Venezuela: Para alcanzar el horizonte hay que pagar

Desbordados los pasos hacia Colombia y Brasil y con mínimo acceso a divisas para alcanzar otros destinos apetecibles, cruzar hasta Trinidad y Tobago es una de las rutas más accesibles para quienes buscan huir de la Venezuela en zozobra. Trasladarlos es el negocio de los ‘coyotes’ que tienen base en los estados de Sucre o Delta Amacuro, mientras que pecharlos es el de los lancheros, pescadores, contrabandistas y cuerpos de seguridad que los acechan.

26 agosto 2018
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Tucupita es la capital del estado de Delta Amacuro, el territorio del oriente de Venezuela donde el río Orinoco se desparrama por los cientos de brazos de un amplio delta antes de tributar sus aguas al Océano Atlántico. Pero Tucupita es también un pueblo corroído, desolado e inhóspito.

Las fachadas de las casas han ido perdiendo el color y las santamarías de los negocios -como se conocen en Venezuela las rejas plegables de metal con que cierran los locales comerciales- permanecen abajo la mayor parte del tiempo. Solo una vez al mes se ve un camión en el pueblo surtiendo de mantequilla, harina, pasta, arroz y mayonesa. Ese mismo día los anaqueles vuelven a quedar vacíos. La leche no llegó más para la venta y los abastos de los comerciantes chinos, que estaban en cada cuadra, han ido cerrando sus puertas. Apenas sobreviven un restaurante para recomendar a quien desea celebrar una fecha especial, y un hotel, que mantiene un servicio privilegiado en medio de la escasez. Casi todas las posadas del Bajo Delta quebraron y la mayoría de los pobladores de la ciudad dependen de salarios de la Gobernación de Delta Amacuro o del Ministerio de Salud. Tucupita sobrevive con el rebusque.

La emigración ilegal comenzó a ser uno de los negocios más lucrativos en la zona desde el año pasado

La escasez los arropa, como a los habitantes del resto del país. Cada mañana se ve una fila de transeúntes en un par de panaderías con la esperanza de comprar el pan del día. Algunos jóvenes muestran paquetes de harina o arroz para ser pagado solo en efectivo a quienes le pasan por su lado. Ya no hay casi taxis porque el costo de mantener el carro es más alto que lo que se puede producir prestando el servicio en Tucupita.

Pese a la pobreza generalizada de un lugar con tan poco ángel, en los hospedajes de Tucupita no dejan de entrar y salir clientes. Personas pernoctan varias jornadas en habitaciones de las que casi no salen durante el día. Esperan por horas sentados en las escaleras o en los pasillos de las habitaciones en alquiler. “Ese seguro se va para Trinidad”, murmuran los empleados.

La emigración ilegal comenzó a ser uno de los negocios más lucrativos en la zona desde el año pasado. La salida de personas sin pasaportes a la vecina Trinidad y Tobago —nación bi-insular donde se habla inglés— se cotiza en dólares americanos, como todos los que se mencionan en esta nota, y cada cuerpo policial cobra una vacuna para ignorar la salida de los botes.

Esperanza tras las rejas

Guillermo Lares se fue hace tres meses con su yerno, Fidel Rojas, a Trinidad y Tobago. A Fidel no le alcanzaba su trabajo a destajo como obrero de la construcción para poder alimentar a su esposa Luisa Lares y a sus hijos de diez, siete, cinco y dos años de edad.

Luz Mary López, esposa de Guillermo y suegra de Fidel, cuenta que al segundo día de estar en la isla ambos fueron detenidos en Trinidad y Tobago. Ella logró enterarse de lo sucedido a través de un primo de Fidel, que también había migrado a la isla. Solo ha visto a su esposo a través de videos que comenzaron a llegarle a través de Whatsapp y otras redes sociales donde decenas de venezolanos detenidos en la isla pedían ayuda al Gobierno de Venezuela para que al menos se les deportara de vuelta al país. Sin embargo, en tres meses ninguna autoridad venezolana se ha comunicado con la familia Lares y la pobreza va minando a la familia. “Tenemos todo el año comiendo solo lentejas que llegan en la caja Clap [el programa del Gobierno chavista de distribución de alimentos subsidiados en zonas populares]. Mi esposo se fue para poder alimentar a nuestros nietos”, cuenta López.

El número de ciudadanos venezolanos que entran a la isla sin pasaporte va en ascenso desde 2017. En abril de 2018, un avión con 82 personas deportadas desde Trinidad y Tobago acaparó la atención de los medios de comunicación. Desde entonces algunos videos se han filtrado en los que se ven inmigrantes venezolanos enfrentándose con policías trinitarios que los amenazan con lanzarle bombas lacrimógenas. O videos de ellos hacinados en cuartos mientras exigen que el Gobierno de Venezuela intervenga para que sean liberados porque no cometieron delitos graves.

Las noticias sobre la animosidad contra los venezolanos en Trinidad y Tobago han cruzado de orilla a orilla. Ante la reciente deportación de venezolanos, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, recordó al Gobierno trinitario que está obligado a dar cumplimiento al tratado de la Convención sobre los Refugiados de 1951 donde se establece la no repatriación o expulsión de personas que necesiten protección internacional, sin importar la forma en la que entraron en el territorio.

El Primer Ministro trinitario, Keith Rowley, no se arredró ante el llamado. De hecho, le respondió enfático: “No podemos y no permitiremos que los voceros de la ONU nos conviertan en un campo de refugiados”.

Pero nada de esto desalienta a los que en tierra firme buscan emigrar.

La miseria es un mercado

Guillermo y Fidel zarparon a Trinidad y Tobago junto con 21 personas que iban para buscar trabajo y mandar dinero a su familia. Cada semana numerosas embarcaciones con el mismo tipo de pasajeros cruzan a la isla desde Tucupita. En las zonas de Palo Blanco y El Caigual —donde viven indígenas de la etnia warao en pobreza extrema, a 30 minutos del centro de Tucupita— se exhiben pescados en la calle, el único sustento legal en la zona, pues entre la miseria despunta el negocio de traslado ilegal de inmigrantes, mercancía y mujeres.

Dos veces por semana, a tempranas horas de la mañana, salen al menos cuatro embarcaciones que se pierden en las aguas del Caño Macareo. Hacen una parada en Punta Pescador para esperar que la penumbra camufle a los venezolanos que cruzan hasta llegar a la playa de Icacos, sobre la costa sudoeste de la isla de Trinidad, a solo once kilómetros de distancia de Venezuela.

En El Caigual nadie admite abiertamente que haya botes en alquiler para salir hasta Trinidad, aparte de las cuatro empresas que se han dedicado al viaje a ese país desde hace años. Pero todos piden a quien pregunta que deje su número de teléfono por si “se enteran” de algo.

Se enterarán. Al menos son cuatro los grupos organizados que se dedican a llevar inmigrantes desde las zonas de Pedernales, Palo Blanco y El Caigual, por un precio de cien dólares por persona. Los viajes no zarpan hasta que no haya un grupo de al menos diez pasajeros.

Entre quienes buscan embarcar, la coyote —el mexicanismo que se ha trasladado hasta acá para nombrar a los organizadores de las travesías— más famosa es una mujer que parece de 70 años, aunque asegura que no ha pasado de los 50. Se presenta como una empresaria que tiene quince empleados y se dedica hacer viajes desde hace seis años. “Ya todos los cuerpos de seguridad pasaron por mi negocio. Me faltaba solo el Sebin [Servicio Bolivariano de Inteligencia, policía política], pero ya los controlé. Voy a tener que empezar a cobrar más caro el viaje por persona porque ya estos me pidieron 200 dólares por cada viaje que saque. El resto de las policías al menos cobran en bolívares, piden cien millones por viaje. ¿Cuánto me quedará a mí si sigo manteniendo cinco cuerpos policiales?”, cuenta entre risas. El Sebin llegaría en efecto a buscar a la abuela-coyote en una casa rural donde los viajeros ocultan sus pertenencias hasta que el bote esté listo para partir.

Empezó su negocio en un momento en el que los turistas cruzaban el estrecho para vacacionar o fiestear en discotecas. “Entonces la gente también viajaba ilegal, pero pasaban solo un fin de semana allá. Rumbeaban en Carnaval o Semana Santa y se devolvían, pero ahora la gente me llora para que los lleve porque tienen familiares enfermos acá y no tienen ni cómo pagar las medicinas. Yo hago esto porque me gusta ayudar. Yo estoy ayudando”, se justifica.

Península de negocios

En Güiria, una población portuaria del estado de Sucre, más al norte del Delta Amacuro, queda el otro punto de partida hasta Trinidad. A la cercana playa de Irapa la separan de la isla solo noventa minutos de navegación; desde Macuro —pueblito sobre el extremo oriental de la península de Paria, relevante en la historia por ser el sitio donde Cristóbal Colón piso por primera y única vez en 1498 tierras continentales de América del Sur— la travesía toma 45 minutos.

Ya no hay turismo, pese a que la alcaldía intenta arreglar las plazas y reforzar el lema “Yo amo Güiria” para motivar a los visitantes. En el día no se ven carros, ni taxis. Todos van a pie. El mercado libre tiene 80% de sus puestos sin mercancía. Se venden verduras, hortalizas, harina pan y algunos artículos de higiene personal traídos desde Trinidad y Tobago.

Guiria, Sucre: Vista de la plaza Bolivar de Guiria. (Fotografia: Gregorio Marrero)

En el puerto pesquero de Güiria, que alguna vez fue cuartel general de una de las flotas atuneras más poderosas del hemisferio, reposan las ruinas de un frigorífico que se quemó hace más de una década. Hay embarcaciones oxidadas luchando por mantenerse a flote. Ya hace mucho desde que quebró una de las dos compañías de ferries que hacían traslados a Trinidad y Tobago. De momento la empresa Virgen del Valle sigue cubriendo la ruta a la Trinidad con la única embarcación que tiene. “Acá, quien no anda en algo ilegal, no sobrevive”, anticipa un pariente de los antiguos empresarios que llevaban en ferries a los turistas hasta la isla.

Aunque no se ven fuentes de trabajo, la presencia de la petrolera estatal Pdvsa disminuye, y los abastos permanecen vacíos, los viernes en la noche una atmósfera festiva se apodera del puerto. Aparecen camionetas 4 x 4 con cornetas, bajos y plantas para mantener despierto al pueblo toda la noche. Las mujeres jóvenes sacan sus vestidos más cortos y el contrapunteo de reguetón, salsa y bachata retumba en cada cuadra hasta el amanecer.

Guiria, Sucre: Vista de las ruinas del galpón refrigerado que alguna vez sirvió para el almacenaje de la pesca en el puerto de Guiria. (Fotografia: Gregorio Marrero)

Sobre las embarcaciones que transportan migrantes nadie se atreve ni a hablar ni a señalar. “Acá hay ya escasez de droga. Lo que da dinero es el cobre”, dice un habitante que prefiere mantener su identidad resguardada. El metal, la nueva mercancía de moda, se cotiza en cuatro dólares por kilo. “La termoeléctrica (inaugurada en mayo de este año) la están desmantelando. Nos dejan sin luz a cada rato. A las mafias y cuerpos de seguridad no les importa dañar a la población”, dice.

Los migrantes aprovechan desde aquí, para alcanzar las costas trinitarias, las colas o aventones de quienes trafican en lanchas con todo tipo de mercancía. No es solo cobre o personas: la miel se cotiza en quince dólares, las escobas en 4,40 dólares, el kilo de queso blanco en cinco dólares al igual que el kilo de camarones, mientras que la botella de Bajo Cero, una marca de vodka popular en Venezuela, cuesta quince dólares.

Las embarcaciones aparentemente salen de forma legal; al menos, a la mayoría de los pasajeros se les ve con pasaporte. Quienes han cruzado las aguas aseguran que sus documentos de identidad son llevadas al Saime (el organismo venezolano de identificación y extranjería) para recibir el sello de salida sin necesidad de que estén presentes los viajeros. En la madrugada zarpan. “Acá todo el mundo es cómplice. Hasta el Inea [el Instituto Nacional de Espacios Acuáticos, que controla el tráfico marítimo] le da un informe con el despacho al encargado sin ver a los tripulantes. No hay manera de parar los botes. Cuando llegas a Puerto España [la capital de Trinidad y Tobago] te bajas y te vas sin problema, mientras que los dueños de la mercancía se chequean en inmigración”, explica el mismo informante.

Empujados por el hambre

Sixto Marcano nunca le había escrito una carta a su esposa en quince años que llevan juntos. Ni siquiera antes, para conquistarla. Hoy ella relee varias cartas que le ha enviada escritas a mano. Ve la imagen o facsímil de las cartas en la pantalla de su computadora Canaima —también conocida como Canaimita, la portátil con fines educativos que distribuía el Gobierno chavista entre niños—, en Tucupita. Mediante cartas manuscritas es la única forma que tiene él para comunicarse desde la prisión de máxima seguridad donde está confinado en Trinidad. Otro recluso, que lleva trece años en prisión, le envía un archivo digital con la foto de la hoja donde Marcano ha escrito a su esposa.

La esposa replica a Marcano desde la capital de Delta Amacuro con el envío de la foto de su hija de seis años de edad, tomada en su acto de graduación cuando la promovían al primer grado de primaria. Al mismo tiempo cose un pantalón azul marino y una camisa blanca porque no tiene dinero para comprarle los nuevos uniformes escolar. Evade contestar cuántas veces al día consigue algo para comer.

En noviembre del año pasado Marcano constató en Venezuela que ya había rebajado 20 kilos de su peso regular porque su salario como obrero de la construcción no le alcanzaba para mantenerlo; ni el peso suyo ni el de los miembros de su familia. Solo comían una vez al día. El 10 de febrero decidió migrar. Como no tenía pasaporte ni dinero para pagar un pasaje a otro país, decidió montarse en un bote que lo acercara al destino más accesible, Trinidad y Tobago, que estaba a solo cuatro horas —entre los trayectos de tierra y mar— de su casa. La barrera eran los cien dólares del pasaje, que se los prestarían. Una vez instalado en Trinidad podría pagar esa deuda y comenzar a mandar dinero a su familia. Sus dos cuñados habían migrado primero y fueron quienes lo animaron a cruzar las aguas. Hoy todos están detenidos.

“Él duró solo tres días trabajando y enseguida pudo enviarme diez millones de bolívares”, recuerda la esposa que dejó en tierra firme. La cantidad equivale a 1,6 dólares según la paridad oficial recientemente anunciada por el presidente venezolano, Nicolás Maduro. “Lo primero que hice fue hacer un mercado. Llenar la nevera que estaba vacía. No compré carne para rendir el dinero, pero sí compré un pollo que tenía tiempo que no comíamos en casa”.

Pero a Sixto Marcano lo arrestaron en Trinidad el 22 de febrero a las cinco de la tarde, cuando allanaron la residencia donde vivía. Sus dos cuñados lograron avisar en la noche lo que había pasado, pero días después volvió la policía y se los llevó también a ellos y a otras dos personas.

Génesis Marcano, la hija mayor de Sixto, de 22 años de edad, también migró en noviembre del año pasado a Trinidad para poder mantener a su hijo de seis años de edad. Pero luego de lo que pasó con su padre, en abril, decidió devolverse a Venezuela.

El día que iba a retornar, la detuvieron. 

Mujeres y niños, de últimos

Yoarlin Amares Rojas, de 18 años de edad, migró el 5 de marzo con otras cinco mujeres y no se supo más de ella durante un mes. Su madre, Arlina Rojas, de 37 años, mantiene a su nieta de un año de edad, la hija de Yoarlin, con teteros hechos de pasta licuada y la comida que llega en las cajas del Clap, cuando llega.

Cuando Yoarlin pudo llamar, avisó que el 8 de marzo, apenas tres días después de su arribo, había sido detenida. Las autoridades la encontraron en una casa donde se escondía desde que la “vendieron” a un trinitario. Fue condenada a pagar 3.000 dólares en un determinado plazo o, de lo contrario, a pasar tres años en la cárcel por el delito de andar sin documentos. Estas cifras en multa o lapso de tiempo de las sentencias varían según el juez de turno.

“Aquí vino una mujer ofreciéndole trabajo y diciéndole que le prestaría dinero para llevársela y luego allá podía ir pagando poco a poco la deuda. Esa mujer tenía un hermano en Trinidad que mandaba la embarcación para llevarse a las muchachas”, cuenta su madre, Arlina.

Tucupita, Delta Amacuro Arlina Rojas (37) es retratada junto a una fotografía de grado de su hija, Yoarlin Amares Rojas (18). Yoarlin viajo a Trinidad y Tobago atendiendo a una oferta de trabajo. El costo del traslado hasta la isla y una semana de estadía debía pagarla con su trabajo. Al intentar huir fue detenida por autoridades de inmigración siendo detenida y sentenciada a 3 años de cárcel. El flujo migratorio de venezolanos hacia Trinidad en la búsqueda de oportunidades de trabajo ha aumentado de manera significativa en medio de una crisis económica sin precedentes en el país. (Fotografia: Gregorio Marrero)

En otro hogar cercano cuentan una historia similar. Es la de Norlismar Cedeño, de 26 años de edad, y madre de hijos de diez y siete años. Norlismar migró tres meses a Boa Vista, en el fronterizo departamento de Roraima, en Brasil, para recaudar dinero que le permitiera comprarle medicinas a su mamá porque tuvo dos derrames cerebrales. Luego de esa aventura en el Sur, volvió a Venezuela y le ofrecieron llevarla a Trinidad y Tobago, y darle una semana de hospedaje y comida mientras conseguía trabajo. Con ella se fueron su prima Edianny Alvarado, de 24 años de edad y madre de dos mellizos de tres años, y dos vecinas.

Fueron reclutadas de la misma manera que Yoarlin. Al llegar a Trinidad y ver que las obligarían a prostituirse, huyeron. Esa misma noche fueron detenidas por la policía trinitaria en una casa donde pasaban la noche. Las madres denuncian que, pese a que sus hijas manifestaron que las querían prostituir, sus denuncias no han sido atendidas por las autoridades.

Tucupita, Delta Amacuro: Mujeres que están detenidas publican fotos en facebook. (Fotografia: Gregorio Marrero)

Carmen Herrera, de 49 años de edad, es madre de otra mujer detenida que antes vivía en Tucupita.  Asegura que su hija, en la última llamada desde la cárcel, le dijo que antes había estado hospitalizada porque la golpearon por “portarse mal” dentro del reclusorio. Algo que Carmen, por supuesto, no ha podido comprobar.

Un hombre que estuvo dos años detenido y fue deportado en abril luego de cumplir su condena, denunció que las mujeres son maltratadas en los centros de detención. “A los hombres y mujeres nos separaba una pared de lata. Arriba había una malla. Nosotros podíamos trepar y verlas. Ellas pedían ayuda para que nosotros protestáramos cuando a ellas las maltrataban. Yo llegué a ver cómo golpeaban a una mujer embarazada”, contó.

En Güiria ofrecen una versión ligeramente distinta acerca del reclutamiento sexual. Un hombre que hasta hace un año se dedicaba a captar mujeres explicó, bajo la condición de mantener su anonimato, que cada mujer reclutada comporta un costo de 800 dólares, de los que 200 corresponden a sus propios honorarios por la tarea de persuadir a las chicas y embarcarlas a Trinidad. El resto se destina a la logística para el traslado. Asegura que todas saben en qué trabajarán al llegar y que apenas permanecen un promedio de tres meses en la isla.

La censura impide a las detenidas contar lo que viven o comen en la cárcel.

Los venezolanos que son detenidos y presentados ante tribunales trinitarios enfrentan con frecuencia la disyuntiva de pagar hasta 1.500 dólares de multa o cumplir condena tras las rejas. La pena puede variar entre seis meses y tres años de prisión, según sea el criterio del juez de turno.

En la cárcel de hombres no se permiten las llamadas internacionales. Sin embargo, algunos han logrado filtrar teléfonos celulares que se comparten para mandar mensajes por Whatsapp. Se desconoce cuántos han cruzado y permanecen ilegales. En videos y cartas han escrito los nombres de cada detenido para hacer un censo artesanal y distribuirlo entre sus familiares a través de Whatsapp con la esperanza de que la información llegue a las dependencias oficiales venezolanas, como la Cancillería, para motivarlas a actuar.

La primera lista de 174 hombres detenidos que se conoció la hicieron en la cárcel a puño y letra. Los reclusos le tomaron una foto, la enviaron a sus familiares, quienes la difundieron en las redes sociales. Pero cada día entran más y más venezolanos a prisión y las cifras e identidades cambian. El gobierno de Trinidad y Tobago ni informa ni se pronuncia, impertérrito.

Las mujeres reclusas sí tienen acceso regular a un número teléfono al que sus familiares desde Venezuela pueden llamar, también por Whatsapp, dos veces al mes. Cada conversación es monitoreada por una funcionaria de prisiones trinitaria. La censura impide a las detenidas contar lo que viven o comen en la cárcel. En sentido contrario, las autoridades instruyen a quienes llaman desde Venezuela a evitar relatos sobre la situación política o la crisis del país suramericano. ¿La excusa? Para “no alterar a las privadas de libertad”.

 

Lee más sobre lo que viven los venezolanos migrantes, con la versión contada desde Trinidad y Tobago, en este enlace.

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