mejor la celebración.
En los huecos que quedan al borde de las calles, muchos se rebuscan y venden café con canela, cigarros, pupusas (tortilla de maíz o arroz, rellena de chicharrones, queso u otros alimentos), churros, manzanas, tostadas de plátano. Monseñor Romero es como un icono pop estampado en camisetas, llaveros, gorras y afiches. También hay muñecos con su cara, títeres que, al halar de un palito en su centro, suben las manos en modo de plegaria. Y algún que otro libro con su pensamiento.
Todos se han montado en la ola de monseñor. Hasta periódicos que en su día clamaron por la muerte de Romero llenan sus páginas alabando al religioso. “Quien celebró su asesinato no le queda de otra que admitir ahora su altura. Se hizo un gran avance. Antes era políticamente incorrecto aceptar a monseñor. Ahora, negarlo es lo incorrecto. Es un paso positivo”, afirma Dada. En un costado de la zona de celebración, una tímida pancarta reza: “La oligarquía lo mandó matar y ahora lo vienen a adorar”.
Para convertir a Oscar Arnulfo Romero en parte del relato oficial salvadoreño se ha minimizado su lucha por la justicia social y algunas de sus posturas que en su momento incomodaron al poder. Cuenta Dada que algunos obispos que estuvieron al lado de Romero han empezado a decir que no importa quién lo mató, que no importa la impunidad. También, dice, se está olvidando su mensaje de justicia social. “Desde fuera puede verse como un logro que se hable de monseñor, se ve que el país está unido. Es un avance claro viendo de dónde venimos, pero no está siendo lo que debería ser porque se hace renunciando a la esencia de Romero”, explica Roberto Valencia. En la superficie está la alegría por el nuevo beato, la elevación a los altares del Santo de América. Pero solo basta escarbar un poco entre los asistentes a la ceremonia religiosa para encontrar unas heridas profundas y de años. Unas heridas que Arena y FMLN han tratado de tapar, dice Valencia, con un acuerdo tácito para no remover el pasado, porque a ambos les salpicaría.
Diana Jacqueline López, de 47 años, lleva colgado de su pecho una estampilla de Romero. “Él me dio la confirmación a los 13 años y su hermana fue mi madrina”, dice orgullosa mientras agarra la imagen y la besa. No le gusta que se vendan tantas cosas con su imagen, pero lo justifica. “El país está viviendo una pobreza extrema y la gente aprovecha para poder ganas unos centavos y darle de comer a sus hijos”. Miro sus zapatos y tienen tantos huecos como su dentadura. “Lo que estamos viviendo ahorita son las consecuencias de la guerra que se vivió entonces. Quien se fue mandó dinero para ayudar a los que se quedaron, pero no hubo quien les dirigiera el camino”. Esa guía que para ella es el inminente beato, “un mártir a quien querían taparle la voz matándolo”.
Bajo un puente, a más de 500 metros del altar donde están a punto de proclamar beato a Romero, a los pies de una treintena de estudiantes de la Universidad Nacional de El Salvador, una pancarta dice: “El pueblo que él amó sigue sufriendo de muerte. Por tanto, el que celebra a monseñor se compromete a cosas serias”. Uno de los profesores que los acompaña es Joel Franco, que imparte Sociología General. Cree que la beatificación es una deuda que la Iglesia tiene con El Salvador, “es un reconocimiento a la lucha social, la que de verdad hace girar las ruedas de la historia”. Pero no la ve suficiente para cerrar heridas, es un punto de partida. “Es un símbolo a tener en cuenta, porque San Romero es el santo de los revolucionarios, de los pobres. Pero esto puede cosificarlo. Hay que trabajar por su legado, su denuncia y su propuesta de trabajar por un mundo con más justicia social”.
Franco cree que los conflictos que originaron la guerra siguen vigentes. “La violencia ahora es horizontal, no vertical, pero la situación de conflicto es la misma que Monseñor denunció en los años ochenta”. Las deudas son profundas, como las heridas, y se manifiestan, dice, en la corrupción, la impunidad y la explotación económica. “No hay una voluntad fuerte para solucionar estas demandas”.
Su mezcla de acentos hace difícil reconocer su origen. Mikel Cortés es de España, pero estuvo en los años 80 en El Salvador y ahora vive en Guatemala, donde trabaja con Fe y Alegría. Es jesuita. Dice con emoción, casi con lágrimas en los ojos, que la beatificación es un acto de justicia, “un reconocimiento a Romero y a los mártires de esta tierra”. Vio de cerca las consecuencias de la guerra civil y cree que esas heridas solo se pueden sanar con la misericordia de Dios. “Hay una sociedad muy elitista que vive en un catolicismo abstracto. Ojalá la beatificación ayuda, que haya un sentido mayor de reconciliación y de unidad. Ojalá esto lleve a una paz duradera”.
La guerra civil se llevó por delante la vida de más de 75 mil personas en un país con alrededor de 4,5 millones de habitantes para la época. Hay mutilados, huérfanos, desaparecidos. “Hay madres que siguen buscando a sus hijos, asesinos que siguen viviendo muy cómodos”, dice Carlos Dada. Es la historia de un conflicto muy cruento que nadie en el poder, ni izquierda ni derecha, quiere que se cuente. “Se nos quiere imponer ese olvido pretendiendo hacer que todo es bonito. Pero no es así”.
Ya se puede decir: beato Romero. Jaime Aquino Loyola aplaude y llora cuando termina de leerse la carta que el papa Francisco ha enviado a los salvadoreños. Lleva con él las fotos de su hermano menor, Edgar José Aquino Loyola, y de su primo hermano, Mauricio Aquino Chacón. “Ellos habrían querido estar aquí”. No pueden porque Edgar José falleció en la ofensiva guerrillera en el 81. Era parte de las Fuerzas Populares de Liberación. A Mauricio “lo desaparecieron” luego de sacarlo de su casa en marzo de 1981. La esposa y la hija de Mauricio crearon una fundación en Estados Unidos, llamada “Los huesos de nuestros padres”, para encontrar sus restos y los de muchos otros que aún no se sabe dónde están.
“Ojalá que la beatificación sane heridas. Ese puede ser el regalo que monseñor Romero dé a esta tierra”, asevera Aquino Loyola. Clama justicia y que den a Romero lo que no le dieron en vida. “Ojalá sea sincero y legítimo el arrepentimiento de muchos que hoy celebran. Ha sido bien fuerte ver todo lo malo que se decía de él y no es justo”. Lo dice como alguien que trabajó en el Socorro Jurídico del Arzobispado cuando Romero estaba ahí. Hacía las estadísticas semanales de represión.
Dice que esta semana ha sido de lecciones fuertes, de sentimientos encontrados. “Hoy le pedí a Monseñor que me dé fuerzas para perdonar”. Agarra la foto de su primo Mauricio. “Que nos explique, que nos cuenten, que me digan dónde está enterrado mi primo, mis compañeros de mi organización”. Ha tratado de buscar, tiene puesta una denuncia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Incluso sabe el nombre del capitán que fue a buscarlo. Vive en San Salvador. “Para que haya perdón y olvido debe haber verdad. Tenemos que perdonar sobre la verdad”.
Un grupo de líderes evangélicos fundamentalistas vinculados a la Casa Blanca han extendido sus ministerios a varios países latinoamericanos y han establecido relaciones con cuestionados presidentes tales como Daniel Ortega en Nicaragua, Jimmy Morales en Guatemala y Juan Orlando Hernández en Honduras. Columbia Journalism Investigations (CJI), el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP) y 15 medios de investigación también documentaron cómo estos líderes han influenciado mandatarios y políticas frente a Israel en varios países de la región.
Nicolás Maduro ha quedado solo pero no indefenso y todavía maniobra las cuotas de poder que le dio Hugo Chávez antes de morir. Mientras sus aliados dentro de Venezuela se reducen ha recurrido a grupos cristianos para demostrar que su proyecto político cuenta con respaldo, a pesar de la crisis humanitaria en la que sumió al país. Uno de ellos le dio su apoyo en la jornada de votación de 2018 y, el otro fue su oponente en unas elecciones sobre las que desconfía medio mundo. Se trata de Javier Bertucci, el pastor líder de la iglesia Maranatha en Venezuela, un hombre que ha probado, con algún éxito, hacer negocios y política a la sombra de la “revolución bolivariana”.
Armando.info publica un extracto de la edición ampliada de Los brujos de Chávez, el celebrado libro de David Placer, periodista venezolano afincado en España, publicado en Venezuela por Editorial Dahbar. La crónica muestra el que quizá sea el punto culminante de la santería chavista: el acto de exhumación de los restos de Simón Bolívar, ordenada por el fallecido comandante presidente porque estaba empeñado en demostrar que El Libertador había sido envenenado en San Pedro Alejandrino. A partir de allí Placer cita episodios y conversa con los testigos que, en Miami y Caracas, aseguran que Chávez se convirtió en santero antes de asumir por primera vez la presidencia en 1999. Con su investigación Placer ha completado un aspecto deliberadamente ocultado de la volcánica vida del líder del proceso bolivariano
El líder de la Iglesia Maranatha en Venezuela es también un empresario que ha avistado en la dinámica de la economía venezolana la posibilidad de hacer crecer su propio peculio. Sin que el propósito quedara claro, el pastor tanteó la posibilidad de presidir una sociedad en un paraíso fiscal, de acuerdo con la documentación del bufete Mossack Fonseca
Una cubana, viuda de un predicador puertorriqueño, ahora dice ser la esposa de Dios. Tiene creyentes: cerca de 300 solo en Venezuela. De este país y otros de la región envían diezmos en su nombre, que en realidad llegan a una empresa de telecomunicaciones en Houston, Texas. Pero la deidad no es avara: ha dicho a sus fieles que paguen impuestos.
Ante las innovaciones del papa Francisco, la Iglesia en Venezuela no es monolítica. El único Cardenal criollo, Jorge Urosa Sabino, ha quedado en evidencia como un disidente de las reformas que llegan desde Roma. Sus posturas dividen al clero y dejan mal parado al bando conservador para su sucesión en el cargo de Arzobispo de Caracas. A su vez, por paradoja, refuerzan al sector progresista de una iglesia que hasta ahora se ha comportado como muro de contención frente al chavismo.
El coronel Elías Plasencia Mondragón marca varias casillas del funcionario ejemplar de la autodenominada Revolución Bolivariana: militar, dispuesto a llevar decenas de casos de presos políticos, y empresario tras bambalinas con vínculos privilegiados al poder. Uno de ellos es con Luis Daniel Ramírez, un exfuncionario del ente comicial, hoy contratista, que ha intentado borrar sus rastros en Internet pero que no consigue hacer lo mismo con los lazos que le unen al “cerebro técnico” y rector de esa institución, Carlos Quintero.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.