Los 3.718 sitios de minería y las 42 pistas clandestinas que los satélites identifican desde el espacio en la Guayana venezolana sirven a las actividades ilícitas de bandas delictivas que, extranjeras o nativas, a veces de manera confederada y otras en conflicto entre sí, imponen su ley, casi sin oposición del Estado. No todas son iguales y conocer las diferencias de sus orígenes, historias e intereses, ayuda a comprender la dinámica compleja de la soberanía que, en la práctica, ejercen en ese confín selvático del territorio venezolano. Aquí se describen.
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En general, es enorme el contraste entre la realidad, áspera y precaria, de las principales urbes venezolanas, concentradas en el eje norte-costero del país, y la exuberancia natural –ecológica y geológica– del territorio al sur del río Orinoco, la Guayana mítica de Walter Raleigh, José Gumilla y Alejandro de Humboldt. Pero algo tienen en común: durante los últimos años, el crimen organizado ha tomado el control de zonas cada vez más amplias tanto de unas como del otro; solo que hasta ahora la atención pública y la acción de los cuerpos de seguridad han estado más concentradas en las ciudades.
Resulta curioso, porque la mitad meridional de Venezuela ha sido objeto de algunas medidas específicamente adoptadas por los gobiernos de la autodenominada Revolución Bolivariana que, bien con el pretexto de proteger un hábitat natural clave para la nación, o de preservar para el Estado la explotación de sus recursos, ha impulsado su intervención. La minería está prohibida en el estado Amazonas desde 1989 por el decreto 269 del gobierno de aquel entonces, presidido por Carlos Andrés Pérez, pero 20 años después, en 2009, Hugo Chávez debió ordenar militarizar la entidad para expulsar a cientos de mineros. Otra iniciativa del comandante revolucionario, la creación del llamado Arco Minero del Orinoco, fue finalmente llevada a cabo en 2016 por su sucesor, Nicolás Maduro, en un área de 112.000 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, con la intención de promover una extracción de minerales, si bien intensiva, al menos ordenada, por parte de emprendimientos privados en alianza con el Estado.
El resultado, en cualquier caso, ha sido otro: guerrillas, garimpeiros y bandas delictivas que se autodenominan sindicatos o sistemas financian sus actividades con el control, prácticamente sin resistencia, de las minas, del negocio de la extorsión y del tráfico de minerales, drogas y armas. La cofradía delictiva se reparte, a veces con tensiones internas, una superficie de 418.000 kilómetros cuadrados, donde entrarían los territorios sumados de Alemania, Costa Rica y Chipre.
Una base de datos construida para esta investigación, a partir de reportes militares y de prensa emitidos entre enero de 2018 y septiembre de 2021, permitió identificar siete grupos armados que ejercen en la zona su actividad delictiva, que se expresa en al menos 21 tipos de delitos.
En el estado Bolívar, por ejemplo, predominan megabandas lideradas por cabecillas conocidos por sus apodos: Toto, Fabio, Juancho, El Viejo y Run, entre otros. Se han hecho fuertes en los municipios Roscio, El Callao y Sifontes.
En el estado Amazonas, la porosidad de las fronteras con Colombia y Brasil resulta un factor fundamental. Allí impera la ley del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de las llamadas disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), grupo guerrillero desmovilizado después del proceso de paz, pero del que una facción decidió volver a las armas.
Pasa sobre cada punto para ver el detalle
La ubicación de cada punto es aproximada, no se trata de puntos focalizados sino de áreas o zonas de influencia de grupos armados
La penúltima vez que G.T. (cuyo nombre se omite por cuestiones de seguridad), un indígena de la etnia baniva -comunidad de poco más de un millar de personas distribuidas entre Venezuela y Brasil– nacido en una pequeña isla en el sur del estado Amazonas, pisó su campamento de pesca deportiva en el municipio Río Negro, algo había cambiado radicalmente. La zona, bañada por un brazo del río Casiquiare –el cauce que conecta las cuencas del Orinoco y del Amazonas–, está a más de cinco días de navegación fluvial desde la capital del estado, en un territorio casi virgen. G.T. mantenía el puesto como un campamento de servicios y meca para pescadores, que acudían desde muy lejos para cobrar ejemplares del pavón o tucunaré (Cichla ocellaris), una especie muy apreciada como trofeo de la pesca deportiva en aguas de la Orinoquía.
Esa vez, en 2011, un grupo de hombres armados que se identificaron como miembros de las FARC, vestidos de civil, se acercó a conversar. G.T., hoy de 47 años de edad, admite que el trato que le dispensaron fue “respetuoso”. Pero, de todas maneras, él y su familia decidieron no volver al campamento. A fin de cuentas, los clientes tampoco iban a regresar en esas condiciones.
Los municipios Atures, Autana, Atabapo, Maroa y Río Negro, conforman la hilera fronteriza del estado venezolano de Amazonas que hace frente a los departamentos de Guainía y Vichada, en Colombia. Estos territorios del oriente colombiano constituían baluartes tradicionales de las FARC. Los ríos principales de la zona –Inírida, Guaviare, Vichada, Meta, Orinoco, Atabapo, Guainía y Negro, si también se incluye la parte venezolana–, así como la extensa capilaridad de caños y brazos, en donde el indígena baniva solía pescar pavón, propiciaron que la guerrilla colombiana migrara a Venezuela en una paulatina ósmosis. El debilitamiento de los liderazgos locales y la baja presencia institucional del lado venezolano hicieron otro tanto. Los corredores fluviales fueron primero claves para la provisión de suministros y logística que requerían las campañas guerrilleras; luego ayudaron a crear en Venezuela una suerte de aliviadero; y, finalmente, dieron la oportunidad de apoderarse de actividades ilícitas que aportan financiamiento.
Las denuncias públicas de la presencia de las FARC en el Amazonas venezolano datan de, al menos, comienzos del s.XXI. Pero con la firma en Cartagena en 2016 de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, se produjo un vacío que el ELN, que hasta entonces no había tenido mayor presencia en Guainía y Vichada, se apresuró a llenar. El ELN, tradicionalmente más activo en la zona de Los Llanos, dio sus primeros pasos en el sur de Amazonas con el Frente José Daniel Pérez Carrero, coincidieron fuentes consultadas. Más tarde, las ahora disidencias de las FARC se establecieron en Venezuela bajo la franquicia del Frente Acacio Medina, creado en 2012, y la dirección de Géner García Molina o Jhon 40.
Como se ve, la expansión de la guerrilla colombiana en el extremo sur de Venezuela empezó por la zona más despoblada. Pero hoy se despliega por los siete municipios del estado Amazonas.
Amazonas es una zona sin casi medios locales y una muy limitada cobertura por parte de la prensa nacional. Por tanto, los reportes periodísticos procedentes de esa entidad son pocos en la base de datos. Aún así, muestran a partir de 2016 –año de los Acuerdos de Paz en Colombia– un aumento de las denuncias contra el auge de la minería, los abusos militares y la incursión de grupos armados.
La expansión del ELN y las disidencias de las FARC no se relaciona solo con el interés en la extracción de minerales, sino también con el control de rutas para el tráfico de drogas proveniente de los departamentos colombianos Meta, Guaviare y del municipio de Cumaribo, en el Vichada, hacia territorio venezolano. Se lucran brindando servicios de seguridad o permitiendo el tránsito y presencia en la zona, confirma un informe de marzo de 2021 de la Defensoría del Pueblo de Colombia.
Por ejemplo, en enero de 2021, una embarcación hundido algo más de la cuenta mientras navegaba el río Inírida alertó a la Armada colombiana. Después de revisar víveres que tapaban el fondo, los militares consiguieron una caleta con 600 kilos de marihuana que presumen tenía como destino Venezuela. En época lluviosa, aprovechan la crecida de los ríos pequeños para movilizarse y evitar los controles militares, indican los reportes de la base de datos.
Las tensiones políticas entre Caracas y Bogotá, que desembocaron en la ruptura diplomática de 2019, crearon un “escenario propicio” para el “posicionamiento táctico” de los guerrilleros colombianos en la frontera a fin de aprovechar “las condiciones geográficas y medioambientales del territorio en la explotación de economías ilegales y el uso de esta zona como refugio y retaguardia”, de acuerdo con el mismo informe.
El ELN y las disidencias buscan en el Amazonas venezolano coordinar sus acciones, entre ellas, un acercamiento a las comunidades indígenas que suele ser pacífico. Ello no ha conseguido evitar, sin embargo, que la invasión de territorios, la construcción de ciertas infraestructuras –como campamentos o pistas aéreas– y el reclutamiento forzoso, entre otras actividades que llevan a cabo, les enajene la amistad de los locales y haya obligado a los aborígenes a migrar a Colombia y Brasil.
Aunque la Fuerza Armada Bolivariana de Venezuela mantiene su presencia en la zona, no hay razones para pensar que sea para expulsar o siquiera contener a las guerrillas. En cambio, los testimonios abundan sobre su dedicación a prácticas irregulares o ilícitas. Funcionarios militares han sido denunciados por despojar de sus pertenencias a quienes transitan a bordo de embarcaciones en aguas colombianas. A mediados de 2019, por ejemplo, siete uniformados venezolanos dispararon contra una embarcación colombiana que luego interceptaron para robar a sus tripulantes.
En el norte del estado Amazonas, en donde convergen las fronteras de los estados venezolanos de Apure y Bolívar con las del departamento colombiano de Vichada, la guerrilla ha ganado el control estratégico de una importante encrucijada fluvial. En el municipio Atures –nombre de los célebres rápidos del río Orinoco–, el ELN comparte terreno con el Frente Décimo de las disidencias de las FARC y se reparten tareas desde Puerto Carreño –ciudad que domina el cruce del Meta con el Orinoco– con otros dos grupos armados, sucesores del paramilitarismo: Los Puntilleros Libertadores del Vichada (PLV) y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
En la vertiente venezolana de la frontera ya se presentan las represalias violentas, aunque no sean todavía comunes. Dos hechos investigados por las autoridades colombianas lo sugieren: En junio de 2019, fueron encontrados dos cadáveres de sexo masculino en Puerto Carreño. Ambos eran jóvenes venezolanos. Diez meses después, fueron encontrados los cuerpos de otros dos hombres, un colombiano y un venezolano, con un letrero adosado que decía: “Por traidores y sapos [delatores, en el castellano coloquial de Colombia y Venezuela]”. Ambos casos fueron atribuidos a las disidencias de las FARC.
Al sur de Amazonas, otro invasor va a cumplir 40 años de ocupación. Son los garimpeiros, término del portugués brasileño que bautiza a los mineros ilegales. Como su nombre, suelen venir de Brasil y operan, sobre todo, en el territorio de los pueblos yanomami, que es binacional.
Vienen por la fiebre del oro y se establecen a sangre y fuego cada vez que es necesario. Todavía se recuerda la masacre de Haximú, una comunidad yanomami cercana a las fuentes del río Orinoco, en Venezuela. En 1993, 16 indígenas fueron asesinados de forma brutal por garimpeiros. La comunidad fue incendiada. Y, como si nada, los garimpeiros siguieron operando allí, entre otras razones, por la laxitud de la justicia brasileña, que a la postre fue la encargada de examinar el caso habida cuenta de la nacionalidad de los acusados y su competencia para procesar delitos extraterritoriales: solo cinco de los 22 autores de la matanza fueron condenados.
De hecho, en la base de datos preparada para este reportaje se verifica que las denuncias de prensa y de las organizaciones indígenas siguen ubicando el grueso de la actividad actual de los garimpeiros no lejos de Haximú, sobre el curso del río Ocamo.
El corredor de entrada a Venezuela para los mineros pasa por el cerro Delgado Chalbaud, en la Sierra de Parima, a pesar de que allí se encuentra un puesto avanzado de los militares venezolanos. Desde ese punto los expedicionarios están a tan solo dos días de caminata, o menos, de Haximú, según relataba un comunicado que una representación yanomami envió en 2020 a Provea, la principal organización de Derechos Humanos en Venezuela: “Las autoridades les permitieron instalar unas cuatro máquinas para sacar oro y minerales (...) están en los mismos terrenos que circulaban cuando la masacre”.
Como los guerrilleros, los garimpeiros dijeron a los indígenas que querían hacer por las buenas un convenio con ellos. Acá el miedo tenía todas las de ganar, también como frente a los guerrilleros. “No nos queda más remedio que estar callados porque están armados y tenemos miedo”, indicaron en el comunicado.
Pero los garimpeiros se encuentran también mucho más al norte. Es el caso del municipio Manapiare, que hace frontera con el estado Bolívar. Las organizaciones indígenas Kuyunu del Alto y Medio río Ventuari, Kuyujani del río Caura y Kuyujani del Alto Orinoco, denunciaron en agosto de 2021 la presencia de 400 garimpeiros con 30 máquinas. “Los pueblos indígenas están siendo sometidos a situación de esclavitud en las comunidades más alejadas y de difícil acceso del municipio Manapiare”, denunció el Defensor del Pueblo del estado Amazonas, Gumersindo Castro, sin encontrar eco.
Con todo, la actividad de los mineros ilegales en el estado Amazonas todavía se ve modesta frente al frenesí del lado brasileño. El reconocido líder yanomami brasileño, Dário Vitório Kopenawa, vicepresidente de la Asociación Hutukara Yanomami, denunció –vía telefónica– la presencia de 20.000 mineros en las tierras ancestrales de la etnia del lado brasileño. También aseguró que entre los mineros están infiltrados miembros del temible Primeiro Comando da Capital (PCC), una de las organizaciones criminales más poderosas y temibles de Brasil, así como de otros grupos armados. Como el trasvase ocurre en ambos sentidos a través de la horadada membrana fronteriza, las autoridades brasileñas comprueban que decenas de venezolanos con antecedentes penales, llegados al país en medio del flujo imparable de refugiados, se han sumado a las filas del PCC.
“Los invasores están creciendo y los empresarios están apoyando al garimpo ilegal con transporte aéreo, aviones, helicópteros, barcos”, dijo Kopenawa.
Los indígenas del oeste del estado Bolívar, cerca de los linderos del estado Amazonas, también sufren los desmanes de invasores armados. Entre ellos hay guerrilleros y también otros actores nuevos: los sindicatos.
Al menos desde mayo de 2020, en plena primera ola de la pandemia, se reportaron siete eventos que ratifican la presencia tanto de grupos armados locales como de grupos guerrilleros foráneos en el municipio Sucre del estado Bolívar, corazón del Parque Nacional Caura, decretado por el gobierno de Nicolás Maduro en marzo de 2017. El área protegida, que corresponde a las márgenes y cuenca del río Caura, abarca 7,5 millones de hectáreas.
A mediados de julio de 2020, un pelotón de 70 hombres con uniformes verde oliva tomó un campamento turístico a las orillas del río Caura. Estaban armados. Testigos de la incursión relataron que colgaron sus hamacas y permanecieron en la zona por al menos tres semanas. Se identificaron como disidencias de las FARC. Ese mismo mes, la comunidad indígena de El Playón, en el Bajo Caura, denunció la llegada de “grupos colombianos armados” y, tres meses después, en la comunidad Las Pavas se repitió el relato: un “grupo irregular de Colombia” llegó al territorio indígena y se instaló. Líderes comunitarios de las etnias ye’kwana y sanemá, que viven a orillas del Caura, denunciaron al Observatorio Indígena Kapé-Kapé que estos grupos armados intimidaron a la comunidad para tomar el control de las zonas mineras. Los irregulares impusieron restricciones para la movilización. Ya no podían ni pescar ni cazar libremente.
Durante cinco meses hubo relativa paz, pero en marzo de 2021 otros grupos irregulares realizaron un ataque en la mina El Kino del Bajo Caura. Una maestra y su esposo fueron asesinados. Las primeras versiones de los voceros indígenas indicaron que el grupo armado, que no se identificó, les pidió desalojar los terrenos aledaños al yacimiento ilegal. Como la respuesta fue negativa, se desató la violencia.
Apenas un mes después, otro ataque en la mina El Silencio terminó en el asesinato de cuatro personas, entre ellas el capitán indígena –jefe o cacique– de la comunidad La Felicidad, Nelson Pérez, de 30 años. Tres años antes, un predecesor en la capitanía, Misael Ramírez, fue asesinado junto a su hijo de 18 años en el mismo sitio. La ejecución fue atribuida a un grupo armado que se alió con indígenas sanemá para tomar el área. Tanto Pérez como Ramírez eran de la etnia jivi, que con individuos ye’kwana conforman la población de La Felicidad.
Se trata de acciones de los llamados sindicatos, en realidad, pandillas o bandas de desclasados que se congregan en torno a pranes o líderes delictivos. La suma de numerosos testimonios permite afirmar que esos grupos dominaron los yacimientos en el Caura hasta julio de 2020. Pero después de esa fecha las cosas cambiaron. La toma ya reseñada del campamento turístico en Las Trincheras, así como las incursiones en las comunidades de El Playón y Las Pavas, eran en realidad avanzadillas de las disidencias de las FARC, que consiguieron desalojarlos. Las cuatro minas más grandes del Caura –Yuruani, La Bullita, Fijiriña y San Pablo– están ahora en manos de las disidencias de las FARC y del ELN que, aseguran los líderes consultados, se benefician del pago en oro que deben entregar los dueños de máquinas usadas en la extracción de oro. “Garantizan la seguridad de los mineros y los que circulan en la zona y cobran una vacuna a cada dueño de máquina”, explicó un dirigente indígena.
Cuando el gobierno de Nicolás Maduro decretó la creación del Parque Nacional Caura, el objetivo era ampliar la protección del reservorio de biodiversidad y refugio de pueblos indígenas. No obstante, el parque está al costado del llamado bloque 2 del Arco Minero del Orinoco, lo que exacerba presiones en un área ya afectada por la minería.
“Estos grupos mantienen a la población de la cuenca bajo amenazas sistemáticas y terror en toda el área. Hay una situación estructural de violencia ejercida por estos irregulares en contra de las comunidades existentes en los ríos Caura y Ventuari. Si continúa el deterioro de los derechos, se profundizarán las consecuencias negativas impulsadas por las actividades extractivas”, alertó la ONG Wataniba en el pico de la violencia.
Pero que los llamados sindicatos sufrieran una derrota en la cuenca del Caura no quiere decir que se hayan extinguido. En otras zonas del estado Bolívar gozan de excelente salud.
Se comprueba, por ejemplo, en las calles polvorientas del pueblo de El Callao, capital del municipio homónimo. Fundado a mediados del s. XIX a orillas del río Yuruani, es la veta de oro con más tradición en Venezuela. En algún momento atrajo capitales extranjeros y una riada de trabajadores del Caribe angloparlante, que traían consigo todo su bagaje cultural. No en balde ha sido lugar de adaptación y desarrollo para versiones locales de la lengua patois y del calipso, así como de sabores reminiscentes de las Antillas que se reconocen en platillos como el calalú, el domplín y el yinyabié. En 2016, sus fiestas de Carnaval fueron reconocidas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
La violencia se ha sumado ahora a sus tradiciones.
Oriannys Yánez lo supo en la madrugada del 11 de noviembre pasado, cuando vio llegar a su bebé de un año de edad, cubierto de sangre, a la emergencia del hospital Juan Germán Roscio en El Callao.
Minutos antes, un tiroteo levantó a los vecinos del centro del poblado. En ese sector, la madre de Oriannys vivía con el bebé, su nieto, luego de que la madre decidiera sacarlo del cercano sector El Perú, en las afueras de El Callao, por la violencia.
Al apagarse el tiroteo, la abuela abrió la puerta del cuarto donde dormían el bebé y su hermano de nueve años. Encontró al mayorcito con el bebé en brazos: “¡Se va a morir mi hermano, se va a morir!”, gritaba. Una bala perdida perforó parte de su abdomen y salió sin causar daños severos en los órganos.
No fue un incidente aislado. Desde hace más de una década, la triada integrada por los municipios Roscio, El Callao y Sifontes, al sureste del estado Bolívar, cerca de la frontera con Guyana, es un tramo peligroso y bajo control de grupos armados. En 2016, 17 mineros fueron encontrados en una fosa común, luego de que familiares reportaran su desaparición, en la que se conoció como la masacre de Tumeremo. En 2018, otros siete mineros fueron asesinados y dejados a los lados de una vía polvorienta que conduce a yacimientos auríferos. En los últimos tres años, han sido encontrados cuerpos desmembrados. El caso más reciente ocurrió en septiembre de 2021, cuando transeúntes de El Callao encontraron dos cabezas humanas dentro de un bolso en el centro del pueblo.
El balance de 2021 del Observatorio Venezolano de Violencia encontró que el empeoramiento de las condiciones socioeconómicas en el país tuvo un efecto paradójicamente positivo: el crimen violento descendió: “Un empobrecimiento masivo, penuria y pérdida del poder adquisitivo (…) redujeron notablemente las oportunidades del crimen”. Pero, al enfocar el diagnóstico en esa zona del estado Bolívar, se encuentra una tendencia contraria. Los asesinatos y desapariciones aumentaron.
El Callao despunta con una tasa de 511 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. Es el municipio más violento del país y registra una tasa 11 veces superior al promedio de muertes violentas de toda Venezuela.
A pesar de las cifras pavorosas de la violencia, esta no es siempre la herramienta preferida de los sindicatos, que derivan su nombre de la estructura propia de los trabajadores de la industria de la construcción, de donde muchos de sus líderes provenían al principio, así como de la cadena de mando informal que reina al interior de las cárceles venezolanas.
En los municipios del estado Bolívar donde actúan, los sindicatos imponen reglas claras y se han vuelto benefactores a través de fundaciones. En situaciones específicas en las que la persuasión no surte efecto, recurren al atropello, el amedrentamiento y el castigo.
La llegada de estos grupos a los yacimientos auríferos a partir de 2006 fue consecuencia directa de la estrategia de militarización implementada durante la llamada reconversión minera del presidente Hugo Chávez, que intentaba reemplazar la minería artesanal ilícita por el Estado. Pero esa política naufragó en septiembre de 2006, con la muerte a tiros de seis mineros a manos de militares en el sector de La Paragua, en el oeste del estado Bolívar. Cuatro de las víctimas mostraban disparos en la espalda. La masacre ocasionó una reacción fuerte y organizada de los mineros, y un escándalo en la prensa internacional. La fuerza militar se replegó, pero los poderes fácticos alentaron la instalación de grupos armados que mantuvieran el control por la fuerza de zonas mineras estratégicas.
En un extremo de El Callao, en el sector conocido como El Perú, los vecinos coinciden en que hasta hace ocho años vivían con relativa tranquilidad. Todo cambió cuando un hombre de la comunidad, apodado Toto, se alió con otros para delinquir. Su familia se había mudado a El Callao durante una de las tantas explosiones de fiebre del oro. Empezaron con robos a mano armada y cobros extorsivos de vacunas a mineros. En 2013, sus acciones escalaron de nivel.
Hoy su grupo domina todas las minas de El Perú, una zona extensa y rica en oro. Algunos de los yacimientos bajo su autoridad son Cuatro Esquinas, La Laguna, Panamá y La 45. Viven en las montañas y bajan a las zonas mineras solo a cobrar sus diezmos: 30% de lo producido por mineros, por molineros y por la compra de arenas auríferas procesadas por empresas formales.
Alejandro Rafael Ochoa Sequea, Toto, es uno de los diez delincuentes más buscados por la Policía Judicial en el estado Bolívar. Otros dos de la misma cartelera son miembros de su banda: Picoro, detenido en 2020 mientras se escondía en un búnker, y Zacarías, uno de los tantos migrantes procedentes del otrora centro de la industria pesada venezolana, Ciudad Guayana, que se han reconvertido como delincuentes en las zonas mineras.
De acuerdo a lo que se verifica en los registros de la base de datos, entre junio de 2020 y junio de 2021, los cuerpos de seguridad estatales detuvieron a 72 supuestos miembros de la banda de Toto, mataron a otros 26 y retuvieron 28 armas y más de 800 municiones de la banda, a la que también incautaron drogas, oro, uniformes militares y hasta un cuaderno con el inventario de su arsenal y la “contabilidad” de las extorsiones a mineros.
Llevar registro de sus armas debe ser fundamental para esta pandilla con pretensiones de milicia: por ejemplo, se le ha incautado un lanzacohetes AT4, de fabricación sueca, una de las armas antitanque más usadas en el mundo. En 2009, su fabricante, Saab Bofors Dynamics, pidió explicaciones al gobierno venezolano, su cliente, por la confiscación de tres armas de este tipo en poder de las FARC colombianas.
Con este arsenal, no ha habido incentivo alguno para la tregua. Con frecuencia, los delincuentes se sienten y están mejor equipados que las fuerzas de seguridad. En el balance de muertes atribuidas a la banda de Toto se incluyen el asesinato de la exconcejala Mara Valdez, del cultor Carlos Clark, y de agentes de la policía, de la inteligencia militar y de la Guardia Nacional. La violencia que emplean Toto y otras bandas locales, como las de El Chingo y Nacupay, ha ocasionado que muchos lugareños prefieran vender sus casas y migrar.
“Acá lo normal es anormal, la gente ha perdido el respeto a la vida”, dice un hombre de 61 años, que pidió mantener su nombre en reserva por temor a represalias.
La influencia delictiva de Toto se extiende hasta el vecino municipio Roscio, en donde también opera el Tren de Guayana y la banda de Ronny Colomé Cruz, alias Ronny Matón, un heredero de yacimientos controlados antes por dos delincuentes que fueron asesinados: Capitán y Gordo Bayón. Este último fue baleado en 2014 a su salida del palacio presidencial de Miraflores, en Caracas, sede del gobierno de Nicolás Maduro, tras participar en una discusión del contrato colectivo de la estatal Siderúrgica del Orinoco (Sidor).
En el municipio Sifontes, desde 2018 se reporta la aparición de otra banda delictiva. Es conocida como Run por su líder, Eduardo José Natera, alias El Run o El Pelón. Su área de dominio incluye la capital municipal, Tumeremo, a la que puso bajo su control luego de avanzar desde zonas más rurales o selváticas de la periferia. A su cuartel general le llaman La Casa de Papel, en alusión a la serie española de Netflix.
Se distingue por su arrojo y violencia. Se le atribuye el asesinato en abril de 2020 del comandante del cuartel del Ejército en Tumeremo, teniente coronel León Ernesto Solís Mares. Pero su nivel de control sobre la zona le ha llevado a actuar, con cierto descaro, a través de una organización filantrópica, RRR o 3R, con la que adelanta actividades comunitarias como la reparación de vías e instalaciones eléctricas, hasta la donación de alimentos y medicinas. Los nombres RRR o 3R también eran dados a la banda, pero ahora se acostumbra llamarla OR, precisamente para diferenciarla de la fundación social que nació bajo su cobijo.
En el área de acción de la organización criminal, muy cerca de la frontera con el Territorio Esequibo, también se ha denunciado la presencia de la guerrilla desde 2018. Un enfrentamiento por esas fechas entre la banda de Josué Zurita, El Coporo, y supuestos guerrilleros del ELN, pareció confirmar no solo esa versión, sino que había nuevas disputas por el dominio territorial.
Más al sur, en las localidades de Las Claritas y Kilómetro 88, a la entrada de la Gran Sabana y en ruta a Brasil, domina el clan de Juan Gabriel Rivas Núñez, conocido como Juancho, quien opera junto a Humbertico, hijo del pran Humberto Martes, alias El Viejo, y Darwin Guevara, a quien se vincula con Johan Petrica, uno de los líderes del llamado Tren de Aragua, con toda probabilidad el gang más poderoso de Venezuela, con conexiones internacionales. En la cercana población de El Dorado, es el sindicato de Fabio Enrique González Isaza, Negro Fabio, el que manda.
Los criminales han pactado una suerte de gobernanza informal en la zona, que se financia con lo que recauda mediante extorsiones a mineros y a todo aquel que adelante alguna actividad productiva en los alrededores. “Ejercen un rol de fuerza más alto que las autoridades policiales y militares”, dice una habitante de Las Claritas, que considera que el poblado “es como una cárcel abierta”.
En Las Claritas, tanto el mando como el negocio le quedan claros a quien busque prosperar o solo sobrevivir. Debajo del suelo está la mayor reserva aurífera del país. Allí es precisamente donde el gobierno de Nicolás Maduro se ha empeñado en impulsar un proyecto de industrialización de la producción de oro, cobre y plata, junto con la canadiense Gold Reserve. Pero la fuerza del caos aparente y del régimen subyacente de los sindicatos ha impedido hasta ahora la construcción de las dos plantas proyectadas.
En la propia Gran Sabana, la minería lleva un ritmo agitado en la comunidad de Ikabarú. Allí el gobierno legalizó un bloque de explotación aurífera en el que participan comunidades indígenas. Ello debería funcionar como un disuasor para los sindicatos.
No obstante, en diciembre de 2019, la matanza de seis personas en Ikabarú encendió las alarmas. Sujetos vestidos de negro entraron al pueblo y dispararon contra un grupo de hombres en el centro de la comunidad. Entre las víctimas se contaba un indígena. Desde entonces, corren versiones cada vez más insistentes sobre la incursión del sindicato de El Ciego, quien controla, junto a El Sapito, los yacimientos de La Paragua, mucho más al oeste, en el municipio Angostura.
Cuesta creer que en la carretera tortuosa, de tierra en su mayor parte, que conecta Amazonas con Bolívar, pueda prosperar algún negocio. No hay servicios y el Estado está ausente. Las casas en el trayecto son cascarones vacíos y, en medio del calor, no hay ni un punto para refrescarse. Solo las enormes rocas, como puestas en la tierra por un gigante, distraen la vista.
Pero. sí, un negocio consigue prosperar en ese tramo yermo, aunque sea ilegal: la base de datos muestra con nitidez un corredor de tráfico de drogas por la vía terrestre. Más de la mitad de los procedimientos militares realizados en el municipio Cedeño, uno de los 11 del estado Bolívar y adyacente al estado Amazonas, están vinculados con decomisos de drogas.
En abril de 2019, Elvin Bolívar y Marlon Yeison fueron detenidos en una alcabala militar de la Guardia Nacional, a cinco horas de la capital de Puerto Ayacucho, capital de Amazonas. Viajaban en una furgoneta en la que ocultaban 19 kilogramos de marihuana, del tipo crispy –cultivada en invernaderos y más potente–, en el interior de las puertas, en el tablero y en el techo, según el parte militar. Uno de los hombres tenía documento de identidad colombiano. Las autoridades informaron que la droga provenía de Colombia.
En otros cuatro reportes militares de la base de datos, cuyas incautaciones suman 78 kilogramos de drogas, los detenidos viajaban desde Puerto Ayacucho hasta Ciudad Bolívar o Puerto Ordaz, ambas ciudades del estado Bolívar, a orillas del Orinoco. Escondían marihuana o cocaína en distintos compartimentos. La ruta sigue luego a Tumeremo, Las Claritas y Santa Elena de Uairén, en la frontera con Brasil.
En enero de 2020, vestido de uniforme militar, Elis Lugo viajaba de Puerto Ayacucho a Ciudad Bolívar con 376 kilogramos de marihuana consigo. El hombre de 47 años de edad portaba una acreditación como supuesto general de Brigada del Ejército. Además, viajaba en una camioneta Toyota Land Cruiser blanca, sin placas, similares a las de la flota militar.
Eso le había permitido avanzar sin contratiempos por más de 400 kilómetros de carretera. En la alcabala de Maripa, cerca de la desembocadura del río Caura en el Orinoco, según luego informó el Ministerio Público, Lugo se negó a bajar del vehículo y exigió que los funcionarios castrenses notificaran a su superior del procedimiento. Al verse descubierto, se dio a la fuga. Los efectivos de la Guardia Nacional dispararon a los cauchos traseros del vehículo y lograron alcanzarlo a un kilómetro y medio de distancia. La Fiscalía 5ª de Ciudad Bolívar imputó al falso general por tráfico ilícito de sustancias estupefacientes y psicotrópicas y otros cinco delitos.
La movilización de grandes cantidades de dinero en efectivo es otro de los hallazgos que arroja la data y que muestra cómo se sigue sacando provecho del botín de oro, en el sur venezolano. En 2021, aún con el encierro del confinamiento por la pandemia de la Covid-19, tres cuartos de millón de dólares en efectivo fueron incautados.
El decomiso de mayor cuantía ocurrió en junio. José Alberto Reyes Chueco fue detenido en San Félix, sección oriental de Ciudad Guayana, con 650.000 dólares en efectivo. La Guardia Nacional informó que Reyes Chueco formaba parte de la organización criminal El Dorado, dedicada a “la comercialización de armas de guerra en zonas mineras del estado”. De su teléfono, se extrajeron capturas de conversaciones en WhatsApp con intercambio de imágenes de armas y municiones.
El segundo mayor decomiso, por 74.550 dólares, también se conecta con El Dorado, pero la población de ese nombre, en el municipio Sifontes, una de las zonas mineras controladas por grupos armados. El botín iba en manos de Yolbill José Gámez, oficial de la Policía del estado Bolívar.
Oro, drogas, equipos y suministros mineros, armas, otros minerales, mercancía de contrabando: la zona de Guayana, antaño promesa de progreso y descubrimientos silvestres, es una autopista de los negocios ilícitos del crimen organizado.
(*) Esta es la segunda entrega de una serie investigada y publicada en simultáneo por Armando.info y El País, con el apoyo de la Red de Investigaciones de los Bosques Tropicales del Pulitzer Center y la organización noruega EarthRise Media.
En el diseño, programación y montaje del algoritmo, mapa, investigación y edición, participaron Jorge Luis Cortés, Cristian Hernández, Javier Lafuente, Ewald Scharfenberg, Guiomar del Ser, Fernando Hernández, Ana Fernández, Eliezer Budasoff, Alejandro Gallardo, Luis Sevillano, Ignacio Catalán, Vanessa Pan, Yeilys Márquez y Pablo Rodríguez.
A partir de imágenes satelitales y con la ayuda de Inteligencia Artificial, fue posible identificar 3.718 puntos de actividad minera, en su mayoría ilegal, en los estados Bolívar y Amazonas, entidades que juntas suman casi la mitad del territorio venezolano. Aledañas a esas áreas deforestadas, que en total equivalen a 40.000 campos de fútbol, a menudo se encuentran pistas clandestinas -hasta 42 se detectaron- que sirven al crimen organizado transfronterizo para despachar valiosos cargamentos de oro y drogas, como se muestra en esta primera entrega de la serie ‘Corredor Furtivo’.
Febrero de 2020: representantes del ELN y de las disidencias de las Farc -la misma facción de (a) 'Gentil Duarte' que ahora Nicolás Maduro hace bombardear en Apure- reúnen en asamblea a los pobladores indígenas de Pendare, un rincón selvático del Amazonas venezolano, a medio camino entre la margen derecha del río Orinoco y el famoso cerro Autana. ¿La ocasión? El anuncio a los locales de que los irregulares se proponen instalarse allí y hacerse ley, con el permiso de Caracas, según aseguran. Los aborígenes se resisten; los guerrilleros tratan de convencerlos. Pero se olvidan de que los piaroas también saben grabar. Así quedó un testimonio en audio de la historia y planes que las bandas armadas colombianas relatan de sí mismas en el Sur de Venezuela. Armando.info tuvo acceso acceso y lo da a conocer.
Asociado a las redes de tráfico de mercurio y de otras mercancías ilícitas en el noreste de la cuenca amazónica, el comercio clandestino del metal precioso que se extrae en Venezuela atraviesa las selvas del país vecino del este. A pesar de la pandemia y otros frenos, la producción local muestra un incremento de casi una tonelada, volumen que con probabilidad procede de la Guayana venezolana. Exportadores de escala industrial compran sin distingo el 'oro de sangre' a militares corruptos, mineros artesanales y guerrilleros, para luego blanquearlo con envíos a refinerías que lo venden a algunas de las más importantes corporaciones globales.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.
Desde sus tribunales antiterrorismo en Caracas, cuatro jueces improvisados se han dedicado a, precisamente, sembrar el terror. Actúan de manera expedita e implacable, en medio de arbitrariedades y sin detenerse en formalidades, no solo concertados con el gobierno de Nicolás Maduro, sino teledirigidos desde la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia y del Circuito Penal de Caracas. Su propósito: propinar castigos ejemplarizantes a quienes se manifiesten en desacuerdo con el fraude electoral.