La delgada línea que separa a Norte de Santander con Venezuela oculta camposantos de desaparecidos de lado y lado, víctimas de la violencia de grupos armados ilegales que se mueven con facilidad entre ambos países. Sus familiares recorren trochas, veredas y hasta cementerios del lado venezolano, en búsqueda de sus desaparecidos, sin la ayuda de los gobiernos
Carmen Cecilia Torres Maldonado lleva siete años y dos meses viviendo un calvario. Exactamente desde el 9 de abril de 2010. Ese día desapareció su único hijo, Sergio Omar Abril Torres. Desde entonces ella no ha logrado volver a estar tranquila. Tal ha sido el cambio en su vida, que dejó de trabajar en el colegio que está cerca a su casa, en el barrio Trigal del Norte, en Cúcuta, para dedicarse a la búsqueda de su primogénito.
Al momento de su desaparición, Sergio Omar, según su madre, llevaba dos años trabajando como mototaxista en el barrio El Escobal de Cúcuta. La labor del joven era llevar personas hacia Ureña, población venezolana que está después del puente internacional Francisco de Paula Santander, a cambio de dinero.
Carmen recuerda que ese 9 de abril su hijo, de 26 años de edad, salió a trabajar como lo venía haciendo desde hacía dos años. “Él se fue como todos los días, a las 6 de la mañana, y, según me contaron algunos de sus compañeros, mi muchacho estuvo trabajando hasta las 4 de la tarde, cuando comenzó a llover muy fuerte”. A partir de esa hora, nadie volvió a ver a Sergio Omar.
Después de esperarlo en vano toda la noche, la madre salió al día siguiente a buscarlo. Llegó al lugar donde trabajaba y preguntó a los compañeros de su hijo posibles causas de su desaparición. Pero no consiguió ninguna. Entonces Carmen recordó que antes de que saliera a trabajar, Sergio Omar le hizo un comentario. -Mamá, cómo le parece que ayer llegaron dos hombres en un taxi, me llamaron y me preguntaron, “¿es verdad que usted se las está dando de paraco?”.
La mujer angustiada le preguntó a su hijo qué les había contestado. “Él les contestó que no, que él no sabía nada de eso y que lo único que hacía era trabajar”.
Su hijo agregó que uno de los hombres al escucharlo, sacó el celular y llamó a alguien, con quien habló por varios minutos. “Luego le dijeron a Sergio que se quedara tranquilo, que siguiera trabajando y que no había pasado nada”. Los desconocidos se marcharon. Pero extrañamente, al otro día el muchacho desapareció y hasta hoy nadie tiene razones claras de su paradero.
"Le dijeron a Sergio que se quedara tranquilo, que siguiera trabajando y que no había pasado nada”
Después de un año de la desaparición de Sergio, un desconocido llegó a la casa de Carmen y le aseguró que a su primogénito lo habían asesinado. “El tipo me dijo que a mi hijo lo tenían enterrado en el sector La Isla, en la tercera trocha que conocen como La Mona, que va de El Escobal hacia Ureña. Él me indicó las coordenadas y me dijo: ‘Él está pasando el río Táchira, donde queda una cuevita, que la hacen unos ramales’”.
La mujer, desesperada por lo que le habían dicho, corrió a dar la nueva información a las autoridades colombianas, a quienes ya había hecho la denuncia formal de la desaparición de su hijo. Pidió a los funcionarios que la acompañaran, pero éstos se rehusaron, ya que no tenían permiso para laborar en suelo venezolano. Entonces ella decidió ir y verificar por sí misma.
“Yo llegué hasta ese lugar, que estaba en un islote. Allí había zapatos enterrados y pedazos de ropa de mujer. En ese lugar deben haber muchas más personas enterradas”, contó. Pese a que removió algo de tierra, no encontró nada que le indicara que Sergio estaba en ese sitio.
Así como ella, hay miles de madres, padres, hermanos, tíos, abuelos, primos y sobrinos en Norte de Santander y el estado Táchira buscando familiares que un día se fueron y no volvieron más. Las historias son muy similares. Sólo cambian los nombres de los grupos armados ilegales que actúan en la frontera colombo-venezolana. Y los números de los desaparecidos, que van en aumento y todo por el cambio o transformación de esos grupos armados, según contó la fundación Progresar, quien se ha dedicado por 20 años a indagar sobre este tema.
Zoraida Meneses también llora a su hijo Carlos Alberto Meneses, quien estuvo cinco meses desaparecido este año. En mayo la llamaron para informarle que su cadáver había aparecido en una trocha que lleva hacia a la población La Mulata, en Venezuela. El cuerpo del joven, de 22 años de edad, fue hallado semienterrado y en avanzado estado de descomposición. La mujer tuvo que esperar casi seis meses para que el Instituto de Medicina Legal y Forense le confirmara que el de Carlos.
“Mi hijo desapareció el 12 de diciembre, cuando iba en una moto roja Bera 200, por la vía Santa Cecilia-San Faustino, zona rural de Cúcuta”, relata la mujer. Ese día el gobierno venezolano había cerrado la frontera como consecuencia de la eliminación del billete de 100 bolívares, base de una economía de menudeo que incluye el contrabando de combustible y de divisas. “Carlos Alberto tenía un dinero que destinaba a la compra de gasolina que trasladaba en su moto. Desde entonces desapareció. Dos días después encontraron su vehículo en la orilla de esa carretera, con las llaves pegadas”, contó la madre.
De inmediato Zoraida se dio a la tarea de recorrer las trochas fronterizas, sin resultados. La ley de silencio predomina por esas vías, donde grupos armados ilegales conviven con autoridades militares -tanto del lado colombiano como del venezolano-, alimentados por un contrabando que no cesa.
“Ha sido muy duro porque es mi hijo el mayor, el niño que tanto mimé, consentí. Para una mamá es muy difícil”, Zoraida Meneses.
Cinco días después las autoridades se comunicaron con la mujer y le informaron que debían tomarle muestras de su ADN para contrastarlo con el del cuerpo de una persona que había aparecido a orillas del río Pamplonita. “Medicina Legal me tomó las pruebas el 21 de diciembre y me dijeron que los resultados se demorarían entre seis meses y un año”, recordó Zoraida. A partir de ahí inició la lucha para que el gobierno se los agilizara.
Después de cinco meses de insistir, el instituto forense le comunicó que los restos eran de Carlos. Sin saber si reír o llorar, se alistó prontamente y se dirigió con su familia a reclamar el cadáver de su hijo para darle un último adiós. Ahora sólo espera que algún día las autoridades colombianas le esclarezcan el atroz crimen.
La odisea transfronteriza que vivieron Carmen y Zoraida no es nueva. Es el fenómeno de la desaparición forzada, que viene ocurriendo desde hace más de 20 años en todos los rincones del país.
En el país no hay una cifra exacta de la gente que un día salió de su casa y no volvió, y las estadísticas de las instancias oficiales – Medicina Legal, Fiscalía, policía y Defensoría del Pueblo- no coinciden entre sí.
El gobierno se ha propuesto arrojar luces sobre esta problemática a partir de la creación de una comisión de la verdad de desaparición forzada, según lo establecido en el acuerdo de paz que se firmó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), luego de más de medio siglo de conflicto. El trabajo de este grupo, que aún no ha empezado, tendrá el reto de aclarar el número de personas desaparecidas en la frontera que, aseguran organizaciones defensoras de derechos humanos como la fundación Progresar, está en aumento.
La Fiscalía y Policía aseguran que la cifra de desaparecidos no es exacta porque muchas familias se abstienen de denunciar
Entre ellas existe el consenso de que este delito se presenta con mayor frecuencia en poblaciones del Norte de Santander: Cúcuta, Villa del Rosario, Puerto Santander y Tibú. En las últimas dos décadas han desaparecido en ese departamento alrededor de 3.600 personas, según las cifras del departamento de Medicina Legal, adscrito a la Fiscalía Nacional. La misma Fiscalía y Policía aseguran que esos números no son exactos porque muchas familias se abstienen de denunciar, sea porque no lo quieren o porque son advertidas de no hacerlo por grupos armados ilegales.
La Fundación Progresar, una organización sin fines de lucro, es una de las pocas que ha trabajado a fondo con los familiares de los desaparecidos en la frontera. En 2010 registraron -en el libro Tantas vidas arrebatadas- “un alto número de desapariciones forzadas en Cúcuta, Los Patios, Villa del Rosario, El Zulia, Puerto Santander y San Cayetano. Encontraron con que los grupos armados ilegales usan vehículos particulares y armas para interceptar personas y someterlas. Nadie volvía a ver a esas víctimas, pues quedaban enterradas en fosas hechas en la línea fronteriza, bien en Colombia o Venezuela”.
La práctica delictiva ha sido reconocida por ex líderes de grupos irregulares. Jorge Iván Laverde Zapata, ex comandante del desmovilizado bloque Fronteras, de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia, afirmó para este trabajo en una entrevista que se le hizo en Antioquia, donde hoy está radicado, después de salir de prisión, que la desaparición era una práctica muy común para ese grupo armado ilegal. “Para desviar cualquier información, bien fuera en Colombia o en Venezuela, nosotros agarrábamos a la persona, la matábamos y enterrábamos, o la echábamos al río. Si decidíamos que apareciera, la dejábamos al otro lado del río, pues así no habría ninguna investigación. En Venezuela las autoridades no se matan la cabeza con los muertos que no son de allá”. Laverde hoy colabora con la justicia para ayudar a ubicar a los desaparecidos, pues así lo obliga la Ley de Justicia y Paz a la que se sometió cuando decidió desmovilizarse. Este grupo armado tampoco tiene una cifra exacta de cuántas personas desaparecieron. Tan sólo señalan más de cinco mil muertos y desaparecidos en Norte de Santander.
A esta confesión se le suma la que hizo el paramilitar Edilfredo Esquivel Ruiz, en mayo de 2009. Él aseguró que cuando se inició el holocausto de los ‘paras’ en la zona de frontera, en el año 2000, pudo constatar con un funcionario de la Guardia Nacional venezolana que muchos de los asesinados y desaparecidos por su grupo ilegal eran enterrados en el municipio Jesús María Semprún, del estado Zulia. Esta situación generó protestas entre los pescadores de la localidad.
Wilfredo Cañizares, director de la Fundación Progresar, explicó que en la década del 90 la desaparición forzada tenía una connotación política, porque tanto la guerrilla o la fuerza pública la usaban como un arma para atacar al enemigo. Hacia la década siguiente el conflicto cambió, con las alianzas entre narcotraficantes y los grupos armados, y la práctica continuó. Luego empeoró cuando se sumaron los paramilitares. “Ya no se desaparecía una persona, sino a toda su familia. A partir del 2005, los grupos que nacen del fracaso de la negociación con las autodefensas comenzaron a desaparecer por cualquier cosa. Todo esto tiene un hilo conductor. Aún hoy en Cúcuta y el área metropolitana se sigue desapareciendo (a personas)”.
El desinterés en realizar investigaciones exhaustivas cuando se encuentra una fosa o un cadáver en la frontera y así ayudar a decenas de personas que desean esclarecer las desapariciones de sus familiares, no exclusiva de las autoridades venezolanas. En Colombia, a pesar de los lineamientos de la Fiscalía y la Policía contra la desaparición forzada, los resulados son pocos. La ausencia de documentos oficiales al respecto lo comprueban.
Un claro ejemplo es que las autoridades no tienen más de 10 personas dedicadas a investigar desapariciones. Este portal pudo comprobar que la Policía Metropolitana de Cúcuta sólo cuenta con dos funcionarios de planta para llevar esas pesquisas, mientras que el Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía, tiene tres funcionarios. Hasta hace menos de cinco años, el Gobierno ordenó crear una unidad especializada de desaparición forzada adscrita a la Fiscalía, pero poco se conoce de sus avances. Se le solicitó una entrevista. Hasta el momento han sido las confesiones de paramilitares o guerrilleros las que han guiado a las autoridades a los lugares donde han enterrado a las personas, que luego han identificado y entregado a sus familiares.
El coronel Javier Barrera, comandante de la Policía Metropolitana, aseguró que su institución tiene trazada una ruta para recibir denuncias y ejecutar investigaciones sobre desaparecidos. Pero en relación a la frontera, Barrera tomó distancia, argumentando que esas zonas son controladas por el Ejército. “En la Constitución de Colombia está muy claro que los límites fronterizos son vigilados por el Ejército Nacional”, señaló.
El Ejército, por su parte, sostuvo que la misión de ellos es proteger la seguridad nacional, para lo cual mantienen una lucha diaria contra los grupos armados. Sin embargo, sus patrullajes en la frontera son muy pocos y en algunos puntos neurálgicos sólo hay pequeños grupos de soldados.
Las poblaciones venezolanas que han sido usadas por los grupos armados ilegales de Colombia como aliviadero para cometer las desapariciones y asesinatos son las poblaciones Llano Jorge, San Antonio del Táchira, Boca de Grita, Ureña, La Mulata y sus alrededores. Hoy no es raro ver grupos de familias colombianas o venezolanas en la morgue del cementerio central de San Cristóbal, buscando noticias de sus familiares desaparecidos, pues las autoridades encuentran fosas con cadáveres en la frontera con frecuencia.
La Fundación Progresar ha dicho que la policía científica de Venezuela (el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas), también está lejos de optimizar los resultados sobre las investigaciones de hechos violentos en la frontera. Empezando por la obstrucción en la información sobre las cifras de desaparecidos. “En tanto la actuación para contrarrestar el accionar violento de la frontera, depende de los dos estados y las relaciones que ellos tengan”, precisó Cañizares.
Progresar indicó en su libro que en las morgues del estado Táchira hay falencias en las pruebas periciales que se aplican a casos producto de la violencia, como homicidios o desapariciones. En la frontera venezolana, apuntan, no hay infraestructura o protocolos para ordenar procesos e información que permita esclarecer estos delitos. La morgue y el cementerio central de San Cristóbal han atendido cadáveres que no son reclamados, muchos de los cuales serían colombianos.
Ángel Cardona Mogollón, trabaja desde allí desde hace 11 años. Asegura que a ese sitio llegan muchos cadáveres sin identificar porque la morgue del Hospital Central de la capital tachirense está colapsada. Si las familias no los reclaman, son enterrados. “En los últimos años esto ha aumentado. Muchos muertos están llegando de zonas fronterizas cerca de La Fría, El Piñal y otros sitios. Lo peor de todo es que muchos de esos cuerpos son sepultados sin identificar”, explicó el funcionario.
En este camposanto están recibiendo este año cinco cadáveres a la semana provenientes de los límites entre Colombia y Venezuela, según Cardona. Este año han abierto 10 fosas comunes, donde hay enterrados entre 10 y 15 cadáveres, en cada una de ellas. Muchos de esos muertos podrían ser colombianos o venezolanos desaparecidos por las fuerzas irregulares que operan en la frontera.
“Hasta que Colombia y Venezuela no se pongan de acuerdo y construyan una herramienta en común, la frontera seguirá siendo usada por los grupos armados ilegales para hacer de las suyas, las desapariciones no pararán y seguirán aumentado como ha sucedido hasta ahora”, afirmó Cañizares.
Los nombres de los autores de este reportaje no se revelan por protección
Tras el escándalo en la Alcaldía de Baruta por un presunto esquema de sobornos para conceder permisos de construcción, un conflicto vecinal alrededor del polideportivo de una urbanización del sureste caraqueño dejó en evidencia una red de amistades y parentescos picados por la fiebre del pádel. Los funcionarios del ayuntamiento no vacilaron en privatizar ese espacio público en favor de la peña de aficionados, relacionados no solo con el alcalde Darwin González sino también con su mentor, David Uzcátegui.
Pocos se acuerdan de este pueblo, un lugar ahora casi desierto aunque inmortalizado por un documental, cuyos habitantes fueron condenados a migrar o morir de mengua por una catástrofe ambiental. Es un olvido cruel y que condena a repetir la tragedia, pues las mismas circunstancias que produjeron ese abandono se repiten en otros asentamientos palafíticos del sur del Lago de Maracaibo: desidia, contaminación, pobreza y falta de protección del Estado.
Los zoocriaderos gozan en Venezuela del mismo estatus que los zoológicos y los acuarios y son cruciales para el rescate y la conservación de fauna silvestre. Pero estos establecimientos podrían estar sirviendo para el tráfico ilícito de animales, algunos de ellos vulnerables a la extinción. Un caso prominente es el de Inversiones Alazán GAC C.A, aliada al Ministerio de Ecosocialismo, que, pregonando el conservacionismo, comercializa fuera del país un abultado número de especies, incluyendo guacamayas, rey zamuros y osos hormigueros.
La acusación del Ministerio Público por corrupción en Pdvsa involucra a dos exfuncionarios del gobierno municipal en la recepción de al menos 15 pagos que totalizaron medio millón de dólares. Estos desembolsos serían “sobornos” para la obtención de permisos de construcción. La movida ha servido también para que los poderosos hermanos Jorge y Delcy Rodríguez activen sus fichas dentro de una de las principales alcaldías de la oposición en medio del silencio del alcalde Darwin González.
Que esta novena histórica del béisbol profesional no haya conseguido títulos desde hace más de 30 años no disuade al empresario naviero Wilmer Ruperti en su empeño por convertirse en su nuevo dueño. Pero sus esfuerzos han tropezado con un obstáculo difícil de sortear: la demanda que otro empresario naviero y contratista del Estado interpuso contra Francisco Arocha, uno de los dos propietarios del equipo.
Un suizo y un venezolano fueron los únicos autorizados por Claudia Díaz Guillén para custodiar 250 lingotes de oro de los cuales, al menos una buena parte, no se sabe dónde están. La inusual encomienda elevó el perfil de estos dos hombres –jóvenes entonces– que rozaron el círculo amistoso formado por Díaz, la actual alcaldesa de Caracas, Carmen Meléndez, y Norka Luque, y elevaron sus perfiles con propiedades y sociedades millonarias, aunque solo se dejan ver como mecenas de arte moderno en Londres.