Los mayas, que en la era clásica de su civilización despoblaron misteriosamente grandes ciudades de piedra en Mesoamérica, ahora, un milenio más tarde, abandonan sus pueblos de bahareque y techos de paja en la península de Yucatán a un ritmo quizás comparable: cada año, más de mil cruzan la frontera hacia Estados Unidos. Esta vez sus motivos no son un misterio: la pobreza local y la promesa de una mejor vida, sobre todo en California, los empujan al éxodo. El tránsito es bidireccional, en todo caso. Mientras al norte marcha la gente, de vuelta al sur llegan remesas de dinero, esperanzas y nuevos patrones culturales. Sin embargo, la vida para quienes se quedan en casa no se hace fácil, sobre todo para las mujeres desposadas, que se someten no solo a una espera sin fin, sino además a unas normas sociales asfixiantes.
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La intuición de madre se lo había advertido. María del Socorro May insistió muchas veces a Saúl Naal, su hijo inmigrante en la ciudad de San Rafael, al norte de California, que regresara a su casa en Peto lo más pronto posible. Desde que se fue, tenía seis años sin verlo.
Peto, un municipio de aproximadamente 25.000 habitantes ubicado justo en el cono sur del estado de Yucatán, en México –que ocupa la parte septentrional de la península homónima que se proyecta hacia el Caribe, donde una tercera parte de la población es de origen maya– es conocido por ser una de las localidades de la que más trabajadores emigran a los Estados Unidos. Ya en 2009, la Encuesta de Migración con Perspectiva de Género, el más reciente esfuerzo gubernamental por ubicar a los migrantes de la entidad, reveló que 5.200 personas, una quinta parte de la población del municipio, había migrado a la Unión Americana.
Sentada en la sala de su casa de la colonia Benito Juárez, en la periferia petuleña, donde abunda la maleza, el alumbrado público es inexistente y las calles están hechas de una terracería que se inunda apenas comienzan a caer las lluvias, María del Socorro dice que Saúl, junto con unos amigos del pueblo, cruzó el desierto mexicano y sus peligros para pasar la frontera hacia el norte, sin documentos. Tal como hacen 90% de los migrantes yucatecos. Quería ahorrar para una cirugía de riñones y curarse de una malformación congénita con la que nació. Buscaba también una oportunidad para salir de la pobreza a la que, según ella, “estaba condenado”. Si casi la mitad (41.9%) de los dos millones de yucatecos es pobre, en Peto la proporción crece al 73.9% de sus habitantes, como indica el más reciente informe –2010– del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
Saúl terminó viviendo en la zona de la bahía de San Francisco, la metrópolis californiana, con otros 70.000 yucatecos. Varias veces expresó su deseo de retornar al pueblo. María del Socorro, de 70 años, y su marido Bartolo Naal, de 80, miran fijamente el altar que tienen al frente, con una foto de Saúl, una selfie impresa, además de dos floreros hechos de frascos de mayonesa y una imagen de la Virgen de Guadalupe. El hijo era moreno y tenía el pelo corto. En la imagen lleva una gorra de las Grandes Ligas de béisbol y muestra un collar con la imagen de la virgen.
Fue el 8 de mayo de 2017, dos días antes de la celebración del Día de las Madres en México, cuando a María del Socorro le dieron la noticia de que su hijo había fallecido a los 33 años de una complicación pulmonar.
Tras 20 días de realizar trámites con el gobierno de Yucatán y el Ayuntamiento de Peto, el cuerpo de Saúl salió del aeropuerto de San Francisco al de la Ciudad de México, luego trasbordó a Mérida, y de allá una carroza fúnebre lo trasladó al pueblo. Es un recorrido conocido. En lo que va de 2017, el Instituto para el Desarrollo de la Cultura Maya (Indemaya) ha repatriado 13 cuerpos, incluyendo el de Saúl.
A María del Socorro le cuesta platicar del tema sin ahogarse en el llanto. Cuando quiere hablar se da cuenta de que en realidad sabía muy poco de la vida de su hijo. Hasta hoy no le queda claro dónde vivía y, de hecho, nunca supo que, poco más de tres semanas antes de morir, Saúl fue detenido en San Rafael, el suburbio al norte de San Francisco, por ofrecerle cocaína a un policía encubierto, como consta en una ficha publicada en el sitio web de las autoridades de esa ciudad. Antes de volver a llorar comenta que el joven se había ido “allá lejos” y que armaba cocinas integrales, trabajo que le permitía enviar 250 dólares mensuales (unos 4.600 pesos mexicanos) que alcanzaban para comprar alimentos y pagar servicios como la energía eléctrica y medicamentos de su padre, enfermo del corazón.
Los padres de Saúl cuentan que los vándalos de la colonia se aprovechan de su soledad y de la escasa vigilancia policiaca para robarles los animales de traspatio –gallinas, pavos– con los que apoyan su economía y alimentación. Al morir su hijo migrante de Estados Unidos, también desapeció el ingreso permanente con el que se mantenían. Los sueldos de sus otros dos hijos en Cancún, polo turístico del vecino estado de Quintana Roo, no alcanzan para enviar una remesa fija a sus padres. Como muchos adultos mayores de Peto y de Yucatán, sin pensiones ni ingresos fijos, cultivan frutas y hortalizas para el autoconsumo.
Rocío Quintal e Iván Franco, doctores en Ciencias Sociales y Políticas respectivamente, y autores del libro El fenómeno migratorio en Yucatán, contextos e impactos, confirman que la pobreza es el “telón de fondo” de la migración en este estado, el quinto con menor entrada de remesas del todo el país (0.5% de los 26.993 millones de dólares que recibió México ese año). Sin embargo, los efectos colaterales de esta diáspora, como el abandono, la soledad y desintegración de las familias, pasan inadvertidos por los gobiernos.
Es precisamente por la falta de censos o estadísticas actualizadas de los migrantes en Estados Unidos –en su mayoría indocumentados– que se vuelve casi imposible que las autoridades de Yucatán puedan ubicar, apoyar o guiar a los parientes que se quedan, si se lo propusieran. Esto incide en que la migración no tenga un impacto real en la mejora de las comunidades. El contacto más común de las familias con el gobierno se reduce a trámites como el de localizar o repatriar los cuerpos de sus seres queridos, como en el caso de Saúl.
El Anuario 2017 de Migración y Remesas del Consejo Nacional de Población (Conapo) indica que Yucatán es el quinto estado con menor intensidad migratoria de México. Los 180.000 yucatecos que viven en Estados Unidos (son los datos de Indemaya) son una cifra pequeña entre los más de 12 millones de mexicanos que se han mudado a ese país, pero la proporción es significativa cuando se mira dentro de la propia entidad, tan lejos de la capital –1.300 kilómetros en el extremo más oriental del país–. La cantidad de personas que radican “del otro lado” representa casi 9% de la población total de Yucatán. Alrededor de 68% de ellos elige el estado de California -el más rico de Estados Unidos- para trabajar, de acuerdo con el Conapo. Miles de familiares en Yucatán terminan sufriendo la ausencia del padre, la madre, el hermano o el hijo y deben adaptarse a nuevos estilos de vida donde el común denominador son la soledad y el miedo por la seguridad del migrante, que reside sin papeles en ese país al norte.
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María del Socorro muestra el resto de la casa, en la que solo viven ella y su esposo. Una parte es de concreto y está compuesta por dos habitaciones de nueve metros cuadrados impecablemente pintadas de blanco, propiedad de sus otros dos hijos migrantes de Cancún (la pareja tenía, además, otro hijo que falleció hace 16 años por una fibrosis pulmonar). Por su cercanía, el estado de Quintana Roo -que aloja Cancún y la llamada Riviera Maya- es el segundo destino preferido de los yucatecos para migrar, solo después de Estados Unidos. En este caso, las familias pueden verse con más frecuencia debido a que está a unas cuatro horas de distancia por carretera.
Esa parte de la casa es la más costosa de toda la edificación. Unos metros afuera está una tradicional choza maya de unos veinte metros cuadrados, a la que la pareja de ancianos llama hogar. Como es común en el paisaje de Yucatán, el techo está hecho de huano, las hojas secas de una especie de palma endémica que, en su combinación con las paredes de bahareque –el material tradicional de las casas mayas–, ayuda a refrescar el interior, aunque el calor húmedo supere afuera los 40 grados de temperatura.
Como en la casa de los Naal, la migración yucateca ha dejado este nuevo paisaje en los municipios con más emigrantes en Estados Unidos, en el que coexisten dos estilos arquitectónicos opuestos: el maya de barro y huano y la casa estadounidense de concreto a la manera californiana. Por un lado, casas grandes de dos pisos, con tina, finos acabados y cocina ensamblada con estufa. En el otro, viviendas donde el agua todavía se saca a mano del pozo y los alimentos se preparan en el comal a base de leña con el que aún cocinan 159.000 familias de comunidades indígenas del estado.
“Se le conoce como arquitectura de remesas”, observa Carlos Ojeda Cerón, antropólogo petuleño y doctor en Desarrollo Regional. Cuando los migrantes son deportados, se quedan sin dinero o sus remesas se invierten en necesidades más inmediatas, las casas se quedan a medio construir.
Una casona en Kimbilá, una localidad de aproximadamente 3.000 habitantes en la región central de Yucatán, habla con claridad de ese paisaje mixto de los pueblos yucatecos.
En vez de albarradas -los muros de casi metro y medio de altura de grandes piedras apiladas sin cemento o algún otro material que las fije-, la casa tiene una reja de herrería forjada en color rojo con delicados detalles reproducidos a partir de una fotografía de una casa de California. Es de dos pisos y mide unos 40 metros de alto por 25 de ancho: es visible desde varias calles atrás. Es una rareza, por su alto costo, ver en la zona predios de dos niveles. Los que hay son propiedades de políticos que han llegado a ser alcaldes, o de los contados empresarios prósperos.
Kimbilá es una de las pequeñas localidades llamadas comisarías –de entre los 106 municipios de Yucatán– donde no viven más de 5.000 personas y en las que el gobierno municipal ejerce la autoridad directa. En estas comisarías no hay actividades económicas que permitan a sus habitantes ser autosuficientes, por lo que muchos tienen que acudir a trabajar de obreros a Mérida, la capital de Yucatán, o al vecino Quintana Roo.
O, claro, a Estados Unidos, como los tres hijos de Sebastián May Llanes y Ligia Arjona –los habitantes de esta casona-, José, Abel y Sebastián, quienes hace 18, 15 y 13 años, respectivamente, emigraron sin documentos a la ciudad de Fort Bragg, California, a cuatro horas al norte de San Francisco. Con las remesas de Abel de los últimos siete años (2 millones de pesos o 120.000 dólares, unos 17.000 dólares al año), Ligia y Sebastián, quienes no tienen pensiones, han podido edificar esta casa de amplias ventanas que emula las típicas residencias vacacionales de las familias estadounidenses. El segundo de los hijos, jardinero independiente, fotógrafo y camarógrafo de eventos sociales en Fort Bragg, diseñó personalmente la casa. La terraza está en construcción. Pero hay una cocina al aire libre techada con láminas de metal que nos recuerda que todavía estamos en Yucatán.
Ligia está sentada en su hamaca, donde duerme; la mayoría de los yucatecos se resiste a la cama. Sebastián está fumigando la entrada. Los dos hablan maya y un español que se les dificulta sobre todo a la hora de conjugar verbos. Hace 40 años, en su antigua vivienda de huano, tenían que dividir una manzana en siete pedazos para dar de comer algo a sus hijos. Es un recuerdo familiar muy presente con la que ilustran la pobreza de otrora. Ahora tienen piscina y jacuzzi –una vez unos niños del pueblo se colaron en la casa para darse un baño–, y las manzanas se han multiplicado en su refrigerador dentro de la cocina decorada con detalles de piedra, diseño exclusivo hecho a mano.
Desde que sus hijos se fueron, la pareja no los ha vuelto a ver. Se asumen como cuidadores de los bienes adquiridos con las remesas: compran los diseños de piedra y herrería, vigilan la construcción y preservan la casa en la que sueñan ver correr a sus nietos algún día. Muestran las fotos de estudio enmarcadas de José, que tienen apiladas sobre una mesa de madera protegida con bolsas de plástico. Así conservan todos los otros muebles que Abel ha mandado a comprar. En el segundo piso tienen una cama matrimonial tendida con edredones de flores desde hace varios años, esperando.
Al final de la obra levantaron una habitación independiente donde esperan pasar sus últimos años de vida. Ven esa gran casa ajena a ellos. Ligia sigue cocinando en la parte de atrás, en la vieja estufa junto a la mesa de madera cubierta con un mantel de plástico, donde puede ver a sus aves de traspatio, gallinas y pavos, así como sus árboles de naranjas, limones y ramón, una planta endémica usada como forraje para consumo de animales de corral.
Para los yucatecos trabajar en Estados Unidos es una alternativa para salir del rezago y la pobreza. Para un local, alcanzar el nivel de vida de la familia May, por ejemplo, es una rareza. Aquí un obrero gana en promedio 46.680 pesos anuales (alrededor de 2.593 dólares) –apenas 15% de lo que recibe la familia May por las remesas en un año–. La migración no ha tenido un impacto real en la economía del estado y sus comunidades. Las remesas anuales de 142 millones de dólares se quedan en las casas y no se traducen en más fuentes locales de empleo.
En Yucatán todavía hay 900.000 personas, casi la mitad de su población, que no tienen acceso a una alimentación adecuada, ni a la seguridad social ni a servicios de salud, según cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). En Kimbilá, el pueblo de los May, donde la venta de ropa típica bordada ofrece algunas oportunidades de trabajo, esto es visible en la falta de acceso al agua potable, las calles de tierra, la falta de alumbrado público y la ausencia de ambulancias.
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El antropólogo Pedro Lewin Fischer, uno de los pocos investigadores en Yucatán que estudia la migración desde la perspectiva de los que se quedan, asegura que cuando las familias del estado se fragmentan, todo se convierte en “un drama”. Los niños crecen sin una figura paterna y las mujeres enfrentan prácticamente solas el grueso de su vida adulta.
Y cuando se habla de migración, aún persisten sesgos económicos y de género; es decir, solo se piensa en las personas que se fueron, en su mayoría hombres, y en el dinero que mandan. El autor del libro Las que se quedan, para el cual entrevistó a más de 200 mujeres de Yucatán, encontró en esta investigación que las parejas de los migrantes tienen en promedio entre 20 y 40 años, sufren por la soledad y se sienten desprotegidas, además de que renuncian a la plenitud de su vida sexual, emocional y creativa cuando sus esposos se van a Estados Unidos.
En la sociedad yucateca, como en otras sociedades, está bien visto que el migrante tenga una pareja fuera del matrimonio; pero es lo contrario con las esposas que se quedan. La madre o la familia del esposo suelen controlarlas a través de los teléfonos móviles o incluso por las redes sociales. Leticia Paredes Guerrero, especialista en estudios de género del Centro de Investigaciones Regionales “Dr. Hideyo Noguchi” de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), afirma en su trabajo La violencia de género contra las mujeres en Yucatán, que la condición étnica es un componente que las hace vivir más discriminadas a nivel social, económico, educativo y político. En 2011, Yucatán registró el mayor porcentaje de mujeres hablantes de alguna lengua indígena violentadas por familiares (16,6%) y ocupó uno de los primeros lugares entre los estados con mayor porcentaje de mujeres indígenas que declararon alguna clase de agresión en lugares públicos (18,6%), según la Encuesta sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía.
Estas mujeres tienen, además, acceso limitado a la educación o al trabajo. El último censo realizado en el país en 2010 reveló que en Yucatán 9% de la población es analfabeta. De cada 100 mujeres, 10,62 no sabe ni leer ni escribir, mientras los hombres son 7,78 por cada 100. En la sociedad maya las mujeres tienen un acceso más limitado a la educación porque están destinadas a casarse para que sus esposos sean los proveedores. El censo también evidenció la desigualdad en los ingresos provenientes del trabajo remunerado: mientras las mujeres ganaron un promedio anual de 4.521 dólares per cápita, los hombres percibieron 10.065 dólares, más del doble.
Hay otros ejemplos. Las mujeres mayas necesitan consultar a sus maridos antes de hacerse pruebas médicas. En comunidades rurales del estado todavía no es aceptado que las mujeres se realicen exámenes preventivos de cáncer de mama o cervicouterino, porque se entiende que los médicos las van a tocar. Es una sociedad en la cual se acentúan los roles del hombre como proveedor y jefe y el de la mujer como ama de casa, a cargo del cuidado de la casa e hijos, con poco que decir. En las mujeres que se quedan recae una doble carga que pocas veces se discute en público y que no es tangible como la económica: la de asumir el rol de madre y padre, y la de no poder reclamar la ausencia del marido. Entre los mayas de Yucatán no es aceptable que una mujer se queje por esto, si recibe de él dinero suficiente para cubrir necesidades básicas –alimentación, educación– de los hijos. El hombre habrá cumplido.
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“Me sentí viuda cuando se fue”, dice Lidia Tuz sobre Sebastián, uno de los tres hijos del matrimonio May que migraron a Fort Bragg. Lidia lo espera en Kimbilá desde hace más de 13 años, cuando Sebastián cruzó como indocumentado a Estados Unidos para conseguir los más grandes anhelos de su vida: la casa de concreto y dinero para abrir un negocio cuyo giro decidirá al volver. Lidia ha vivido con el temor de que su marido encuentre a otra mujer en California, haga otra familia y se olvide de la suya.
Lidia tenía 22 años cuando Sebastián se fue, y sus dos hijos tenían ocho y tres. Tardó cuatro años en adaptarse a la nueva situación. El hijo mayor de la pareja, Emanuel, sufrió depresión cuando su papá emigró porque pensó que lo había abandonado. Johnny, el menor, suplió a su padre con los juguetes, videojuegos, teléfonos inteligentes y tabletas electrónicas, inalcanzables para la gran mayoría de los niños del pueblo, que juegan a la pelota en las calles de terracería o en el único parque de Kimbilá, que solo tiene una cancha de baloncesto. Ahora tienen 21 y 17 años y manejan motocicletas deportivas de unos 3.000 dólares (60.000 pesos mexicanos) que han podido comprar con las remesas que les envía su padre desde Fort Bragg.
Pero han reclamado a Lidia la ausencia de Sebastián, quien, por no tener documentos, no viaja de visita a Kimbilá. Tendría que atravesar la frontera otra vez y, para regresar a Fort Bragg, volver a contratar a un coyote o pollero –como llaman a quienes los guían desde México–. Hace trece años, Sebastián pagó a uno de ellos 25.000 pesos (unos 1.300 dólares) con el dinero que le envió su hermano Abel, quien ya vivía en Estados Unidos. Actualmente, el costo de un cruce oscila entre los 12.000 y 15.000 dólares -cifras cotejadas en reportes del Indemaya y el testimonio de un migrante sin documentos de Oxkutzcab con el que hablamos, que planeaba su viaje de regreso a San Francisco, después de quince años--, cantidades estratosféricas que los que se van solo pueden juntar vendiendo sus terrenos o empeñando sus casas. En el mejor de los casos, deberán trabajar mínimo un año o dos en la Estados Unidos solo para devolver lo que gastaron al llegar.
El patrimonio de la familia creció de dos cuartos de concreto junto a la casa de los padres de Sebastián a una vivienda con sala, comedor, cocina, baños y tres habitaciones. En solo dos años consiguieron lo que en muchos más de trabajo en la maquiladora de pantalones jeans de marca Lee en Izamal no habrían alcanzado, cuando apenas reunían 207 dólares al mes, 4.000 pesos, lo justo para comer; además de un predio más grande, ahora tienen dinero suficiente para las comidas, ropa y calzado para Lidia y sus hijos. Los dos empleos de Sebastián en Fort Bragg –como mesero en una cafetería y cajero en un supermercado– le han permitido juntar el dinero suficiente para comprar dos terrenos más donde edificó las casas que heredará a sus hijos.
Lidia dice que su esposo espera estar máximo dos años más en California, que es el tiempo en el que terminaría el trámite para regularizar su situación migratoria, que inició hace unos meses. Está consciente de que sus ingresos económicos bajarán cuando Sebastián regrese, pero hasta ahora no ha hecho planes concretos para cuando llegue el momento. Quizás abrir una tienda de ropa tradicional bordada y cubrir el resto de los gastos con las rentas de sus casas.
Por lo pronto celebraron hace poco en Kimbilá los cuatro años de su nieta Melani, la hija de Emanuel, con una fiesta temática de la princesa Sofía de Disney. Lidia recreó un castillo de cuento de hadas, Melani llevó el vestido de la princesa. En vez de tamales y panuchos, había pasta, manzanas acarameladas y cupcakes.
De Tekax, un pueblo de 39-000 habitantes localizado a las faldas de la pequeña sierra del sur de Yucatán, han salido 1.400 personas a Estados Unidos. Aquí vive Yamily Novelo esperando a su esposo, que se fue hace dos años a Pensilvania, a 2.500 kilómetros de distancia, en el noreste de Estados Unidos, durante diez de los doce meses del año. Emigró con visa de trabajo para laborar en un vivero: es de ese 10% de migrantes yucatecos que cruzan la frontera con papeles, lo que le permite regresar de visita sin mayores problemas.
Aunque su marido (cuyo nombre Yamily se abstiene de dar por temor a un problema migratorio) no expuso su vida atravesando el desierto, ella pasa la mayor parte del tiempo con su hija, una beba de año y medio, esperando noticias. Es sábado por la tarde. Ella está asomada a la puerta de la casa de su madre, donde vive para tener compañía y para ahorrar el dinero que le envía su esposo para construir su propio domicilio. Pasará el fin de semana en casa esperando hacer una videollamada. Se considera afortunada porque su marido gana el dinero que en Tekax era imposible ingresar; sus estudios universitarios apenas le permitieron obtener una ganancia promedio de 4.800 pesos al mes –alrededor de 260 dólares–, cifra que se multiplica hasta ocho o nueve veces en Pensilvania.
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