Las leyes de Caracas y el patrimonio ancestral aborigen prohíben desde hace décadas la explotación abierta de minerales en las selvas del estado Amazonas, hasta el punto de convertirla casi en tabú. Pero las actividades furtivas de los ‘garimpeiros’ en las mismísimas nacientes del Orinoco, la miseria reinante y el reciente discurso oficial van creando una atmósfera cada vez más proclive a la aceptación de la industria extractiva a cualquier escala y en manos del Estado o de privados.
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Son casi las cinco de la tarde del 18 de noviembre de 2021. Tras la hierba alta, en un recodo del eje carretero norte de Puerto Ayacucho, cerca de la entrada a Galipero Viejo, se levantan unos galpones en construcción que ya muestran el logo de la Corporación Venezolana de Minería (CVM), organismo adscrito al Ministerio de Desarrollo Minero Ecológico, que opera desde 2013. Al frente, una valla anuncia en letras negras, mayúsculas y centradas: CENTRO DE INSUMOS MINEROS. Industrias Onixalex, CA. Puerto Ayacucho. En la esquina inferior derecha el logo del llamado Motor Minero. Una bandera nacional ondea en el aviso. También lleva el logo de la CVM.
Este es un noviembre electoral. El oficialismo convocó para el día 21 unas polémicas elecciones regionales para escoger gobernadores de estados y alcaldes municipales en todo el país.
En el estado Amazonas se encuentra en plena campaña el gobernador en ejercicio, Miguel Rodríguez, quien aspira a la reelección. Inaugura obras y entrega materiales e insumos en los siete municipios del estado Amazonas. Mediante recursos del Estado –como aviones y helicópteros militares– visita lugares distantes a los que los otros candidatos, por no hablar de la mayoría de los habitantes de la entidad, jamás podrían llegar. La falta de gasolina y el altísimo costo de los pasajes son los principales impedimentos.
En La Esmeralda, en el municipio Alto Orinoco, Rodríguez debió arengar a la gente en medio de la oscuridad. Por falta de combustible, no había luz en la cancha techada en la que se presentó. Pero no se dejó inmutar ni por el inconveniente ni por los gritos de la concurrencia que preguntaba: “¿Y la gasolina?”. Entregó al pueblo una planta eléctrica a gasoil.
La valla en Galipero Viejo y el discurso de campaña de Miguel Rodríguez -quien a la postre resultó reelecto– comparten un rasgo: se refieren sin tapujos a la promoción oficial de la actividad minera en el estado Amazonas, donde está prohibida desde 1989.
Rodríguez, del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), presentó el 29 de octubre de 2021, como parte de su oferta electoral, el Plan de Desarrollo La Nueva Amazonas. Aunque no era más que una lista escueta de puntos sin mayor precisión, en el documento destacaban dos premisas: crear y consolidar las Zonas Económicas Especiales, así como promover el “gran debate” sobre la actividad minera en Amazonas.
“Ahora está naciendo la nueva Amazonas… Porque este 21 noviembre vamos a obtener una gran victoria”, dijo al finalizar el acto en las instalaciones del gimnasio cubierto del Escondido en la ciudad de Puerto Ayacucho. Pero luego, en todos sus mítines a lo largo de la campaña, hasta su victoria en las urnas, enarboló el lema de La Nueva Amazonas.
Son las más recientes señales de que, desde la jerarquía del Estado, se prepara el terreno para romper los sellos del tabú que hasta ahora prohíbe la explotación minera en el estado Amazonas, una gran área selvática y de reserva biodiversa donde nace el río Orinoco, el más largo de Venezuela y el tercero en caudal en el mundo.
A Eligio Dacosta, indígena baniva y coordinador general de la Organización Indígena de Pueblos Indígenas de Amazonas (Orpia), le preocupa el intento de legalizar la minería en el estado Amazonas o de promover una réplica del Arco Minero que el gobierno de Nicolás Maduro instauró en el vecino estado Bolívar.
“Muchos dirigentes políticos están viendo esto como una alternativa para solucionar supuestamente el bloqueo que tenemos ahorita en Venezuela y la crisis económica del país o, en este caso, de aquí de la región”, observa Dacosta, días después de participar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 26), que se realizó en Glasgow, Escocia. “No ven que esto realmente es destrucción en los territorios, porque lamentablemente donde están los recursos minerales están los pueblos indígenas y eso es lo que nosotros no queremos”.
Lo que denuncia Dacosta no es una profecía sin fundamentos. En noviembre de 2018 el gobierno intentó abrir una oficina del Arco Minero del Orinoco en Amazonas. La iniciativa gubernamental fue detenida gracias a las protestas de los pueblos originarios, que ya conocen lo que viene pasando con la CVM en Bolívar. En septiembre de 2020, la comunidad indígena de Santo Domingo de Turasen en el municipio Gran Sabana de ese estado rechazó la instalación y operación en sus tierras de la corporación estatal, a la que acusó de fomentar y formalizar la extracción aurífera en zonas protegidas, entre ellas, el Parque Nacional Canaima.
La CVM ha adquirido un perfil de persona non grata en la Gran Sabana, Personas que pidieron no ser identificadas aseguran que desde el aeropuerto de Santa Elena de Uairén, en el sureste del estado Bolívar, la CVM envía al Amazonas, en aviones del Grupo Aéreo de Transporte N˚ 9 de la Aviación Militar Bolivariana, insumos mineros comprados en Brasil, como turbinas.
Al momento de reportear este trabajo, las calles de Puerto Ayacucho se veían desoladas por las tardes. Ningún negocio abría sus puertas después de mediodía por las restricciones horarias impuestas por el confinamiento. Solo vendedores informales e hileras de mototaxis se mantenían en las calles. El letargo se profundizaba en las noches. A veces una fiesta en una plaza, o los niños que rodaban sus bicicletas en parques devorados por la maleza y la oscuridad, rompían la monotonía.
El Mirador, punto turístico desde donde se contemplan los raudales de Atures, también estaba enmontado. En lo alto, sobre una piedra milenaria, unos niños volaban papagayos hechos con bolsas negras. “Este gobernador lo que ha hecho es destruir lo poco que funcionaba”, soltó un transeúnte. “Hemos visto el deterioro”.
El estado Amazonas se ha transformado en una virtual economía de enclave, en la que el peso colombiano y el oro son las monedas de cambio. En Puerto Ayacucho hay un mercado donde se vende toda clase de productos colombianos. “Casuarito ha sido nuestra salvación”, dice otro de los pobladores al referirse a este poblado colombiano que queda al otro lado del río, un cruce que cuesta 10.000 pesos colombianos (unos 2,5 dólares). Allí los compradores venezolanos se abastecen principalmente de medicinas.
La señal de telefonía celular es precaria. Como cada vez es más frecuente el robo de cables para vender el cobre en Colombia, muchos sectores residenciales de la capital del estado no tienen teléfono fijo desde hace años.
Cada vez que llueve o la temperatura sube, en Puerto Ayacucho se interrumpe el servicio eléctrico.
Buena parte de las comunidades del casco urbano en Puerto Ayacucho no tienen agua por tubería. Lugares como el barrio Cataniapo, en el sector El Calvario, no cuentan con este servicio desde hace 30 años. Los lugareños optan por perforar pozos profundos, aunque no sea una solución que esté al alcance de todos: la perforación se cobra en pesos colombianos y una bomba para extraer el agua cuesta alrededor de 62 dólares.
Desde hace dos años, la ciudad capital del estado no cuenta ni siquiera con el tradicional vuelo semanal que todos los jueves la conectaba con otras partes del país. La única vía para entrar o salir ahora es por tierra. Por unos diez dólares, dependiendo del tamaño del carro, una gabarra permite atravesar el río Orinoco entre Puerto Páez (Apure) y El Burro (Bolívar), para proseguir el trayecto hasta Amazonas.
En Puerto Ayacucho todavía funcionan algunos autobuses que hacen rutas interurbanas hacia las comunidades de los ejes carreteros norte, sur y este; pero el medio de transporte más popular lo constituyen las mototaxis.
Es común ver personas caminando a lo largo del eje carretero norte. Algunas salen a las dos de la mañana de sus casas en las afueras para llegar al mediodía a Puerto Ayacucho. Quienes caminan dos horas hasta sus lugares de trabajo pueden considerarse afortunados.
El cuadro postapocalíptico corresponde a la capital del estado. Al interior de la provincia las dificultades se hacen todavía más agudas. Las penurias alimentan las expectativas acerca de una apertura a la minería como única opción económica. “Acá no se consulta. Aquí se hace y luego se dice. El derecho económico no puede prevalecer sobre los demás derechos. Cuando permitimos la ilegalidad, todos somos delincuentes”, advierte Bertha Macurivana, defensora delegada especial indígena del estado Amazonas.
Hay varios focos de minería ilegal en el estado Amazonas, por lo general, en las cabeceras de los ríos.
Uno de ellos se encuentra en la cabecera del río Guayapo, en el Cerro El Quemao, parte del territorio ancestral del pueblo uwottüja. Los indígenas han contabilizado hasta 20 máquinas que están trabajando en el lugar y se han reunido con el jefe de la Zona Operacional de Defensa Integral N° 63 (ZODI) del estado Amazonas, general José Ramón Maita González, para que los ayude a detener la destrucción. Aseguran que las máquinas vienen de Colombia y que hay foráneos y parientes indígenas trabajando en las minas.
En algunas de esas minas se corrobora la presencia de pastores evangélicos que controlan el lugar. Estas personas dicen que Dios autorizó las minas, que son para todos y, por tanto, el diezmo lo cobran en oro. Las ofrendas rondan el millón de pesos colombianos porque, según ellos, “esa es la voluntad de Dios”. Cuando alguien muere en algún derrumbe el consuelo es que está persona ya cumplió su misión.
Más al sur, en el municipio Atabapo, se encuentra otro foco de minería de larga data en el Parque Nacional Yapacana, ampliamente documentado por SOS Orinoco, y controlado por la guerrilla colombiana que funge como “seguridad”, con sus propios códigos dentro de las minas. Hasta 2020, según algunos testimonios, había cerca de 5.000 mineros, y esto lo calculan por la cantidad de motos que ingresan al lugar. “Una fiscal quiere aplicar el decreto que prohíbe la minería en el Sipapo, porque dice que en el Parque Nacional Yapacana ya se les salió de control”, dice inconforme uno de los lugareños, que insiste en que estas acciones deben extenderse a todas las zonas donde se está haciendo la minería.
En agosto de 2021, las organizaciones indígenas Kuyunu del Alto y Medio Ventuari, Kuyujani del Caura y Kuyujani del Alto Orinoco, que representan los pueblos y comunidades indígenas ye’kwana y sanemá en el municipio Manapiare del estado Amazonas, también denunciaron ante el despacho de la Defensoría Delegada del Pueblo, la incursión de más de 400 garimpeiros brasileños fuertemente armados –con unas 30 máquinas usadas para la extracción de minerales- en sus territorios.
En el alto Orinoco, donde la mayor parte de la población indígena es yanomami, se encuentra otro foco de minería. A pesar de que en las faldas del Cerro Delgado Chalbaud, donde nace el Orinoco, se halla un puesto de la Guardia Nacional, hay garimpeiros que, según los testimonios de varias fuentes de la zona, tienen entre 50 y 80 máquinas dragando el cauce.
El presidente de la organización yanomami Horonami, Pancho Blanco, ha denunciado que están utilizando a los indígenas como esclavos para los trabajos, violando y prostituyendo a las mujeres yanomami, y hasta han asesinado a varios de sus paisanos, pero estas muertes no son investigadas de manera oficial por parte del Estado. Para entrar en el territorio y comprar a los yanomami, añade Blanco, los garimpeiros les están llevando alimentos, armas, escopetas y machetes. Persuaden a los indígenas a que abandonen el arco y la flecha en favor de las armas del hombre blanco para las labores de cacería.
“Eso es una amenaza para nuestro territorio, para nuestros ríos, para las nuevas generaciones”, insiste Eligio Dacosta, coordinador de la Orpia. “Los indígenas estamos pensando en qué le vamos a dejar a nuestros hijos, nietos, y un territorio destruido no puede ser. Este es un mandato de los ancianos que nos dan para nosotros continuar haciendo como organización indígena”.
En San Fernando de Atabapo, militares de la Guardia Nacional están sentados a la sombra de un árbol. Visten camisas abiertas, pantalones camuflados y sandalias plásticas. Clavan su mirada en un juego de celular. Los indígenas los corrieron de sus alcabalas hace aproximadamente tres años, cansados de los múltiples abusos y extorsiones. En lugar de los verde oliva, los aborígenes montaron sus propios puntos de control en la vía fluvial, alrededor de 60, desde San Fernando de Atabapo hasta Macuruco, a orillas del Orinoco.
Los manejan distintas personas de las comunidades: indígenas y no indígenas. Cuando llega una embarcación colombiana, algún funcionario se activa: “Les dejamos a los colombianos porque, pobrecitos, ellos también deben agarrar alguito, aquí no les traen ni comida a esos militares”, dice uno de los indígenas apostados en uno de los puntos de control.
Cobran por toda la mercancía que pasa. “Aquí están sacando nuestro oro, así que tienen que pagar”, argumenta otro de los encargados del punto de control. Si una embarcación no se detiene, ellos la persiguen hasta alcanzarla y cobrar.
Algunos se avergüenzan por tener que ganarse la vida de esta forma, pero aseguran que no tienen otra opción. La situación es compleja porque, bajo el argumento de la supervivencia, es cierto que violentan el derecho al libre tránsito de los habitantes del lugar. Además, a los centinelas no les queda más que vérselas con los mineros y otros grupos que llevan adelante los tráficos de mercadería ilícita en la región. Todo se enturbia con ellos: “Yo nunca me imaginé que tendría que hacer esto de los puntos, pero si no lo hago mi hijo se muere de hambre”, dice una maestra casi llorando.
“¿Qué desarrollo tiene San Fernando de Atabapo con la minería? Hay 60 puntos de control que expolian a todo aquel que viaje por el Orinoco. Algunos son indígenas pero no lo avalo. Tal vez están siendo controlados por terceros. Allá llegan helicópteros con ministros. Lo que es ilegal para nosotros, debe ser ilegal para el Estado”, denuncia uno de los pobladores.
En los juegos de espejos que deforman la realidad en el Amazonas, hasta una iniciativa de reforestación puede resultar engañosa. “En el Parque Nacional Yapacana hay un proyecto que supuestamente es de reforestación; convencieron a unos capitanes indígenas y los vinieron a buscar directamente en un avión desde Caracas, se reunieron allá y lo firmaron”, previene un representante indígena que prefiere no ser identificado. “Aceptaron porque les están planteando que es un proyecto de reforestación, pero primero van a sacar todos los recursos mineros que hay en los espacios que ya están deforestados”.
Asegura que este fiasco es una forma de incidir en la población, abriendo paso a la minería que ya está en curso: “Lo presentan como una visión institucional, de Estado, de Gobierno, de que esa es la salida y hay que seguir destruyendo la naturaleza”.
(*) Esta es la sexta y última entrega de la serie "Corredor Furtivo", investigada con el apoyo de la Red de Investigaciones de los Bosques Tropicales del Pulitzer Center.
Aunque solo cuenten con la razón y el arsenal arcaico de lanzas, arcos y flechas, decenas de comunidades pemón, piaroa, ye´kwana y sanemá en los estados Amazonas y Bolívar han optado por la autodefensa ante el avance en sus territorios de invasores vinculados a la subversión y el crimen organizado. Si esa informalización de la seguridad pública conlleva riesgos, les ofrece una oportunidad mejor que la resignación y la retirada a las que de otra manera las condenaría la ausencia del Estado.
Se cumple un año del ataque de militares venezolanos contra un campamento de las disidencias de las FARC en territorio del estado Amazonas. La aparición de una mujer ‘jiwi’ entre los caídos reveló al público algo que todavía era un secreto a voces: los irregulares colombianos reclutan a indígenas venezolanos. Un recorrido por distintas comunidades aborígenes permite comprobar los anzuelos, con frecuencia pueriles, que los guerrilleros usan para seducir a los jóvenes y atraerlos a sus filas.
A veces solo como testigos, pero casi siempre como víctimas o contrincantes, diversas etnias indígenas han presenciado en sus territorios el avance sostenido de grupos armados como el ELN y las facciones de las FARC. Sus denuncias tempranas, que debieron servir como advertencias, consiguieron de forma esporádica la atención nacional. Apenas ahora, cuando esas fuerzas irregulares controlan los negocios ilegales que prosperan en cuatro de los siete municipios del estado, se hace evidente que los guerrilleros se proponían completar una verdadera ocupación.
Los 3.718 sitios de minería y las 42 pistas clandestinas que los satélites identifican desde el espacio en la Guayana venezolana sirven a las actividades ilícitas de bandas delictivas que, extranjeras o nativas, a veces de manera confederada y otras en conflicto entre sí, imponen su ley, casi sin oposición del Estado. No todas son iguales y conocer las diferencias de sus orígenes, historias e intereses, ayuda a comprender la dinámica compleja de la soberanía que, en la práctica, ejercen en ese confín selvático del territorio venezolano. Aquí se describen.
A partir de imágenes satelitales y con la ayuda de Inteligencia Artificial, fue posible identificar 3.718 puntos de actividad minera, en su mayoría ilegal, en los estados Bolívar y Amazonas, entidades que juntas suman casi la mitad del territorio venezolano. Aledañas a esas áreas deforestadas, que en total equivalen a 40.000 campos de fútbol, a menudo se encuentran pistas clandestinas -hasta 42 se detectaron- que sirven al crimen organizado transfronterizo para despachar valiosos cargamentos de oro y drogas, como se muestra en esta primera entrega de la serie ‘Corredor Furtivo’.
El coronel Elías Plasencia Mondragón marca varias casillas del funcionario ejemplar de la autodenominada Revolución Bolivariana: militar, dispuesto a llevar decenas de casos de presos políticos y empresario tras bambalinas con vínculos privilegiados al poder. Uno de ellos es con Luis Daniel Ramírez, un exfuncionario del ente comicial, hoy contratista, que ha intentado borrar sus rastros en Internet pero que no consigue hacer lo mismo con los lazos que le unen al “cerebro técnico” y rector de esa institución, Carlos Quintero.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.