No es poca cosa la oscuridad total. Menos en la capital densamente poblada de una Venezuela afectada por la hiperinflación, el miedo y la dictadura. Mucho menos durante cuatro días seguidos en los que se borra la paciencia o se descubre la resistencia entre la necesidad de trabajar, tratar de tomar un baño, resguardar lo que se tiene y hacer sonreír a los niños. En esta crónica a ocho manos se descubre una Caracas vulnerable e inverosímil que suplica, como el país, que lleguen días mejores
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Jueves
El blackout fue inmediato. “Sin servicio”. La luz se fue a las 4:50 de la tarde del jueves 7 de marzo en Caracas y junto con el corte de energía eléctrica también se desvanecieron las comunicaciones. “Sin servicio” es la frase que se instala en la pantalla de los teléfonos móviles para recordar que mientras lo leas no tienes ni tendrás certeza de nada. No importa con cuál de las tres empresas de telefonía celular se cuente (las privadas Movistar o Digitel, o la estatal Movilnet), ninguna responde cuando se apagan una urbanización, una ciudad, y mucho menos un país. No se sabe qué ocurrió, no puedes llamar a tu familia, no puedes despejar dudas.
En medio de ese blackout, sales de la oficina antes de que se oculte el sol para llegar a casa con luz natural. Y lo que presumías como un apagón más, de esos que abundan en el país suramericano desde que se decretara la “emergencia eléctrica” en 2009, se va configurando como algo mucho más grave. En las emisoras de radio, que solo puedes escuchar desde el carro, las primeras informaciones hablaban de una caída en la central hidroeléctrica más importante de Venezuela, Guri, y que a las seis de la tarde había al menos 16 estados sin electricidad.
Vas rodando por la ciudad mientras chequeas cada dos minutos la pantalla del celular para ver si ese “Sin servicio” desapareció; lo guardas junto al asiento, sientes una vibración y lo levantas de nuevo. Han entrado algunos mensajes de WhatsApp y Telegram, sientes un poco de alivio porque recuperas señal y comienza la cacería: ¿cuál fue el punto exacto donde entró la señal? Das vueltas por las mismas tres calles varias veces girando la mirada al teléfono y volviendo a ver al frente para no chocar al de adelante. ¡Bingo! Te estacionas, lees los mensajes y respondes los que puedes. Son las 6:30 de la tarde y luego de creer que tienes todo bajo control porque leíste y respondiste varios asuntos laborales, sigues hasta tu casa. Tampoco hay luz. No hay mayor preocupación, debería llegar pronto.
Alrededor de la parroquia La Candelaria, en el centro de la ciudad, comienza a dibujarse la geografía del caos. La estación de metro de Parque Carabobo, a media cuadra del Ministerio Público, a dos del Ministerio de Agricultura y a tres del Ministerio de Interior, Justicia y Paz, no podía recibir a más personas. Los buhoneros vociferaban la noticia obvia: no había luz. Las personas no terminaban de bajar los 85 escalones que conducen a los torniquetes que dan acceso al subterráneo y, los que se atrevían a bajar veían el único andén lleno de rostros preocupados y sudorosos, que se agolpaban en las escalera mecánicas inservibles para poder salir. Algunos se aferraban a la esperanza del alcanzar el transporte superficial –escaso desde hace más de un año-, agarraban sus carteras con fuerza y asomaban el reloj del celular.
Niños aún con camisa escolar, mujeres, jóvenes en manadas, uniformados ministeriales, obreros con el morral tricolor. El poco transporte hace rato estaba sobrepasado en su capacidad. Cobraban dos o tres veces más por sacar a las personas de La Candelaria, cruzando la avenida Andrés Bello y dejándolos en Plaza Venezuela. Los mototaxis empezaron a escasear como el sol, ya a punto de ocultarse. Su lugar lo fue tomando una hilera de personas como en eterna procesión a casa.
En la céntrica avenida Urdaneta, los comerciantes cerraron la Santamaría -como en Venezuela se conocen las rejas metálicas de acordeón, plegables-, pensando que sería quizá un asunto de horas. Quedaron abiertos locales de comida, panaderías y farmacia, con personas vigilantes en su entrada observando la escena. Los semáforos apagados, funcionarios de la Policía Nacional en algunas esquinas desorientados, sin saber bien cómo controlar la situación, los carros agolpados tratando de salir y esquivar los huecos, las personas tratando de cruzar las calles. Muchos miraban sus teléfonos, constatando que tampoco tenían señal.
Todo funcionaba con los sentidos de alerta encendidos, bajo el paraguas de la intuición. Licorerías de la zona, cual plaza pública, reunían a unos pocos que no tenían apuro en llegar y esperaban que bajara la marea humana. Elucubraban hipótesis de lo ocurrido y hasta asomaban el fin apocalíptico del gobierno. Otro dijo que “al parecer habían detenido a Guaidó”.
De pronto se fue haciendo el silencio, ese fiel compañero de la oscuridad. En algunos edificios era tan intenso que permitía escucharlo todo, hasta las reuniones de los vecinos en las plantas bajas y el esfuerzo de los niños, en un edificio de La Alameda, de distraerse haciendo una pequeña fogata a la que se unieron los adultos ante la imposibilidad de hacer cualquier otra cosa. "¿Qué estará pasando realmente? ¿Cuánto irá a durar esto?". Las baterías de los celulares comenzaron a agotarse y la gente comenzó a guardarse prefiriendo reservar la única iluminación que tendrían para la escalera de emergencias: la linterna del celular.
A esas alturas no se sabía nada, y lo poco que se sabía era que el ministro de Energía Eléctrica, Luis Motta, había dicho nuevamente que se trataba de un “saboteo” y que el servicio comenzaría a restablecerse en tres horas.
Pero nada que llegó. Esa primera noche no se tenía idea de la magnitud del daño. El “sin servicio” siguió allí. En la penumbra se escuchaban gritos a lo lejos: “¡Maduroo!”, y unas tres o cuatro voces de hombres y mujeres que respondían “¡Coño e’ tu madre!”. Después: “¡Madurooo, hijo de putaaa!”
Pronto se apagó también la telefonía fija. En la oscurana las luces de los carros alumbraban las calles aún llena de personas y las chispas amarillas desde los apartamentos confirmaban velas encendidas. En la avenida Fuerzas Armadas todo estaba recogido y la avenida Panteón lo cubría un manto de sombras y terror. Una pareja cruzaba la calle con sus dos hijos en brazos, rápido y sin detenerse. Los carros poco se paraban en las esquinas y en un amague, apretaban el acelerador para continuar. En la entrada de un edificio estaba un joven, con la reja principal a medio cerrar, esperando a alguien. En otro, sentado en los escalones, estaba un señor viejito que duerme permanente allí y lo conocen como “el comandante”. Lo acompañaban dos personas más.
Aún había agua saliendo de los grifos, que poco a poco iba perdiendo fuerza hasta que desapareció y la tensa calma se rompió a las diez y media de la noche cuando un grito despertó el alerta. En plena oscuridad, luces de linternas iban y venían como faros de edificio en edificio. “Activo, activo, activo”, se escuchaba desde distintos apartamentos. Gritos venían de distintos puntos cardinales. Empezaron los pitos, era la señal de seguridad, “un ladrón en la terraza”. Empezaron los gritos hasta que nuevamente llegó el silencio. Era uno solo y escapó.
Las tres horas prometidas por el régimen de Nicolás Maduro para resolver el problema quedaron como un mal chiste, flotando.
A las 7 de la mañana, luego de 14 horas sin luz, la angustia y desesperación de no saber absolutamente nada de nada y de nadie abruma y ahoga. El “sin servicio” sigue anclado en la pantalla del celular. Un baño de agua fría y a la calle, a buscar señal en algún lugar.
Pocos sabían que lo habían decretado no laborable. Salían tímidamente de los edificios, con la vianda de comida en la mano. Había pocos carros circulando y no se pasaban muchas personas. Las santamaría de los negocios no se abrieron temprano, aunque a lo largo del día iban apareciendo los dueños. La panadería de la esquina de Chimborazo fue una de las pocas en abrir, vendieron pan solo con dinero en efectivo, a 2 mil bolívares.
Prendes el carro y la emisora que siempre escuchas te ofrece un balance. ¡Qué alivio! Sabes algo finalmente. No hay luz en todo el país y vuelve la incertidumbre. El país no había pasado tantas horas, ya iban 16, sin energía eléctrica, es grave. Bajando del puente de Los Estadios y llegando a Plaza Venezuela, entran tres barritas de conexión, no hay dónde estacionar, la vía está desolada y da miedo. La señal va y viene, es débil, solo entra en algunas calles, por pocos metros, no se trata de toda una zona con buena señal, son tramos. En la gran avenida de Plaza Venezuela, junto a la entrada del bulevar de Sabana Grande, ves personas caminando como si fueran al trabajo, esperando transporte público en las paradas, con sus uniformes de empresas. Pero son pocas; así no es Plaza Venezuela a esa hora, pero además el Metro de Caracas está cerrado.
Se logra alguna conversación con la familia en la provincia, con una amiga incomunicada hasta entonces, pero pronto la comunicación debe acabarse porque viene un hombre caminando hacia el carro, haciendo señas a otro que está en la acera contraria, y que muestran una actitud más que sospechosa. Hay que acelerar el carro para huir de un posible robo.
Sigues el recorrido para identificar otros pequeños oasis donde sea posible tener comunicación. Se consigue junto a la Morgue de Bello Monte, junto a la parada de transporte público de la Universidad Bolivariana de Venezuela (antigua sede de Lagoven), dentro de la Universidad Central de Venezuela. Dos horas dando vueltas no solo para conseguir señal, también para escuchar los reportes que dan en la radio y para cargar el celular. Ya a media mañana se podía tener un panorama de cuán grave era el apagón nacional pero nadie daba un estimado de recuperación.
Pocas emisoras privadas estaban al aire y, de esas, solo tres destacaban por hablar de lo que ocurría. Los periodistas, en un esfuerzo por informar, llegaron a las sedes de una de las empresas radiales que disponía planta eléctrica y leían los reportes de las redes sociales, hablaban con sus entrevistados mientras interrumpían la transmisión para dar más novedades. En una emisora chavista una entrevistada señalaba lo bien que se sintió escuchar RNV: “Ya había preparado mi cartera, con un cuchillo y me puse los pantalones de campaña. La gente tiene que entender que estamos en guerra y yo estoy aquí para defenderla”. Poco después sonaba un tema de trova cubana.
En la calle estaba el contraste: La Candelaria vacía y cerrada, había muy poca gente mientras que los alrededores de Las Mercedes, estaba congestionado. La bomba Texaco parecía estar funcionando y la fila de vehículos era de alrededor de 50 carros. Un activista comentaba que fue de Colinas de Bello Monte a Chacaíto a pie para reconocer la ciudad después de la penumbra y “casualmente” se encontró a Guaidó en Chacaíto. “Parecía estar haciendo un recorrido, estaba acompañado de guardaespaldas y se acercó a la gente, pero no fue un acto masivo”.
Los carros de perros caliente funcionaban.
Lo prudente comenzó a ser planificar lo poco que se podía. Hay cuatro kilos de carne y un pollo en el congelador, comida que se puede dañar, es el blackout que tantas veces advirtieron los ingenieros que trabajaron en la compañía eléctrica nacional y que conocen la operación por dentro: habrá un apagón nacional que dejará al país sin luz durante días. Lo siguiente, lo que demandaba el instinto de un ciudadano medianamente informado era comprar hielo. Pero casi ningún local estaba abierto.
El Farmatodo de Los Símbolos estaba despachando solo desde el autoservicio, no se podía entrar a la tienda. Recibían solo efectivo y quedaban dos bolsas de hielo. Los de adelante se las llevaron. Una licorería vecina estaba abierta pero atendiendo a los clientes por las rejas; no les quedaba hielo. Hay que seguir. En toda la avenida principal de Los Chaguaramos y de Santa Mónica no se consiguen abastos, panaderías ni licorerías abiertas.
En una calle lateral de la avenida principal de Santa Mónica había un camión refrigerado, de color blanco, estacionado, con el inconfundible aviso de “hielo” pintado en la puerta. Estaban descargando bolsas de hielo para un restaurante de pollos en brasas pero a la pregunta de si vendería alguna al detal, el dueño del camión no esquiva la respuesta: “Claro, señora, 5.000 bolívares cada una”, dice el dueño del camión. Compramos dos.
Mientras se están contando los billetes para ver si de verdad hay 10.000 bolívares “soberanos”, llega otro carro particular con la misma intención; el conductor pregunta si puede comprarle cinco bolsas de hielo y de inmediato le dice al dueño del camión que no tiene bolívares en efectivo sino dólares. “¡Claro, los recibo!”, dice el vendedor. El nuevo cliente saca de su bolsillo un billete de cinco dólares y dos billetes de a dólar para completar siete, los entrega y comienza a cargar las bolsas de hielo en su carro. Estás contemplando en vivo la dolarización de una economía. La transacción que acaba de ocurrir frente a tus ojo sería la que terminaría por marcar las ventas en buena parte de los locales formales de Caracas en los días siguientes, y peor aún, entre los vendedores ambulantes -conocidos en Venezuela como buhoneros- que venden ciertos alimentos y mercancía en la calle.
La luz seguía sin regresar, no había dónde comprar pan, queso o jamón, todo era en efectivo. Gastados los 10.000 bolívares en la compra del hielo, solo alcanzaba para comprar unos seis cambures -bananos- en un camión que vendía frutas y verduras en medio de la desinformación del apagón. Más de una señora de la tercera edad se acercó a preguntar si tenían punto de venta, también preguntaban lo mismo desde los carros que se acercaban porque ningún supermercado estaba abierto.
De regreso a casa solo queda pensar en frío para tomar la mejor decisión. Qué alimento se guardará en una cava o nevera con hielo y cuál se deja en el congelador. Un kilo de carne es el que finalmente se acomoda en una pequeña cava de anime (hielo abajo-bandeja de carne-hielo arriba). 20 horas después de estar sin energía eléctrica regresó la luz. Hacer el único pollo que se tenía en la nevera era la mejor opción, acompañarlo con los granos que se descongelaron y un arroz.
Otra víctima inmediata del apagón fue el servicio de agua. En los edificios del suroeste de Caracas las reservas de agua se fueron agotando. Armarse de fuerza y agarrar dos tobos, bajar 128 escalones y regresar al piso 8, cargando 25 litros a la vez, la faena de una periodista madre de familia. Aunque no sirviera para beber, la esperanza era que sirviera al menos para aseo personal y limpieza. En los tres días siguientes se repitió la operación varias veces, aunque cada vez con mayor destreza en el mismo escenario y con los mismos protagonistas: niños fastidiados y padres incomunicados.
Un vecino, que buscó la planta eléctrica de uno de sus negocios, la instaló en la planta baja del edificio. Entre varios sacaron una mesa del salón de fiestas y la instalaron en medio del pasillo con muchas regletas para cargar los celulares y demás aparatos eléctricos, aunque no servía demasiado pues no llegaba la señal de ninguna de las telefonías móviles: no se podía llamar, ni escribir mensajes de texto, mucho menos de WhatsApp. Tampoco recibir nada.
Solo quien tenía ahorros en divisas pudo huir de la penumbra. El hotel Eurobuilding, en Chuao, una zona de clase media en el sureste del valle capitalino, fue uno de los pocos lugares de Caracas que garantizaba luz, Internet y comida caliente luego de más de 24 horas sin luz. El lujoso hotel no había tenido tanta demanda en estos cuatro años de crisis. La casa estaba llena. De 617 habitaciones, las 400 que tienen operativas fueron ocupadas y la demanda crecía como la zozobra.
Un hombre mayor llegó con seis billetes de 100 dólares en efectivo y los lanzó sobre el mostrador del lobby: “Tengo cómo pagar. Dénme una habitación”, exigía. Pero ya no había ni una sola disponible el viernes en la noche. A quienes llegaron a tiempo con efectivo en mano, se les sacaba copia a los billetes que entregaban, los firmaban y se llevaban el aval por si acaso en el futuro afloraba alguna estafa en medio de tanta algarabía.
Dentro del hotel se trataba de mantener la normalidad. Unos fumaban narguile, otros se bañaban en la piscina o meneaban un trago viendo para los lados. Esperaban noticias que no llegaban.
El sábado se sumaban 48 horas de apagón nacional, pero en el hotel había ambiente festivo. La vida continuaba después de todo. Mientras miles de personas trataban de retomar las calles, comunicarse o de llegar a donde el líder opositor Juan Guaidó los había convocado en la avenida Victoria, en el Eurobuilding reinaba la confusión. Una señora en un ascensor le preguntó a alguien que daba muestras de ser periodistas, porque llegó bañado en sudor, chaleco antibala y una cámara en mano, si la marcha se había dado, si Guaidó llegó.
A las cuatro de la tarde comenzó un desfile de trajes de gala. Dos bodas con 400 invitados cada uno se mantenían en pie, pese a la emergencia. Una de las novias trataba de mostrar buena cara en el lobby del hotel con sus fotógrafos, justo cuando otro bajón de luz apagó el hotel. Las plantas tardaron 20 minutos en responder y la ansiedad se apoderaba de los huéspedes. “Tranquila. No se es adivino para saber que esto iba a pasar”, le decía la fotógrafa a la novia con su traje blanco inmaculado para sacarle una mejor expresión para las fotos.
El sistema del hotel para programar las tarjetas magnéticas para abrir las habitaciones colapsó. Las reservas se perdieron y los invitados de la boda tomaron habitaciones que ya le pertenecían a otros huéspedes que llegaron primero para refugiarse de la oscuridad. El caos también fue de cinco estrellas.
Los invitados subían por las escaleras de emergencia a las habitaciones porque había cola para usar los ascensores cuando volvió la luz. Los elevadores internos que usan los mesoneros fueron invadidos por los huéspedes, desesperados, que querían mantener un poco de confort luego de pagar mínimo 200 dólares la noche.
El sábado había amanecido como un día casi normal. Había electricidad en varios lugares de la capital, locales abiertos, pero ningún punto de venta servía. Solo se aceptaba efectivo, billetes que no abundan en Venezuela y que casi nadie quiere tener en las manos, mucho menos guardarlos. Pero esa luz tampoco rindió para mucho, a las 11:20 de la mañana se volvió a ir.
La experiencia había obligado a buscar los radios viejos que funcionan con baterías y, a diferencia del viernes, las pocas emisoras que informaban sobre lo que estaba ocurriendo estaban fuera del dial. No era posible sintonizar las tres emisoras FM que el viernes sirvieron de único medio de información; era sábado y había programas musicales en los circuitos Unión Radio y FM Center, ningún operativo. Parecía que se habían quedado sin planta eléctrica y sin manera de transmitir. O quizás a esa zona de Caracas ya no llegaba la señal. En la frecuencia AM, Radio Caracas Radio era la única emisora que paliaba la desinformación con un programa en vivo al mediodía, aunque no parecía suficiente.
La sensación de no poder hacer nada, el convencimiento de que no está en tus manos solucionar tu situación particular o la de alguien más, y la desinformación total marcaron un colapso a las cinco de la tarde. A esa hora la única opción era salir en el carro a cargar el celular, intentar sintonizar alguna emisora y conseguir señal para conectarse unos minutos. Esta vez el destino fue el municipio Chacao, en el noreste de Caracas. En la avenida Francisco de Miranda, desde Chacaíto, solo había un poco de señal 3G junto al hotel Ambassador Suites, frente al Centro Lido; seis carros estacionados en fila tanto en la calle como en la acera daban a entender que allí había esperanza, pero la señal solo permitía hacer llamadas y enviar SMS.
Toda la avenida estaba apagada, los negocios cerrados, pocos carros transitando. Excepto frente a la torre Movistar de Los Palos Grandes. A ambos lados de la vía los carros estaban parados en fila, unos con las luces de emergencia encendidas, otros apagaban sus carros y se instalaban. Allí se podía obtener de nuevo un poco de alivio. Revisar los 258 mensajes de WhatsApp con calma, chequear correos electrónicos, hablar con la familia que está aislada dentro de Caracas y dentro de Venezuela, y responder a quienes desde el exterior escriben preocupados. “Todos bien, tenemos comida”. Calmar la angustia, bajar la incertidumbre. Ese fue el día de mayor desconexión.
A las siete de la noche seguían llegando carros pero la oscuridad ahuyentaba con fuerza. “Están saliendo en La Candelaria a quemar cauchos”, decía un SMS de un familiar que vive en esa zona del centro de la ciudad. “Váyanse a la casa ya”, remataba. Así fue. Junto al humo y las llamas sonaban las cacerolas.
En La Candelaria se observaba más presencia militar y policial. A la altura de la Zona Rental de la Universidad Central de Venezuela apareció nuevamente el contingente de los motorizados de la Guardia Nacional y diez tanquetas. En la entrada de la avenida Bolívar, entrando por Paseo Los Caobos, a la altura del antiguo Anauco Hilton se esconden dos guardias con armas largas. La esquina de Ferrenquín estaba trancada. Las protestas arreciaron con la llegada de la noche.
Nuevamente sobre la avenida Urdaneta, cientos de curiosos se asomaban. En la esquina de Avilanes, al norte, ya empezaban a quemar cauchos. La Policía Nacional respondió con lacrimógenas. Los vecinos fueron dispersados y los carros tuvieron que ir en retroceso para buscar otras vías alternas para llegar al destino final. La esquina de Teñideros también se llenó de fuego. Una señora corre por el medio de la calle con el coche de su pequeña, otra persona se come una flecha para entrar en el estacionamiento oscuro. Al fondo, las detonaciones de un lanza lacrimógenas.
Desde la ventana se observa a una mamá que mojaba un algodón en leche de magnesia y los pasaba por el rostro de dos niños para mitigar el efecto urticante de las bombas. Los neumáticos quemándose iban de la Avenida Panteón a la Urdaneta y de la Fuerzas Armadas, en todas sus esquinas hasta llegar a Mirador, a la altura del antiguo Sambil de La Candelaria, dieron la bienvenida a decenas de guardias que no tardaron en desplegarse.
Los gritos de “¡Resistencia!” eran cada vez mayores. “¿Quiénes somos? ¡Venezuela! ¿Qué queremos? ¡Libertad!”.
Mientras tanto en aquel edificio de La Alameda los niños perfeccionaban su técnica para hacer fogatas. La noche anterior solo tenían palitos y hojas secas. Esta noche incorporaron velas, aceite y pedazos de cartón. Descubrieron, ellos y los adultos, que el cielo caraqueño tiene estrellas.
Hasta las once de la noche siguió la batalla campal en el norte de La Candelaria. Tanquetas y la ballena atravesaban las angostas calles, motorizados de la GNB lanzaban lacrimógenas, manifestantes encapuchados quemaban cauchos y basura acumulada en las esquinas, bombas molotov rodaron en defensa. A lo lejos el sonido de perdigones y una explosión, de lo que se presume fue una bombona de gas. Vecinos de los pisos altos avistaban a los uniformados y avisaban a los que estaban en la calle. Una arremetida brutal calló la protesta y vino un silencio sepulcral.
Amaneció. Se sumaban 72 horas sin luz. Luego de la fiesta, ya no había suficiente agua en el hotel. Los dólares y euros ya no podían pagar más días dignos. En cada habitación del Eurobuilding había una hoja anunciando racionamiento de agua en tres turnos. El personal de servicio explicaba que no podían cambiar más las toallas porque no tenían cómo lavarlas, y la piscina fue vaciada.
“No podemos hacer nuevas reservaciones. No podemos garantizar el servicio por más tiempo”, repetían en el lobby.
Tras el toque de queda autoimpuesto y la incertidumbre de cuándo volverá la operatividad, los trabajadores del estacionamiento aprovechaban la lentitud de la banca electrónica para exprimir los últimos dólares. “No hay manera de pagar con tarjeta. Puedes pagar con dólares, euros o te dejamos limpiando piso”, decía la empleada a la larga cola de personas que tuvieron que sacar sus maletas porque la gerencia se negó a reservar un día más de habitación.
En las casas, ese domingo en la penumbra las velas seguían acompañando en la cocina. Hay que desayunar arepas con el pollo guisado del viernes porque ya no aguanta (afortunadamente la cocina es de gas). Hay que almorzar con la carne que estuvo en la cava de anime -una nevera de Telgopor o poliestireno expandido- con hielo porque ya se derritió, luego de 48 horas. La segunda bolsa sigue intacta, en el congelador, pero el resto de la carne ya gotea. Hay que vaciar parte del hielo en una olla, poner dos paquetes de carne encima y cubrirlos con más hielo. Se hace lo mismo con otro paquete en un envase de plástico. Son tres kilos más de carne que se resguardan y se meten en el congelador, sin electricidad pero con algún vestigio de frío.
A las 12 del mediodía hubo que salir de nuevo de casa para saber qué estaba pasando, cómo seguía la familia, qué panorama se tenía. De nuevo a la torre Movistar de Los Palos Grandes, esta vez la familia completa. Cuando apretó el hambre se inició el regreso a casa para cocinar la carne. En el camino impresionaba ver varios restaurantes abiertos entre Altamira y La Castellana. ¿Cómo pagará la gente? ¿En dólares? Ya ese día el billete norteamericano parecía ser la moneda oficial de pago en el país del bolívar soberano.
La emergencia de los últimos tres días parecía haber marcado una nueva división territorial en la capital: aquellas zonas que pasan a ser un gran agujero negro donde nadie se entera de nada (sin luz, sin comunicaciones); aquellas otras donde algún vestigio de señal queda; y las privilegiadas, como la autopista Francisco Fajardo entre la base aérea de La Carlota y la reconocida Esfera de Soto, los alrededores de las torres que sirven de sede de algunas empresas privadas de telefonía, y algunos hoteles cinco estrellas que sirvieron de refugio para pocos.
Además del agua, se agudizó la carrera por combustible. Sin servicios básicos, más de uno salió temprano ese día pensando en recargar de gasolina los carros. La estación conocida como "Texaco" de Las Mercedes era de las pocas estaciones de servicio con planta eléctrica. La tarde anterior la fila subía hacia Chacaíto pero aquella mañana había tomado otro camino: la habían redireccionado hacia Bello Monte.
No se sabía cuánto tiempo podría aguantar en la fila, los carros amenazaban con apagarse. La angustia y el tiempo de espera sacó lágrimas a más de uno tras “haber logrado” abastecerse. Regresar y buscar a los niños para regalarles un “domingo normal” pareció ser el plan de muchos, al menos en el Parque del Este, donde muchísimas personas llenaban botellones, envases y tobos de agua.
Entre ellos estaba una comerciante que tenía un negocio en La Carlota y, aunque había recuperado el servicio eléctrico aquella mañana, no era lo suficientemente potente para bombear el agua. Tomaba en un vaso la misma agua que recogía de una manguera, en el parque. Aseguraba que era potable.
Las filas eran largas en cada toma disponible. Ese domingo había más personas buscando agua que recreándose. La electricidad volvió a irse pronto en buena parte de la ciudad mientras no muy lejos, en Chacao, los colectivos paramilitares del régimen dispersaban a tiros a los cansados vecinos, que protestaban como en otras zonas del país a plena luz del día.
En Bello Monte, el cumpleaños de una muchacha se convirtió también en estación de aliviadero al haber, a la vez, una torta y agua para bañarse sus familiares. La panadería que estaba en la planta baja, tradicionalmente vacía, estaba abarrotada. La reunión familiar -quizá, como cualquier otra- se convirtió en una sesión de terapia en la que cada quien desahogaba su situación.
El regreso a casa fue temprano y evadiendo barricadas. La cena debía ser lo que seguía descongelado, la “masa fácil” para hacer pastelitos. Esa mañana se pudo comprar un poco de queso blanco para rallar, un pedazo equivalente a Bs 3.000 en un pequeño local ubicado en la planta baja de un edificio de la llamada Misión Vivienda, que a esa hora tenía luz. “No, señora, tenemos que hacer algo, no podemos seguir con este hombre ahí. Si no sacamos a Maduro ahorita se va a quedar 20 años más”, dijo el joven vendedor en medio de la venta. Otra clienta le respondió que tenían que salir ellos: “Ustedes, los chavistas. Los opositores ya hemos salido mucho”; como respuesta el joven solo atinó a bajar la mirada y a dar la razón.
La luz llegó ese domingo a las 9:40 de la noche. Las noticias familiares empezaban también a llegar. Una tía hospitalizada en Mérida -en los Andes del suroccidente de Venezuela- requería medicinas e insumos. Su sobrino las rastreaba por toda la ciudad montado en su moto. Le advirtieron que no la sacara más porque “el Sebin -la policía política- las estaba recogiendo por falta de repuestos”. Un abuelo en Maracay, capital del estado Aragua, a una hora al oeste de Caracas, sorteaba el calor infernal. Unos niños jugaban a la luz de la vela mientras en la calle había represión y saqueos.
Una bolsa de hielo: tres dólares. Dos bolsas: cinco dólares. Todo en cash. En supermercados más lujosos, hasta ocho dólares. Pero en todos, sin distingo, tienen avisos en la entrada advirtiendo que solo aceptan efectivo. El shock del desabastecimiento trasmutó al de un local abastecido pero con clientes que pagaban en dólares.
Esa mañana otra mala noticia: la explosión de una subestación de servicio eléctrico en La Ciudadela, cerca de Prados del Este, en el sureste caraqueño. Dormir también comenzó a ser un lujo, entre la intranquilidad y los insultos a viva voz en medio de la oscuridad a Nicolás Maduro, los reportes de robos en algunos edificios y las crecientes noticias de algunos saqueos, como el del supermercado Central Madeirense que queda cerca del barrio Santa Cruz del Este. Quizá el único que pudo verificarse plenamente ante la falta de conexión con alguna noticia, por celular.
Ningún carro subía ni bajaba temprano en la mañana. Ni una sola persona circulaba por la calle. Poco a poco fue llegando la luz a algunos lugares de la capital, solo para durar unas horas e irse de nuevo, aunque con períodos más prolongados de durabilidad. Mientras el resto del país seguía sumido en las tinieblas, Caracas recuperó poco a poco el privilegio de ser la capital, ruinosa, de un país que apenas parpadea en medio de la pesadilla.
El coronel Elías Plasencia Mondragón marca varias casillas del funcionario ejemplar de la autodenominada Revolución Bolivariana: militar, dispuesto a llevar decenas de casos de presos políticos, y empresario tras bambalinas con vínculos privilegiados al poder. Uno de ellos es con Luis Daniel Ramírez, un exfuncionario del ente comicial, hoy contratista, que ha intentado borrar sus rastros en Internet pero que no consigue hacer lo mismo con los lazos que le unen al “cerebro técnico” y rector de esa institución, Carlos Quintero.
Pocas figuras ilustran mejor la reconfiguración del poder judicial chavista que la del juez Edward Miguel Briceño Cisneros. Hasta entonces un perfecto desconocido con una carrera gris como defensor público, y luego de que probara suerte en Chile, le bastó un chasquido de dedos desde el poder para convertirse, en abril reciente, en titular del Tribunal Primero Antiterrorismo. En su debut tuvo que retribuir los favores recibidos con la firma del auto de detención contra Edmundo González Urrutia.
Poco conocido, aunque se codee con artistas de fama global, Rafael Jiménez Dan, compañero de promoción de Diosdado Cabello y Jesse Chacón en la Academia Militar, vio su perfil reflotar este mes en medios de Puerto Rico y el hemisferio. Una política borinqueña pidió al FBI investigar los lazos con Bad Bunny de una empresa creada en Miami por el excapitán del Ejército venezolano. Días antes, el astro del reguetón había dado indicios de su apoyo al que puede ser el primer gobernador independentista -y cercano al chavismo- de la isla.
El informático venezolano Marcos Machado Requena es accionista de Ex-Cle, la compañía de origen argentino que goza de contratos multimillonarios del CNE. Su complicidad en esa operación le expuso a las sanciones de Washington. Así que se sigue esforzando en mantener su perfil bajo aún en el otro ramo al que se dedica, donde dejarse ver es clave: la gestión de lugares de rumba y café que son tendencia en Caracas.
Una producción al estilo de la serie ‘CSI’ fue preparada por el oficialismo para hacer un simulacro de revisión pericial de las actas de votación, con un desenlace previsto en el guion: la ratificación judicial del dudoso triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 28J. Contó con un grupo de extras disfrazados de investigadores de una escena del crimen donde las víctimas eran la verdad y la democracia. Pero, en realidad, se trataba de funcionarios del CNE, cercanos al rector Carlos Quintero y, muchos de ellos, miembros también del PSUV.
Las autoridades de la Universidad Arturo Michelena se infiltraron en grupos de WhatsApp de sus estudiantes. Allí detectaron a aquellos que se pronunciaban contra el fraude electoral del 28J y criticaban el respaldo abierto del rector al oficialismo. A los descubiertos les ofrecieron la “oportunidad” de escoger sus propios castigos: o arrepentimiento y suspensión hasta por dos semestres en el campus o, ya a merced de la ley de la calle, expulsión permanente y denuncia ante la Fiscalía por delitos de odio. La universidad prolongaba así su historial de cruce con prácticas y cuerpos de represión.