Sometidos en su hábitat natural en el estado Delta Amacuro al hambre y a las enfermedades, condenados muchas veces a esperar su turno para morir, los indígenas venezolanos de la etnia warao comenzaron a movilizarse a Puerto Ordaz, todavía a orillas del Orinoco, donde encontraron una paradójica tabla de salvación en Cambalache, el vertedero del que sacaban comida podrida para llevarse a la boca y chatarra para revender. Pero el cierre del gigantesco basurero los ha empujado al contrabando de gasolina, un oficio con el que integran el eslabón más bajo de una cadena de explotación que involucra a la Guardia Nacional, a la Policía del estado Bolívar y también a caciques y familias de su propia etnia.
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La mujer no habla. Está acostada en un chinchorro de franjas azules, beige y negras. Una sábana rosada es el mosquitero. Es morena pero está pálida. Su cabello es negro y sus ojos, más negros. Mira a quien se le acerca esperando la misma instrucción de los últimos días (y, según los que la rodean, de sus últimos días): “Párate un momento, para que te vean”.
Por edad tendrá veintitantos. Por enfermedad, nadie lo sabe. Está desnuda. A medida que levanta el trapo azul que le tapa el seno derecho se descubre encima de la areola una película blancuzca, un cráter rosado minado de pus y manchones morados.
“Aquí uno espera el turno para morirse”, dice uno de sus vecinos de choza, en la comunidad warao de Vuelta del Guamal. Es uno entre las decenas de asentamientos de este tipo que están en los caños, esas ramificaciones del río Orinoco que separan el estado Monagas del Delta Amacuro, en el extremo oriental de Venezuela.
Cuando la mujer enfebrecida deja al descubierto sus pechos ante unos desconocidos lo hace alentada por la esperanza de escuchar un diagnóstico que no ha podido darle el enfermero de la comunidad, el único que podría determinar qué es lo que la tiene, resignada, muriendo de a poco.
Es un ejemplo de lo que viven estas comunidades indígenas y de lo que huyen desde varias partes de Delta Amacuro. Desde 2016, miles han salido de Venezuela. Otros no se atreven y optan por rutas que los llevan a destinos más cercanos: Pedernales, Tucupita, en Delta Amacuro; Uracoa, Maturín, en Monagas; o Puerto Ordaz, la otrora activa meca industrial del estado Bolívar.
Desde mediados de los años 90, en esa última ciudad, los waraos empezaron a establecerse en varias comunidades. Una de ellas, Cambalache, en la ribera sur del Orinoco, fue la que más creció gracias a la cercanía con el río y al vertedero municipal de basura, a pocos metros del asentamiento. Allí hurgaban entre montañas gigantescas de basura, humo, zamuros y moscas buscando plástico, papel, cartón, hierro o aluminio para revender. Hasta que en 2014, por decisión del exgobernador Francisco Rangel Gómez, el vertedero fue clausurado.
Desde entonces comenzó la nueva modalidad de subsistencia, la que los convirtió en el eslabón más bajo de una cadena que involucra a la Guardia Nacional y a la Policía del estado Bolívar. Huyeron del hambre y de las enfermedades en Delta Amacuro para terminar en un modelo que los hace, en partes iguales, cómplices necesarios y explotados: el tráfico de gasolina.
En junio de 2019, el general de la Guardia Nacional Justo Noguera Pietri, gobernador del estado Bolívar tras el fraude electoral en las elecciones regionales de 2017, anunció que en un operativo conjunto entre la Guardia Nacional, el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) y la Policía del estado Bolívar (PEB) se había descubierto una red de tráfico de gasolina en Cambalache y que se había decomisado un “número importante de bidones” que tenían a la vecina nación de Guyana como destino.
Ese fue el único día en el que no hubo trabajo en Cambalache. Noguera habló en público por primera vez de algo que era la rutina en el sector desde, al menos, 2016, y anunció un cese que no llegó al lugar pues hasta hoy desde allí sigue el contrabando de gasolina. Fue una triste ironía que la Guardia Nacional y la policía regional participaran en la operación para dar supuesto término al ilícito que esos mismos cuerpos amparan, si no es que lo promueven. La ruta del dinero producto del contrabando no abarca solo Cambalache y los puertos de destino, sino destacamentos y comisarías de ambos cuerpos de uniformados en Ciudad Guayana, la metrópolis conformada por la suma de Puerto Ordaz y San Félix, a ambas márgenes del río Caroní.
Cambalache es una de las zonas más apartadas de la parroquia Unare de Puerto Ordaz. A ella se accede por trochas de tierra y tajos de asfalto desgastado. Una bifurcación conduce a la parte más urbanizada, famosa en la región por su oferta de pescado frito. Otra, hacia la zona en donde estaba el vertedero, cerca de la comunidad warao. Allí, con frecuencia, los vecinos encuentran carros robados y cadáveres con marcas de violencia: balazos, cortadas, quemaduras.
Hasta el cierre del vertedero por decisión del exgobernador Rangel Gómez, los indígenas vivían metiendo las manos en las gusaneras de la basura y esperando las ayudas que organizaciones filantrópicas traían en jornadas dominicales.
“Hoy uno come una sola vez, mijo. En todo el día. Ropa no tenemos. Tenemos años aquí. Ahorita los nietos míos estaban llorando para comer. Antes íbamos al botadero y ya no lo tenemos”, resume su situación Carlota Díaz, una mujer warao oriunda de San José de Amacuro, de donde salió hace 20 años en canalete, una especie de curiara con remos.
En los días buenos en el basurero había hasta comida, según recuerda ahora Venancio Narváez, cacique de la comunidad. “No solo conseguíamos plástico, cobre, aluminio y otras muchas cosas. De allá en la tarde se venía uno con carne, costilla, pollo, recorte… Medio podrido todo, pero uno aquí, el indígeno, come así”. Fue en 2011 cuando Rangel Gómez anunció el cierre del vertedero. Luego de decir que hablaría sobre Cambalache “con responsabilidad”, prometió la construcción de un relleno sanitario moderno. En 2014, cuando se clausuró, no había relleno sanitario alguno. En 2019 tampoco hay.
El botadero se movió al sector Cañaveral, unos kilómetros al oeste de la ciudad. Con él se movieron los waraos, que tenían que viajar todos los días hasta allá para vivir de la basura, pero pagar transporte cada día hizo insostenible esa dinámica. Había que buscar una manera de subsistir. El primer negocio que asomó fue el tráfico de drogas, en el que no todos se involucraron, hasta que descubrieron el tráfico de gasolina.
El cacique de Cambalache recuerda que mientras la mayoría de los waraos tenían la cansina rutina de ir y volver todos los días y a punta de aventones al nuevo vertedero de Cañaveral, en la periferia de Puerto Ordaz, poco a poco algunos fueron descubriendo que había formas más fáciles de ganar dinero.
Narváez reconoce que sucumbió también y hoy está en el negocio. No como cabecilla, sino como uno de los eslabones encargados de llenar los barriles. No hacerlo, argumenta, es morir de hambre.
Recuerda el cacique que todo comenzó en 2016, con las primeras curiaras de criollos desconocidos que llegaron a Cambalache. Estacionaban en el Orinoco y recargaban algunos barriles que luego se llevaban con rumbo conocido. “Hubo quienes comenzaron a sacar gasolina por curiaras. Entonces eran pocas, pero ahora llegan con más frecuencia. A veces llegan diez o doce al día. Pero también hay veces que no llega ni una”.
En la comunidad todos saben que una familia warao controla la llegada y la salida de las curiaras en el improvisado puerto en el Orinoco: los Valenzuela. Ramón y su hija, Arianny, supervisan el cargamento de los barriles, con capacidad para 220 litros de gasolina cada uno. En una curiara, dependiendo del tamaño de la angosta embarcación, caben entre 40 y 200 barriles.
El movimiento máximo es los fines de semana. “Todas las curiaras son de criollos, porque tú ves que tienen buenos motores para hacer los viajes tan largos. Vienen de Bolívar y de estados cercanos”, comenta el cacique. Cuando llegan a Cambalache con los barriles vacíos, los Valenzuela distribuyen los cupos: un barril para cada familia: “Van llamando: ¿Fulano? ¡Aquí está Fulano! Y así reparten los cupos”.
El responsable de cada familia recibe de manos del capitán de la curiara 150.000 bolívares en efectivo (unos ocho dólares, según la tasa de cambio del dólar del mercado negro). La ganancia para cada una depende de los costos. A los camioneros que transportan gasolina les pagan entre 100.000 y 110.000 bolívares (unos cinco dólares). A los caleteros, quienes llevan los barriles cuesta arriba y cuesta abajo hasta la orilla del río, 15.000 bolívares (75 centavos de dólar). Lo que sobra de todos esos pagos es lo que se ganan las familias waraos: alrededor de 35.000 mil bolívares (dos dólares), si tienen suerte.
En el terraplén de una loma se forman dos filas de barriles: una para los indígenas y otra para los criollos. Descalzos y durante todo el día, niños, adultos y ancianos esperan la llegada de los camiones con la gasolina. Están habituados a esa rutina, así como al olor y a ver las aguas del río cubiertas con una película de gasolina.
Luego de que se llenan los barriles, los caleteros los bajan y los montan en las curiaras, que parten hacia el destino que el dueño decida. “Si van a Barrancas (del Orinoco, estado Monagas), venden el barril en 45 dólares. En Bella Vista (estado Delta Amacuro), 80 dólares. Y en Guyana, 140 dólares. Algunas llegan hasta Kumaka (población del territorio al occidente del río Esequibo, que hoy ocupa Guyana y cuya soberanía Venezuela reclama). Para allá son tres o cuatro días”, detalla el cacique.
“Es la única forma de sobrevivir por ahora, mientras no venga a echar broma el gobierno”, remarca Catalina Andrade, con 21 años en Cambalache. Cuando dice “echar broma” se refiere a los operativos de las fuerzas estatales con los que, de manera esporádica, se desmonta la red de tráfico. Como el que anunció Justo Noguera en junio, celebrando “el fin” del contrabando en Cambalache.
Esa es la tabla de salvación que tienen los waraos a mano. ¿La frecuencia de esa ganancia de 35.000 bolívares? Una vez por semana, en promedio. ¿Para qué alcanza? Para casi nada. En Ciudad Guayana, en el momento de esta publicación, media docena de huevos cuesta 45.000 bolívares (2,25 dólares). Dos kilos de pescado, 40.000 bolívares (dos dólares). Pero por poco que sea, es lo único que tienen.
Traficantes waraos que pidieron el anonimato aseguran que el puesto de la Guardia Nacional de la urbanización Alta Vista, dependiente del Destacamento 625 (con sede en Puerto Ordaz y dirigido por el teniente-coronel Edixon González) es la receptoría de los 100 dólares semanales de comisión que pagan los controladores: es decir, los Valenzuela. También lo es la comisaría de Unare de la Policía de Bolívar. En ambas sedes, además, son retenidos los camiones cuyos dueños no pagan la otra vacuna que reciben militares y policías: la necesaria para que los vehículos entren en Cambalache.
“En la entrada de Cambalache también se ponen alcabalas. Cuando no logran negociar se llevan los camiones para allá. A un conocido, por ejemplo, le retuvieron los camiones porque los choferes se pusieron de acuerdo para ir a vender gasolina. Como no había dinero para pagar, le retuvieron los camiones. Los acusan de tráfico de material estratégico y tienen dos opciones: o se bajan de la mula o pierden el carro”, refiere uno de los declarantes anónimos.
El exdiputado regional César Ramírez (exintegrante de La Causa Radical y de Voluntad Popular y, ahora, vocero regional de Encuentro Ciudadano), a raíz de las ventilaciones de Noguera, recordó: “El problema de la gasolina viene agravándose desde hace tres años por el tema del contrabando. En 2016 presenté una denuncia de cómo desde Cambalache se sacaban cuatro millones de litros de combustible a través de empresas que tienen cupos con Pdvsa, supuestamente para operar en embarcaciones con empresas básicas, que sabemos que no están produciendo, y saldría por el Orinoco”.
Es ese el círculo de explotación en el que están los waraos. “Es esclavitud. Ni un kilo de queso puedes comprar con eso que ganan ellos”, sentencia María Teresa Sánchez, coordinadora de Extensión Social Universitaria del campus Guayana de la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab).
“¡Inare takotu! ¡Dijana! (¡Silencio! ¡Ya!)”. El enfermero Armando Tovar reprende a un grupo de niños waraos que brincan y gritan en el ambulatorio de Santo Domingo de Wakajarita, en el lado oeste de Caño Manamo (es decir, ya en el suelo del estado Monagas). A pocos metros hay una pared que resalta: “Por aquí pasó Chávez”. Es mentira, dicen todos: Hugo Chávez nunca estuvo allí.
A Tovar no le toma mucho pormenorizar lo que falta en el ambulatorio porque el inventario es rotundo: no hay nada. Señala el techo: todo está corroído por excremento de murciélago. Una camilla oxidada y un tensiómetro que no sirve, además de unos estantes vacíos de metal, son el mobiliario. De haber enfermos (como la mujer en el chinchorro), no hay nada que hacer. El paliativo común es una infusión de fregosa (Capraria biflora). Y esperar la muerte.
Su única alternativa de adquirir medicinas para el ambulatorio es comprarlas de su bolsillo pero no puede. No tiene el dinero ni tiene una embarcación para ir a Tucupita, Pedernales o Boca de Uracoa, los únicos poblados donde podría recibir algún tipo de atención.
El último censo conocido de la etnia warao es de 2011, cuando se contabilizaron 48.771 integrantes. Su hábitat natural, como pescadores y recolectores, está en las orillas del Delta del río Orinoco. Alrededor de 480 personas viven en este caño y no hay otra manera de atenderlos: ¿Diarrea? Guarapo de fregosa. ¿Fiebre? Guarapo de fregosa. ¿Malaria? Guarapo de fregosa. ¿Tuberculosis? Guarapo de fregosa. ¿Sida? Guarapo de fregosa.
“Necesitamos principalmente el medicamento (para síntomas como diarrea, vómito y fiebre, las más comunes). Y para yo moverme a hacer esas diligencias, necesito una ambulancia. Yo quiero irme personalmente, pero la quincena me sale en 40 (mil bolívares) ¿Qué hago con eso?”, refiere.
Es la misma letanía que se escucha en todos los caños. La historia comenzó a mediados de la década de los 60 con la construcción de un dique en Caño Manamo (“Mánamo”, corrige una vieja matrona de la etnia en La Ensenada de Wakajara, en Delta Amacuro) por parte de la Corporación Venezolana de Guayana (CVG).
La catástrofe ambiental subsiguiente fue motivo para un famoso documental del cineasta Carlos Azpúrua en los años 80. Ocurrió un proceso de salinización de los brazos del Orinoco y de acidificación de las tierras que dio fin a la pesca y la agricultura ancestrales. La situación supuso el inicio de un largo destierro para los waraos, que no estaban preparados para ello, y para el que los sucesivos gobiernos de Caracas no han sabido poner paliativos.
“Si bien es cierto que en la Constitución anterior (la de 1961) se nombra a los pueblos indígenas con un respeto velado, después del 99 se consigue que se haga la Ley de pueblos y comunidades indígenas. Cuando la lees, tú dices: esto es lo que tenía que ser. Pero hasta hoy no hay territorialidad definida: lo que están viviendo no es lo que se le había prometido”, razona María Teresa Sánchez.
Un warao, Clemente Martínez, guía turístico en el delta, identifica también razones culturales que condenan a su etnia a un esquema de pobreza: “A diferencia de los pemones, que aprende rápido, yo pienso que la flojera es algo del warao. Ellos no está interesado para hacer nada o se dejan llevar”.
Regni Bastardo, un joven warao estudiante de Derecho y habitante de la comunidad La Riviera (dentro de Puerto Ordaz) también asoma las razones que, asegura, condenan al warao: “La mayoría son analfabetos, no tienen conocimientos y tienen poca experiencia en estos temas. Son fáciles de persuadir”.
Esa característica parece facilitar el reclutamiento de las familias waraos en Cambalache para el tráfico de gasolina. “Además, están adentrados en el tema del criollo (es decir, en conseguir dinero con el tráfico de combustible). Y los waraos no se escapan de eso porque obtienen beneficios instantáneos: les cae dinero, al otro día no tienen y siguen con la misma dinámica”. Eso mismo ocurre en Cambalache.
Más de 1.000 waraos han preferido huir a la distante población de Boa Vista, Brasil, para sobrevivir en refugios habilitados por la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Es eso o decidir entre esperar el turno para morir o ser explotados por una red de tráfico de combustible.
Testimonios como el de Armando Marín, concejal indígena de Uracoa e integrante del oficialista Consejo Nacional Indio de Venezuela (Conive), describen el holocausto warao.
-¿Ha habido reivindicación de los pueblos indígenas?
-No. Y eso es lo que no le gusta a ellos (al Gobierno), cuando uno le dice la verdad. Yo no soy acreditado para decir mentiras porque soy creyente, soy evangélico. El Ministerio de Pueblos Indígenas maneja recursos para las comunidades vulnerables: pues todas las comunidades indígenas son vulnerables hoy en día.
En Delta Amacuro están las pistas con ejemplos y números crudos y no publicitados que sustentan esa afirmación sobre la vulnerabilidad. Uno de esos casos es el de Arminia Pérez, de Wakajara de Manamo: en abril, seis de sus hijos, todos niños, murieron por diarrea, fiebre y vómito: José Miguel, Yenison, Alesainis, Dalienis, Eduanny y un recién nacido que no llegó a tener nombre.
Por eso muchos de ellos se van, pensando que en ciudades como Puerto Ordaz puede estar El Dorado. Pero no es precisamente lo que encuentran en ese éxodo y se someten a un esquema de explotación. Para los waraos, esta es la normalidad y muchos de ellos no lo cuestionan: si no lo hacen, no comen.
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