Armando.info recolectó las relaciones extraoficiales llevadas por médicos de tres grandes hospitales públicos de Caracas y el interior del país. Solo esas cuentas superan con amplitud las cifras nacionales de víctimas de la Covid-19 que los portavoces del Gobierno ofrecen. El sistema establecido por las autoridades lleva por diseño al subregistro y al retraso: pruebas poco confiables, escasos laboratorios y la opacidad en los protocolos hacen que las muertes se multipliquen a una tasa más rápida que la capacidad -y la voluntad- para contarlas.
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Luz Balza, de 52 años de edad, murió el 11 de julio luego de 19 días padeciendo síntomas que parecían propios de la Covid-19. Presentó fiebre, tos, dolor en el cuerpo y dificultad para respirar. La primera prueba rápida que le aplicaron -que solo mide anticuerpos de la enfermedad- resultó negativa. Apenas fue después de 16 días postrada en cama y con una creciente dificultad para respirar cuando la misma prueba de diagnóstico dio positivo. Ya era muy tarde.
Mientras, el gobierno de Nicolás Maduro anunciaba cada noche, desde ese mismo mes de julio, el número de fallecidos en cada jornada como producto de la pandemia. La cifra rara vez superó las cuatro víctimas fatales por jornada. Pero en ese reporte no es seguro que se hayan incluido casos como el de Luz Balza.
Los boletines oficiales denotaban un empeño por transmitir control sobre la situación más que por confirmar las estadísticas. Todavía hoy, a principios de agosto de 2020, cuando hasta las cifras oficiales muestran un repunte exponencial, la puesta en escena de la comunicación oficial en pantalla -que contrasta con los cada vez más frecuentes anuncios de medianoche por Twitter- presenta al ministro de Comunicación, Jorge Rodríguez, ataviado con su bata de médico, como con ello queriendo asegurar que las autoridades saben lo que hacen y que no hay motivo de alarma en un país que no sufre los estragos del coronavirus como, en cambio, sí ocurre en Colombia y Brasil, naciones vecinas.
Pero, puertas adentro de los hospitales, la realidad es distinta.
Los pacientes mueren más rápido que lo que la limitada capacidad de diagnóstico con pruebas moleculares tarda en reaccionar. En cinco meses de pandemia, el Ministerio de Salud no ha informado cómo apuntar los casos sospechosos de muerte por Covid-19 que carecen del examen confirmatorio; pero, a la vez, tampoco ha autorizado que se descentralicen las pruebas diagnósticas, concentradas todavía en Caracas. La consecuencia inevitable de esta paradoja es el subregistro de casos. Muchos hogares pasan por el luto sin siquiera saber si fue la pandemia la que mató a su familiar. Mientras, las salas de urgencia se acercan al punto del colapso.
Mediante consultas con personal sanitario de tres grandes hospitales del sistema público -el Hospital Universitario de Maracaibo, el Hospital Luis Razetti de Barcelona y el Hospital Universitario de Caracas-, Armando.info recopiló el número de fallecidos por Covid-19 en cada uno de esos centros. Aunque parcial, la radiografía resultante comprueba que la incidencia real de la pandemia y las muertes que ha causado exceden la cuenta ofrecida por las autoridades. Ello pone en duda la gestión que se hace de la pandemia, agudizada además por la erosión del sistema de salud y la emergencia humanitaria compleja que atraviesa el país desde hace al menos dos años.
En el Hospital Universitario de Maracaibo, en el estado Zulia -extremo noroccidental del país, frontera con Colombia- fue a donde llegó Luz Balza con su emergencia. Le tomaron una muestra nasofaríngea que a la postre permitió confirmar el diagnóstico de Covid-19. Pero a esas alturas había poco que hacer. Murió al tercer día de hospitalización. Entre tanto, el resultado de la prueba confirmatoria del virus, que solo se puede procesar en Caracas, a 700 kilómetros de distancia, jamás fue notificado a sus familiares.
Por su cuenta, los médicos de este centro de salud ya suman 216 fallecidos con síntomas de Covid-19. El gobierno central, por su parte, hasta el 7 de agosto solo admitía 63 decesos en todo el estado Zulia.
La premisa adoptada por el gremio médico en estos días de pandemia es que toda persona que muera con problemas respiratorios debe considerarse un caso de Covid-19 hasta que se demuestre lo contrario. Aunque los médicos comparten ese principio a la hora de rellenar las actas de defunción, desde el Ministerio de Salud aún no tienen un protocolo establecido para el registro, o al menos no está disponible en su portal web oficial. Al final del día, los médicos se percatan de que los casos sospechosos no forman parte de las estadísticas que cada noche anuncia la Comisión Presidencial.
Se trata de una zona gris que ya no debería generar dudas y ni tan solo plantearse. Tan pronto como el 17 de febrero, la Organización Mundial de la Salud (OMS) marcó la pauta para incluir los casos sospechosos de Covid-19 en el conteo de la mortalidad.
Mientras el 16 de febrero la cifra mundial de casos detectados con Covid-19 ofrecida por la OMS fue de 51.857 (de los que 51.174 estaban en China), la multilateral informó un día después que los casos detectados aumentaban a 71.429.
La OMS aclaró en su boletín que ese salto de casi 50% en el número de casos detectados de un día al otro se debió a que incluyeron en el conteo a los que tenían el diagnóstico clínico, es decir, a los que tenían los síntomas compatibles con el virus. Desde ese momento el organismo internacional avaló el sistema de codificación y clasificación de casos en el contexto de la Covid-19, que, si bien diferencia entre aquellos donde el virus ha quedado identificado en el paciente que muere y los que no tienen el virus confirmado pero evidenciaron ser un caso probable, los junta. En este caso no se trata de sumar peras y manzanas: el término “caso sospechoso de Covid-19” tiene validez técnica y debería incluirse en la contabilidad.
Mientras el coronavirus avanza más rápido que la capacidad de detección del virus, no parece haber una buena explicación para que se continúe sin adoptar unos protocolos que permitan tener una imagen más ajustada y fidedigna de la realidad -y, con ello, una aproximación más efectiva-. El subregistro persiste a sabiendas de todas las partes interesadas. La escasa cantidad de laboratorios habilitados para procesar las muestras, la falta de pautas claras para notificar y clasificar los decesos, y la confianza puesta en el uso masivo de pruebas rápidas que solo detectan anticuerpos -pero no confirman la enfermedad-, conforman juntas una receta para la ceguera.
Las autoridades venezolanas solo avalaron al Instituto Nacional de Higiene Rafael Rangel (INHRR), ubicado dentro del campus de la Universidad Central de Venezuela (UCV), en Caracas, para realizar la prueba molecular de diagnóstico llamada PCR. Allí se procesan las muestras de los pacientes de todo el país.
A esta opción se sumó un laboratorio móvil que fue habilitado en la frontera del estado Táchira con el departamento de Norte de Santander, en Colombia, para agilizar las pruebas de los migrantes que retornan. Se sabe poco sobre la capacidad de esa instalación. El 21 de julio se anunció además que el Laboratorio de Biología Molecular del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (Ivic), con sede en las afueras de Caracas, también quedaba autorizado para realizar pruebas de PCR (en español RCP, por reacción en cadena de la polimerasa).
Aún con esas nuevas adiciones, la capacidad de diagnóstico resulta ínfima para un país de 30 millones de habitantes: dos laboratorios y una unidad móvil. En contraste, Colombia cuenta con 81 laboratorios trabajando en la detección del virus; Perú, con 19; Ecuador; con 21.
La consecuencia más evidente es que hay un retraso en las confirmaciones. “Los resultados de las pruebas duran entre 15 y 18 días en llegarnos. Los pacientes mueren más rápido que eso y se mandan a enterrar o cremar”, cuenta un médico que trabaja en el Hospital Universitario de Maracaibo y pide mantener su identidad en resguardo.
Esto quiere decir que la fotografía epidemiológica que cada noche muestra la Comisión Presidencial para la Covid-19 es, cuando menos, la que corresponde a tres semanas antes. Las decisiones son atemporales y el virus avanza a una velocidad desconocida. “Estamos viendo una epidemia en diferido”, sentencia el exministro de Salud, José Félix Oletta.
Para colmo, el número total de muestras que el país tiene capacidad de hacer y procesar cada día es un secreto bien guardado.
Hasta ahora solo se ha podido inferir ese número a través de las estadísticas que publica la Oficina de Coordinación para Asuntos Humanitarios (Ocha). Según la Ocha, en marzo el país tenía capacidad para procesar entre 90 y 100 pruebas PCR diarias. El número ha aumentado progresivamente pero continía siendo poco. Para el 28 de julio, de acuerdo con el último informe de Ocha, en Venezuela se habían hecho 1.511.433 pruebas diagnósticas de Covid-19, de las cuales estimaban que "alrededor de 5 a 6 por ciento son pruebas PCR".
Una de las propuestas del asesor de Salud de la Asamblea Nacional -opositora- desde el inicio de la epidemia, el infectólogo Julio Castro, ha sido la de ampliar el número de laboratorios autorizados para seguirle la pista a la enfermedad. Asegura que hay diez laboratorios que practican pruebas PCR de otros virus que podrían sumarse y así descentralizar el trabajo.
“El ministerio conoce la información de laboratorios del país que ya hacen PCR de otros virus, que tienen los equipos y certificación. No entendemos cuál es la razón para no ampliar los sitios”, explica.
La Academia Nacional de la Medicina y sociedades médicas científicas recomendaron en un comunicado del 30 de julio que se aumentaran las pruebas diagnósticas hasta no menos de 8.000 al día -actualmente se realizan entre 1.000 y 2.000 según datos extraoficiales-. Además, también sugirieron, habría que garantizar la obtención de resultados en no más de tres días a partir de la toma de la muestra.
“Es posible que al Gobierno le convenga el subregistro para mostrar un éxito extraordinario”, supone el exministro Oletta, enfrentado a las cifras oficiales, que señalan una tasa de letalidad de 1,7%, ligeramente superior al promedio global de la OMS (0,6%), pero significativamente menor al de países vecinos. “Pero lo que ocurre es que no tiene la capacidad. Esto está pasando porque no se ha esmerado para hacer las pruebas”.
Es cierto que las dificultades para reunir las estadísticas de la Covid-19 y su saldo de muertes no son exclusivas de Venezuela. Es un proceso sobre la marcha, como todo con esta emergencia sobrevenida. Pero la diferencia es que en distintos países, desde China a España o Ecuador, las autoridades han sometido sus protocolos de registro a constante revisión y enmienda, de modo de sincerar sus números. En Venezuela no.
Hoy los nueve pisos del Hospital Universitario de Maracaibo alojan a pacientes con Covid-19. Hasta en las salas quirúrgicas se encuentran personas a las que administran oxígeno. Los médicos aseguran que desde mayo mueren en promedio cinco personas al día, pero hay días como el 3 de julio, en el que fallecieron 17 personas con un diagnóstico clínico de Covid-19. De ese día trágico en Maracaibo, las estadísticas oficiales solo incluyeron la muerte de un hombre de 49 años. En ese momento sumaban solo 23 los fallecidos confirmados oficialmente en Zulia.
Apenas seis días más tarde, el 9 de julio, cuando en Zulia las estadísticas oficiales contabilizaban 1.721 casos de Covid-19 y 29 fallecimientos imputables a la enfermedad, el hermano de Luz, Giovanny Balza, la llevó al hospital.
Giovanny no dejó ni un cabo suelto para que la atendieran: llevó vías, tubo traqueal y una máquina de ventilación de oxígeno alquilada por 300 dólares para poder usarla mientras un equipo pudiera desocuparse en la emergencia del Hospital Universitario de Maracaibo. Aunque no es médico, también tuvo la precaución de adquirir por 30 dólares un traje de bioseguridad y una máscara N95 para estar al lado de su hermana en todo momento. Ese día, al lado de Luz y Giovanny, según este testimonio y con confirmación del personal de guardia, murieron 14 personas.
“Ella me dijo que no la dejara sola y yo sabía que con ese hospital colapsado nadie estaría pendiente de ella”, relata Giovanny Balza, quien asegura que ya para ese momento no tenía miedo. Dos meses antes había sentido en sí mismo casi todos los síntomas de la Covid-19, que ocultó lo mejor que pudo durante 25 días. Se trató en casa con la asesoría de un médico privado y mejoró. Sin embargo, él no cree que haya contagiado a su hermana porque no vivían juntos y guardó el distanciamiento prescrito. Asegura que ella se enfermó un mes más tarde, trabajando en una carnicería donde atendía al público.
El 11 de julio, Luz dejó de respirar. “Eso era un hospital que parecía estar en guerra. Vi muchos fallecidos. Los montaban de a dos en camillas. Morían sentados en sillas porque ya no había ni camas, pero acá el gobierno anuncia muertos de cuatro en cuatro”, cuenta Giovanny.
En el Hospital Universitario de Maracaibo hace calor, el emblemático calor del Zulia. Los aires acondicionados de los pisos de hospitalización no funcionan. El sofocón es otro factor para sentir asfixia.
Los médicos residentes de todas las especialidades están habilitados para atender los casos de Covid-19. Cada día van a una oficina a buscar sus equipos de protección. En marzo y abril cada uno recibía doble bata quirúrgica, dos tapabocas N95 y un gorro por guardia. Cada uno llevaba su máscara facial y lentes protectores. Ya en junio los médicos comenzaron a recibir la tela quirúrgica para que se hicieran sus propios cubre botas. El material se empezó a racionar y, a veces, a simplemente faltar.
“La gente en el hospital está psicótica y delirando. Dicen cosas sin sentido por la falta de oxígeno. Veo a familiares de colegas allá, además de los pacientes, diciendo que no pueden respirar. Nunca había visto pacientes recibiendo oxígeno dentro de la sala operatoria”, relata el médico zuliano que ofrece su testimonio.
Iván León, de 48 años, murió el 25 de junio tras estar solo doce horas hospitalizado e intubado en este mismo centro de salud. No se supo el resultado de la prueba PCR, solo que se complicó luego de estar dos semanas tratándose en la casa una gripe que no se curaba. “Lo enterraron y no sabemos qué pasó”, dice un amigo que fue quien se atrevió a montarlo en su carro y llevarlo hasta la sala de emergencia.
Robert Gómez, de 46 años de edad, tuvo los síntomas de Covid-19. Se trató con médicos privados en casa, pero a la semana se complicó. Le faltaba el aire. Su hijo lo llevó también al Hospital Universitario de Maracaibo en donde murió el 3 de julio, la fecha del récord aciago. El acta de defunción decía que la causa de su muerte era neumonía bilateral, pero el cadáver fue llevado a cremar sin oportunidad para velarlo. Su cuerpo fue tratado como un caso de coronavirus: su familia no pudo ni verlo ni despedirse, y todavía así el Gobierno no lo contó en sus estadísticas.
La brecha entre los boletines y la realidad no ocurre solo en Zulia, zona al rojo vivo de la pandemia en Venezuela. Al otro extremo del país, en Anzoátegui, sobre la costa nororiental, hasta el 4 de agosto se admitían 194 contagios y solo dos fallecimientos. Sin embargo, los médicos del Hospital Luis Razetti de la ciudad de Barcelona, capital del estado, registraban 67 muertes hasta el 24 de julio solo en ese centro de salud.
El gobernador de la entidad, Antonio Barreto Sira, del opositor partido Acción Democrática (AD), no tiene control epidemiológico del virus, pero denuncia que hay retraso en el procesamiento de las pruebas confirmatorias y aseguraba al momento de sus declaraciones que había 488 personas esperando resultados. Según la data oficial, esta entidad es una de las que menos casos tiene, pero cada día llegan las noticias de los fallecidos por neumonías. Barreto asegura que ya se acumulan 75 fallecidos sin pruebas confirmatorias.
“Solo pido que hablen claro a Venezuela. Entre la verdad y la mentira nos jugamos la vida o la muerte”, denuncia el gobernador.
La gobernación de Anzoátegui tiene un laboratorio listo para funcionar y procesar los diagnósticos del oriente del país, que aún el Ministerio de Salud no avala por supuestos problemas de infraestructura. “Dicen que el virus es altamente infeccioso y ese lugar donde está la máquina no funciona, pero no sé si son excusas. Si tienes una máquina buena y calificada y solo necesitamos la planta física, la decisión la debe tomar el Gobierno nacional”, explica en entrevista con Armando.info.
El 8 de julio, un policía de cerca de 50 años de edad entró en silla de ruedas al Hospital Luis Razetti. No podía caminar sin asfixiarse. Pero como todavía podía hablar, contó a los médicos de guardia que tenía cinco días con fiebre, dolor de cabeza, tos y que, ese día, había comenzado con la dificultad para respirar. Aseguró que estaba en cuarentena en su casa pero igual se enfermó.
La doctora Blanca Mathinson era la médico de guardia y lo socorrió como pudo. Procedió a intubarlo, tal como dicta el protocolo médico cuando un paciente tiene baja saturación de oxígeno en la sangre. El hombre entró en paro respiratorio y aunque Mathinson logró sacarlo de la crisis, a los minutos falleció. Solo duró vivo tres horas dentro del hospital y su acta de defunción cita que murió de “insuficiencia respiratoria aguda; sospecha de Covid-19”.
Desde la segunda quincena de marzo, Mathinson empezó a ver a un fallecido con síntomas sospechosos de Covid-19 por guardia. En junio ya eran cinco. Entonces dejó de hacer ese balance personal. Debió darse de baja y salir de reposo.
Solo el domingo 24 de julio, el último día en que Armando.info recabó datos de este centro de salud de Barcelona, murieron 11 personas. El Gobierno solo ha anunciado dos fallecidos del estado Anzoátegui desde que comenzó el virus a circular en el país.
En el Luis Razetti solo hay tres ventiladores mecánicos. Pueden intubar a tres personas que estén graves. Quien llegue después solo puede contar con mascarillas de oxígeno, inhaladores, broncodilatadores y esteroides, y la intervención divina para evolucionar satisfactoriamente.
“Sentí miedo cuando vi morir al policía. Vi de frente la realidad del virus y del país. No hay forma de salvarlos a todos”, cuenta Mathinson.
El Ministerio de Salud venezolano no tiene un protocolo médico para certificar la mortalidad de casos sospechosos de Covid-19 en su página web a los fines de tabular alguna estadística. Los médicos a criterio personal o con los recursos que tengan al alcance evalúan si hacen o no la PCR post mortem. Desconocen si cuando llega el resultado se hace el cruce de esa data para incluirla entre los casos de fallecidos.
Sin embargo, en las últimas directrices del Ministerio, dadas a conocer en una reunión con los directores estadales de salud y vistas por Armando.info, piden al personal de salud informar antes de las diez de la mañana de cada día los casos de defunción por Covid-19 con los datos del paciente: fecha de muerte, edad, sexo, dirección, ocupación, nexo epidemiológico, circunstancia que favoreció al contagio, comorbilidad, diagnóstico de ingreso, fecha de ingreso a cuidados intensivos y circunstancia que favoreció la muerte. Sobre los casos no confirmados por prueba de laboratorio no dicen nada.
Mientras Mathinson está de reposo, en este hospital del oriente del país, de los diez médicos residentes de medicina de Emergencia y Desastres con los síntomas del virus, siete están de reposo y presentando los síntomas similares al Covid-19. Todos llevan tres semanas esperando por el resultado de su PCR. El jefe del área de Emergencia está contagiado y con prueba confirmatoria en mano. Un médico adjunto, también de Emergencia, se encuentra intubado y dos ginecólogos hospitalizados. Todos esperan.
Al policía se le hizo una prueba nasofaríngea para enviar a Caracas al INHRR y conocer si murió realmente de Covid-19. Han pasado tres semanas y aún ese resultado no ha llegado al hospital. Dos días después Mathinson se enfermó. Llegó la tos seca, la fiebre y el dolor de cabeza a su casa. Lleva tres semanas aislada en su residencia y aún no sabe si ella o si su último paciente tuvieron Covid-19. También en su caso, los resultados de las pruebas siguen sin llegar.
El Hospital Universitario de Caracas, pese a estar físicamente al lado del INHRR, tiene 12 días sin pruebas rápidas y sin virocult -instrumento que sirve de transporte de muestras- para el análisis confirmatorio de la enfermedad. Hasta ahora contabilizan 33 muertes y las últimas cuatro de la semana pasada no han sido contabilizadas entre los decesos de la capital, donde las cifras oficiales admiten que se encuentra el epicentro de la epidemia con más de 5.000 casos.
La carpa que habían instalado a un costado del hospital, al aire libre, para hacer despistajes y captar pacientes, quedó cerrada. Ahora solo tienen disponibilidad en el Hospital, principal de referencia en todo el país, para atender a dos pacientes en cuidados intensivos. “Ya estamos viendo llegar a pacientes que se mueren al bajarlos del carro o duran solo horas en el área de Emergencia. Esto está colapsando y no tenemos cómo atenderlos”, dice un médico del centro.
Ya que no hay manera de hacer pruebas en los últimos días, los médicos apelan al protocolo internacional para dar el alta médica: esperan a que pasen tres días sin que la persona tenga síntomas y mínimo diez días desde que comenzó a padecer la enfermedad.
La ONG Alianza Venezolana por la Salud recomienda que, ante la falta de pruebas diagnósticas, las actas de defunción deben dejar establecido que el caso es sospechoso de Covid-19. Así, ante la duda, la cifra real de fallecidos quizá no se pueda establecer, pero eventualmente los casos podrán ser estudiados a partir de esos documentos.
A falta de pruebas confiables que certifiquen su efectividad contra la Covid-19, las gotas presentadas por Nicolás Maduro como "milagrosas" y cuya distribución ya autorizó, convocan al escepticismo. El laboratorio que las produce, desconocido, tuvo antes la persona jurídica de un importador de repuestos para carros. Quienes se presentan como autores de los supuestos estudios clínicos que respaldan al medicamento son socios comerciales y operadores políticos del oficialismo: uno, que se proclama escritor de 'bestsellers' en Amazon, llegó a estar preso bajo acusaciones de presuntos ilícitos en una subsidiaria de Pdvsa; el otro, propietario de empresas que contrataron con el Estado, tuvo una discoteca en Margarita.
Se anunció como medida necesaria y casi inflexible para salvar vidas: los vuelos desde y hacia Venezuela quedaron congelados al comienzo de la cuarentena que decretó el gobierno de Nicolás Maduro en marzo para frenar la pandemia de Covid-19. Sin embargo, un monitoreo revela que las limitaciones se administraron a discreción durante lo que va de pandemia. La estatal Conviasa, por ejemplo, viajó más de un centenar de veces a Cuba, Irán y Rusia, esto es, una frecuencia cuatro veces superior a la de los vuelos calificados como ‘humanitarios’.
Sin contar con experiencia previa en la venta de equipos médicos, una empresa dirigida por tres hermanos venezolanos que tenían trayectoria en el sector automotriz, logró colarse como proveedora de la Presidencia de Panamá y firmar un contrato para suministrar respiradores, los equipos más buscados en tiempos de Covid-19. Pero los equipos resultaron estar en mal estado. Esta historia se remonta hasta unos antecedentes en el estado Zulia, relacionados con una familia ya célebre por haber sido favorecida con jugosos contratos del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales.
Anunciada anticipadamente desde hace 35 años como una panacea, la joya de la corona de la controvertida industria cubana de biofarmacia esperaba una diana en la que hacer blanco. Ahora, por fin, no solo los rumores sin fundamento científico y otras especies llegadas desde La Habana y Wuhan le asignan poderes para combatir al Covid-19: el gobierno venezolano ha incluido el Interferón alfa 2b en el tratamiento oficial contra la enfermedad. Pero el entusiasmo de Nicolás Maduro por el medicamento, entre la superchería y la lealtad política, hace tropezar lo que parece un experimento masivo no declarado con la falta de evidencias y el escepticismo de la comunidad médica venezolana.
Nicolás Maduro se ha comprometido con China a atender la demanda de ese mercado por las también llamadas ‘holoturias’, criaturas de aspecto repelente que en la cocina de Asia Oriental pasan por un manjar. Esa oferta no tiene en cuenta los fracasos anteriores de iniciativas para criar la especie en Margarita, lo que abre paso a su pesca indiscriminada. A costa del hábitat natural, la nueva fiebre ofrece una fuente de ingresos a los pescadores, así como un negocio en el que ya entraron amigos del régimen.
El régimen de Caracas trató de instaurar una versión según la cual la tardanza en dar a conocer los resultados de las elecciones del 28J, y su posterior anuncio sin actas públicas, se debieron a un ataque cibernético desde esa nación del sureste de Europa. La narrativa, que resultó un infundio, sin embargo tenía un inesperado correlato con la realidad: la quiebra de un banco en Skopje reveló la existencia de un anillo de empresas y sus dueños venezolanos, algunos muy cercanos a Pdvsa, por cuyas cuentas habrían pasado hasta 110 millones de euros
El programa social del gobierno bolivariano que ofreció “carros baratos para el pueblo” es, en realidad, un negocio privado apuntalado por el Estado venezolano, que vende vehículos traídos de Irán hasta por 16.000 dólares. Aiko Motors, una novel empresa tan desconocida como su dueña, es la intermediaria de un acuerdo entre los gobiernos de Caracas y Teherán y que, según estimaciones, ha movido más de 42 millones de dólares en dos años
Desde una residencia hoy abandonada en Guacara a las páginas que la prensa de España dedica a la cobertura del mayor escándalo de corrupción que afecta al gobierno de Pedro Sánchez: tal ha sido el periplo de Bancasa S.A. y de su propietario, David Pita Bracho. Ambos aparecen mencionados como partícipes de una operación irregular de compra de lingotes por más de 68 millones dólares al Estado venezolano acordada, tras bastidores, entre la vicepresidenta Delcy Rodríguez y el empresario español Víctor de Aldama, ahora preso. Desde Suiza, Pita ofrece su versión sobre el caso, del que se desvincula.
Es conocida ya la entronización de la empresa Railteco en las labores de mantenimiento de teleféricos y trenes en Venezuela, así como su espasmódica eficiencia. Pero poco o nada se sabe que detrás de su fulgurante ascenso está una maquinaria conformada por tres funcionarios del Ejército: Víctor Cruz, presidente de Ventel, Graciliano Ruiz, presidente del Metro de Caracas, y Pablo Peña Chaparro, gerente general de la novel compañía que firma y cobra más de lo que ejecuta
Hoy exhiben tímidos perfiles empresariales, pero en la investigación de la Fiscalía de Portugal sobre la caída del Banco Espírito Santo se detallan los movimientos de un antiguo lugarteniente de Hugo Chávez, el exministro Alcides Rondón Rivero y su abogado y asesor, Carlos Caripe Ruiz, quienes formaron parte de la red de funcionarios que apoyó el flujo de dinero venezolano al banco en apuros y, según el documento judicial, recibieron poco más de 800.000 dólares por los favores recibidos.