GUADALUPE SOSA

El norte es una quimera para los que se quedan a esperar a familiares y remesas

Los mayas, que en la era clásica de su civilización despoblaron misteriosamente grandes ciudades de piedra en Mesoamérica, ahora, un milenio más tarde, abandonan sus pueblos de bahareque y techos de paja en la península de Yucatán a un ritmo quizás comparable: cada año, más de mil cruzan la frontera hacia Estados Unidos. Esta vez sus motivos no son un misterio: la pobreza local y la promesa de una mejor vida, sobre todo en California, los empujan al éxodo. El tránsito es bidireccional, en todo caso. Mientras al norte marcha la gente, de vuelta al sur llegan remesas de dinero, esperanzas y nuevos patrones culturales. Sin embargo, la vida para quienes se quedan en casa no se hace fácil, sobre todo para las mujeres desposadas, que se someten no solo a una espera sin fin, sino además a unas normas sociales asfixiantes.

El sueño californiano es como una pesadilla de concreto

La ciudad de San Francisco, en California, es la más cara de Estados Unidos y una de sus más sofisticadas. Cuna del movimiento hippie en los 60 y de la revolución actual de las computadores e Internet, ahora puede financiarse un anacronismo milenario: un cordón de comunidades mayas la rodea. Más de 70.000 inmigrantes venidos desde Yucatán, a 5.000 kilómetros, pululan en suburbios como San Rafael o en el distrito de Mission. Atraídos por lo que suena como una nueva fiebre del oro, la mayoría llegan sin saber ni una palabra de inglés y apenas unas pocas de castellano, para trabajar de lavatrastes y pinches en restaurantes. Pero el viaje no es solo a través de la distancia sino de la cultura, y del choque entre las costumbres ancestrales y las exigencias de la sociedad postindustrial surgen males como el alcoholismo y la drogadicción.

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