Pierden la libertad apenas pisan cualquier playa trinitense y su “pecado original” es una supuesta deuda que estas mujeres solo pueden pagar convirtiéndose en una mercancía sexual. Las amansan con un proceso previo de tortura, rotación y terror hasta que pierden el impulso de escapar. El crecimiento de estas redes de trata es tan evidente que informes regionales y parlamentarios reconocen que en esa maquinaria de engaño y violencia, la complicidad del aparato de justicia de la isla multiplica el número de víctimas.
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Lilia* nunca imaginó que una simple solicitud de amistad en Facebook podía ser el comienzo de una pesadilla. Quien la contactaba no podía haber despertado menos sospecha: era una adolescente, como ella, que también residía en Maturín, al oriente de Venezuela. Primero fueron amigas en la red social y luego comenzaron a verse en el liceo donde estudiaba. La invitaba a fiestas y a otros espacios sociales junto a sus amigas. Un día, cuatro meses después de aquella amistad virtual, le ofreció empleo “recogiendo botellas en un restaurante” para ganar “un buen dinero”, un anzuelo irresistible, en medio de la crisis venezolana, para Lilia, quien entonces tenía 17 años de edad.
Pero esa oferta estaba tan lejos de la realidad como de Venezuela. Engañada, Lilia terminó como rehén de una red de explotación sexual en Trinidad y Tobago. Como ella, fueron más de 21.000 las mujeres venezolanas, adultas y menores de edad, que han sido víctimas de trata de personas en los últimos 6 años en ese país, de acuerdo con cifras oficiales de la Comunidad del Caribe (Caricom). Las víctimas, indica un informe de ese organismo, suelen tener entre 18 y 25 años, aunque un número significativo tiene entre 16 y 17 y algunas son aún más jóvenes.
Una vez captadas por las bandas criminales, muchas veces mediante engaño para que acepten su traslado a la isla, son sometidas luego a condiciones de esclavitud mediante la violencia física y psicológica. Este viaje al horror conduce a las víctimas a una prolongada explotación sexual, cuyo desenlace puede ser la detención, un peligroso escape o la muerte. Mientras tanto, el negocio de la trata entre los dos países continúa siendo rentable y los criminales permanecen impunes.
Las ofertas de trabajo engañosas suelen ser una de las estrategias de captación que utilizan con más frecuencia estas bandas criminales, una carnada infalible en un país que registra una pobreza del 94 por ciento, según una encuesta de 2020 realizada por la Universidad Católica Andrés Bello. La situación económica motivó una migración sin precedente del 18 por ciento de la población, un total de 5,5 millones de venezolanos en los últimos seis años, según datos de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados.
Lilia les dijo a sus padres que iba a casa de una amiga, a una fiesta. Aquella noche de principios de noviembre de 2019, la adolescente salió solo con una pequeña cartera. Su salida no despertó en Jorge*, su padre, ninguna sospecha, pero las dudas aparecieron cuando después de algunas horas no regresó a casa.
Los días siguientes, enviaba a sus allegados por Facebook mensajes que intentaban ser tranquilizadores, “con una información muy vaga, no decía ni dónde ni con quién estaba”, según cuenta Jorge. Hacía pensar que estaba en Colombia o que iba rumbo hacia allá, pero no daba ningún dato que permitiera ubicarla. Solo después de tres semanas su padre recibió una llamada telefónica que confirmó sus peores miedos: su hija había sido detenida en una redada policial en Cunupia, en Trinidad y Tobago, junto a decenas de adolescentes que iban a ser explotadas sexualmente.
Cerca de 50 mujeres víctimas de trata estaban encerradas en distintas habitaciones en un bar en la región de Chaguanas, y en una casa ubicada en el sector Diego Martin, al noreste de la isla, según publicaron medios de comunicación. Eran una especie de “centros de acopio”, desde donde las mujeres iban a ser distribuidas en varios locales nocturnos en la isla, según los reportes. Como Lilia, había otras adolescentes venezolanas de El Furrial, otra población del estado Monagas, y de Maracay, estado Aragua.
Los chats de Facebook, que su padre pudo revisar tiempo después, dan cuenta de que su captadora convenció durante meses a Lilia de emprender ese viaje. El perfil en Facebook de esta reclutadora de las redes de trata muestra a una chica muy joven con una red de amigos de más de 2.600 personas. En esa lista figuran cientos de nombres de adolescentes, principalmente estudiantes de distintos liceos y centros universitarios localizados en Maturín, aunque también de diferentes ciudades del oriente del país.
“Quizá nosotros como padres debemos tomar un poco más de precaución'', se cuestiona Jorge. “Tanto miedo que yo siempre tenía y todo lo que le decía para protegerla, mi hija tuvo que aprenderlo de la peor manera. Las condiciones económicas llevan a que la gente se desespere y vienen este tipo de personas a ofrecer soluciones rápidas”, se lamenta.
Una oferta de trabajo engañosa fue el mismo anzuelo que captó a Zurima*, de 29 años, habitante de Petare, Caracas. Ella y otra mujer fueron reclutadas en 2019 por un hombre que se hacía llamar Jonathan. Zurima tenía para ese entonces un cargo de ejecutiva de ventas telefónicas de una empresa de encomiendas, pero el sueldo que cobraba —en ese momento el salario mínimo en Venezuela era equivalente a menos de 6 dólares—, era insuficiente para cubrir sus gastos, especialmente los de su padre, que estaba enfermo y vivía en el estado Sucre.
“Yo le mandaba medicamentos a mi papá, pero no podía con todo. Teníamos a Jonathan, nuestro amigo, que nos decía que le iba bien en construcción allá en Trinidad y Tobago. Yo hasta conocía a su familia, a su novia. Siempre nos habló de que había oportunidad de trabajo limpiando casas, o en bares, o restaurantes. Hasta que nos comentó la oportunidad de cuidar a la mamá de un trinitario, quien nos dijo que era un hombre serio”, recuerda Zurima.
Para viajar hasta Trinidad ellas debían trasladarse a Güiria, también en el oriente del país, desde donde tomarían un peñero que las llevaría a la isla. El pasaje le costaba a las dos amigas 500 dólares, pero ellas lograron reunir solo la mitad. El resto iba a ser cubierto por su empleador, acordaron ellas con el hombre que capitaneaba el bote que desembarcaría en la isla. Pero una vez que llegaron a destino, su supuesto empleador anunció que no cancelaría el monto en su totalidad, así que los capitanes les retuvieron los pasaportes, que nunca recuperaron. Ya entonces, sin siquiera sospecharlo, se habían convertido en rehenes de una banda de trata.
Hasta hace unos pocos años las víctimas venezolanas de trata, en menor escala, solían salir del país en vuelos comerciales rumbo a Trinidad. Pero en años recientes tanto el estado Sucre como el estado Delta Amacuro se han convertido en los puntos calientes desde donde parten constantemente peñeros hacia la isla, una situación que no se ha detenido pese a las restricciones de viaje impuestas durante la pandemia de covid-19.
Un amigo que vivía en Güiria convenció a Maritza* de hacer el viaje hacia Trinidad y Tobago con la promesa de que conseguiría trabajo como mesera. Originaria de Irapa, estado Sucre, recuerda que esta persona le aseguró que les pagarían “dignamente” y que incluso le darían un sitio para vivir. Quiso persuadirla para que, a su vez, consiguiera a otras tres muchachas que viajaran con ella, pero ella no logró convencer a otras viajeras.
Irapa y Güiria, dos poblaciones del estado Sucre situadas en el oriente de Venezuela, son dos de los lugares que el informe de Caricom identifica como de los más activos en la captación de víctimas para las redes de trata. El documento cifra en 4.000 el número de víctimas extraídas en los últimos seis años de esa área para destinarlas a la explotación sexual en Trinidad. Sin embargo, las víctimas que son conducidas a estos sitios de zarpe también son reclutadas en distintas ciudades de Venezuela, entre ellas Caracas, La Guaira, San Cristóbal, Maracay, Maturín, Valencia y Puerto Ordaz.
Relatos de sobrevivientes de la trata indican que, en territorio venezolano, debieron pasar por al menos tres etapas antes de ser embarcadas. En cada una de estas etapas quienes intervienen juegan un rol bien determinado, no necesariamente conectado con los siguientes eslabones. Una vez que han sido captadas para las organizaciones criminales por un amigo o conocido, las víctimas caen en manos de grupos que las trasladarán hacia los puntos donde serán retenidas durante varios días, en espera del momento en que abordarán el transporte que las llevará a destino.
Maritza salió el 14 de abril de 2019 desde su pueblo hasta Güiria, un recorrido costero que dura unos 50 minutos en vehículo. Ella, que entonces tenía 17 años, había tenido que esperar un mes mientras su reclutador reunía a sus otras víctimas. Cuando llegó, su amigo la llevó directamente a Las Salinas, otro sector costero del estado Sucre, que se ha convertido en uno de los lugares de zarpe en la clandestinidad y en horas de la madrugada.
Antes de subir al bote, a Maritza la condujeron a una casa de espacios abiertos con un patio con matas de plátano, donde consiguió a otras 20 mujeres, cinco hombres y el capitán. Todos esperaron bajo la sombra del árbol del fruto tropical hasta que llegara la noche. Pero ese día, no partieron. Un chico llegó en la madrugada para advertir que la Guardia Costera de Trinidad estaba vigilando “mucho” la zona.
Otros obstáculos aparecerían en el camino o, mejor dicho, en el medio del mar. El bote salió a la medianoche de Las Salinas y, al poco tiempo de partir, el motor se apagó. El capitán se devolvió a la orilla y Maritza especifica que, entonces, la hora oficial de su partida de Venezuela, fue a las doce y media de la madrugada y su llegada a Trinidad a las seis y media de la mañana.
La navegación entre la península de Paria y Trinidad puede ser hostil y peligrosa. Las víctimas coinciden en que viajar a bordo de esos peñeros es una experiencia escalofriante. El miedo a las olas que golpean contra un bote sobrecargado las atraviesa durante todo el trayecto. De hecho, en los últimos dos años se sabe de cuatro botes que han naufragado.
Aunque se trata de una ruta tradicional de comercio en la zona, su uso como vía de migración no ha hecho más que crecer junto con la crisis venezolana y, durante la pandemia de covid-19 no se ha detenido, pues se calcula que 1 a 2 botes siguen partiendo cada noche, según cifras publicadas en enero por la Organización de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. En parte, esto ha ocurrido por la corrupción y permisividad de autoridades venezolanas que tienen la responsabilidad de supervisar tanto las embarcaciones de Tucupita como en Güiria y no realizan los registros migratorios y portuarios requeridos, o cobran cuotas por cada peñero irregular que parte hacia Trinidad, según testimonios de viajeros y datos del Grupo de Trabajo de la OEA para migrantes y refugiados venezolanos, consultado para esta investigación.
Fue en ese recorrido entre Paria y Trinidad que desaparecieron los botes Jhonaily José y Ana María, en los meses de abril y mayo de 2019, sin que hasta ahora se haya establecido qué pasó con 60 de sus pasajeros, que permanecen desaparecidos. Se supo que varias de las adolescentes y mujeres que estaban en esos botes habían sido vendidas anticipadamente a bandas de tratantes. En diciembre de 2020, los botes Mi refugio y Mi recuerdo, que partieron también desde Güiria, naufragaron: 33 personas murieron ahogadas en un incidente también turbio.
La llegada de los peñeros a Trinidad suele ocurrir en medio de la noche o al amanecer. Como el caso de Maritza, en desolados puertos clandestinos, donde grupos de hombres armados esperan a los viajeros. La adolescente llegó a uno de esos sitios en Carenage, en el noroccidente de la isla, zona en donde se han registrados previamente casos de trata de personas, según atestiguan migrantes venezolanos en Trinidad y medios de comunicación locales.
Testimonios de viajeros señalan que hombres armados dividen a los migrantes que desembarcan por sexo hasta que aparecen quienes los van a “rescatar”. Algunos de estos transportistas pueden ser taxistas locales o integrantes de las mismas bandas.
Pero la organización criminal que existe en las playas clandestinas y en zonas montañosas también tiene tentáculos en los puertos legales de la isla. En estos casos, se suma un nuevo actor en el modus operandi que permite la triangulación entre los capitanes y los grupos armados: la policía migratoria, como atestiguan algunas víctimas y confirman el estudio de Caricom e informes del Departamento de Estado de Estados Unidos.
Zurima es testigo de que en esas oficinas poco vale el pasaporte. Al llegar al puerto de Chaguaramas, los encargados de migración no se los sellaron y tampoco intervinieron cuando los capitanes del peñero se quedaron con sus pasaportes y se marcharon.
Aún cuando las mujeres ingresan con su documentación, muchas de ellas no son registradas formalmente en las planillas de migración. Como en el caso de Zurima, los oficiales pueden dar el visto bueno o hacer la vista gorda ante los jefes de las bandas que buscan a las chicas en vehículos negros, conocidos como “maxi taxis”, y pagan a los capitanes de los botes. La investigación del Caricom señala que hay tres modos de complicidad: “los que se ven obligados o amenazados para que colaboren”, los que reciben dinero para "mirar hacia otro lado" y los que participan activamente de las actividades delictivas.
Una vez que la víctima desembarca, se disipa el engaño que diseñaron estas redes criminales para atraparla. Al pisar las playas les hacen saber que no hay vuelta atrás. Que la oferta de trabajo no existe. Lo que sí existe es una deuda y un contrato con las bandas criminales que ellas nunca firmaron.
Fernanda*, de 19 años, oriunda de Tucupita, apenas entendía inglés cuando llegó a Trinidad. Por eso, al desembarcar en Playa Lucero, al suroccidente de la isla, no se enteró de que su libertad tenía precio. “Un hombre trinitario le entregó un dinero al amigo que nos trajo. Yo pensé que era de pasajeros anteriores. El mismo hombre nos sentó y dijo que si nos queríamos bañar. Yo seguía sin entender. Y en eso, veo que mi amigo se monta en el peñero y se regresa a Venezuela”, recuerda.
Al poco tiempo llegó una mujer que condujo a Fernanda a un hotel cercano. Fue allí, donde apareció la proxeneta de esta célula, de nacionalidad venezolana. Le dijo a Fernanda que había adquirido una deuda de 1.500 dólares. Si no pagaba, sería vendida a otra banda, más peligrosa, en la que sería golpeada, maltratada o asesinada.
Los sueños de Fernanda, una adolescente que trabajaba hasta hace poco en un negocio familiar, se derrumbaron en un instante. Estaba en un hotel de Playa Lucero, en Trinidad y Tobago, cuando recibió la noticia: sus captores le informaron que iba a ser prostituida. El anuncio salió de la boca de un hombre que decía llamarse Randel Jones y que aseguraba haberla “comprado” a quien había llevado a Fernanda hasta la isla. Ella, ahora, debía acompañarlo a Puerto España.
La supuesta deuda que genera el traslado hasta Trinidad es el pecado original donde nace el relato del crimen organizado: desde ese momento, las mujeres no pueden vivir más que para prostituirse y, así, obligadas, pagarla. La cantidad de dinero que Fernanda supuestamente adeudaba era la que aspiraba reunir durante los meses siguientes en algún trabajo que pudiera conseguir como vendedora o como mesera, se imaginaba, para ayudar a su familia en Tucupita. La notificación de su captor fue un cachetazo para su autoestima. “Mi libertad valía 1.500 dólares. Yo lo recuerdo y me da rabia”.
Enterarse de que había sido vendida fue apenas la puerta de entrada al horror. Fernanda había ingresado a un período “de enfriamiento”, una suerte de preparación para su posterior explotación sexual. Estudiosos de cómo operan las bandas de trata lo describen como un momento en el que los criminales “quiebran” el ánimo de las víctimas, un intermedio antes de llevarlas a la explotación sexual. Testimonios de ocho mujeres sobrevivientes de trata de personas, así como de cuatro familiares de víctimas que fueron entrevistados para esta investigación de Armando.Info y CONNECTAS, permiten aproximarse a los alcances de esa pesadilla.
Puede tomar días o semanas. Las mujeres sufren intimidaciones, amenazas, vejaciones, abusos sexuales y violencia, una estrategia para acabar con su voluntad de escapar, buscar ayuda o denunciar a los delincuentes. La extorsión surte efecto. “Te generan una psicosis”, recuerda Fernanda, para describir el estado mental en el que quedó sumergida, una mezcla de terror, vergüenza y desesperación.
Después de más de 10 horas de espera en el puerto de Chaguaramas, Zurima y su amiga fueron recogidas por su supuesto empleador. Enseguida les ordenó que subieran a su auto. “No entendíamos inglés, solo lo básico. Nos queríamos regresar a Venezuela, pero no teníamos el dinero así que nos montamos en el carro, con miedo”, relata.
Como parte de la estrategia para “quebrarlas”, ellas rotaron los siguientes días por dos casas. En su primera noche en Trinidad, a las tres de la madrugada, entraron dos hombres a su habitación. Zurima recuerda que estaban drogados. Les hicieron insinuaciones y hubo momentos de tensión, pero al final se retiraron. “De esa nos salvamos. Yo pensaba que habíamos sobrevivido a la peor noche”, recuerda.
Pronto descubrió que aún la esperaba algo peor. A los pocos días las trasladaron, junto a otras tres mujeres venezolanas, a una casa en la zona de Diego Martin, al oeste de la capital. En el inmueble estaba un hombre al que llamaban “jefe” con otros miembros de su banda. Todos drogándose y bebiendo.
A ella y a su amiga las enviaron a un cuarto sin puertas y sin muebles. Sólo había un colchón en el piso, donde estaban otras dos mujeres venezolanas. A las once de la noche, el jefe señaló a la amiga de Zurima: “Tú te vas para el cuarto con él”. Se despidieron entre lágrimas. No sabían si sería la última vez que se verían. “Olvidémonos de tus hijos. De tu familia”, le dijo Zurima a su amiga antes de que el hombre la tomara por la espalda. “Nos abrazamos por unos segundos sin parar de llorar”, describe.
A los pocos minutos el jefe regresó, le gritó “basura” a las otras dos mujeres y agarró por el brazo a Zurima, quien no paraba de llorar. “Don’t cry, don’t cry”, le decía el hombre. “Yo lo que hacía era llorar y temblar. Estaba muda”. El hombre la llevó hasta el otro cuarto. Se quitó la ropa y sonó sus dedos como seña para que se apurara. “No, por favor. Yo no soy prostituta”, le decía ella. El hombre la tomó por la fuerza, le quitó la camisa y la empujó hacia la colchoneta que estaba en el piso.
“Yo movía la cabeza para decirle que no, llorándole. Él sacó un preservativo, se lo puso y se acostó encima de mí. Fue lo peor. Fue horrible. Me tapaba la boca y me repetía que no llorara”, recuerda.
Maritza junto con otras venezolanas fueron amedrentadas durante dos días para explicarles que su trabajo era prostituirse sin esperar ningún dinero a cambio. Las mujeres intentaron oponerse, lo que significó un castigo atroz: las trasladaron una semana a una casa de tablas de madera en las montañas, donde fueron aisladas, golpeadas y violadas.
Una vez que las bandas aseguran, mediante la intimidación y la violencia, el silencio de las que se convertirán en víctimas de explotación sexual, comienza para los criminales un “negocio” rentable y un infierno para las mujeres. Tras las torturas iniciales, las venezolanas rotan por distintos bares, prostíbulos y hoteles de la isla. El destino de Fernanda fue una “zona lujosa” en Puerto España. El de Maritza, una casa en la calle principal de Diego Martin. La noche de horror de Zurima terminó, al día siguiente, en un allanamiento policial.
Cuando llegaba al bar conocido como Spanish Harlem o a otro llamado Hawaii Bar, cuenta Fernanda, trabajaba hasta el amanecer, sin parar, hasta que se fueran todos los “clientes”. Engañadas por los captadores que las vendieron a las organizaciones criminales, coaccionadas mediante violencia, sin documentos de identidad ni un estatus migratorio regular, después de días de “enfriamiento”, las mujeres venezolanas finalmente son sometidas a la explotación sexual.
Fernanda era trasladada a los bares en camionetas negras –que se han convertido en el medio de transporte distintivo del traslado de mujeres para prostitución en la isla–, cada noche, durante los cinco meses que permaneció retenida en una casa en El Socorro, escoltada por una de las proxenetas, una mujer venezolana. Para las víctimas, el calvario no se limita a las noches de explotación sexual, sino que se extiende antes y después de ese momento.
Las mujeres, bajo amenaza, son forzadas a consumir drogas. Suelen estar aisladas, no pueden salir de las casas donde permanecen bajo constante vigilancia, no tienen acceso a Internet ni a una línea telefónica. Están obligadas a prostituirse todos los días. “No existen días libres”, recuerda una de las mujeres. En una misma jornada son obligadas a tener relaciones con al menos cinco hombres, cuenta Marlene*, del estado Bolívar, quien fue prostituida con 19 años de edad, cuando acababa de graduarse de técnico superior universitario.
El delito de la trata va aparejado en Trinidad con una alta demanda interna de prostitución, señala el investigador canadiense Justin Pierre, responsable del informe para Caricom. Indica que Trinidad concentra más de 80% de la demanda de comercio sexual y prostitución del Caribe, pese a que se trata de una actividad ilegal en el país. Y considera que el consumo local de prostitución “es más alto que lo usual”.
Como en el caso de Marlene, no todas las víctimas ignoran que serían destinadas a la prostitución en Trinidad cuando emprenden el viaje. Pero su extrema vulnerabilidad, debido a la emergencia humanitaria venezolana y a las trabas para emigrar en forma legal, así como las condiciones de esclavitud a las que se ven sometidas, también las convierten en casos de trata.
“El consentimiento fue irrelevante en los casos de explotación sexual, ya que a menudo implicaba un abuso de poder y vulnerabilidad”, indica un informe del Parlamento de Trinidad y Tobago sobre la trata en ese país, difundido en 2020. “La explotación sexual también podría abarcar ‘servidumbre por deudas’ en las que las víctimas participan en actos ilícitos debido a la percepción de que no tienen elección”.
Las necesidades económicas obligaron a Marlene a aceptar, a finales de 2018, la oferta que le hizo una conocida para que viajara a Trinidad a trabajar como “dama de compañía”. El sueldo que ganaba en Venezuela no le alcanzaba “para nada”, cuenta, y tenía que ayudar a mantener una casa en la que vivían su mamá y otros familiares, entre ellos dos sobrinas pequeñas. “Con los apagones de luz en aquel entonces se nos quemaron la nevera y el televisor”, recuerda. Luego, una noche, se metieron en su casa a robar cinco delincuentes.
Marlene fue una de las mujeres prostituidas en las casas de explotación sexual lideradas por Jinfu Zhu, un hombre de nacionalidad china y Solieth Torres, una mujer venezolana. Los nombres de ambos sonaron en los medios de comunicación de Trinidad porque fueron detenidos en un allanamiento de varias casas y bares en febrero de 2019, en el que fueron rescatadas 19 adolescentes venezolanas entre los 15 y los 19 años. La Corte les imputó 43 casos de ofensas sexuales, de acuerdo con las noticias difundidas entonces.
El desbaratamiento de Jinfu Zhu expuso algunos números sobre el negocio: el servicio de "una vez" tenía un costo de 100 dólares, mientras que una noche, 250 dólares, recuerda Marlene. La mitad de ese dinero se lo quedaban los jefes y la otra mitad supuestamente era de las mujeres, pero ellas nunca lo recibían, sino que iba a una alcancía con la que supuestamente se les pagaría al final del cautiverio. En su caso, Fernanda dice que cada “cliente” pagaba 300 dólares.
Las cuentas quedan registradas en un cuaderno que llevan los tratantes. Allí anotan el monto total de la supuesta deuda y las ganancias que generan las mujeres cada día. En el caso de que alguna quede detenida, los jefes suman a su deuda las multas que deben pagar por las fianzas. También se les descuentan sumas por el alquiler de las piezas y por la comida.
Un indicador del incremento de la trata en la isla es el aumento de irregularidades financieras vinculadas con este delito. Cifras de la Unidad de Inteligencia Financiera de Trinidad y Tobago señalan que en los últimos cuatro años el delito de trata de personas ha movilizado al menos 2,2 millones de dólares en el sistema financiero de ese país. En 2017 se identificaron 11 transacciones sospechosas de estar vinculadas con este crimen organizado, por un total de 9 millones de dólares trinitarios, equivalentes a 1,3 millones de dólares.
En 2018, se identificó la misma cantidad de casos a través de la localización de movimientos irregulares de 2 millones de dólares trinitarios, un total de 294.000 dólares. Los casos identificados aumentaron a 23 en 2019, que movieron de manera sospechosa un total de 1,9 millones de dólares trinitarios, unos 279.000 dólares. Hubo otras 11 transacciones sospechosas detectadas en el último informe de FIU, de 2020, equivalentes a 2,6 millones de dólares trinitarios, aproximadamente 392.000 dólares. Se solicitó mayor información sobre las características de estas transacciones a la FIU, pero no se obtuvo respuesta.
Estas cantidades son una pincelada de lo que estaría generando el delito. Una de las investigadoras que participó en la elaboración del informe para Caricom sobre trata de mujeres en la isla, y que pidió mantener su nombre en reserva, explicó que se hace difícil cuantificar las ganancias que obtienen las bandas, así como también el número de las víctimas o los involucrados, “pero la cantidad de dinero que se mueve lo hace un negocio muy rentable, porque a las víctimas de trata las puedes vender una y otra vez”.
En medio de ese negocio, la violencia ejercida por los “clientes” y por los tratantes se convierte en parte de la cotidianidad para las mujeres venezolanas, que deben sobrevivir en las redes de crimen organizado.
A Reina*, de 20 años, todos los fines de semana la drogaban y emborrachaban en una casa en construcción en San Fernando en la que estuvo un poco más de un mes bajo esclavitud sexual junto a otra joven venezolana. Dice "un mes, más o menos" porque no recuerda muy bien el paso de los días durante su secuestro. Difícilmente podía hacerlo cuando no le permitían estar consciente de sí misma.
Había aceptado, en 2018, la oferta de una conocida de viajar a Trinidad en medio de una situación económica precaria que no le permitía cubrir los gastos ni de ella ni de su hija, en Maturín, estado Monagas. La mujer le prometió que recibiría alojamiento y que le darían comida hasta que encontrara trabajo para estabilizarse y pudiera pagar. Pero el hombre que fue a recogerla en un bote en La Barra, Delta Amacuro, un peligroso lugar conocido como punto de transporte en los negocios de trata de personas, era un traficante de droga.
La obligaba a consumir y si ella no lo hacía amenazaba con enviarla a la policía para que la deportara. Al observar que era un hombre con presuntos contactos en la policía y, además, integrante de una banda criminal, veía pocas oportunidades a su alcance para huir de ese infierno. Recuerda que la apuntaron con un arma en la cabeza el día en que se negó a beber alcohol, mientras al mismo tiempo, intentaba evitar que su "jefe" la violara.
Parte del modus operandi de las bandas consiste en rotar a las mujeres de sitio, generalmente cada tres o cinco meses. Entre los nombres de los locales que han sido reconocidos como lugares donde ocurre explotación sexual en la isla están el Copa Cabana, Villa Capri, 4Play Bar y Tzar Night Club. Con las restricciones causadas por la pandemia de covid-19, algunos de estos locales han cerrado temporalmente sus puertas. Sin embargo, el negocio no ha parado.
Sobrevivientes señalan que ha continuado en fiestas privadas para las que son contratadas y en las habitaciones de hoteles como Alicia’s Palace Hotel y Dads Dan. En este último establecimiento se ha registrado casos de trata de mujeres desde, al menos, hace seis años, cuando detuvieron al dueño de este local y su asistente por traficar a dos mujeres venezolanas en 2015 y por tener un espacio dedicado a la prostitución. Se intentó consultar a los administradores de los bares y locales mencionados sobre estos hechos, pero no ofrecieron respuesta. En el caso del hotel Dads Dan informaron que no pueden dar información porque el caso sigue abierto en tribunales.
Una vez que las víctimas caen en las redes de trata se enfrentan a un laberinto sin salida. Las vías de escape son casi inexistentes. Algunas son rescatadas en redadas policiales, pero luego son detenidas en centros de reclusión en condiciones precarias. Otras, asumen el riesgo de escapar. Y en pocos casos, la única esperanza que le queda a las víctimas es aferrarse a la palabra de los “jefes” de que serán liberadas una vez completen el pago de su deuda y, por eso, llevan cuentas minuciosas de cuánto dinero generan por cada día de explotación, para saber cuándo serán libres de irse.
Fernanda, luego de trabajar cinco meses para la banda, supo que había logrado completar el monto que le exigían como cuota. Sus captores le ofrecieron quedarse trabajando en prostitución, pero ella se negó, actuó rápido para irse y prefirió “mudarse lejos”, a otra ciudad de Trinidad. Sin embargo, vive con miedo.
Tuvo que cambiar de trabajo porque un hombre se presentó preguntando por ella, diciendo que le debía dinero. “Tengo temor. Yo me cuido mucho de agarrar un taxi, un carro, caminar. En algún momento me los puedo encontrar y no sé cómo puedan reaccionar”, dice Fernanda.
En el caso de Marlene, el allanamiento de “las casas chinas” se tradujo en su salida de las redes de trata. Trabajó un tiempo en un casino en Trinidad hasta reunir lo que necesitaba para volver a Venezuela. Nunca vio un centavo de los 9.500 dólares que le habían prometido que recibiría, con los que había planeado comprar una casa para su familia.
La posibilidad más remota de salir del circuito de la explotación sexual es escapar, una decisión que muy pocas toman porque saben que puede significar la muerte. Maritza se arriesgó a huir de la segunda casa de explotación en la que estaba recluida. Una noche, se las arregló para quedarse con 100 dólares trinitarios de uno de los “servicios”. A las dos de la mañana, aprovechó que su jefe dormía, para apropiarse de su celular.
Saltó el portón de la casa y corrió lo más rápido que pudo hasta el estadio de Diego Martin, en donde vio pasar un vehículo y le hizo señas. El conductor aceptó ayudarla y la llevó hasta un lugar de comida rápida de Puerto España, en donde había acordado con unos amigos, a los que contactó por mensaje de texto, que fueran a buscarla. “Desde ese momento comencé todo desde cero. Fueron momentos muy feos. Yo estuve a punto hasta de morir. Esto no se lo deseo a ninguna otra chica”.
Una vez que canceló su “deuda” y logró salir de la casa donde fue explotada sexualmente por más de cinco meses, Fernanda intentó denunciar su caso ante las autoridades. En junio de 2018 se dirigió a la Policía de San Fernando y acusó a su captor.
“Todo el mundo se quedó mudo como una estatua, como si yo estuviera diciendo locuras”, dice. Los funcionarios, recuerda, hicieron unas “anotaciones muy rápidas y nunca más hicieron nada”. Su captor sigue libre y, por lo que sabe, el “negocio” se mantiene operativo con, al menos, siete mujeres forzadas a la prostitución.
Los datos evidencian que el delito ha gozado de total impunidad en Trinidad y Tobago desde hace casi una década: no ha habido ninguna condena judicial durante todo este tiempo. Un informe del parlamento difundido el año pasado indica que entre 2016 y abril de 2020 los servicios policiales de Trinidad recibieron 484 reportes de explotación sexual de los cuales confirmaron un total de 119 víctimas confirmadas oficialmente. 57 personas han recibido cargos y nueve personas fueron presentadas en tribunales por este delito en ese lapso.
El estudio sobre la trata de mujeres en Trinidad, realizado para Caricom, advierte que “la falta de condenas y casos resueltos acentúa la impunidad, y a la vez, el ciclo delictivo”. Los acusados, luego de quedar en libertad, reinciden porque saben que hay bajos niveles de prosecución, retrasos en los procesos de juicio, ausencia de condenas y corrupción en las distintas instituciones, indica.
En el documento elaborado por el parlamento, la Policía alegó trabas para detectar casos y evidencias insuficientes para asegurar los cargos. Y citaron, entre otros, la falta de imágenes de circuito cerrado de televisión y la dificultad de tener acceso a pruebas de ADN en Trinidad por su alto costo. También adujeron la falta de voluntad de los testigos para declarar y aseguraron que “las víctimas se mostraron reacias a cooperar”.
Pero sobrevivientes de trata y explotación sexual repiten una y otra vez que sus casos son ignorados por la policía. Zurima cuenta que, luego de que sus captores fueran detenidos en un operativo, acudió durante cuatro meses a declarar en las oficinas policiales y en la corte. “Cuando llegábamos ponían mala cara”, recuerda. Ella cree que porque no hablaban inglés. “El trato era tajante. Cuando ya teníamos el caso avanzado, quien lo llevaba tomó vacaciones y se lo pasaron a otra persona”.
La complicidad policial es el elefante en la habitación a la hora de hablar de la falta de eficiencia en la persecución de la trata de mujeres en Trinidad. En los últimos tres años, al menos 36 policías de la isla han sido vinculados con este delito, de acuerdo a medios locales, pero no ha habido condena judicial contra ninguno de ellos. La mayoría de las víctimas de estos casos son de nacionalidad venezolana.
David West, director de Police Complaints Authority, una organización independiente que supervisa el trabajo policial en Trinidad y Tobago, dice que en algunos casos los funcionarios involucrados aprovechan su posición de autoridad para intimidar a sus víctimas y evitar que denuncien.
Así ocurrió con dos mujeres venezolanas que presentaron su queja ante esta oficina pero luego desaparecieron, lo que hizo imposible continuar con la investigación, asegura. “Las mujeres vinieron y señalaron a los oficiales que se aprovecharon de ellas, pero no se levantaron cargos y siguen usando el uniforme”, indica.
El propio Ministerio de Seguridad, en el informe realizado por el parlamento, acepta que entre los factores que inciden en la falta de condenas está “la complicidad pública, de las fuerzas del orden y de sectores privados que participan en la trata e impiden su investigación”.
Solo en agosto del 2020, fueron puestos bajo investigación 30 policías por estar involucrados en un anillo de trata que opera entre Venezuela y Trinidad y Tobago. Sobrevivientes entrevistadas para esta investigación aseveran que los policías tienen conocimiento de los bares, casas y hoteles en los que se comete el delito. “Algunos custodian la casa junto a los de la banda”, dice Maritza.
La investigación hecha para el Caricom también señala que los policías “proveen transporte y trabajan como guardias de seguridad e incluso proxenetas en establecimientos donde se produce la prostitución y la trata”. Cita casos en los que la policía ha llevado a las jóvenes a una casa de huéspedes en otro lugar de Trinidad y ha cobrado a la gente por "usarlas".
Maritza fue testigo de esta situación. Describe que los policías llegaban a la casa donde permanecía retenida, en la que había alrededor de 50 mujeres, y seleccionaban a algunas de ellas para llevárselas a una “cita”. Fernanda también presenció en varias oportunidades la visita de policías en el sitio donde debía ofrecer servicios sexuales. “No había ningún tipo de problema con la policía porque él (su captor) era amigo de todos. La policía sabe perfectamente lo que ocurre en esas casas”, dice.
Eventualmente, ocurren operativos policiales que intervienen centros de explotación sexual, pero esto no garantiza un avance en el combate del delito. “De hecho, algunos entrevistados afirmaron que las redadas de alto perfil pueden exagerarse para que parezca que el Estado está haciendo algo, pero no existen procedimientos y protocolos genuinos y serios para abordar la trata”, dice la investigación de Caricom en relación al ciclo de impunidad en Trinidad y Tobago.
Una de estas redadas de alto perfil ocurrió en noviembre de 2019 en el Yihai Entertainment Sports Bar, en la zona de Cunupia, donde encontraron a 46 mujeres venezolanas víctimas de trata. Entre los detenidos había un policía. En febrero de ese mismo año, según reseñaron medios locales, otro agente había sido detenido por estar involucrado en la trata de menores de edad junto a un hombre venezolano.
Este equipo periodístico solicitó información a la Policía de Trinidad sobre estos casos y hasta el momento no se ha obtenido respuesta.
La falta de prosecución de los casos alimenta el temor de las víctimas de reencontrarse con quienes las explotaron sexualmente. De hecho, algunas han sido amenazadas por sus captores desde la cárcel. Zurima cuenta que los criminales a los que había denunciado la contactaban por Facebook o la llamaban por teléfono. Les decían —a ella y a otras denunciantes— que las iban a matar si seguían con las acusaciones.
Al final se vio obligada a abandonar el caso. “No teníamos ningún tipo de protección. El miedo que teníamos era que, si hundíamos a esos hombres, él cumpliera con sus amenazas. Ellos tienen mucho dinero y armamento. No teníamos protección de la policía. Les contamos de las amenazas y nos dijeron que tomáramos bien la decisión, porque si no los hombres salían bajo fianza”, comenta.
El informe realizado por el Parlamento apunta que la lentitud de los procedimientos judiciales conspira contra la posibilidad de condenar a los culpables. Las víctimas “no están disponibles para esperar años para que se inicien y se completen los juicios”.
La vulnerabilidad de los migrantes venezolanos, que se exponen a una deportación en caso de ser detenidos, también favorece a los tratantes de personas. En los últimos dos años, informes del Departamento de Estado de Estados Unidos han subrayado que el gobierno de Trinidad y Tobago no examina adecuadamente a los migrantes o refugiados indocumentados, pues no establece si han sido víctimas de trata y si requieren una protección especial antes de detenerlos.
Esto afecta en especial a la población venezolana que ha migrado masivamente a la isla en los últimos años. Actualmente, de acuerdo con cifras de la Organización de Estados Americanos, hay 40.000 venezolanos en la isla pero solo 16.000 tienen una situación migratoria regular.
Activistas, sobrevivientes e informes como el de Caricom coinciden en que víctimas de trata han sido encarceladas hasta por tres o cinco años por cargos de inmigración irregular, luego de ser acusadas por estar ilegalmente en el país o por cargos criminales, como posesión de droga o armas. Estos casos se han presentado después de que las mujeres son encontradas redadas policiales.
La Counter Trafficking Unit (CTU), creada en 2013 para la investigación, prosecución de los casos de trata y también para brindar asistencia a las víctimas tampoco queda a salvo de los señalamientos. Falta de investigación, seguimiento y hasta abandono de los casos, condiciones precarias en las casas de refugios, ausencia de atención psicológica a las víctimas y poca transparencia en los recursos, son algunas de las quejas que activistas y víctimas de trata hacen sobre sobre esta oficina. Desde el 2017, CTU no ha reportado cuál es su presupuesto, según un informe del Departamento de Estado de Estados Unidos, aunque se evidencia una caída en la asignación de recursos para las víctimas.
Reina sufrió las deficiencias en carne propia. A pesar de que denunció ante CTU que fue secuestrada, drogada y violada, su caso se esfumó, dice. Luego de cuatro meses de declaraciones, en las que tanto ella como otra víctima del mismo grupo delictivo dieron el nombre de su captor, apodos de la banda criminal y hasta fotos, los oficiales de esta institución le dijeron que no la consideraban una víctima y, por ende, no había caso abierto. Debían abandonar la casa de protección en la que estaban alojadas.
Este equipo periodístico solicitó una entrevista con Alana Wheeler, directora de CTU, para contrastar estas afirmaciones, pero indicó que no tiene autorización para dar declaraciones.
La deportación, sin que haya habido una resolución policial y judicial de los casos, es a menudo el destino de las venezolanas una vez que salen de las redes de trata. Un documento oficial al que se tuvo acceso, con la descripción de los pasajeros de un “vuelo humanitario” hacia Venezuela que tuvo lugar a finales de 2020 contenía información sobre una víctima de 18 años de edad que fue repatriada.
Distintas organizaciones manejan información sobre al menos otras seis adolescentes víctimas de explotación sexual que fueron deportadas, una de ellas embarazada, en los primeros meses de 2021. Lilia, la adolescente de 17 años captada en Maturín, fue repatriada a principios de año, luego de haber pasado 13 meses en un centro de detención para adolescentes y en casa de una familia de acogida.
Reina sostiene que su denuncia no solo fue abandonada, sino también manipulada. “Yo les dije todo lo que pasó. Que él (su captor) actuaba de manera agresiva cuando tomaba o se drogaba, y que, en una oportunidad, me sacó un arma para que tuviera relaciones con él. Pero luego pude leer que CTU escribió en el expediente que yo tenía relaciones voluntariamente todos los días con él. Una locura”, dice. Al final, Reina también fue deportada a Venezuela.
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*Los nombres
identificados con asterisco en este reportaje han sido cambiados por razones de
seguridad.
**Este reportaje fue realizado por Marielba Núñez y Claudia Smolansky para Armando.Info y CONNECTAS, con el apoyo del International Center for Journalists (ICFJ) en el marco de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación de las Américas.
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