Desde el lunes en la noche y la madrugada del martes 22 de julio comenzó el desalojo de la Torre de David. La edificación, que estaba destinada a ser un gran centro de oficinas, nunca culminó y terminó en manos de expresidiarios que tomaron el control del lugar. En abril de 2014, el periodista Ewald Scharfenberg contó en El País cómo era el funcionamiento de la Torre a partir de una visita que realizó al sitio en octubre del año anterior. Armando.info reproduce esta historia con autorización del autor.
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Bienvenidos al barrio de chabolas más alto del mundo. La distinción no se refiere a su altura sobre el nivel del mar. Lo que le da su título es la verticalidad respecto al pavimento de la avenida Andrés Bello de Caracas. Son casi 200 metros desde la calle hasta la cúspide del bloque A del conjunto, a la que corona una plataforma diseñada como helipuerto.
A decir verdad, usted, o cualquier otro espontáneo, tampoco será necesariamente bienvenido. Las visitas están estrictamente controladas. Si consiguiera traspasar el control de la portería, coordinadores de seguridad le preguntarán en cada piso a qué viene. Más les valdrá tener una buena respuesta. De ser periodista, el visitante deberá andar en compañía de Alfredo, el coordinador de prensa nombrado hace meses por la Cooperativa Caciques de Venezuela, que gobierna el lugar. Escarmentados por la fama de guarida de malhechores que se ganó la comunidad, sus jefes instruyeron a Alfredo para evitar la mala prensa equilibrando los puntos de vista de los reporteros, que sin duda seguirán llegando en tanto este sitio conserve su atractivo como parque para el safari periodístico.
El lugar se llama la Torre de David. Cuando se inició su construcción en 1990 iba a ser un edificio de oficinas de fachada espejada —en realidad, dos edificios, uno de 45 pisos y otro de 20 y un módulo para estacionamiento de 10 pisos—, el tercero más alto de Venezuela y el octavo de América del Sur. Pero la muerte de su promotor y una enorme crisis financiera, entre otras debacles que han asolado al país, congelaron las obras a medio terminar. Como una ruina moderna, la estructura permaneció erguida, primero a manera de homenaje de algún agravio colectivo, luego como una instalación de estética discutible e inquietante.
En 2007 una invasión tolerada por el Gobierno chavista le consiguió un propósito práctico. Los ocupantes, alrededor de 2.000 procedentes de barrios pobres de toda el área metropolitana, se organizaron en torno a un líder, Alexander El Niño Daza, convicto dos veces y regenerado en prisión como pastor evangélico.
El
Niño Daza dejó de ser solo un nombre de las páginas rojas a comienzos de
2013 cuando una crónica extensa sobre la torre firmada por Jon Lee Anderson para
la revista The New Yorker le concedió
potencial de personaje literario. Su ascenso al Olimpo de la ficción culminó en
octubre del pasado año en el horario estelar de la cadena estadounidense FOX.
Esa noche se estrenó un capítulo de la teleserie Homeland, el tercero de
la temporada, en el que su protagonista, Nicholas Brody, llega a la Torre de
David con una herida de bala en el estómago. Lo recibe un Niño Daza de libreto, que poco se parece
al real.
Y. L. es una mujer de treinta y tantos que no tendría problemas en
saber quién es Nicholas Brody, si aún no lo supiera: la fachada oeste de la
torre está erizada de parabólicas que brillan igual que espinas. Como habitante
real —y provisional, aclara— de la torre, su testimonio destiñe la imagen que
frente a muchos caraqueños tiene el edificio: la de un nido del crimen. "Lo que
me gusta de acá es la seguridad", cuenta. "Allá donde yo vivía, mientras
esperabas el jeep [el transporte]
para subir al barrio, en cualquier momento se armaba la plomazón. Nada de eso
pasa acá".
El David de la torre no es el rey de los judíos. Se trata de otro David, de apellido Brillembourg, un magnate financiero que quiso erigir este edificio como símbolo de su poder terreno. Sin embargo, las resonancias bíblicas del remoquete que quedó asociado a la construcción tienen cierta correspondencia con el orden evangélico que prevalece. Porque aunque una invasión siempre entrañe violencia y, en este caso, la conduzcan expresidiarios, la vida diaria de los pobladores de la torre parece dirigida por una versión edulcorada del culto. Las columnas del atrio del complejo están pintadas de colores rosado y verde pistacho. Las oficinas de las diferentes dependencias de la cooperativa se identifican en los umbrales con rótulos hechos con letras de cartulinas de colores. En la iglesia donde el propio Niño Daza oficia el servicio, repleta de sillas de plástico, reposan los instrumentos de la banda musical que anima sus ceremonias.
Esto no quiere decir que haya que pertenecer a esa iglesia para conseguir techo en la torre. De hecho, son pocos los inquilinos que asisten a misa. Pero el régimen interno está por completo inspirado en los valores evangélicos, un culto muy extendido en las cárceles venezolanas.
El día que EL PAÍS visitó la Torre de David no estaban presentes ni El Niño Daza ni Alfredo, el oficial de prensa. Ambos se encontraban de viaje en una misión vinculada a la gestión del edificio, explicó la secretaria de la cooperativa. Por paradoja, sus ausencias dieron una oportunidad para recorrer el edificio hasta el piso 10, el último al que llegan, por las rampas del estacionamiento, los motociclistas que cobran 20 bolívares (algo menos de treinta céntimos de euro a la paridad Sicad 2, una de las tasas de cambio oficiales en Venezuela) por recorrido. A cambio, las personas con quienes se pudo conversar se mostraron esquivas y a la defensiva, a sabiendas de que podrían estar trasgrediendo las fronteras de la versión oficial.
En la comunidad se aceptan parejas y grupos familiares, nunca hombres solos. Son 800 familias venidas de todas partes. Pagan alrededor de 20 euros al mes para el mantenimiento. Sin elevadores, el ascenso diario a sus residencias se asemeja al del Gólgota. Las personas mayores se abstienen de salir con frecuencia, porque, como se dijo, si bien hay motocicletas que permiten salvar un tramo del ascenso a pie, no siempre se dispone de dinero para pagarlas. Los camiones que transportan materiales para la construcción los llevan hasta el piso 10, lo que subraya el mérito de quienes han levantado sus viviendas en los pisos superiores. En el edificio A de la torre, el más alto, los colonizadores han escalado hasta el piso 28 de 45. En el B, a todas sus 20 plantas.
La casta privilegiada de los inquilinos vive entre los pisos 8 y 12: bastante abajo como para aprovechar el envión de las motocicletas, pero lo suficientemente arriba como para evitar la pestilencia de los desechos que se acumulan a un costado de la estructura. Los demás enfrentan el desafío cotidiano de hacer de sherpas, cargados de vituallas, para conquistar las alturas, castigo que se equilibra con un privilegio que, por cierto, comparten con sus pares de las villas miserias de los cerros que rodean Caracas: desde esas alturas gozan de algunas de las mejores vistas de la ciudad y su valle.
Por supuesto, la precariedad de estas viviendas empotradas en una colmena de hormigón, trae problemas. Uno es la engorrosa disposición de los desechos sólidos. Si bien hay comisiones que se encargan de ello en cada piso, siempre es fuerte la tentación de optar por el método expedito de arrojarlos al vacío. Quien lo hace se arriesga a sanciones que incluyen la expulsión de la comunidad. Pero los desechos se siguen acumulando en el lado noreste de la torre y la fetidez reina en su planta baja, señal de que la disuasión funciona poco.
Otro problema es el suministro de agua. Los habitantes se las ingeniaron para tener acceso al servicio mediante un sistema de bombas. Aun así, la presión es poca y se asignan turnos para que a cada piso llegue el agua cada ocho días, en promedio, y puedan rellenarse los tanques.
Pero en general, la sensación predominante entre los residentes es la de quienes mejoraron de condición. Ahora viven a dos pasos de la línea principal del metro de Caracas y no tienen que levantarse tan temprano para llegar a sus lugares de trabajo o estudio. Todavía mejor: en algunos casos, han conseguido sus lugares de trabajo o estudio dentro de la Torre de David.
Abastos, comedores u otros expendios informales se han instalado en algunos apartamentos. Manicuras y peluqueras ofrecen sus servicios. En una vivienda del piso 15 “montan brackets”, los aparatos de ortodoncia que entre la juventud de las zonas populares se han convertido en símbolos de estatus junto a las zapatillas deportivas Nike y las cadenas gruesas (llamadas “guayas”) de oro o imitación. En noviembre del año pasado incluso se operó el milagro de llevar la montaña a Mahoma cuando la cercana escuela estatal Ana María Delón del barrio Pinto Salinas —donde muchos de los niños residentes en la torre estudian— mudó temporalmente sus clases a uno de los muchos espacios sobrantes de la planta baja del complejo mientras reformaba sus instalaciones.
"Ni leyenda negra ni leyenda blanca", dice la fotógrafa Ángela Bonadies, una de las primeras documentalistas que prestaron atención a este fenómeno urbano. "En la Torre de David vas a encontrar lo mismo que en cualquier barrio de Caracas".
Habría que tomar en cuenta algunas características especiales por las que este lugar no puede resumirse como una simulación de las villas miserias. Primero, su verticalidad: "A diferencia de otro barrio", reconoce Bonadies en sus propias experiencias de tres años registrando el lugar en fotografías, junto a su colega Juan José Olavarría, “en los pisos más altos te agarra la sensación de que si te pasa algo, no hay para dónde correr”. Luego, la impronta con que lo marca la síntesis entre la cultura carcelaria y el credo evangélico.
Gracias a esa y otras singularidades, una ciudad que no tiene una Torre Eiffel o un Obelisco de la avenida 9 de Julio, que intentó sin éxito convertir la silueta de las torres gemelas del Centro Simón Bolívar —un modesto centro cívico de los años cincuenta— en su emblema, ahora se encuentra con la Torre de David como su hito indeseado. No debe ser el tipo de símbolo que David Brillembourg procuraba.
La crónica sobre la Torre de David va en camino de consagrarse como un género periodístico en sí mismo. Es como ir a la Ciudad de los Muertos en El Cairo: mezcla de rareza, color local y cierta mirada paternalista sobre la pobreza en el Tercer Mundo.
En septiembre de 2012, la Bienal de Arquitectura de Venecia otorgó su León de Oro a un proyecto-instalación llamado Torre de David/Gran Horizonte que presentó a concurso el estudio Urban Think Tank de Zúrich, Suiza. El veredicto fue recibido con indignación en Venezuela y encendió la polémica mucho más allá de los linderos de la comunidad de arquitectos. Era como si las vergüenzas más íntimas de la ciudad hubiesen quedado al aire, expuestas a la sorna de unos comisarios europeos más pendientes de los exotismos que del drama social que esconden. Para enardecer aún más a los críticos, el equipo premiado incluía entre sus integrantes a un arquitecto venezolano, Alfredo Brillembourg, pariente de David.
La consagración de la Torre de David como lugar metafórico de la trama de Homeland —las escenas del capítulo en realidad se rodaron en una locación de Puerto Rico— colmó la paciencia de algunos venezolanos, sobre todo de voceros del Gobierno cuya propaganda se precia de los logros sociales de la autodenominada Revolución Bolivariana. "Sus directores van directamente a la torre, que intentan colocar como el nuevo símbolo de la capital venezolana", se quejaba el autor de una columna de opinión difundida por una agencia estatal de información, "¿qué razones hay para que Venezuela aparezca en una serie que el presidente Obama abiertamente apoya y anima a ver, y que cuenta con el respaldo y el apoyo de la CIA? ¿Es una especie de preparación para que el pueblo estadounidense justifique cualquier agresión a nuestro país? El tiempo lo dirá".
La Procuraduría General de la República ya ha advertido que la empresa brasileña no concluyó once obras de gran envergadura para la que fue contratada durante los gobiernos de Hugo Chávez. Pero hasta ahora solo es por el incumplimiento en la construcción de 2.400 viviendas -cotizadas con un exorbitante sobreprecio y proyectadas en un terreno no apto para construir- que la constructora enfrenta a la justicia en Venezuela, país en el que, solo después del propio Brasil, Odebrecht admite que repartió el mayor monto en sobornos.
Un juzgado en Nueva York empezó a ventilar la semana pasada el caso de un esquema ‘offshore’ que unos empresarios iraníes idearon para burlar el cerco de las sanciones norteamericanas contra Teherán. Los fondos en dólares que alimentaban ese circuito provenían de Venezuela, y eran parte del pago por la construcción de la Ciudad Socialista Fabricio Ojeda, cuyo desvío Pdvsa consintió. El ejecutivo iraní a cargo del proyecto, dueño a la vez de un sospechoso banco en Malta, había estado bajo investigación de la asesinada periodista Daphne Caruana.
A pesar de la crisis económica que enfrenta Venezuela, el paisaje de Las Mercedes se ha llenado de grúas para construcción y movimientos de tierra. Torres empresariales y viviendas multifamiliares de lujo se construyen a paso acelerado en la Venezuela de la escasez y entre varios actores, una empresa del oriente del país con menos de 10 años de creación, destaca en la metamorfosis de esa zona comercial del este de la capital.
En la Revolución Bolivariana de Venezuela, con un fuerte componente castrense, los oficiales militares pueden figurar, aún contraviniendo la ley, en simultáneo o progresivamente, como líderes de tropas, gerentes gubernamentales y hasta contratistas del Estado. Uno de cada tres de los 785 militares activos en su momento que, como privados, contrataron con la administración pública durante los últimos diez años, lo hicieron desde empresas que tienen por objeto social el área de la construcción. Un caso destaca: el general de división Frank Herbert Lynch Dávila. La compañía familiar de la que forma parte ha recibido por años contratos para la realización de obras mientras el oficial escalaba posiciones hasta quedar a cargo del suministro del cemento en todo el país.
Una mole de concreto, solitaria y apenas protegida de la inundación por bombas de achique, yace en las aguas del bajo río Caroní. Es lo que hay de la proyectada central hidroeléctrica Manuel Piar en Tocoma, al sur de Venezuela, después de pagar 10.000 millones de dólares, el triple de lo presupuestado y en parte con fondos de organismos multilaterales, a varios contratistas, entre ellos la controvertida constructora brasileña. De esa cantidad, al menos 1.000 millones correspondieron a lo pagado en divisas de manera irregular a través de un ardid administrativo (80-20, lo llamaron) que una auditoría interna detectó, y que se usó para financiar comisiones a la gerencia del proyecto.
Una compañía vinculada a un grupo empresarial bajo investigación en Panamá obtuvo en 2013 -junto a otras dos grandes asignaciones- el contrato para el nuevo estadio de béisbol de Caracas, a cuya culminación el presidente Nicolás Maduro acaba de ordenar que se le dé prioridad. ¿Cómo terminó beneficiado por el sucesor de Chávez el mismo emporio familiar que, como las pesquisas posteriores mostrarían, estaba siendo consentido al mismo tiempo por el Gobierno del neoliberal, y hoy prófugo, Ricardo Martinelli?
El coronel Elías Plasencia Mondragón marca varias casillas del funcionario ejemplar de la autodenominada Revolución Bolivariana: militar, dispuesto a llevar decenas de casos de presos políticos, y empresario tras bambalinas con vínculos privilegiados al poder. Uno de ellos es con Luis Daniel Ramírez, un exfuncionario del ente comicial, hoy contratista, que ha intentado borrar sus rastros en Internet pero que no consigue hacer lo mismo con los lazos que le unen al “cerebro técnico” y rector de esa institución, Carlos Quintero.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.