Una parábola de progresiva decadencia y abandono describe la tradicional presencia en una esquina de Sabana Grande de la construcción, que en 1949 era el edificio más alto y suntuoso de Caracas. Ocupado al comienzo del gobierno de Chávez por invasores violentos, que lo transformaron en tierra de nadie al alcance de quien quisiera tomarlo a la fuerza, luego de su nacionalización sirvió de comuna estudiantil y de asilo para enfermos de Covid-19. Ya en las últimas, brotes de la economía de bodegones empiezan a colonizar su planta baja.
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Si el edificio Los Andes hablara, tal vez contaría cómo pasó de ser una infraestructura vanguardista, muestra de las tendencias socioculturales de la Caracas moderna de mediados del s.XX, a teatro de la barbarie y la anarquía.
O elegiría otro relato: el de cómo alojó un dantesco experimento comunal que, finalmente, dio lugar a un reducto del capitalismo más salvaje, donde solo corre el dólar americano.
Pero, desde luego, no habla. Solo queda el testimonio mudo de sus nueve pisos deshabitados y de su fachada curtida.
El inmueble está localizado en el centro geográfico de la capital venezolana, en la frontera imaginaria entre el oeste proletario y el este del ascenso social. De hecho, sirve de umbral al bulevar de Sabana Grande, su antigua Calle Real, que por muchos años fue como la Champs Elysees o la calle Serrano caraqueña, con sus comercios y marcas de lujo, el Gran Café de Henri Papillon Charriére y otros restaurantes como polo de atracción para la nueva inmigración europea de posguerra, y su rosario de librerías y bares que extendían una invitación permanente a la bohemia artística.
Hoy es un cascarón casi vacío. Apenas cuatro locales comerciales están activos. A la entrada, un soldado de la Guardia Nacional vigila.
En el vestíbulo se siguen exhibiendo imágenes de mártires de la insurgencia revolucionaria, a manera de un santoral de izquierda que preside la consabida fotografía de Ernesto Che Guevera.
Hay estampas de Belinda Álvarez, una estudiante de la muy cercana Universidad Central de Venezuela (UCV), asesinada en 1991 por los cuerpos policiales; Noel Rodríguez, el dirigente de Bandera Roja y líder estudiantil asesinado en 1973; Alberto Guerra y José Millán, estudiantes de secundaria en Maturín, estado Monagas, que murieron por un exceso policial dentro de su plantel educativo en 1962; los 23 muertos de la masacre perpetrada en Cantaura, estado Anzoátegui, en 1982, cuando tropas del ejército emboscaron a miembros de una guerrilla prácticamente desmovilizada; Domingo Salazar, líder estudiantil merideño asesinado durante un allanamiento a la Universidad de los Andes (ULA) en 1969. También se ven imágenes de Jorge Rodríguez, padre, muerto por torturas en los calabozos de la policía política en 1976; y, por algún motivo, de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, México, así como del dirigente juvenil del chavismo, Robert Serra, asesinado a puñaladas en su casa del barrio de La Pastora, en el noroeste de Caracas, en 2014.
Frente a la muestra de fotografías en blanco y negro, al otro lado del vestíbulo, queda la estructura metálica de dos ascensores que todavía funcionan, a pesar de sus muchos signos de oxidación. Los elevadores llevan a unos pisos deshabitados donde solo se escuchan las puertas batientes de las habitaciones, impactando una y otra vez contra las paredes, al ritmo del viento caraqueño y del bullicio que llega de la calle.
Cuando Armando.info visitó el edificio, el cadáver de un gato reposaba en la azotea junto unos cultivos marchitos, abandonados por los estudiantes que alguna vez los mantuvieron.
Son todas advertencias de un ocaso que, sin embargo, no consigue quitarle lustro a su verdad cartográfica: la ubicación del edificio Los Andes es privilegiada. Está junto a los accesos a la estación Plaza Venezuela del Metro de Caracas, uno de sus nodos más concurridos. Al lado pasa la avenida Las Acacias, uno de los pocos corredores viales que recorren el valle de Caracas de sur a norte, conectando ambas riberas del Guaire con la avenida Libertador, y de allí con la avenida Boyacá o Cota Mil, al pie del cerro El Ávila.
Tal vez por eso la autodenominada Revolución Bolivariana no desistió por mucho tiempo, tras expropiarlo, en su empeño por convertirlo en una valla de los logros gubernamentales. En los momentos de vacas gordas petroleras llegó a crear allí un sueño comunal, una suerte de dorm estudiantil pero con usanzas colectivistas y a pocas cuadras de la Ciudad Universitaria de la UCV. Los cupos en la residencia eran objeto de disputa.
Pero el último uso que le fue asignado al edificio antes de su actual abandono fue como refugio o confinamiento para enfermos de Covid-19 durante la primera oleada de la pandemia en 2020, hasta diciembre pasado. Todavía ahora, en los pisos siete, ocho y nueve, se encuentran avisos con las normas de horarios de comida y duchas para los pacientes que pernoctaron allí por unos meses. De hecho, los últimos estudiantes que habían vivido allí tuvieron que dejar las instalaciones en volandas cuando algunos dieron positivo para Covid-19.
Si se conoce la historia de más de siete décadas del edificio, se estará de acuerdo en que probablemente no vaya a ser la última etapa de su metamorfosis permanente.
El Edificio Los Andes se ha ido transformando con el país, pero su parábola no parece la de continuas mejoras, sino empeoramientos. Tal vez como el país.
Este icono de la extensión de Caracas al oriente fue diseñado por el arquitecto Manuel Salazar Domínguez y se terminó de construir en 1949. Con sus nueve pisos pasó a ser ese año el edificio más alto de toda la ciudad.
Sus alrededores también se fueron transformando sin que la obra arquitectónica quedara en un segundo plano. Hasta cuando se erigió la vecina Torre La Previsora en 1973, con sus para entonces rompedora línea curva y emblemático reloj electrónico, el volumen robusto del edificio Los Andes pareció hacerle juego.
En octubre de 1967, Caracas había estrenado su primera “vía blanca” que llamaba a las personas a tomar las calles. “¿Quiere usted caminar? ¡Lo invitamos!”, fue el lema que emplearon las autoridades municipales cuando acordaron cerrar la Calle Real de Sabana Grande todos los fines de semana, desde el viernes en la noche a la madrugada del sábado. Fue así cómo se gestó la idea de convertir Sabana Grande en un bulevar, que las obras del Metro de Caracas permitieron hacer realidad en 1983.
Los comerciantes comenzaron a abrir restaurantes, cafetines y tiendas, y los migrantes europeos se hicieron asiduos clientes que amaban tomar café al aire libre y se apropiaron del lugar.
Le siguió la toma de la zona por los artistas. Surgieron movimientos y grupos como Sardio, Tabla Redonda, El Techo de la Ballena y la República del Este, que en parte hicieron de Sabana Grande sus cuarteles generales. El Edificio Los Andes se veía espléndido como imperturbable telón de fondo de algunos pasajes de la literatura venezolana, cuyos autores protagonizaron tertulias y borracheras en esas cuadras. En los locales comerciales de la planta baja del edificio surgieron comercios entrañables de la ciudad, como la antigua tienda de los boy scouts.
El edificio Los Andes consiguió una protección especial al ser declarado Patrimonio Cultural de la Nación. Esa protección limitó a su dueño de entonces, Marcos Zarikian –un empresario y agricultor descendiente de armenios que colaboró en la construcción de la industria textil de Venezuela desde 1936–, para hacer planes con el inmueble. A principios de la década de los años 2000 se pensó en hacer un centro comercial, una torre de oficinas o un hotel. Nada se concretó por la consideración de patrimonio protegido. Y el destino acechaba.
En la madrugada del 22 de agosto de 2003, alrededor de 200 familias tomaron el edificio. La acción coordinada formaba parte de la oleada de invasiones que entonces, y luego de una manera más intermitente, ocurrieron bajo el patrocinio tácito del gobierno de Hugo Chávez, que las condenaba en los comunicados oficiales pero casi nada hacía para impedirlas.
En la oscuridad de ese miércoles, según relataron testigos a la prensa del momento, algunas personas escalaron con cuerdas hasta entrar por las ventanas del edificio. Se llegó a especular que autoridades municipales facilitaron la invasión a cambio de que lanzaran piedras a una marcha de la oposición que, al día siguiente, pasaría muy cerca del inmueble que hace esquina. Cierta o no la versión, sí es verdad que el edificio se convirtió desde entonces en adelante en una atalaya para hostigar a las manifestaciones opositoras.
Lograron entrar e instalarse. Hasta pidieron ayuda del gobierno para arreglar el lugar y vivir de forma digna. Al mes de la toma, el 9 de septiembre de 2003, hubo otra batalla en el lugar. Los nuevos habitantes del edificio estaban organizados con equipos de radio, chalecos antibalas y máscaras antigás. Estaban preparados para algo que se desconocía hasta ese momento. Desde las once de la noche hasta las seis de la mañana hubo un enfrentamiento entre dos grupos de invasores. Sabana Grande fue la ciudadela de Hue por una noche.
Esa noche Yasmina Rosa Rondón de Zamora, conocida como La Comandante Manuitt o La Madre, se enfrentó con su grupo de choque con los tomistas de agosto por el control del lugar. Hubo refriegas con armas de fuego, bombas molotov, piedras y gases lacrimógenos. Quemaron tres motocicletas estacionadas en la calle, cinco puestos adyacentes de perros calientes y los ventanales de la planta baja de la vecina Torre Lincoln.
La Comandante Manuitt encabezó decenas de invasiones en la ciudad en esa época. Era una artista plástica que se destacaba por hacer grandes murales con loas y proclamas de fidelidad a la revolución. También portaba armas e intimidaba por toda la ciudad con sus seguidores, un pelotón de invasores profesionales a menudo reclutados entre el lumpen urbano.
La batalla de esa noche de septiembre tuvo tres versiones, cada una de ellas reseñada en la prensa. Una, que la mujer y sus seguidores fueron a la avenida Las Acacias a vengarse de adversarios que se le adelantaron con la invasión; otra indicaba que los tomistas del inmueble estaban negociando para vender cierto número de apartamentos y La Madre fue a reclamar parte en el negocio. La tercera hipótesis decía que se trató de una disputa entre facciones oficialistas de base.
Lo cierto fue que, con las autoridades gubernamentales mirando para otro lado, la disputa por el edificio Los Andes se convirtió en una ristra sin fin de violencia y asesinatos. Y el propio edificio, junto a la Torre de David algo más tarde, en símbolos de la anomia y el colapso de la convivencia en Venezuela.
El 16 de febrero de 2004 asesinaron a tiros a Diógenes López en la puerta del edificio. Era el líder de los tomistas originales y miembro de la Asociación de Víctimas del 12 de abril de 2002.
Nueve días después, el 25 de febrero de ese año, unos transeúntes desprevenidos del bulevar de Sabana Grande quedaron en medio de un intercambio de disparos entre los invasores de los edificios Los Andes y Manaure que se disputaban el control de la zona. En esa oportunidad fallecieron Johnatan Oropeza, de 16 años de edad, y Jorge Luis Rebolledo, de 20 años. Katiuska Méndez, de 12 años, recibió un impacto de bala y perdió un riñón.
En abril de ese año, otros tres hombres que vivían de forma ilegal en el edificio Manaure, aparecieron muertos, embalados y arrojados a la vía pública en la madrugada. Dos cerca del distribuidor La Araña de la autopista Francisco Fajardo y uno detrás de la Universidad Santa María, en Mariche, al este de Caracas.
La violencia se desbordó y su espectáculo comenzó a causar incomodidad en el gobierno, pese a que los protagonistas parecían obedecer a las consignas del chavismo y formar parte de su voto duro. Así que el 3 de julio de 2004 los invasores fueron expulsados del lugar.
Freddy Bernal, para ese momento alcalde de Caracas por el chavismo, señaló a la Comandante Manuitt de lesionar la propiedad de las personas. La lideresa iría a la postre a juicio, junto con otros nueve ciudadanos, detenidos por la presunta ocupación ilegal de varios edificios situados en la avenida Urdaneta, cerca del centro de la capital. Los procesados permanecieron en los calabozos de la Dirección General de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip, nombre entonces de la policía política), en El Helicoide. “Estoy desencantada, ya no creo en Chávez”, dijo la activista.
Aunque sentenciada a seis años de prisión por los delitos de agavillamiento, intimidación pública y resistencia a la autoridad, la Comandante Manuitt quedó libre en 2006, cuando solo cumplía dos años de la pena, a cuenta de su buena conducta.
En 2005, luego de la neutralización de las bandas invasoras con el amparo de la revolución, comenzaron las expropiaciones oficiales. Se alegó que el edificio Los Andes sería requerido para servir de sede a una pretendida "asamblea popular constituyente permanente”, de cuya existencia nadie estaba al tanto.
En junio de 2006 también se pensó convertirlo en un centro inteligente de control de seguridad y tránsito. El proyecto preveía instalar un sistema satelital para monitorear todas las vías y el transporte público de la ciudad. Pero esto tampoco se llegó a concretar.
Transcurrieron siete años para que se gestara un nuevo plan. Esta vez sería una residencia estudiantil con 375 habitaciones, que dos años después albergaría a estudiantes de las cercanas Universidad Central de Venezuela y Universidad Bolivariana. Cada postulante debía presentar pruebas de su participación política en partidos de la Revolución. Así fue cómo 657 estudiantes, de 2.200 aspirantes en ese momento, se ganaron su cama para vivir cerca de la universidad, hasta que llegó el nuevo coronavirus.
Como quiera que el edificio ha dado pábulo a toda clase de fantasías desde su construcción, de nuevo circulan muchas versiones sobre su próximo uso. Quienes hacen guardia en el sitio aseguran que se volverá a restaurar para el regreso de los universitarios. Pero lo único constatable por ahora es que está siendo colonizado en su planta baja por la economía de los bodegones y de las franquicias nacidas en medio de la crisis y de la dolarización que consiente el régimen de Nicolás Maduro.
Bordeando el edificio, justo al doblar en la esquina hacia el bulevar de Sabana Grande, aparece una tienda que a primera vista invita a retomar las tradiciones de la capital. La franquicia parece adjudicarse la patente de una receta local: “Los tradicionales golfeados de Caracas desde 1947”, según reza una pared. Al lado, en la vidriera, se despliega el menú con las versiones del tradicional pan en forma de caracol endulzado con papelón. No solo ofrecen como acompañante el típico queso de mano, sino versiones con queso clineja, guayanés, taparita y hasta con dedos de mozzarella.
Los precios de las opciones varían desde un dólar a 2,50. Se puede pagar con efectivo. También mediante una transferencia a través de pago electrónico a la cuenta de la empresa Capigroup LLC, creada en marzo de 2019 en el estado de Florida en Estados Unidos.
A su lado hay un local con las vidrieras cubiertas. Los empleados de la tienda de golfeados aseguran que el espacio se disputa entre las franquicias de Café Páramo –creada en 2016, en plena crisis económica– y la de Chocolates Noble. que ya cuenta con una tienda en el casco histórico de Caracas. Los vecinos dicen que ambos negocios son "de la misma gente".
La heladería Paletteria también adorna la fachada del Edificio Los Andes. Ofrece cubos de hielo saborizados con frutas tropicales sobre una paleta de madera sencilla. La puesta en escena del local y su producción mantienen el aire de la confección artesanal que combina con sus vecinos. Esta franquicia nació en 2017 en Maracaibo y asegura tener ya trece sedes en el país.
Hay un cuarto local activo, pero su concepto rompe con la imagen de lo artesanal. Se trata de una versión reducida de un mercado que cuya definición oscila, por su inventario, entre la tienda de conveniencia y las delicatessen. Lleva por nombre OKMart 2.
En los anaqueles los productos de Empresas Polar saltan a la vista. Pero también hay productos importados de diferentes categorías: medicamentos, cuidado del cabello, vinos y aceites de oliva.
Tres hombres vestidos de negro vigilan cada paso de los clientes. Nada en el local tiene un precio visible. Cuando el visitante apenas toca un producto, uno de los vigilantes se lo arrebata y pasa el código de barra por un lector que muestra el precio en bolívares; enseguida el hombre saca su cálculo en dólares y lo vocifera: Vinos en 10,50 dólares, quinoa en 21,20, preservativos en 23,20, mantequilla Mavesa en 2,15, melatonina en gomitas para regular el sueño en 27.50, o un simple paracetamol para bajar la fiebre y aliviar el dolor por un dólar. Para pagar, aceptan efectivo y transacciones por el sistema Zelle.
Tal vez no sea la mejor versión del edificio Los Andes en sus 72 años de servicios. Pero sí que parece la más rentable.
Pasaría por el barista de moda gracias al auge de su marca Café Páramo y cadena de tiendas gourmet. Pero es mucho más que eso. A la sombra de decenas de contratos con el Estado venezolano y divisas preferenciales, Camilo Ibrahim Issa ha expandido un emporio que nació con tiendas al detal y no deja de sumar toda clase de nuevos negocios: aerolíneas, empresas petroleras y prestadoras de servicios en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, entre otros. Si bien cultiva el bajo perfil, el reciente escándalo de Plus Ultra en España lo puso bajo los focos. Todavía así, para reconocer su figura en medio de una enmarañada estructura corporativa hace falta seguirle la pista a un grupo de allegados y familiares.
La solución habitacional para los hermanos Gavidia Flores, su padre, parejas y socios de negocios, supuso llevar a cabo una ambición extravagante: comprar una a una las catorce casas de un callejón de la urbanización Cumbres de Curumo de Caracas, una meta que completaron en cuatro años. Al mudarse en manada de El Paraíso, en el centro de la capital, al este burgués del valle, simbolizaron su asombroso ascenso social en medio de la debacle económica del país. La nueva ubicación les ofrece aislamiento y la posibilidad de vivir junto a Fuerte Tiuna, el hogar de su madre, la primera dama, y su padrastro, Nicolás Maduro. Para lograrlo diseñaron una estrategia de compra paulatina mediante terceros allegados, a través de empresas de maletín, y con pagos nominales en bolívares con cheques personales.
A partir de su inauguración en 2017, la Torre Porsche Design se convirtió rápidamente en un símbolo de lujo y ostentación en el Sur de Florida. Magnates de todo el mundo se refugian tras la discreción de sus cristales ahumados y de personas jurídicas casi anónimas. Pero en los últimos días dos investigaciones policiales sobre flujos financieros ilegales desde el exterior pusieron el edificio bajo un inconveniente foco. Un apartamento de más de cinco millones de dólares acaba de ser confiscado por la justicia a un gestor venezolano.
A pesar de la crisis económica que enfrenta Venezuela, el paisaje de Las Mercedes se ha llenado de grúas para construcción y movimientos de tierra. Torres empresariales y viviendas multifamiliares de lujo se construyen a paso acelerado en la Venezuela de la escasez y entre varios actores, una empresa del oriente del país con menos de 10 años de creación, destaca en la metamorfosis de esa zona comercial del este de la capital.
Una de las organizaciones de base revolucionarias y emblema de la parroquia 23 de enero ya lleva tiempo en su conversión a un conglomerado de 14 empresas, todas de pequeña dimensión, diseminadas por cuatro estados de Venezuela, e invariablemente fondeadas por organismos gubernamentales. Incluyen una panadería, una bloquera, una televisora y un matadero. Pero, a despecho de su ideario comunal o comunista, los emprendimientos de ‘Alexis Vive’ están registrados a nombre de sus directivos y no de un igualitario ente colectivo.
El coronel Elías Plasencia Mondragón marca varias casillas del funcionario ejemplar de la autodenominada Revolución Bolivariana: militar, dispuesto a llevar decenas de casos de presos políticos, y empresario tras bambalinas con vínculos privilegiados al poder. Uno de ellos es con Luis Daniel Ramírez, un exfuncionario del ente comicial, hoy contratista, que ha intentado borrar sus rastros en Internet pero que no consigue hacer lo mismo con los lazos que le unen al “cerebro técnico” y rector de esa institución, Carlos Quintero.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.