En el extremo oriental de Venezuela, por la maraña de caños que conducen al gran río hasta su desembocadura, se mueven decenas de hombres armados que se identifican como antiguos combatientes de las FARC colombianas. Transitan con libertad, aseguran contar con la venia del gobierno de Caracas y controlan el tráfico fluvial de drogas, de otras mercancías ilícitas y de pasajeros. Contra el deseo de los lugareños, hoy dominan una ubicación estratégica, donde el balatá y el hierro antaño fueron promesas de una prosperidad elusiva.
Impidamos que el país se convierta en un desierto informativo.
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Son los últimos días de febrero de 2025 y llueve a cántaros.
El aguacero anima a un pescador de 53 años a decir, guarecido bajo un frondoso árbol a escasos metros del río Orinoco, que las cabañuelas —un método ancestral para predecir el clima del año, extendido por la América hispana— se están cumpliendo.
El hombre prefirió no salir a pescar hoy en el enorme río Orinoco, el más caudaloso de Venezuela y el tercero del mundo. La lluvia mantiene en sus casas a los poco más de 1.500 habitantes del pequeño poblado de Santa Catalina, estado Delta Amacuro, que se levanta a orillas del brazo más grande del dédalo fluvial por el que el llamado río padre fluye hacia el océano Atlántico.
El hombre no quiere que cese la lluvia. No por el bien que esta puede hacer a las tierras endurecidas por la sequía o al ganado disperso en la isla Tórtola, vecina a la comunidad, sino porque —piensa— quizás el chaparrón, a veces llovizna, “disipe las malas energías” y calme un poco el ahora convulso lugar.
Las malas energías no siempre predominaron en la comarca. En 1897, James E. York, gerente de la empresa de origen estadounidense, Orinoco Iron Company, luego de un viaje a Santa Catalina, reportó que nunca había visto depósitos de hierro de tan alto grado como los del lugar, “ni siquiera en la cordillera de Mesaba en Minnesota”, según relata Luis Ugalde, teólogo y filósofo jesuita, ex rector de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), en sus estudios sobre los proyectos de colonización en los siglos XVIII y XIX de la Guayana venezolana, región selvática del país al sur del Orinoco. “La cualidad del mineral es muy superior al de España y África con los que entrará en competencia”, se entusiasmaba York en un artículo de ese año en el Venezuelan Herald, un diario de fines del s. XIX.
Se avizoraba, en la misma pieza periodística citada por Ugalde, un “futuro color de rosa” y “una prosperidad hasta ahora desconocida en el Territorio Delta”, una región agreste y casi inexpugnable, cruzada por decenas de caños. En línea con los pronósticos de York, el lugar de Santa Catalina, un poblado misional fundado en el s. XVIII, fue designado como el corazón de la nueva explotación, donde la compañía construiría su sede y un hotel de 23 habitaciones distribuidas en dos alas de dos pisos cada una. La colonia reunió a unas 200 personas y había planes para expandir su población mediante la oferta de transporte barato y tierra gratuita para quienes llegaran a explotar el balatá, una resina gomosa natural semejante al caucho, y otros recursos locales. Antes de los norteamericanos, los británicos se habían propuesto colonizar el sitio con emigrantes venidos principalmente de Irlanda y, todavía antes, los españoles miraron esta región como clave en la defensa estratégica frente a las incursiones extranjeras, siempre según recoge Ugalde.
Aparte de esos buenos auspicios y promesas de futura prosperidad, hasta hace unas décadas Santa Catalina sumaba puntos para ser un paraíso. No solo por su ubicación privilegiada a orillas del Orinoco o por estar rodeada de una selva frondosa, sino también por su espectacular biodiversidad amazónica y su riqueza cultural aborigen.
Pero las mutaciones que Santa Catalina experimentaría, no siempre atribuibles a las mieles de la modernidad, se desarrollaron en muchas direcciones, y muchas de ellas resultaron indeseables. Tanto, que jóvenes y adultos dicen ahora que a estos territorios ya no los visita nadie: ni autoridades municipales ni estadales, ni turistas, ni exploradores aventureros como York. Los únicos visitantes habituales, tanto en Santa Catalina como en las comunidades aguas arriba y abajo del Orinoco, son unos nuevos colonos: gentes de uniforme militar y dotadas con armas que se han presentado como exmiembros de las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), tal vez disidentes, y que vienen incursionando por el territorio venezolano en dirección oeste-este desde la firma del acuerdo de paz con el Estado colombiano en 2016.
Ha cesado la lluvia y el cielo se pinta de naranja. El ruido de una lancha a motor alerta a quienes están cerca del puerto de Santa Catalina. “Allí vienen”, comentan un par de jóvenes. A menos de dos metros de ellos, otro par de niños juegan y se sumergen en el agua.
El bote, cuyo casco está adornado con franjas rojas y verdes, alcanza la orilla. Entonces, 14 hombres armados y uniformados desembarcan sin apuro. Otros cuatro, al menos, permanecen cerca de la lancha. Levantan lo que a primera vista parece solo un cajón, para descargarlo. Pero se trata de un ataúd con arabescos dorados. Otros cargan bolsas negras. Son flores.
Es el cortejo fúnebre fluvial para el entierro de El viejo, un exlíder guerrillero, muerto en septiembre de 2024. O asesinado, como coinciden en precisar varios catalinenses, el gentilicio de Santa Catalina.
El aguacero no detiene los preparativos. En el cementerio, ya abrieron la fosa. A escasos metros del puerto, una decena de sujetos uniformados, con botas de goma y franelas con estampado de camuflaje, preparan sopa y carne en vara. Hay civiles junto a ellos. Un par de mujeres buscan a los más parroquianos que se encuentran alrededor de la Iglesia y les piden asistir al velorio para rezar un rosario.
A El viejo, el alias de Aldemar Suárez, lo empiezan a velar a las afueras de una cervecería, a escasos metros de la plaza Bolívar. Cada tanto rocían un spray alrededor del féretro, quizás para disipar malos olores. Su séquito, armado y con uniforme, rodea el ataúd. Están allí sus hijos: Juan o Güipa, el mayor; Daniel, que lo sustituyó en el mando; y Joandry, el menor, todos de origen colombiano. “La comunidad tiene que agradecer porque él murió por todos nosotros. Batalló toda su vida, primero en Colombia y luego en Venezuela por un ideal de libertad. Se identificó tanto con Venezuela que dio su vida por ella”, dice uno de ellos, trajeado de verde oliva, frente al féretro de Suárez, un hombre de 60 años descrito por quienes lo conocieron en vida como un hombre culto, carismático y humilde.
Fue con la bandera de la libertad que llegaron a Santa Catalina —capital de la parroquia Rómulo Gallegos, municipio Casacoima, del estado Delta Amacuro— en 2020, poco antes de que la pandemia de covid-19 alcanzara el país. Lo primero que hicieron fue convocar a la comunidad para una asamblea, a la que asistieron unas 30 personas. “Decían que querían hacer vida aquí. Quien lideró esa vez se identificó como el comandante Camilo, tenía acento colombiano, y decía ‘qué bueno sería que cuando yo viniera me dijeran ‘Don Camilo, vamos a tomarnos un café’’. Pedían apoyo de la comunidad, nadie les dijo que no, pero tampoco que sí”, recuerda un catalinense de 61 años.
—Ahorita tienen problemas de luz, tienen problemas de agua, todo eso lo podemos solucionar nosotros —siguió Camilo, tentando a su público.
“Todos nos quedamos viéndonos las caras”, recuerda el hombre, de piel morena y voz baja, sorprendido junto a sus vecinos por el conocimiento de los recién llegados sobre la zona porque, ciertamente, en Santa Catalina no hay agua ni electricidad desde hace más de una década.
—Sí, aunque no me quieran creer. Ustedes no se imaginan lo que pasa por el frente de sus narices. Si cobráramos por todo lo que pasa, ustedes tendrían tres y cuatro plantas eléctricas —recalcó el comandante.
A lo que se refería Don Camilo era el movimiento de drogas y, en menor medida, de minerales y otras mercancías, por el río Orinoco, la principal fuente de ingresos de los disidentes de las FARC.
Moverse por el río Orinoco para, de ese modo, controlar el tráfico de drogas y oro, no era un propósito gratuito. Varios eventos confirman el carácter estratégico de esta vía fluvial para las economías ilícitas y sus rutas caribeñas o trasatlánticas. A principios de marzo de 2023, por ejemplo, el Comandante Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), Domingo Hernández Lárez, difundió noticias por la red X sobre la intervención, mediante operativos militares en el Delta del Orinoco, de un “campamento de grupos delincuenciales asociados al narcotráfico” y sobre la incautación de un “submarino semisumergible” usado para el tráfico de drogas.
En diciembre de 2020, una fiscal del Ministerio Público en Delta Amacuro, Guerlys Hernández Urrieta, y su esposo, Jorge Luis Hernández, fueron detenidos por su presunta vinculación con el decomiso de 2.012 pastillas de la droga sintética conocida como éxtasis (Metilen-dioxi-metanfetamina) a bordo de una embarcación en aguas del Orinoco. “La cercanía de las costas del estado Delta Amacuro con Trinidad y Tobago hace a esta entidad propicia para el narcotráfico. La droga llega hasta allí en cargas que suelen ser más pequeñas y viajan en embarcaciones de menor tamaño”, señalaba Transparencia Venezuela en un informe de 2024.
El tráfico ilícito de sustancias controladas explica gran parte de este fenómeno. La Guardia Costera de Trinidad y Tobago, la nación insular de habla inglesa ubicada a apenas dos horas en lancha desde Delta Amacuro, realiza monitoreos esporádicos en la zona. También la Armada francesa, responsable de la vigilancia marina desde Cayena-Guayana Francesa, patrulla esas aguas del Atlántico. Sin embargo, sus esfuerzos resultan insuficientes. Además de las lanchas rápidas con potentes motores fuera de borda que transportan o recogen cargamentos que avionetas no identificadas lanzan al mar, los ya célebres semisumergibles artesanales que transportan cocaína por altamar también consiguen eludir a las autoridades.
Fuentes de inteligencia caribeñas indicaron para la presente cobertura que estas embarcaciones recorren la región para, luego, transferir la carga a buques pesqueros oceánicos y portacontenedores con destino a Europa y África Occidental. Un mecanismo que, según relatan, pasa inadvertido porque la mercancía termina por viajar en embarcaciones extranjeras, sin vínculos directos con Venezuela, pese a que provienen de esa nación, territorio caliente del narco, y de su ducto natural, el Orinoco.
El tránsito de cocaína hacia Venezuela suele comenzar en los países productores de la región andina, reseña el Informe 2021 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc, por sus siglas en inglés). A partir de allí, se han identificado tres rutas para la distribución de la droga en el mercado internacional: la del Pacífico oriental, que se calcula representa 74 % del total; la del Caribe occidental (16 %), que parte de Colombia; y la del Caribe (8 %), que parte tanto de Colombia como de Venezuela. En esta última ruta se hace común el uso tanto de lanchas rápidas como de aeronaves para el transporte de drogas.
La Unodc no identifica a Venezuela ni como país de origen ni de destino, sino como país de tránsito de la cocaína, a diferencia de la vecina Colombia, tenida por país de origen de envíos incautados de cocaína entre 2016 y 2020. Los principales destinos son Suramérica, el Caribe, Centroamérica y Europa Central.
El hombre oriundo de Santa Catalina dice que, después de aquella primera asamblea, “empezaron a venir de visita (...) desde que llegaron al pueblo dicen que vienen por orden del Gobierno”. En los primeros meses de su presencia, recuerda, la gente prefería no salir a la calle. Temían enfrentamientos de los recién llegados con el sindicato de Barrancas, otro grupo criminal con cabecillas venezolanos que controla el tráfico de drogas, mercancías y todo lo que se mueva por el paso del río entre Barrancas del Orinoco, sobre la ribera norte en el estado Monagas, y Piacoa, sobre la ribera sur en Delta Amacuro.
Al igual que Santa Catalina, Piacoa está en el municipio Casacoima, y también en una posición estratégica a la que se accede por tierra y por agua. Cuando en 1884 el entonces presidente venezolano, Antonio Guzmán Blanco, creó el Territorio Federal Delta, fueron estos dos poblados, además de Sacupana, los propuestos como capital regional, para concentrar allí las operaciones de la naciente Compañía Manoa, incorporada en Nueva York pero con derechos exclusivos para fundar una colonia en el Delta y explotar sus riquezas.
De Piacoa hacia el este, el control armado lo detentan los presuntos disidentes de las FARC, quienes en principio montaron su base en un sector conocido como Catalinita y, luego, en Mena. Ahora alcanzan el caño Amanoco, a unos 20 minutos de Santa Catalina, y tienen presencia en La Fe, una comunidad cercana a Piacoa. Se mueven, siempre con sus armas y uniformes, en embarcaciones de hasta dos motores. De hecho, en Santa Catalina ya los identifican de antemano por el ruido de sus lanchas. Antiguamente, cuenta un habitante, llegaban con el brazalete de las FARC puesto, pero últimamente no lo portan: “Creo que se han hecho más autónomos y disidentes. Se identifican con el jefe”.
Hasta septiembre de 2024, ese jefe era El viejo. Cuentan los lugareños que fue asesinado a traición por miembros de su propia facción. “Estaba en el campamento y le dijeron que iban a sustituirlo por otro. Disolvió el campamento y dio de baja a todos. De todas maneras, vinieron los que querían sustituirlo, lo engañaron y lo asesinaron a tiros para hacerse del control”, contó un lugareño.
Entonces, coinciden los testimonios, los hijos del comandante regresaron a por lo suyo, se reagruparon, contraatacaron, cobraron venganza y retomaron el control del grupo. “Descubrieron dónde lo habían enterrado [a ‘El viejo’], entre La Fe y Piacoa, lo sacaron y lo trajeron para enterrarlo”, relató.
Los uniformados suelen llegar a Santa Catalina a buscar comida, tomar alcohol y rumbear en las noches. Pagan en dólares la mayoría de las veces, aunque en la comunidad también les aceptan bolívares, la moneda oficial de Venezuela. A partir de su llegada, reconocen los lugareños, cesaron los robos de ganado y gallinas. Aún así, esa mejora no fue suficiente para que la comunidad los dejara de rechazar, aunque no puedan hacerlo de frente.
“La comunidad escucha y ya. No nos hemos atrevido a decirles que no, y a la vez es cierto que dentro de la comunidad hay quienes han establecido relaciones con ellos. En un momento empezaron a llevarse muchachos, a sondearlos, a ofrecerles pagos en dólares, celulares y hasta balones”, cuenta una ama de casa de 43 años. “Una tiene que aprender a saludar amablemente. ‘¿Cómo están? Buenas noches’. A veces se quedan callados o te pueden preguntar algo y luego te dan una pequeña charla: ‘Aquí estamos para proteger a la comunidad, no se preocupen, esto es territorio de paz’”.
Una de las preocupaciones de quienes habitan en Santa Catalina es que, precisamente, entre ellos no hay ni policías, ni Guardia Nacional ni vigilancia fluvial. La Ley Orgánica contra el Tráfico Ilícito y el Consumo de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas, promulgada en 2005 pero derogada apenas cinco años más tarde, en 2010, establecía en su artículo 104 que en Delta Amacuro, dadas sus características, se crearía un sistema integral de inteligencia, prevención y persecución contra el tráfico de drogas conformado por la Armada, la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) y el Ministerio Público, que constituiría una Fuerza de Tarea Especial para el control y vigilancia de los ríos y caños y, con ello, “evitar que el Delta, dada su vulnerabilidad, se convierta en una zona preferente para las actividades del tráfico de drogas y asiento de corrupción de la sociedad civil y las instituciones de ese estado fronterizo, incluyendo la protección del hábitat de los pueblos indígenas allí asentados”, según se leía en el documento. Pero la intención se quedó en la mera teoría.
En el pequeño edificio de locales comerciales, frente al velorio de El viejo, funcionaba hasta hace un par de años un comando de la Guardia Nacional. En los años 90, recuerdan los catalinenses, había un policía asignado. Uno.
“Ahora no solo es que no hay ningún cuerpo policial, sino que no hay ninguna entidad del Estado ni para defensa de los niños, ni para protección de la mujer, no hay nada, por eso es que aquí habrá gallos y violencia contra los niños y las mujeres porque, ¿a dónde vas a reclamar? ¿Con qué lancha, con qué internet?”, lamenta un ama de casa de 50 años de edad.
La lista de carencias es extensa. No hay electricidad desde hace más de 10 años y quienes cuentan con corriente eléctrica la tienen solo gracias a generadores a gas o pequeños paneles solares. Tampoco hay agua por tuberías, pese a que la comunidad queda frente al caudaloso Orinoco y dispone de un tanque gigante que podría abastecer a toda Santa Catalina. Falta transporte público para traslados médicos de emergencia o para proveerse de insumos y alimentos. Decenas de casas quedaron abandonadas por la emigración.
Hace poco más de un siglo, la comunidad “miraba al futuro”, como informaban las reseñas de época citadas por el padre Ugalde: la Orinoco Company, sucesora de la Compañía Manoa, instaló una planta de vapor para el procesamiento del balatá, avanzó en la construcción de una carretera que debía llegar hasta el municipio El Palmar del estado Bolívar, y la Minnesota Street, como se llamaba la vía principal del pueblo en los tiempos del plan colonizador del proyecto Manoa, conducía a los potenciales colonos a la sede de la empresa y al hotel. También, en ese tiempo, había policía.
Cuando una joven estudiante de 16 años se fue con los guerrilleros una noche de finales de mayo de 2023 para no volver, sus familiares no hallaron un policía o guardia a quien pedir ayuda. Por eso, tuvieron que salir a buscarla a la mañana siguiente con apoyo de las mujeres de la comunidad. Una de ellas recuerda que le avisaron sin medias tintas que su ahijada “se fue con un pata’e goma”.
—¿Se la llevaron a la fuerza? —preguntó.
—No, se fue.
La estudiante se había ido voluntariamente con Juan, el mayor de los tres hijos de El viejo. Ambos se fueron a pie hasta el campamento de la guerrilla por un camino lleno de monte y empantanado. Su familia sostiene que Juan la enamoró por teléfono.
La mañana después de la huida, las mujeres se organizaron. Se repartieron en las pocas calles del pueblo y fueron sumando a otras. “Había hombres, pero no veíamos conveniente que fueran. Pensamos que a nosotras no nos iban a hacer nada y que llevar hombres podía verse como una provocación”, cuenta una mujer, de 53 años de edad, que participó en la gesta. “‘Vamos, que no nos va a pasar nada’, les decía, y así fuimos 34 mujeres en una curiara [una embarcación de madera, ligera y alargada, por lo general escarbada de un solo tronco, propia de la Orinoquia y de la Amazonía] grandísima. Aparte de nosotras solo iban tres hombres: su papá, el motorista y un menor de edad que conocía la ruta”. En el trayecto, las mujeres lloraban.
El jefe con el que entonces tenían que hablar para traer de vuelta a la joven era el mismísimo El viejo, luego fallecido. La mujer recuerda que llegaron a la orilla y, mientras caminaban al campamento, notaron que había vigilancia por parte de unos uniformados que trataban de no ser vistos entre el monte. Frente a las mujeres, El viejo insistió en que la joven no había venido obligada.
Las mujeres pidieron verla. Esperaron dos horas. La joven, vestida de civil, por fin apareció, acompañada o escoltada por dos mujeres. Se detuvo a 200 metros de las de Santa Catalina. No quería caminar más. No hablaba, no respondía a las preguntas. “Me armé de valor y pasé en medio de los hombres que tenían las armas cruzadas para impedirnos el paso. La agarré y la cargamos por los brazos. Ella se resistía, quería quedarse”. Cargaron con ella y la embarcaron.
En el trayecto de regreso a Santa Catalina, la estudiante quería lanzarse al río. Dos embarcaciones de la guerrilla las seguían, pero las mujeres apuraron la navegación y llegaron primero al pueblo. “Cuando llegamos había muchísima gente, subimos y la dejamos en su casa”. Tuvieron que sedarla para que la muchacha se tranquilizara.
Aprovechando la presencia de los guerrilleros en la comunidad, los pobladores convocaron de inmediato a una reunión; calculan que sería la tercera desde la llegada de aquellos a la zona. El colectivo de los nativos quería poner un alto al asentamiento de los guerrilleros. Esto no podía continuar.
Así fue como, el 23 de mayo de 2023, a las 11 de la mañana, la asamblea comenzó. “Nosotros no los queremos en Catalina”, se atrevieron por fin a decir a los guerrilleros.
“Una de las mujeres los enfrentó y les dijo que, si querían reclutar niños, que fueran a Colombia, que allá ya estaban acostumbrados a eso, ‘respeten a nuestros niños, aquí hay leyes y ustedes les están violando sus derechos’”, recuerda un comerciante de 45 años.
—Oramos mucho para que se vayan de la comunidad —insistió la mujer, según el relato del comerciante.
—Nosotros estamos aquí porque el gobierno nos lo ha permitido. No estamos acá de manera improvisada, estamos acá porque el gobierno quiere que estemos —respondió uno de los uniformados.
—No somos ni de colectivos ni de la guerrilla. No queremos agradecerles a ustedes, pero tampoco a ningún sindicato. El hecho de que ustedes estén acá nos pone en riesgo —intervino una habitante de Santa Catalina en el intercambio, quien, a pesar de ese lance de coraje, hoy admite que la situación la atemoriza, le ha quitado el sueño.
A tres metros del ataúd de El viejo, mientras una decena de mujeres rezan el rosario, unos niños corren, gritan y brincan; ninguno tiene más de 10 años de edad. En una esquina, los lugareños toman cervezas; en otra, juegan dominó. El funeral nutre el cotilleo del día. “Se está viendo como algo normal. Los niños crecen viendo esto. Los idolatran, los ven como una figura y eso es preocupante”, dice un pescador de la comunidad en relación a los guerrilleros.
—¿Son guardias, mami? ¿Son policías? —le preguntó una niña de ocho años a su mamá, una mujer de 45 años, al ver por primera vez a un grupo de hombres armados y uniformados en la antigua Minnesota Street.
—Son policías —le respondió en seco para no entrar en detalles sobre el porqué de la presencia de los sujetos, detalles que podían resultar inoportunos.
—¿Y si ellos nos matan, mami? Dios los va a castigar, ¿verdad? —insistió la niña, curiosa.
“Por eso queremos irnos. Por ella”, dice la madre de la niña, una mujer de 45 años. Lo dice ahora con sus ojos castaños empañados por las lágrimas, al repasar para esta cobertura las primeras aproximaciones de su hija con los uniformados.
Está bien entrada la noche y todo indica que el entierro será el domingo próximo. Mujeres y hombres armados permanecen alrededor del ataúd. Los catalinenses se han ido a dormir, pero algunos contarán después que vieron interrumpido su sueño por disparos al aire, ocho al menos. Los nuevos colonos están marcando terreno en una región indómita y que, de acuerdo con los viejos colonizadores, parecía destinada por la naturaleza a ser la provincia más productiva de América.
Por consideraciones de seguridad, en esta historia se omiten los nombres de los reporteros y de las fuentes sobre el terreno.
En la frontera que comparten Venezuela y Colombia yacen decenas de historias ocultas bajo un mismo rótulo, la ausencia. La cartografía del horror y del olvido da fe de lugares, en ambos países, donde los grupos violentos mataron gentes y abandonaron sus cuerpos. Allí estarían las huellas de un delito silencioso que desde hace un cuarto de siglo oculta tumbas y borra nombres, pero que nadie investiga: la desaparición forzada transfronteriza. Un sinnúmero de testimonios constituye el único rastro que deja.
Los recientes brotes de violencia en el departamento colombiano de Norte de Santander, que incluyen los combates que se iniciaron en enero en la región del Catatumbo, parecen repercutir en Venezuela. Pero esa podría ser una perspectiva errónea; en realidad, los estados fronterizos de Zulia y Táchira dejaron de ser retaguardia o aliviadero para los grupos armados irregulares de Colombia. Ahora y desde hace al menos un lustro, sirven de lanzaderas para las operaciones guerrilleras, como ya lo adelantaron informes confidenciales de inteligencia del vecino país, consultados por primera vez para este reportaje.
El grupo rebelde colombiano ha logrado consolidar su gobierno en algunas zonas fronterizas de esos dos estados venezolanos. Una treintena de entrevistas entre lugareños permitieron constatar el imperio de la llamada ‘familia’, la comunidad que el ELN controla como un padre severo con una cartilla draconiana, repleta de restricciones y penitencias, que le canta a cada quien. Los jóvenes locales se enrolan casi sin chistar en la guerrilla, a la que perciben como su única oportunidad laboral y hasta de crecimiento personal.
Se cumple un año del ataque de militares venezolanos contra un campamento de las disidencias de las FARC en territorio del estado Amazonas. La aparición de una mujer ‘jiwi’ entre los caídos reveló al público algo que todavía era un secreto a voces: los irregulares colombianos reclutan a indígenas venezolanos. Un recorrido por distintas comunidades aborígenes permite comprobar los anzuelos, con frecuencia pueriles, que los guerrilleros usan para seducir a los jóvenes y atraerlos a sus filas.
Los 3.718 sitios de minería y las 42 pistas clandestinas que los satélites identifican desde el espacio en la Guayana venezolana sirven a las actividades ilícitas de bandas delictivas que, extranjeras o nativas, a veces de manera confederada y otras en conflicto entre sí, imponen su ley, casi sin oposición del Estado. No todas son iguales y conocer las diferencias de sus orígenes, historias e intereses, ayuda a comprender la dinámica compleja de la soberanía que, en la práctica, ejercen en ese confín selvático del territorio venezolano. Aquí se describen.
A partir de imágenes satelitales y con la ayuda de Inteligencia Artificial, fue posible identificar 3.718 puntos de actividad minera, en su mayoría ilegal, en los estados Bolívar y Amazonas, entidades que juntas suman casi la mitad del territorio venezolano. Aledañas a esas áreas deforestadas, que en total equivalen a 40.000 campos de fútbol, a menudo se encuentran pistas clandestinas -hasta 42 se detectaron- que sirven al crimen organizado transfronterizo para despachar valiosos cargamentos de oro y drogas, como se muestra en esta primera entrega de la serie ‘Corredor Furtivo’.
En la frontera binacional, la extracción de minerales estratégicos ocurre en un lado y se comercializa en el otro, alimentando una economía ilícita transnacional que involucra a guerrilleros y redes criminales. Mientras Maduro y su némesis, María Corina Machado, ofrecen -con objetivos muy distintos- la explotación del subsuelo venezolano, esta ocurre ahora mismo de modo desregulado, invasivo y violento, parte de una guerra sucia global que se libra en pos de las materias primas indispensables para lograr un futuro ‘limpio’.
Una tendencia explica la otra: mientras el tajalí, una especie marina de alta calidad proteica y precio asequible, desapareció de los mercados nacionales, a la vez se convertía en el cuarto rubro pesquero de exportación desde Venezuela. Lo curioso de esta relación de proporcionalidad inversa está en quiénes terminan por disfrutar del manjar en el extranjero, porque tres cuartos de las ventas se hacen a Estados Unidos, aunque la propaganda oficial se ocupe tan solo de pregonar los despachos hacia China.
En tiempos en que el actual gobernante se desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores de Hugo Chávez, una comunicación de la representación diplomática venezolana en Líbano informaba con candidez a Caracas sobre un caso que expuso el mecanismo por el cual alijos de cocaína, transportados por compatriotas hasta Medio Oriente, se destinaban a financiar al grupo fundamentalista chií. Ese comercio ilícito se suma a otros nexos de coordinación y apoyo entre las dos partes, denunciados esta semana en una audiencia del Senado estadounidense.
El pasado 5 de septiembre, una noticia se difundió por todo el mundo: dos aviones de combate F16 venezolanos habían sobrevolado un buque de guerra estadounidense en el Caribe Sur. La maniobra, que se interpretó como un gesto de desafío, convirtió en celebridades fugaces al par de pilotos, uno de los cuales, el mayor general Alfredo Tanzella Rangel, cumple otra misión: formar parte de los 17 socios, todos altos oficiales activos de la Aviación Militar, de una empresa que vende desde dispositivos GPS hasta sacos de arroz.
Tras un cuarto de siglo de obras, Nicolás Maduro inauguró el lujoso hospedaje, de cuya regencia dejó a cargo a su otrora contratista favorito y actual ministro, en el rol de presidente del CIIP. Pero antes, en 2013, el comerciante colombiano había aceptado la misión de terminar la construcción en un año, tarea que incumplió. Entonces y ahora Saab ha tenido como contrapartes a miembros de la familia de Cilia Flores, inspirados por el lema “Juntos todo es posible”, mismo que denomina a una corporación estatal que controlan.
Hace un mes, el gobierno difundió el hallazgo de un almacén de explosivos que, en palabras del ministro del Interior, «si todo esto explotara (...) no quedaría nada ni nadie». Los registros en galpones de empresas proveedoras de Pdvsa sirvieron entonces para anunciar la desactivación de un plan terrorista de la oposición. Sin embargo, numerosas inconsistencias en el operativo contradicen la versión oficial: que los cartuchos encontrados los fabrique una empresa del Ministerio de Defensa ni siquiera es la más notoria.