El enigma de la fábrica rusa que estuvo allí

El destino de un portento industrial prácticamente listo para operar fue el olvido. La empresa mixta Ruscaolín lo tuvo todo para convertirse en un oasis de desarrollo en el sur de Venezuela, junto a la majestuosa Gran Sabana. A diferencia de otras iniciativas faraónicas de Hugo Chávez, esta pasó del proyecto a la realidad. Pero de pronto la fábrica, sin haber arrancado, fue desmantelada, el sitio abandonado, y los socios rusos se marcharon con su estela de sociedades opacas. Luego quedó a cargo de una empresa venezolana cuyo rastro es difícil de seguir.

16 diciembre 2018
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Al menos 40 millones de dólares se evaporaron casi sin dejar rastros en el kilómetro 88 del estado de Bolívar, en la Guayana venezolana. Allí –a la vera de la carretera que conduce al sur del país hasta la frontera con Brasil– se encuentran los vestigios de una planta de caolín que prometía un complejo cerámico enclavado a las puertas de la Gran Sabana, uno de los paisajes más espectaculares del mundo, protegido en parte por un Parque Nacional.

El caolín es la roca arcillosa de la que se obtiene la materia prima para fabricar porcelana. El nuevo desarrollo industrial prometía capacidades para fabricar anualmente casi diez millones de metros cuadrados de baldosas, quince millones de piezas de vajillas y otras 750.000 para sanitarios. Un monstruo que empresarios rusos levantaron al pie de la selva venezolana, con la perspectiva de generar más de 240 empleos vitales para la maraña de caseríos cercanos donde solo prosperan la minería del oro y los cazadores de fortunas.

El proyecto fue presentado en el año 2011 por boletines del Ministerio de Industrias Básicas y Minería como una alianza con el grupo Agapov de Rusia bajo la ya tradicional figura de empresa mixta con el Estado venezolano, que el gobierno de Hugo Chávez favorecía. Ruscaolín, fue el nombre que le pusieron. De aquellos anuncios hoy solo quedan las fotos: pasó del simple proyecto, construyeron la planta, pero también la desmontaron sin que mediara otro aviso público.

El contraste de las imágenes satelitales de ese punto –en las coordenadas -61.4182 oeste y 6.1310 norte– advierte que lo que en enero de 2015 se veía desde el espacio como una serie de galpones, en marzo de 2017 se convirtió en estructuras de chatarra sin techo. Al menos alguna grúa se tuvo que emplear para desmontar unas láminas que cubrían el galpón de más de diez metros de altura, el mayor de todos, del que desaparecieron hasta las máquinas.

“Pedían, pedían y pedían recursos al Gobierno y nunca llegaron a activar la planta”.

Ni hablar de las piscinas de llenado de donde saldría el caolín. Todo lo destruyeron. Quedan solo metales como partes de un esqueleto abandonado.

El paisaje es único: la maleza crece sobre el pavimento de un cementerio de máquinas que, según los testimonios de los vecinos, ni siquiera llegaron a encender.

¿Qué habrá pasado para que los rusos llamaran a retirada luego de semejante inversión? Eso mismo se pregunta el vecino de la zona, Raúl Rojas, quien trabajó como vigilante del proyecto desde el año 2005, a pocos meses de que comenzara el movimiento de tierras, mucho antes de que se anunciara formalmente el emprendimiento. “Nunca prendieron ese molino”, responde.

Recuerda a los encargados del proyecto abriendo caminos en exploraciones por los alrededores. A la luz de lo que fue el destino de la fábrica, especula con que el yacimiento de caolín que hay a un lado de lo que fue la planta quizás no fuera suficiente para colmar las dimensiones del proyecto o si –bajo la fachada de esta empresa– más bien buscaban oro, coltán o las pistas del uranio guayanés con las que ya se tejían leyendas. A esta hora, lo único claro es que lo del caolín fue un fiasco: “Pedían, pedían y pedían recursos al Gobierno y nunca llegaron a activar la planta”.

Un buen día dijeron a los trabajadores que regresaran en dos semanas y entonces encontraron la planta cerrada. “Ni siquiera nos pagaron”, recuerda bien Luis Vielma, otro de los afectados. Del resto, es poco lo que puede decir. Han pasado años desde entonces y apenas quedaron unas carreteras de tierra con las que penetraron por los terrenos circundantes en busca de algo.
 
El primer abandono fue ruso. Luego vendría el relevo, al menos sobre el papel, por parte de Dell’Acqua, una constructora venezolana de más de 50 años de experiencia que heredó el espejismo.

Tantas sucursales como silencio

Agazapados, prudentes y celosos, los ejecutivos de la compañía no han querido responder cuál es el destino del yacimiento y del proyecto. También faltan explicaciones desde la Gobernación del Estado Bolívar o alguno de los organismos que han tenido que ver con el caso.

Un contenedor oxidado en las instalaciones de la planta, sin embargo, permite confirmar lo que testimonian los habitantes del municipio Sifontes, al oriente del estado Bolívar: el logo y el nombre de la empresa Dell’Acqua rotulan sus costados.

No en vano Dell’Acqua cambió su objeto social a finales de 2016 para incursionar en minería. Dedicada desde los años 60 a la construcción, en su website ostenta en su currículum su participación en la ampliación del embalse del Guri, el mayor proyecto hidroeléctrico de Venezuela en el mismo estado Bolívar, así como en la construcción de algunos edificios de la Gran Misión Vivienda Venezuela en Caracas, y del estadio de fútbol y la sede de la Universidad Bolivariana de Maturín, en el estado Monagas.

También participaron en la llamada Nasa Bolivariana, un centro de operaciones espaciales a cargo de la empresa China Great Wall Industry Corporation, cuya construcción también quedó inconclusa tras la inversión de 125 millones de dólares perdidos. Ubicado en el pueblo costero de Borburata, en el estado de Carabobo –centronorte de Venezuela–, haría las veces de un pequeño Cabo Cañaveral para el lanzamiento de satélites.

Desde luego, esta última referencia no sale a relucir en su website. Son los datos del Registro Nacional de Contratistas (RNC) los que advierten que Dell’Acqua sólo alcanzó a completar 29% de su tarea en la obra.

La ficha de la empresa añade que en los últimos años ha trabajado para instituciones del Estado como Petróleos de Venezuela, el Instituto Ferroviario, el Ministerio del Ambiente, la Siderúrgica del Orinoco y la Gobernación de Monagas, principalmente en obras de construcción.

Pero el 8 de septiembre de 2016 su objeto social fue modificado en el Registro Mercantil Primero de la Circunscripción Judicial del Estado Bolívar con sede en Puerto Ordaz. Su cometido se amplió para incluir el “desarrollo y explotación de proyectos mineros en pequeña y gran escala de toda clase de minerales incluyendo las actividades de exploración, explotación, procesamiento, transformación, refinación, comercialización, distribución, importación y exportación de todo tipo de materiales producto del aprovechamiento de minas y yacimientos”.

Entre tantos cambios, ese mismo año abrieron dos nuevas sucursales en Perú y Colombia. A contracorriente de la economía local y según se han esforzado en dejar constancia en los registros públicos, esta es una de las pocas empresas que, en tiempos de recesión, ha crecido dentro y fuera de Venezuela. En cuestión de cinco años abrieron oficinas en otros seis países. Pero tal como en la planta de caolín, en la mayoría de esos domicilios hay más dudas que certezas.

Este reciente lunes 10 de diciembre, por ejemplo, no había nadie en horario de oficina en la casa número 4 del sector Los Robles que apuntaron como sucursal en Managua, capital de Nicaragua; tampoco había letrero que los identificara. Es el mismo caso de la sede de Ciudad de Panamá, cuya reja no dejaba dudas de que permanecía cerrada. El apartamento está vacío desde hace meses, quizá desde hace años, según los vigilantes del edificio Galerías Balboa que se encuentra en la avenida del mismo nombre.

En la oficina de Bogotá, Colombia, quienes atienden no entienden, sin embargo, cuando se les menciona Dell’Acqua. Asienten con la cabeza, en cambio, cuando se les pregunta por su representante en Colombia, Camilo de Bedout Herrera, que hace más de 10 años se desempeñó como cónsul de su país en la ciudad de Atlanta, Georgia (Estados Unidos). “Él viene a veces pero no es su oficina”, explican. “¿Quiere dejarle un mensaje?”.

“Constituimos la empresa pero no hemos empezado a trabajar en Colombia”, explicó más tarde el propio Bedout por vía telefónica. “Es que no hemos conseguido contratos”, añadió. En la dirección de Miami, Florida (Estados Unidos), entretanto, se alteraron con la misma pregunta. “¿Quién eres tú?”, saltó una mujer cuando apenas escuchó la mención del nombre de Dell’Acqua por el intercomunicador. “Ellos son mis clientes. No puedo dar información de mis clientes. No puedes decir mi nombre”.

Solo en las oficinas de Lima, en la capital peruana, se pudo constatar que la empresa está operativa, pero como en las sedes de Caracas y Puerto Ordaz, se negaron a dar detalles de sus operaciones.

Su representante en Venezuela, Ernesto Volpatti, primero solicitó precisar el tema por el que se les contactaba, luego se excusó cuando se le pidieron luces sobre el destino de la planta de caolín que heredaron en Guayana del grupo Agapov.

Pasos en falso

Los rusos se instalaron en la zona a partir del año 2004 y allí se mantuvieron cautelosos hasta que el Ministerio de Industrias Básicas y Minería los presentó en 2011 con más de 90% de la planta terminada. Entonces vendían el progreso de la zona con 30 millones de toneladas probadas de caolín y otros 10 millones de toneladas probables. Toda una transformación que sería posible con 190 millones de dólares de los que, al menos, se invirtieron –y perdieron– los 40 millones de la primera fase.

Ruscaolín, filial del grupo Agapov, de cualquier manera parecía tener los días contados en Venezuela. Se marchó al poco tiempo de que sus socios de Rusoro, otra empresa minera mixta que operaba en la región, introdujeran una demanda ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (Ciadi), para exigir al Estado venezolano las disposiciones que habían acordado originalmente. Fue por entonces que Dell’Acqua entró en el juego.

El dueño de la empresa rusa entonces dejó de ser un consentido que el gobierno de Chávez mostraba como una de las tarjetas de presentación de su alianza con Vladimir Putin. Pero antes de que se volviera radiactivo, Andre Agapov –que participaba tanto en Rusoro como en Ruscaolín– ya había dado más de un paso en falso.

KHD Humboldt Wedag International Ltd, una filial de MFC Bancorp, conglomerado financiero del que Andre Agapov es director, proveyó maquinaria a dos cementeras iraníes sancionadas por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos: Mazandaran Cement y Ehdas Sanat, conocida también en este lado del mundo porque en esa misma época se estableció en Venezuela como el socio persa de la empresa mixta Cementera Cerro Azul, otra gran promesa que prometía cemento de Monagas para el mundo.

Desguazada como si se tratara de un banco encallado en el lecho de la Gran Sabana, la planta de caolín sigue siendo un sitio fantasma sin utilidad aparente. Todavía en la última Memoria y Cuenta del Instituto Autónomo Minas Bolívar –publicada en enero de 2017–, la gobernación regional anunciaba un nuevo contrato con Dell’Acqua para la exploración, desarrollo, explotación, comercialización y manejo integral del mismo yacimiento de caolín, el mismo que en 2015 sirvió de locación para un video promocional de un proyecto anterior.

En el video de 2015 aparece el entonces gobernador de Bolívar, general Francisco Rangel Gómez, como cosignatario, junto a una delegación rusa, de un acuerdo para perseverar en una empresa que ha resultado misteriosa y elusiva.

(*) Este reportaje fue investigado y publicado en simultáneo por Armando.info en alianza con Macroscope, y contó con la reportería de María de los Ángeles Ramírez en Puerto Ordaz, Isayén Herrera en Caracas, Natasha Sánchez en Maturín, Valentina Lares en Miami, Rolando Rodríguez en Ciudad de Panamá, Octavio Enríquez en Managua, Alonso Balbuena en Lima, Nelfi Fernández en Santa Cruz, Jeff Stein en San Francisco y Germán Dam y Joseph Poliszuk en el Kilómetro 88.

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