La muerte por quemaduras de un cocinero, que fue confundido con un atracador y luego molido a palos, ha trocado la civilizada imagen que ofrecía la urbanización del este de Caracas, uno de los sectores históricos de la clase media venezolana. Constituidos en brigadas de seguridad, los vecinos han diseñado un sistema que permite reaccionar rápidamente cuando ocurre un asalto o una sospecha de delito con la anuencia de las autoridades municipales. El mensaje parece claro: en todos los estratos sociales la autogestión y sus peligros se imponen sobre un Estado enclenque
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Antonio** no mide más de un metro setenta de estatura pero levanta pesas y practica Kickboxing. Se inició en este deporte de combate asiático con algunos vecinos, quienes, después de meses de práctica, podían replicar sin problemas a Bruce Lee y Chuck Norris en la escena final de El Regreso del Dragón. Va vestido casual: franela negra, mono deportivo, zapatos de goma, carga un pequeño bolso tipo koala de lado y una gorra que lo protege del sol del mediodía. Caminar con Antonio por las calles de la zona donde vive es como estar junto a un político carismático. No anda más de una cuadra sin que lo saluden al menos cuatro personas. Tampoco duda en mirar fijamente y soltar un “¿Qué? ¿Qué pasa? Mosca, pues” cuando advierte a un extraño que escruta a la mujer que lo acompaña.
Desde hace nueve años Antonio vive en uno de los 47 edificios ubicados entre las cuatro calles del norte de la urbanización caraqueña de Los Ruices, un sector histórico de la clase media venezolana. Mientras me enseña la zona va explicando cómo se organizan para dividir las colas en los supermercados -una para los vecinos y otra para los bachaqueros- y cómo el aumento del número de robos en la zona sin la presencia de autoridades provocó que la comunidad espontáneamente se empezara a organizar. Antonio no recuerda bien cuál fue el primer intento de linchamiento en el que participó, tampoco cuántos han sido. Lo que sí recuerda es la primera víctima fatal.
Eran las 9 o 10 de la noche de un día jueves. Antonio estaba en su casa con su esposa e hijos cuando escuchó el grito agudo de una mujer y el sonido de pitos notificando que algo había ocurrido. Al mismo tiempo su teléfono comenzó a vibrar con la entrada de mensajes al whatsapp. Antonio bajó a toda prisa por la calle A de Los Ruices hacia la Avenida Francisco de Miranda. Mientras corría, alertó a los operadores de turno de la estación del Metro Los Cortijos para que detuvieran los trenes en caso de ver a alguien corriendo en la estación. Ya no era una sola persona gritando, eran dos, tres: ¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Está robando! Sin darse cuenta ya no estaba solo, lo acompañaban otros vecinos que blandían botellas y palos.
Al encontrarse frente a frente con la persona a quien señalaban como autor del robo -un indigente evidentemente bajo los efectos de alguna droga- Antonio lanzó el primer golpe a la cara exigiendo: devuelve el celular. Vinieron más golpes. Sólo bastaron cinco minutos para que el hombre, en su dramática caída, soltara la cartera y el celular robados. Sin embargo, la arremetida no terminó allí.
“Vecinos organizados. Ratero, si te agarramos no vas a ir a la comisaría. Te vamos a linchar”, se leía en una imagen publicada en las redes sociales en abril de 2016, cuando el incremento de los linchamientos en la ciudad de Caracas, cubierto por los principales medios de comunicación, fue explicado por expertos como un “fenómeno consecuencia de la impunidad latente en Venezuela”. La imagen del cartel rodaba junto con un vídeo que mostraba cómo en la comunidad de Los Ruices prendían en llamas a una persona que supuestamente había robado a una mujer de la zona. El hombre, que murió horas después en el Hospital Dr. Domingo Luciani, resultó ser inocente y la imagen del cartel nunca se pudo comprobar si en efecto era verdadera o no. El asesinato contrariaba a Goebbels, jefe de la propaganda nazi: las mentiras, aunque se repitan mil veces, no siempre se convierten en verdad. Y también pueden traer consecuencias irreversibles.
Una imagen que sí es verdadera es el graffiti ubicado en la calle A de esta urbanización, justo en la construcción de un nuevo edificio frente a varios negocios, que muestra en tamaño extra grande sobre una pared ajada y sucia, que alguna vez fue blanca, la frase: “Los Ruices se respeta”. La palabra respeto, según la Real Academia Española, tiene tres principales significados posibles. El primero: Miramiento, consideración. A los Ruices empezaron a considerarla y a mirarla con otros ojos después del 6 marzo de 2014. Ese día, que también cayó jueves, luego de varias semanas de protestas, se enfrentaron vecinos, grupos motorizados y la Guardia Nacional, que llegó a la zona con la intención de despejar una barricada. Botellas, piedras y disparos venían e iban hacia y desde los edificios. Las calles se llenaron de humo y tanquetas. El resultado: cientos de detenidos, daños materiales, un funcionario y un motorizado muerto. Justo por esa fecha pintaron el graffiti con aquella frase en letras azules, verdes y rayas moradas que aún se mantiene a veces imperceptible ante el paso de los vecinos y visitantes.
Las miradas se volcaron de nuevo a Los Ruices cuando dos años después Roberto Josué Fuentes Bernal, chef de 42 años de edad, el del vídeo que fue linchado en plena vía pública y resultó ser inocente. “Otro más que agarraron robando”, decía la voz que grababa el vídeo que registra cómo lo molieron a palos. Las imágenes mostraban a un hombre de tez oscura, vestido con camisa blanca y jeans, tirado en el suelo golpeado y sin poder levantarse. Un grupo no menor de 15 personas lo rodeaba. Alguien de lejos lo roció con un líquido mientras otro se acercó a prenderle fuego. El grupo se dispersó, pero la cámara nunca dejó de grabar. Sólo dos personas hicieron un esfuerzo por apagar la candela. Después de este acontecimiento, la presencia policial en la zona aumentó. Ya los ciclistas de la Policía del Municipio Sucre no pasaban cada 8 horas sino cada 2. También designaron a un comisario para lograr un diálogo con la comunidad y enseñarles cómo en vez de linchamientos podían realizar “arrestos ciudadanos”.
El segundo significado posible a la palabra respeto es: veneración, acatamiento que se hace a alguien. Los Ruices sigue sus propias reglas y sus vecinos pelean por las causas hasta que se les presta atención. Las 17 mil personas que en promedio viven allí parecen, de algún modo, conocerse y haber encontrado una manera de organizarse. Tan es así que la comunidad de Lomas del Ávila, en el mismo municipio, está siguiendo su ejemplo: sistemas de alerta de seguridad temprana y reportes de intentos de linchamientos cada semana. El trecho entre seguir el ejemplo a la veneración no es tan largo como se piensa.
El tercer significado posible es: miedo. De ese hablaré más adelante.
Antonio le devuelve el celular y la cartera a la muchacha que robaron. Ella, visiblemente alterada por lo que acaba de ocurrir y sintiéndose ya a salvo, se le va encima al ladrón y comienza a darle patadas. A la chica ni siquiera le ha dado tiempo de notar la herida en su boca producto del golpe que recibió de su atacante durante el forcejeo.
Antonio aprovecha las patadas para sostener con fuerza los brazos del hombre dándole así la posibilidad a ella y a otros espectadores de continuar el ataque sin que este pueda moverse, sin que pueda escapar. “El tipo llevó golpe, patada y Kung Fu”, repiten los que recuerdan la arremetida. En cuanto pudo, Antonio se alejó. La policía municipal llegó a los pocos minutos pero prefirió no intervenir de inmediato. Requiere menos esfuerzo dejar a alguien tirado en un hospital que llevárselo detenido. Los golpes de los vecinos sólo se detuvieron cuando el ladrón ya estaba inconsciente. El ataque, y luego el cuerpo semidesnudo tirado en el suelo, quedó para el recuerdo en las galerías de teléfonos celulares, como aquel que -la ahora víctima- se intentaba robar.
El Ministerio Público informó que investiga 26 linchamientos ocurridos, en los últimos meses, en toda Venezuela. Pero ese número se queda corto tomando en cuenta sólo los casos registrados por la comunidad de Los Ruices. Los autores del linchamiento al indigente, y otros que como él corrieron con la misma suerte, han sido perseguidos y amenazados por los servicios de inteligencia. Como cazadores cazados han optado ahora por encapucharse cuando es necesario, por tener escondidos palos y botellas en puntos estratégicos de la zona, por prohibir fotos o vídeos y tener bien identificadas dónde están las cámaras de seguridad que podrían eventualmente delatarlos. Aunque lo niegan, todo parece estar orquestado.
Es curioso que el último de los significados de la palabra respeto sea miedo. Más cuando ésta última se define como la angustia por un daño o el recelo que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. ¿Qué es lo que de verdad exigen? ¿Respeto o que les tengan miedo? La comunidad de Los Ruices se define a sí misma como guerrera, solidaria y capaz de defender su zona a como dé lugar. Cuando se les pregunta por los linchamientos dicen, todos a una, sin dudar: “La gente está cansada de tantos robos”. Pero hay otros vecinos que condenan la barbarie en lo que se ha convertido. Los Ruices pasó de tener miedo a convertirse en su administrador. Quizás fue la única manera que consiguieron de ganar respeto. Quizás no le dieron otra opción.
Me detengo a hablar con Antonio justo en la esquina de aquel mural en la calle A cuando se detiene una camioneta marrón junto a nosotros. El conductor baja el vidrio del copiloto y le dice a Antonio:
-Coño, pana, creo que me abrieron el carro y me sacaron unas herramientas que tenía aquí.
-¿Y eso fue ahorita?
-Sí. Así que si ves a alguien corriendo o con cara de sospechoso le lanzas un coñazo de una. Luego preguntas -dice el conductor dejando salir una risa nerviosa que no permite identificar si habla en serio o no.
-Sí va. No hay problema, para eso estamos.
**
El nombre de Antonio fue cambiado para proteger su
identidad.
*Esta crónica fue escrita durante el XI Seminario de Periodismo Narrativo patrocinado por Cigarrera Bigott, celebrado entre el 20 y 24 de junio en la ciudad de Caracas.
El presidente Nicolás Maduro anunció el 1° de septiembre de 2016 la desarticulación de una conspiración contra su gobierno supuestamente fraguada por decenas de “paramilitares” colombianos. De aquella furibunda declaración hoy no quedan pruebas vinculantes, solo una especie de barrio improvisado en una comisaría en La Yaguara, donde entre sábanas y colchonetas transcurre las vidas rotas de 58 hombres y una mujer de nacionalidad colombiana, los supuestos “mercenarios” que además de no haber sido acusados formalmente de algún delito cuentan con una orden de liberarlos emitida en noviembre del año pasado. De nada ha servido que Colombia pida por ellos, la “revolución” no está dispuesta a reconocer que se equivocó.
Cuatro jóvenes desaparecieron en el estado venezolano de Mérida luego de ser arrestados por agentes del Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro de la Guardia Nacional Bolivariana en julio de 2015. Dos años y medio después de este episodio ni las autoridades han dado explicación sobre su paradero y sus familias no han podido hallarlos, constituyendo así el caso más claro de desaparición forzada en Venezuela y que podría engrosar el expediente de la “revolución bolivariana” ante la Corte Internacional de La Haya.
Los de Venezuela son unos juristas que tienen puertas giratorias. Antes o después han sido diputados, ministros o representantes de gremios bolivarianos. En este reportaje se presentan las conclusiones de un trabajo de periodismo de datos, que cruza los nombres de todos los jueces penales del país con las listas del partido de gobierno, y cuya conclusión advierte que 40% de ellos tienen militancia chavista. Destacan en este caso acólitos que condenaron a presos políticos como Araminta González e incluso el hijo de la primera dama, Walter Gavidia Flores, que estuvo a cargo de un juzgado hasta 2014.
En Venezuela no llegan a medio centenar los oficiales militares que tienen a su cargo la misión de impartir justicia entre sus pares castrenses. Pero a medida que el Gobierno de Nicolás Maduro remite a más disidentes políticos y civiles insumisos para ser juzgados en esa jurisdicción, se empiezan a ver los flancos más débiles de una logia de jueces designados a dedo por el ministerio de Defensa, con méritos poco claros y una disposición marcada a seguir órdenes.
Dos graves brechas en los anillos de seguridad -en Margarita y San Félix- han puesto recientemente en cuestión la eficacia de la guardia personal del presidente venezolano. Una revisión al alto mando de la Casa Militar revela que lo integra un póker de oficiales cuyos méritos para esos cargos tienen que ver con la confianza personal de la pareja que manda en el Palacio de Miraflores y la lealtad política. A cambio, los militares detentan poderes para estar en varios cargos al mismo tiempo, cierta invisibilidad y hasta para contratar con el Estado sin recibir sanción. Este reportaje sigue la pista al crecimiento de la Guardia de Honor Presidencial y a la trayectoria de sus caras visibles
San Vicente, uno de los barrios más grandes de Maracay, en el centro de Venezuela, es el principal coto del grupo delictivo Tren de Aragua, cuyo jefe es Héctor Guerrero Flores, un forajido líder de la cárcel de Tocorón. Su “gobierno” se instauró en menos de dos años en una comunidad de más de 28 mil habitantes que reclamaban por la atención de las autoridades locales. Este territorio, ahora indomable para los cuerpos policiales, solo acata reglas parecidas a las impuestas en las prisiones venezolanas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.
Sobre el sistema electoral venezolano, “el mejor del mundo”, ahora en la mira tras los cuestionados cómputos oficiales de los comicios del 28 de julio, al final hay un solo ojo: el de la compañía argentina Ex-Cle. Y sobre Ex-Cle, con domicilio desierto en Buenos Aires y un búnker en Caracas, solo mandan los hermanos Jorge y Delcy Rodríguez y el rector del CNE, Carlos Quintero, junto al empresario Guillermo San Agustín. Un embudo por el que pasan negocios, influencias políticas y ‘big data’, en perjuicio de la democracia.
Desde que se conocieron los dudosos resultados del CNE que daban el triunfo a Nicolás Maduro en las recientes elecciones presidenciales, estalló una ola de protestas que ahora los cuerpos de seguridad del régimen intentan sofocar no solo con la represión, sino con un nuevo elemento disuasivo: videos de escarmiento en redes sociales. A fin de analizarlas, Armando.info recopiló una veintena de estas piezas, editadas con elementos de filmes de terror y de incitación al odio y hostigamiento contra la disidencia.
En las horas cruciales de los comicios presidenciales del pasado domingo, Aime Nogal dejó de atender las llamadas de los dirigentes opositores, a pesar de que había llegado al directorio del CNE como ficha del partido Un Nuevo Tiempo. Además, con su firma y presencia convalidó el anuncio de los dudosos resultados oficiales de las votaciones. Así culminó un cambio de actitud que asomaba desde hace tiempo, en línea con la trayectoria de la abogada, sinuosa en lo político pero siempre en ascenso.