Carpas (y esperanzas) en el desierto de Maicao

La canícula, la polvareda y la sed de Maicao son poca cosa para las calamidades que los inmigrantes venezolanos dejan atrás, a escasos kilómetros, al pasar la frontera entre el estado Zulia y La Guajira colombiana. De hecho, sobre la propia raya fronteriza pueden encontrar consuelo y paliativos materiales para sus penurias en el campamento de desplazados que Acnur, agencia de Naciones Unidas, mantiene allí. Pero el albergue cuenta 350 cupos para 53.000 candidatos, y las reglas son estrictas: solo se puede permanecer un mes con la excepción de casos especiales. Luego viene el regreso a la precariedad. Muchos optan por volverse invasores y toman parcelas a la fuerza, donde reproducen las condiciones de pobreza que les asediaban desde donde vienen, esperando “a que pase algo” para regresar a Venezuela.

21 julio 2019
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Maicao dejó de ser la vitrina comercial y del contrabando en Colombia, para convertirse en el espejo de la miseria venezolana.  En medio de la arena, la sequía y la pobreza que caracterizan a este departamento de La Guajira en Colombia, se levantaron carpas similares a las usadas en campos de refugiados que huyen de conflictos armados. Esta vez la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) no aborda un tema de violencia nada más, sino una oleada de personas que ya no tienen más que perder y que decidieron vivir un día a la vez.

Los migrantes venezolanos han ido cambiando sus ambiciones en el tiempo. Desde 2014 salían en aviones a Norteamérica y Europa, títulos en mano, con la expectativa de ser competitivos en el campo laboral. Luego el éxodo se hizo más lento, en autobuses, para quienes la crisis ya empezaba a descapitalizar y optaron por  empezar una ruta al sur del continente. Después, los migrantes solo caminaban atravesando fronteras sin rumbo específico. Hoy Colombia está absorbiendo la crisis venezolana luego de que los gobiernos de Perú y Chile implementaran nuevas exigencias legales para contener el éxodo. Ahora los venezolanos solo aguardan en las fronteras esperando que los ayuden, que haya un cambio de gobierno, que algo pase.

El 28 de mayo de este año Jonathan Sánchez, de 29 años de edad, y su esposa Margelys Delgado, de 26, decidieron irse de Venezuela. Ya no podían ni comer una vez al día. Apenas unos días antes vendieron tres bombonas de gas, sus únicas pertenencias de valor. Con 200.000 bolívares en el bolsillo, una hija de siete años y un bebé de siete meses, comenzaron a tomar buses para llegar a Colombia.

Al plan se sumó la hermana de Margelys, Marisela Delgado, de 22 años, junto a su esposo Julián García, de 26. Juntos podrían hacerse compañía en la travesía, también con sus hijos, uno de cuatro años y otro de seis meses.

Maracaibo, ciudad otrora conocida como el centro petrolero de Venezuela por excelencia, ubicada al noroeste del país y capital del estado Zulia, es la última ciudad de edificios altos que se deja atrás al abandonar Venezuela por esta frontera. La antes próspera urbe se está vaciando, los negocios están cerrados en su mayoría. Hay mucho silencio, los carros transitan lentos por las vías desoladas.

Al tomar la Troncal del Caribe por un trayecto de al menos dos horas y media se van desdibujando los grandes edificios y empieza un camino caluroso, desolado y de asentamientos informales. Los carros se estacionan y venden algunos litros de gasolina en el medio de la vía por 10.000 bolívares cada uno (alrededor de un dólar en el mercado negro). Mientras más se avanza, más caro se cotiza el combustible. Se puede comprobar cada pocos metros en carteles que anuncian la compra con embudos, mangueras y pimpinas listas para vaciar o llenar.

Al pasar Paraguaipoa, localidad venezolana ubicada en el extremo noroeste del estado Zulia, los taxistas tienen que pagar vacunas para que los protejan en la vía. Dos hombres se montan en el capó y en la maleta cada uno para custodiar el transporte. El pago de vacunas es obligado. Los habitantes de la zona atraviesan cauchos y mecates y no los quitan de la vía hasta que los choferes no asomen algún billete o superior a 500 bolívares o, preferiblemente, de pesos colombianos. 

A la familia Sánchez Delgado el dinero les alcanzó para llegar hasta Maicao, el primer municipio fronterizo que se encuentra al salir por la frontera entre el estado Zulia, de Venezuela, y Colombia. Un pueblo bullicioso, lleno de tierra, desordenado, con bolsas de plástico que no dejan de arrastrarse al ritmo del viento y con una muchedumbre luchando entre sí para vender de todo, en todos lados, a toda hora.

La familia Sánchez Delgado en la calle al frente de un refugio de la Iglesia Católica esperando que Acnur los llamara para albergarse durante un mes. Foto: Esteban Vega

Allí lograron albergarse catorce días en el Centro de Atención al Migrante y Refugiado de la Iglesia Católica, el primero que atendió a esta población que dormía en las calles y que ya ha dado cobijo a 2.500 personas. Luego les tocó dormir en la acera, al frente del albergue provisional, con la esperanza que les abrieran las puertas otra vez. No contaban con que 53.000 venezolanos más se peleaban un techo en una de las zonas más pobres de Colombia. Este municipio colombiano ubicado en el departamento de La Guajira tiene el mayor índice de pobreza del país vecino, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas de Colombia.

Maicao tiene un tipo de migración diferente a la que se ve veía entrar meses atrás por el Puente Simón Bolívar al departamento de Norte de Santander, más al sur. En Maicao son pocos los que quieren continuar a otra ciudad de Colombia o a otro país.

Una parte de quienes entran por la frontera de Maicao son venezolanos que solo buscan mercancía para llevar a Maracaibo o traen gasolina por galones. Cruzan por trochas con carros que colman de comida y mucha Coca-Cola que se paga a la mitad del precio que se vende en Venezuela. Otros decidieron esperar del otro lado del sector La Raya, que separa ambos países, para estar lo más cercano posible a sus casas cuando algo pase.

Más venezolanos se fueron juntando con la familia Sánchez Delgado en la misma acera para darse protección. Dormían uno al lado del otro. Jonathan cada noche trata de crear una coraza con su cuerpo para proteger a su gente. Duerme con su hija hembra sujetada debajo de sus piernas; el bebé de siete meses lo esconde en su regazo y los paquetes de comida los usa como almohada para ocultarlos. “Es la única forma de que no nos roben mientras dormimos”, dice.

Foto: Esteban Vega

Ya Sánchez conocía Colombia. Era guía turístico en la zona de Palomino. Se aprendió cada dirección y atractivo turístico de estas playas y ríos ajenos a su cotidianidad. Volvió a Colombia creyendo que podía brindar días de aventuras a su familia como hacía con los franceses, italianos y españoles que frecuentan esa zona, pero solo encontró un sol implacable, una arena que tapiza a su familia cada día, el agua por cuentagotas y asfalto para descansar. “Yo no era indigente en Venezuela. Era comerciante informal y hasta me llegué a comprar un aire acondicionado con un solo día de trabajo. Yo viví eso. Mi casa tenía televisión, aire y una cama de madera con unos cisnes grandes que adornaban el copete. ¿Verdad, mi amor?”, le recuerda a su esposa. Ella asiente con su cabeza mientras le revisa unas manchas rojas que comenzaron a salir en el cuerpo a su bebé, que lleva cinco días con fiebre. “Es el calor”, le dice Jonathan para calmarla.

Luego de seis semanas, el personal de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) buscó a los venezolanos que vagaban y dormían en esa calle. Había cupo para 40 familias en el refugio temporal por 30 días, el modo establecido por la agencia internacional para la atención de los venezolanos que llegan a la zona, aunque la duración puede variar según cada caso en particular y permanecer menos de un mes o más. Para poder ingresar al Centro de Atención Integral (CAI), los venezolanos se tienen que acercar primero a los puntos de atención y orientación del Acnur en Maicao y Paraguachón, donde se valoran los casos y se incluyen a las familias en situación de alta vulnerabilidad en la lista de espera. Cuando se liberan cupos, Acnur va a buscar a las personas en la calle, para avisarles que ya pueden ingresar al CAI.

Desde el 8 de marzo en Paraguachón -localidad que se encuentra al margen de la frontera con Venezuela, a ocho kilómetros al oriente de la ciudad de Maicao- se inauguró un Centro de Atención Integral. Se levantaron carpas en un terreno de 4,5 hectáreas para albergar a 350 personas. Quienes duermen en las calles tienen un objetivo claro: buscan entrar a estas tiendas familiares para descansar, protegerse y buscar opciones de qué hacer. El futuro se limita al día siguiente.

Acnur ya albergó a 1.125 personas desde marzo. Aún hay 2.258 venezolanos en lista de espera para entrar a este refugio temporal. Foto: Esteban Vega

La que pensaban sería su última noche en la calle, la familia Sánchez Delgado la dedicó a reunir pesos para pagar algún remedio para bajarle la fiebre al bebé. Lo bañaron a la intemperie con la esperanza que las manchas rojas en su cuerpo desaparecieran. En Maicao la temperatura oscila entre los 27 y 35 grados centígrados, el sudor empapa desde que amanece hasta que cae la noche, y el viento embadurna el cuerpo de arena. El agua se consigue a cuentagotas y su sabor es salado. Pagar 600 pesos (0,18 dólares) por cada litro de agua es un lujo que pueden darse pocas veces. La sed es parte del día a día. “El calor es nuestro peor enemigo acá”, dicen. Jonathan llamó a su madre para avisarle que ya iban a tener un lugar donde vivir. Esa noche le avisaron que su casa había sido invadida y sus familiares intentaban recuperarla.

Un carro blanco se estacionó con premura. Un funcionario de Acnur se bajó y pidió las cédulas de la familia Sánchez Delgado. Les tomó fotos. Todos los demás comenzaron a sacar sus documentos, pero el hombre no los recibió. “Los demás quedan para después. Mañana nos vemos en el hospital viejo de Maicao”, dijo y se fue.

Amaneció y a las siete toda la cuadra de amigos que acompañaban a Jonathan, Margelys, Marisela y Julián tomaron las adyacencias de la sede del hospital viejo de Maicao. Los primeros en entrar fueron Jonathan y Margelys porque dijeron que el bebé tenía seis días ya con fiebre. Los esperaba un puesto de vacunación en la entrada, pero todos se detuvieron al ver las manchas rojas en el cuerpo del niño. “Tenemos sarampión”, vociferaron. A Jonathan lo trasladaron a una oficina y le explicaron que debía irse al hospital y que no podía entrar al albergue. Su caso ya era un problema de salud pública.

Jonathan Sánchez y su esposa Margelys Delgado son los primeros en entrar a la sede donde Acnur citó a 40 nuevos venezolanos que albergarán. Minutos después deben abandonar el lugar porque su bebé de 7 meses de nacido tenía síntomas de sarampión. Volvieron a dormir en la calle. Foto: Esteban Vega

"¿Tienes cómo irte solo?", le preguntaron.

"Seguro las manchas son por el calor. No puedo seguir en la calle", respondió.

Toda la logística de traslado al campamento Paraguachón se detuvo. Montaron a Jonathan, Margelys y los niños en la camioneta que estaba destinada originalmente a llevar a los inmigrantes al albergue. Unas enfermeras le pidieron a Marisela que les mostrara su hija para ver si tenía los mismos síntomas. Salió ilesa del diagnóstico. Recibió cuatro vacunas seguidas en las piernas y las gotas para evitar el polio. Reventó en llanto y Marisela con ella. “Esta niña no tenía ninguna vacuna desde que nació. Le pusimos inmunización para prevenir polio, sarampión, rubeola, influenza y neumococo”, dijo una enfermera. La familia quedó separada en ese momento.

 Así que de los 40 seleccionados para entrar ese día al campamento, solo 36 lo hicieron. En la fila estaba Roeldys Quero, de 38 años de edad, con una elefantiasis diagnosticada que le impedía caminar, una enfermedad parasitaria común en países tropicales, que engrosa las extremidades inferiores por la obstrucción de vasos linfáticos de la piel. Llegó el 19 de mayo a Maicao con su nieto de cinco años, al que está criando luego que su hija muriera 40 días después del parto. En un bolso llevaba tres mudas de ropa para cada uno y una Biblia. Cuando se montó en el vehículo que la trasladó al albergue lloraba viendo por la ventana.

Roeldys Quero migró para poder operarse de la pierna. Llevaba 7 semanas duermiendo en las calles de Maicao con su nieto de 5 años de edad. Foto: Esteban Vega

Recordó que días atrás dormía en el lobby de un hotel. Entraba tarde, cuando todos los huéspedes dormían, y salía temprano, antes que todos despertaran. Hasta que los empleados no pudieron ocultarla más y tuvo que vivir en la calle. Vendió chucherías en las aceras de Maicao para comprar la comida del día. “Me vine de Maracaibo para lograr operarme la pierna y poder darle comida a mi nieto”, cuenta.

A su lado dos hermanas de Ciudad Ojeda, en el vecino estado Zulia venezolano, Yoleida y Dilia Suárez, de 51 y 53 años, esperaban a ser llamadas. Dilia sufrió un ACV (Accidente Cerebro Vascular) dos meses atrás en su país. No podía abrir un ojo y no tenía medicinas para la tensión. “Nos vinimos para trabajar como costureras, pero no hay trabajo. Queremos volver a Venezuela, pero Maduro nos quitó el derecho”, alegaban ante los funcionarios de Acnur. Todos tenían en común que dormían en las calles.

Los llevaron a un dispensario donde pesaron a cada niño y adulto. A cada uno los vacunaron contra el sarampión e influenza. Kits con medicinas esenciales los esperaban. Quienes eran hipertensos comenzaron nuevamente sus tratamientos. Acetaminofén para la fiebre, antibióticos, cremas vaginales y para la dermatitis. Todo lo básico que habían perdido estaba en una mesa.

Las carpas de la guerra

Cada familia, con sus medicinas en mano, fue llevada al gran campo de carpas, similares estas a las instaladas en Siria y países vecinos para proteger a las personas de las altas temperaturas. Cada una tiene capacidad para resguardar de la intemperie a cinco personas durmiendo sobre colchonetas. Cuando se alojan parejas, solo una tela divide la tienda en dos ambientes. Hay otras unidades de vivienda con un diseño más innovador y camas -también usadas en Siria- para aislar a personas que, por su condición física, necesitan mayor comodidad. 

El escenario cuenta con los servicios básicos, un verdadero privilegio si se compara con la polvareda en las calles de Maicao. Hay baños, bateas para lavar ropa, regaderas, un grifo de donde pueden tomar agua potable en cualquier momento. No hay sed. Sí, en cambio, un amplio comedor con tres comidas garantizadas.

Acnur provee de carpas, colchonetas, agua y tres comidas al día durante un mes. Foto: Esteban Vega

En las mañanas todos los adultos salen a conseguir algún trabajo, a buscar dinero. Muchos niños se quedan en el terreno y las mujeres embarazadas reposan dentro de las carpas, esperando que el viento las refresque un poco. El campamento se queda en silencio hasta la tarde. El sol agobia y mantiene estática a la gente que busca sombra. Solo se ven niños escurridizos corriendo y escondiéndose entre las carpas para jugar, espiar. Hasta que los maestros de una escuelita informal llamada Espacio Protector los llama.

El martes 9 de julio se sumaron nuevos venezolanos. El Espacio Protector tenía preparada una charla para que los niños aprendieran a cuidarse ante un posible abuso sexual. Los mayores de cinco años dibujaron un hombre y una mujer. Identificaron cada parte de su cuerpo y con una “X” iban tachando los lugares donde no podían permitir que los tocaran. Los más pequeños le indicaban a la maestra dónde había señales de alerta. “Noooo”, repetían juntos cuando la maestra pasaba un objeto por partes del cuerpo prohibidas para los extraños.

El Consejo Noruego brinda un espacio en donde ayudan a los niños a superar el duelo migratorio

La iniciativa del albergue temporal de Maicao es parte de un Plan Regional de Respuesta para Refugiados y Migrantes que se anunció en Ginebra, Suiza, en diciembre de 2018, el primero de este tipo en América, que pretende promover la inclusión social de los caminantes venezolanos que transitan por los países de la región.

Este año, además, la migración venezolana recibió una tipificación especial. No son refugiados, ni exiliados ni apátridas. No huyen masivamente de una guerra, pero sí escapan masivamente del hambre, la crisis económica y la falta de acceso a la atención de salud. Es inédito en la región y Acnur los califica como “venezolanos desplazados en el extranjero”.

En febrero de 2018 el Gobierno de Brasil también comenzó a atender a los venezolanos en sus ciudades fronterizas con un plan denominado Operación Acogida. Hasta la fecha, Acnur reporta trece albergues temporales en Boa Vista y Pacaraima, que dan abrigo a 6.000 venezolanos. Apoyando también con tiendas de campaña, artículos de emergencia, instalan fuentes de agua potable, facilitan la movilización comunitaria.

La ayuda humanitaria que estableció la agencia para ellos es similar a los usados en el conflicto de Siria y para la atención de la perseguida etnia de fe musulmana rohingya, en Birmania. 

Siria representa la mayor crisis humanitaria y de refugiados de nuestros tiempos, con más de 5,6 millones de personas que huyeron de su país desde 2011 para buscar seguridad en Líbano, Turquía, Jordania y otros países, vecinos y no tanto. Allí Acnur montó tiendas de campañas, dio ayudas económicas para medicinas y alimentos, tal como lo está haciendo con los venezolanos en Colombia.

En el caso de los rohingya, en medio de una campaña de limpieza étnica emprendida por la mayoría budista, se cuentan en más de un millón los refugiados que huyeron de la violencia en sucesivas oleadas de desplazamientos desde principios de los años noventa. Su último éxodo comenzó el 25 de agosto de 2017, cuando estalló la violencia en el estado de Rakhine y más de 723.000 buscaron protección en Bangladesh. La Acnur también transportó lonas de plásticos, carpas y colchonetas, ayudó en la construcción de asentamientos para letrinas, pozos, instalaciones de agua y repartió materiales para albergues para ayudar al gobierno bengalí occidental a mitigar el impacto migratorio.

El albergue de Maicao fue solicitado por el gobierno de Colombia para abordar las necesidades del aluvión de personas que no dejan de entrar al país. Según estadísticas oficiales, en Colombia ya habitan 1,3 millones de venezolanos, y se espera que la cifra ascienda a 2,2 millones a finales de este año. Se necesitan más de 700 millones de dólares al año para atender a los venezolanos desplazados en el mundo, y Colombia concentra la mayor necesidad de ayuda, con unos 315 millones de dólares para atenderlos, de los que apenas se ha logrado recaudar una cuarta parte.  Hay 38 agencias de Naciones Unidas, organismos no gubernamentales y el Movimiento de la Cruz Roja trabajando en Colombia para ofrecer la ayuda humanitaria que no puede entrar fácilmente a Venezuela. De ellas, 18 se hacen presentes en Maicao.

Colombia fue uno de los primeros países que ofreció permisos de permanencia por dos años para que los inmigrantes pudieran trabajar, abrir una cuenta bancaria y alquilar viviendas. En suma: permisos para vivir. Se beneficiaron 415.000 personas, pero la medida ya está venciendo en muchos casos. Además, ya no se expiden permisos -al menos, no por ahora- y el desplazamiento no para.

En el albergue de Acnur se brinda orientación y asesoría legal según la necesidad de cada venezolano. Si tienen ascendencia colombiana pueden reclamar su nacionalidad o, si tienen alguna probabilidad de obtener papeles en otro país, los ayudan a contactar a personal de las embajadas. Si hay casos de persecución o de necesidad de ayuda humanitaria, intentan tramitar sus casos de asilo.

Paréntesis de la miseria

Marisela y Julián pudieron optar por este mes de descanso que ofrece el campamento. No duermen en la calle por ahora. Pueden salir, trabajar y volver cada día, pero el albergue es temporal. Su fin es ayudar a paliar el duelo migratorio y colaborar para que cada persona que pase por el refugio pueda tomar decisiones con la lucidez del estómago lleno y mayor información en sus manos.

Más de 1.125 venezolanos ya pasaron por este espacio de abrigo temporal para prepararse, desde que abrió sus puertas el 8 de marzo de 2019, pero aún hay 2.258 personas en lista de espera. El día que se despiden del techo y de las tres comidas garantizadas se llevan un kit de higiene, otro de cocina y de comida, además de una tarjeta de débito o dinero en efectivo que les garantiza por tres meses un estipendio de máximo de 252.500 pesos (según la composición del grupo familiar) para buscar vivienda, equivalentes a 62 dólares. El monto es fijado por el gobierno colombiano.

Pero al salir, la realidad supera cualquier paliativo. Los venezolanos que permanecen en Maicao parecen no tener más opción que invadir terrenos sin servicios y dedicarse a la sobresaturada venta callejera de chucherías. Viven en pobreza extrema.

Venezolanos viven en terrenos invadidos sin acceso a agua ni luz.

La alcaldía de Maicao estima que hay siete invasiones de venezolanos. Una de las invasiones fue bautizada como "Luisa Pérez", en honor a la madre de un político local que ha ido donando tierras por pedazos o vendiéndolas en cómodas cuotas. Regresa la sed, la arena los arropa de pies a cabeza y, cuando cae la noche, se alumbran con los fogones con los que cocinan sus cenas. La meta del día a día es comer.

Linda Montiel, de 40 años, se va perfilando como líder de ese asentamiento. En sus muñecas lleva puestas pulseras tricolor y aprieta con fuerza la mano de todo el que se le presenta. Los ve fijo con sus grandes ojos verdes y relata de memoria cuáles son las organizaciones que hay en Maicao y qué ayudas pueden otorgar. Es madre de cuatro hijas, tres de ellas especiales.

Migró junto a su pareja, Jomar Jérez, de 25 años de edad. Dice que en Maracaibo trabajaba con el actual gobernador del Zulia, Omar Prieto, en sus tiempos de alcalde del municipio San Francisco, siempre como ficha del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Su cargo le exigía promover las obras sociales y movilizar gente. Hasta que, sigue contando, no pudo expresar sus descontentos frente a la crisis.

“Yo voté por Chávez, lo admito, pero ahora te digo que destruyeron un país entero. Empezaron a amenazarme con quitarme la bolsa Clap porque tenía críticas, me pedían el ‘carnet de la patria’ para poder comprar. Me vi a las tres de la mañana durmiendo en el piso con mis hijas porque no tenía luz y no aguantábamos el calor. Sin agua, sin medicinas, sin pañales”, cuenta.

La familia tenía casa y carro. Tenía ciertas comodidades en Venezuela, pero la crisis los fue descapitalizando. El 19 de marzo de este año su hija mayor convulsionó por primera vez y no tenía medicamentos. El 22 de marzo cruzaron la frontera. Primero durmió por 22 días en el refugio que ofrece la Iglesia Católica. Luego estuvo en la calle. Pasó por el albergue de Acnur y ahora aprovecha los bonos para construir su casa en el asentamiento informal. “Paraguachón es una caja de cristal, pero luego sales y te encuentras con una realidad dura. Nosotros no estamos acostumbrados a vivir en una zona rural ni a hacer necesidades en bolsa y lanzarlas al monte, pero no podemos volver”, asegura.

Donde vive Montiel está cubierto por las mismas bolsas de plástico que se ven por todo Maicao. Están llenas de deposiciones humanas. Pero en las invasiones de los venezolanos las bolsas suelen quedar enganchadas en los arbustos secos del monte azotado por el viento. Cada día deben pagar al menos 2.000 pesos (0,62 dólares) para llenar tobos de agua que les permiten asearse y cocinar.


Jheimmy Naizzir, coordinadora del Centro de Atención al Migrante y Refugiado, alerta que Maicao, ya de por sí pobre y desasistido, se está sumiendo más en la pobreza y que hay una migración interna de colombianos que intentan dejar Maicao por el colapso que presencian.

“El migrante venezolano que llega ahora tiene miedo de avanzar. La cercanía con su país los aferra a la esperanza de retornar. Guaidó les dio esperanza, esperaron a ver qué pasaría y ahora tienen un duelo migratorio”, dice.

Aunque la ayuda está empezando, los recursos del primer plan de acción se agotan para algunos. Este mes los primeros venezolanos que entraron al albergue dejaron de obtener el bono y crece la incertidumbre.

Leidys Romero, de 28 años de edad, se fue a Maicao desde Valencia, estado Carabobo, en el centronorte de Venezuela, en octubre de 2017, con sus hijos de siete y seis años de edad. Su hijo menor tenía el riñón de un niño de tres años. No orinaba regularmente y el órgano no le crecía. En Venezuela solo le daban como opción dializarse, aunque existen tratamientos para que su hijo retomara su vida normal. Antes de migrar ella trabajaba en una tienda de ropa, pero en Maicao le tocó caminar calles con temperaturas de 35 grados centígrados vendiendo chicharrón y cotufas.

Leidys Romero asegura que continuará en Maicao hasta que no haya un cambio de Gobierno de Venezuela. Vive con sus dos hijos en un terrano invadido sin agua ni luz

Romero fue de las primeras que entró y durmió en las carpas de Acnur en marzo de este año y se convirtió, relatando su historia, en la cara promocional de este organismo internacional en la zona. Allí logró estabilizar la salud de su hijo. Su padre, que nació en Colombia, pudo reconocerla como hija de nativo. La asesoraron legalmente y le pagaron los pasajes de los testigos para completar los trámites correspondientes.

Obtuvo también el bono, que usó para comprar un celular para poder comunicarse con su hijo mayor de nueve años de edad, que se quedó en Venezuela con su papá. Compró ropa y láminas de zinc para hacer un rancho en una invasión que ella, junto a 250 familias, había liderado durante la madrugada del 19 de noviembre de 2017. No tenía ni luz ni agua corriente, pero la bautizaron La Bendición de Dios. Habitan colombianos retornados, guajiros de la etnia wayúu que circulan por ambos lados de la frontera, y venezolanos que huyen de la crisis económica y de salud.

“Mi hijo menor me dice: ‘Vámonos, mami. Ya a mi hermano no lo puyan más. Ya está bien’. Ellos saben que nos vinimos para salvarle la vida porque uno de mis hijos estaba enfermo, pero les tengo que decir que en Venezuela no podremos comer. Claro que odio estar llena de tierra todo el día, con sed, quemada por el sol y sin trabajo, pero acá podemos comer y allá no”, cuenta.

El bono de Leidys se terminó y aún no encuentra trabajo. Las chucherías son cada día más difíciles de vender en las calles de Maicao. La competencia abunda en el comercio informal. Ella solo sigue esperando que en Venezuela pase algo que le permita volver.

La Bendición de Dios fue la primera invasión en organizarse con una estructura similar a los consejos comunales del chavismo venezolano. El terreno de pura arena tiene casas remendadas con pedazos de tela, encerados roídos y bolsas negras que van cosiendo para delimitar su intimidad. Quienes han ido reuniendo dinero con los bonos que dan los donantes que se encuentran en Maicao, compran láminas de zinc.

“Decían que Colombia es el nuevo sueño americano. Que podrías comprar ropa, celular y zapatos al llegar, pero encontré calor, zancudos y la radio diciendo que éramos malandros”,

En esa invasión se duplica la estructura comunal chavista de autogestión. Hicieron un mapa de la invasión, delimitaron sus tierras en terrenos de catorce por siete metros y nombraron a un líder por calle, cuenta José Canache, de 45 años.

Canache fue de los primeros beneficiados con casas hechas por el gobierno de Chávez  en los Valles del Tuy, a las afueras de la capital venezolana. Trabajaba como obrero y, recuerda como uno de sus logros de entonces, llegaba con pan y un jugo cada noche a casa para alimentar a sus dos hijas. En 2017 el hambre lo sacó de Venezuela, como a todos los demás. Empezó a comer solo yuca, auyama y arroz picado, una vez al día y no todo a la misma vez. Vendió un carro por partes para comprar comida. Cuando ya no le  quedaron más piezas, vendió la nevera y una computadora. Con eso emprendió el camino del inmigrante, caminando y pidiendo aventones. El dinero se le acabó justo al llegar a la frontera entre Venezuela y Colombia.

“Decían que Colombia es el nuevo sueño americano. Que podrías comprar ropa, celular y zapatos al llegar, pero encontré calor, zancudos y la radio diciendo que éramos malandros”, se lamenta.

Hoy Canache es el líder del asentamiento. Save The Children, Aldeas Infantiles, Hallú, Cruz Roja y Acnur han visitado este lugar y cada uno ofrece ayuda para tratar que la estadía en la frontera sea más digna, menos árida.

Aldeas Infantiles dio galones de pintura de colores amarillo, azul y rojo, junto con láminas de zinc. Cada palo para levantar un techo con tres paredes se pintó con los colores de la bandera venezolana. Crearon un espacio para que los niños se reúnan y escuchen charlas que les hagan sobrellevar el duelo de dejar su país. Canache dio parte de su terreno invadido para hacer una escuela que sirva para nivelar a los niños que no están escolarizados aún.

Los organismos no gubernamentales avisaron que acudirían a la comunidad. Los habitantes de la Bendición de Dios los recibieron con café colombiano aromatizado con canela en la estructura de zinc y tricolor que ya construyeron con su ayuda. Ese día llegaron otras buenas ofertas. Entre ellas, un proyecto para darles materiales de construcción para pozos sépticos en los ranchos. Una empresa privada les ofreció comprarles el kilo de bolsas de plásticas en 600 pesos (0,18 dólares). Prometieron además enviar cisternas de agua y les pidieron organizarse en comités. La verdad es que Canache ya tenía el trabajo casi hecho.

Habitantes de la Bendición Dios reciben a entes no gubernamentales que les ofrecen ayuda

Un sistema sobrecargado

En Maicao, si un extranjero en situación irregular tiene una enfermedad crónica, por ley solo recibirá cuidados paliativos y atención para casos urgentes.

 Los venezolanos que acuden al Hospital San José de Maicao solo pueden ser atendidos por emergencias. Entre 60 y 70 por ciento de las mujeres atendidas en salas de partos son venezolanas. Entre enero y mayo de este año en Colombia se atendieron 3.123 partos de mujeres venezolanas.

Si sus hijos nacen prematuros y necesitan cuidados intensivos no tienen opción. La unidad de cuidados intensivos forma parte de una atención privada que solo puede ser costeada con seguros médicos. Tampoco hay terapia de diálisis para quienes tienen problemas renales ni acceso a tratamientos para el cáncer, hemofilia, diabetes. 

Según datos del boletín epidemiológico de junio de 2019 del Instituto Nacional de Salud de Colombia, sobre fronteras y extranjeros, se han confirmado 329 casos de sarampión, 22 niños venezolanos menores de cinco años murieron con desnutrición entre 2017 y 2019, 143 bebés fallecieron antes de los 28 días de nacidos y otros 34 menores de cinco años murieron por diarreas e infecciones respiratorias. En el lado colombiano de la frontera además se atendieron 1.655 casos de venezolanos con malaria y 260 casos de mortalidad por sida en los últimos tres años.  

La radiografía de un día en la Sala de Emergencia del hospital San José de Maicao muestra a un hombre inconsciente en una camilla, de identidad desconocida, del que médicos presumían que era venezolano; a un niño con diabetes; un bebé con un hematoma en su cabeza que no cesaba porque padecía de hemofilia y en Venezuela no tenía tratamiento; a unos gemelos que traían una infección desde Maracaibo que no podían controlar en centros de salud venezolanos porque no había antibióticos. A todos trataban de estabilizarlos, pero los casos crónicos no tenían solución.

En pediatría, Yescarlín Montero cargaba a su hijo de diez meses. Estaba hinchado y con la piel descamada. Tenía diagnóstico de Kwashiorkor, un tipo de desnutrición por falta de vitaminas y proteínas propio de las hambrunas africanas.  Montero cruzó la frontera buscando ayuda porque en Venezuela solo podía alimentar a su hijo con teteros de plátano y crema de arroz. El bebé tenía antibióticos, alimentación terapéutica, pero necesitaba cuidados intensivos. No había esa opción.

Yescarlín Montero carga a su hijo de 10 meses con desnutrición. Necesita terapia intensiva, pero el hospital no puede darle esta atención porque no tiene seguro ni papeles legales en Colombia. Foto: Esteban Vega

En el sistema de salud colombiano también surgió un nuevo término con la llegada de la migración venezolana: “Población pobre no asegurada”. Según la norma, debe ser atendida, pero solo en casos de urgencias. Por estas atenciones de salud, el Gobierno de Colombia le debe unos siete millones de dólares al hospital de Maicao. “El Gobierno de Colombia debe por ley pagar los gastos de urgencias de extranjeros, pero nadie estaba preparado para esto”, dice Gustavo Flechas Ramírez, asesor jurídico del Hospital San José.

Allí Jonathan y Margelys solo pasaron unas horas. Al bebé le hicieron las pruebas de sarampión y se enviaron las muestras a la capital colombiana, Bogotá, para esperar la confirmación. Luego, les pidieron esperar los resultados en la calle. Ese día no durmieron en el refugio ni les brindaron una cama del hospital.

“Mi casa la invadieron, me robaron en Maicao, mi hijo con sarampión y ahora me hacen seguir en la calle. Para mí no hay solución”, dice Jonathan, quien con su familia sigue en la calle, lo suficientemente cerca de su casa en esta Venezuela de la que no se alejan más y a la que, sin embargo, no se atreven a volver. Esperan que algo pase.


*Anibal Pedrique colaboró con este reportaje.

Esta crónica fue actualizada el 7 de agosto de 2019. Los cambios incorporados incluyen la precisión en el nombre del centro (Centro de Atención Integral), el tiempo que se puede estar en sus instalaciones, las cifras de venezolanos atendidos y en lista de espera hasta el 24 de julio de 2019, detalles sobre la asesoría y orientación que reciben de parte de Acnur, así como especificaciones de las unidades de vivienda tipo “RHUs”.

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