Una redada de venezolanos en Bogotá terminó en el Orinoco

El 23 de noviembre de 2019 fue un día de cuchillos largos en el barrio de Patio Bonito. En medio de protestas en la capital colombiana, una razzia policial recogió indiscriminadamente a los migrantes que encontraba en la calle y los arrastró a centros de detención. Allí los agrupó con otros individuos hasta llegar a 59, los montaron en un avión hacia la frontera con Venezuela y, para completar la expulsión colectiva, debieron sortear la ira de las turbas xenofóbicas.

17 noviembre 2021
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La calle 38 Sur, en el barrio Patio Bonito de Bogotá, tiene mucho de patio trasero olvidado y poco de bonito. Está justo a la salida de la puerta siete de Corabastos, la plaza de mercado mayorista más grande de Colombia. Sus aceras son un gran bazar abierto, donde se compra y se vende de todo: zapatos usados, repuestos de licuadora, menjunjes anticalvicie, pijamas, veneno para ratas, 15 minutos de placer, un cuchillo afilado….

Muchos inmigrantes venezolanos han encontrado en ese mercado del rebusque, de domingo a domingo, una fuente de ingresos para sobrevivir y enviar remesas a sus familias. Duermen en pagadiarios o en pensiones, en las carreras aledañas, donde les cobran desde 10.000 a 20.000 pesos la noche, entre 2,6 y 5,3 dólares.

Pero en una que llaman La Pesebrera o Tocorón -como la célebre cárcel venezolana-, con los bloques sin frisar y una puerta metálica mal instalada a un costado, hay varias habitaciones desocupadas. 

Los venezolanos ya no quieren quedarse allí, prefieren irse a un lugar aún más marginal, como lo es El Cartuchito, porque saben que la Policía ha hecho redadas en esa casa y en la de al lado, pintada de azul cielo. La peor de todas esas redadas siguió con una expulsión colectiva de 59 muchachos que terminaron abandonados en el Orinoco. 

¿Venezolano?

El 22 de noviembre de 2019, la calle 38 Sur vivió uno de sus peores días. En medio de las protestas por el Paro Nacional, un grupo de vándalos rompió la entrada del almacén Surtimax en la esquina y muchas personas entraron a saquear.

Los venezolanos se asustaron y se guardaron rápido en sus piezas ese día. Las protestas, los saqueos, la represión masiva de la policía antimotines y el toque de queda, les traían malos recuerdos de lo que habían vivido en su propio país. Y con la xenofobia al rojo vivo, era mejor no salir a buscarse problemas. No sabían que, al día siguiente, los problemas vendrían a buscarlos a ellos. 

“Habíamos [sic] 12 personas en ese hotel, seis fueron liberadas por ser de Colombia. A los otros seis, como éramos venezolanos, nos llevaron”, dice un joven al que llaman Maracucho -gentilicio que en el habla popular venezolana dan a los naturales de Maracaibo, capital del estado Zulia- y que, como la mayoría de los entrevistados para este reportaje, prefiere no decir su nombre y apellido. 

Cuenta que ese 23 de noviembre de 2019 la Policía llegó a esa pensión y fue sacando, uno a uno, a los muchachos que encontró en las habitaciones. No se le olvida ese momento porque a él lo pillaron en pleno clímax amoroso con su novia. 

“Los nombres de todos no me los sé, sólo sé de Ángel y de otro que se llamaba César. No los conocía, yo estaba en ese lugar por la muchacha con la que andaba en ese momento“, dice.

Ángel es Ángel Rivera; su esposa, Yirimar González, dijo que estaba durmiendo con él cuando llegaron los policías y se lo llevaron. César puede ser César Alberto Rojas; es el único con ese nombre de pila entre los 59 venezolanos detenidos y expulsados del país ese día a bordo de un avión de la Fuerza Aérea Colombiana. Además, en el formato que Migración Colombia le hizo llenar con sus datos personales, ese César dejó escrito que vivía en Patio Bonito. 

En la casa de enfrente vivía otro venezolano: David Wickham Pérez. Acababa de llegar del trabajo y subió a la terraza para observar la operación de la Policía y grabar la escena con su teléfono. Uno de los uniformados lo pilló y le gritó desde la calle: “Lo voy a bajar, ¿oyó, pelao?”. Segundos después lo sacó de la casa a empujones frente a su esposa y a los hijos de ella. 

A José Daniel Salazar, que tenía 22 días de haber llegado a Bogotá, a ese mismo sector de Patio Bonito, también lo sacaron de la casa. Su hermano dijo que los policías no tenían ni orden de captura, ni nada.

Diego Caricote y Jackson Peña estaban saliendo de sus casas a trabajar. Yeremy Gil y Yosmar Paredes iban en sus bicicletas: el primero tenía una cita con su jefa, el segundo quería ir a cortarse el pelo. A otros, como Ronin Camacho, se los llevaron recién habían terminado su turno. 

A José Gregorio Sayago, que tenía su Permiso Especial de Permanencia (PEP) vigente, y a su primo Carlos Daniel Ramírez, los detuvieron cuando fueron a comprar café en una tienda, dijo la esposa de Sayago, Arelis Silva.

A Maikel Graterol y Deivid Landaeta los agarraron cuando iban a desayunar a una panadería. Ambos trabajaban en un puesto ambulante sobre la calle 38, que compartían con un señor cartagenero, Don R. “Ese día se llevaron a todos los que tuvieran documento venezolano”, dice. 

Don R. fue testigo de cómo la Policía Militar, con fusil largo y casco negro, iba parando a varios en la calle y les preguntaba: “¿Venezolanos?”. Les pedían papeles y los ponían contra una pared. Si eran venezolanos los subían a un camión. 

Capturas similares ocurrieron en otras zonas del sur de Bogotá. A Heyerson Herrera, se lo llevaron en chanclas, de un parque en Álamos. A J. y D. los detuvieron en Bosa-Recreo. Ambos trabajaban para José Alonso Pinto, un colombiano que tiene un negocio de alquiler de motos y bicitaxis en ese sector de la ciudad. 

“El día anterior yo les había dicho que no salieran”, recuerda Pinto, porque el 22 hubo muchos disturbios.. Pero ese 23 en la mañana parecía que todo estaba tranquilo y J. salió a comprar el desayuno. 

Cuando se dio cuenta de que la calle estaba llena de policías, pensó que era mejor regresar a casa. Pero en el camino se encontró con D. y con Pinto, y este les dijo que no se preocuparan, que ellos no estaban haciendo nada malo. “Es que yo en ese momento no pensé que la policía iba a actuar de esa manera”, dice. Los tres siguieron caminando hasta que un uniformado los paró y les preguntó:

- ¿Venezolanos o colombianos? 

- Colombiano- dijo Pinto.

- Venezolanos- contestaron J. y D.

- Móntense, hijueputas.

Tras revisar las cédulas, a Pinto lo dejaron irse, pero a sus empleados les ordenaron subir a un camión. Pinto se enteró después de que otros dos de sus trabajadores venezolanos habían caído en la misma redada. Uno se logró escapar porque tenía plata e hizo un arreglo con un guardia, mientras que al otro lo soltaron cuando la familia le llevó su cédula colombiana y pudo demostrar que tenía doble nacionalidad.

Son varios los testimonios de venezolanos detenidos arbitrariamente, de sus familiares o compañeros de trabajo, que indican un mismo patrón y que dan cuenta de una versión muy distinta de la que presentó la Policía y Migración Colombia por esos días: que habían sido detenidos vandalizando durante las protestas y poniendo en riesgo la seguridad nacional, y por eso se justificaba expulsarlos.  

La mayoría de los migrantes prefieren no denunciar, especialmente si no tienen un estatus regular, pero siete de los detenidos ese 23 de noviembre de 2019, utilizados como chivos expiatorios por las autoridades colombianas, decidieron denunciar el atropello. La tutela o recurso de amparo que interpusieron fue negada en primera y segunda instancia, pero su caso está siendo revisado por la Corte Constitucional. 

Enjaulados en los CAI

Todos los venezolanos detenidos en la calle o en las casas o en los parques ese día terminaron en distintos CAI (siglas de los Comandos de Atención Inmediata, casetas o módulos apostados en calles y plazas) o estaciones de la Policía. 

“Estuvimos ahí varias horas, incluso nos tocó dormir en la estación”, dice P.

Coinciden en que allí fue donde los policías les empezaron a “caer a palos”. Les decían venecos y toda clase de insultos y groserías. Algunos de sus custodios les quitaron plata y teléfonos, y no se los devolvieron. 

“A mí me robaron 200.000 pesos [unos 53 dólares] que llevaba, a otro chamo 100.000. Se hicieron el día esos policías”, dice J. 

En el CAI de Bosa había decenas de detenidos como en una jaula, que Pinto vio cuando fue a averiguar si allí tenían a sus empleados. El comandante con el que habló le dijo que “no fuera  sapo y lambón” y que pronto los iban a soltar porque era una operación de rutina para ver quiénes tenían papeles y quiénes no. 

Lo mismo le dijeron a Johana López, pareja colombiana de Maikel Graterol, cuándo llegó a un CAI en Kennedy a preguntar por él y por Landaeta. “Eso era como una perrera, los tenían ahí a todos, como unos 30, y me dijeron que era porque estaban indocumentados. Pero que en 24 horas los iban a soltar, por eso yo no me preocupé”.

Traslados arbitrarios 

No los soltaron, ni siquiera a los que tenían su PEP vigente, permisos de trabajo formales o pasaportes. 

Les hicieron firmar unos formatos de traslado por protección, una figura que no es un arresto, sino una medida preventiva que la Policía utiliza para "proteger" a los borrachos, a las personas que están drogadas, o con estados alterados, y no es conveniente que permanezcan en la vía pública. Como dice el mismo formato, deben ser liberados a las 12 horas. 

La razón que aparece marcada en los siete formatos de los que presentaron tutela y hacen parte del expediente es la misma: “Presenta comportamiento agresivo o temerario”. Pero varios de ellos dicen que firmaron ese formato sin darse cuenta que esa era la causal. 

Los ya célebres caminantes que llegan a Colombia desde Venezuela. Crédito: Schneyder Mendoza / AFP

Después de varias horas en los CAI, fueron trasladados al Centro de Protección Temporal de Puente Aranda. Los llevaron en buses, en los camiones, en las patrullas, donde a algunos los extorsionaron y a otros los maltrataron. 

“Un policía se montó en el bus en un momento dado y dijo que el que tenía plata se iba”, dice N. “Unos que sí tenían pagaron como 100.000 pesos y los dejaron libres.”

Algunos trataron de protestar, pegándoles a las rejas del bus, y los policías respondieron lanzando una bomba lacrimógena dentro. Dicen que un señor mayor se desmayó por la falta de aire. Cuando ya se había acabado el gas, los policías se metieron al bus y les pegaron con sus bolillos o rolos, como llaman en Venezuela a los bastones de la policía.

Ya en el CTP los metieron a todos en la misma celda, pero los iban sacando por tandas y los hacían subir a otro piso, donde funcionarios de Migración Colombia les tomaron huellas, fotos, datos y los grabaron cuando les preguntaron dónde habían sido detenidos.

“Ese papeleo era supuestamente para quedar reseñados, porque supuestamente nos iban a soltar después”, dice N.

“Todo el tiempo fue una mentira. Yo le pregunté al de Migración que todo ese papeleo era para qué y dijo que era para sacar el permiso migratorio”, dice R. 

Las familias, los amigos, los compañeros de trabajo, se fueron enterando de que los muchachos estaban en el CTP y hasta allá llegaron la mañana del domingo 24 de noviembre. Pero cuando preguntaban por ellos no les confirmaban si los tenían allí recluidos. 

“Eran muchas mujeres, algunas con niños, era un indicio de que algo raro estaba ocurriendo y todos eran venezolanos”, dice la abogada Laura Dib de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes de Bogotá.

Johana López, la pareja de Maikel Graterol, pudo confirmarlo después de hablar directamente con él. A Maikel y a otros les permitieron hacer una llamada después de una visita de un representante de la Defensoría del Pueblo. Cuando colgaron, López decidió armar un grupo por WhatsApp con familiares para compartir cualquier información o novedad que surgiera. 

Y los abogados de derechos humanos que estaban afuera del CTP empezaron a recolectar nombres, apellidos, cédulas, teléfonos de ellos o de sus familiares, para armar una especie de listado o registro. 

“Alcanzamos a tener un cuadro de Excel con 22 casos”, dice Dib. “Solamente pudimos mantener contacto con 11 de esas familias, y al final sólo siete quisieron presentar una acción de tutela, cuando ya habían sido expulsados.”

Pero eran muchos más los detenidos. 

“En la celda nos contamos, éramos 59”, dice R. 

“ Y no nos dejaban ir al baño. Solo nos llevaron comida una vez”, dice P. 

Según el libro de ingresos y salidas, algunos pasaron entre 30 y 36 horas recluidos, que es el tiempo límite que tiene Migración Colombia para llevar a cabo un proceso de expulsión discrecional.

En un momento dado, en la puerta de afuera del CTP, Migración Colombia publicó el listado completo con los nombres y los documentos de identificación de los venezolanos detenidos. A algunos familiares les dijeron que al día siguiente los iban a liberar, incluso que les trajeran ropa para que se cambiaran. Se fueron felices, imaginando el reencuentro al otro día. 

Pero un funcionario de la Defensoría, que estaba allí en el CTP, le confirmó a Johana López: “Si son venezolanos, se tienen que ir expulsados a su país, porque esas son órdenes de arriba”. Y esa noche, en la página de Facebook de la Policía, anunciaron la expulsión para la madrugada siguiente. 

Una expulsión colectiva

El 25 de noviembre los sacaron de la celda a la madrugada. Los hicieron pasar a firmar sus notificaciones de expulsión y una constancia de buen trato. La hora que aparece en la firma de estos documentos es las cinco de la mañana. 

Imagen del momento de la detención el 25 de diciembre.

“Yo firmé ese papel porque era obligatorio, me dijeron que tenía que firmarlo.Todos firmamos por obligación”, dice R. 

En esos formatos dicen que tienen derechos y deberes. Dentro de los derechos está el contar con representación consular (inexistente porque no hay relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela) y poder hablar con familiares o amigos, derecho a solicitar asistencia médica, acompañamiento religioso o un abogado. 

Ninguno de ellos pudo hablar con un abogado, aunque afuera del CTP había varios dispuestos a auxiliarlos.

“Es que no habíamos hecho nada malo, entonces para qué pedir un abogado”, dice N.

Copia del procedimiento registrado por las autoridades colombianas.

Tampoco les dijeron de qué se les estaba acusando, pero lo intuían porque en un momento sí les preguntaron que cuánto les estaba pagando el gobierno venezolano por vandalizar o hacer disturbios.  

“No había ni una prueba, ni nada, cuando pedí ver los videos de las cámaras de seguridad, sólo me dijeron que me quedara callado”, dice el Maracucho.

Como varios fueron trasladados por protección, y no capturados oficialmente, nunca fueron presentados ante un fiscal o ante un juez que pudiera evaluar si había motivos que justificaran su detención. 

La Policía simplemente se los entregó a Migración Colombia para que tramitaran una expulsión discrecional, sobre la base de un oficio enviado por el Jefe de Crimen Organizado de la Policía Metropolitana de Bogotá, el capitán Andrés Mauricio Moreno Guerrero, que decía: “….fue capturado al encontrarse presuntamente generando actividades y comportamientos contrarios a la convivencia ciudadana durante el paro nacional, causando daños, afectación al orden público, perjuicios materiales a los sistemas de transporte masivo e infraestructura, asimismo, esta persona fue señalada por la comunidad de cometer hechos punibles públicos, saqueos y hurtos”. 

La misma razón, con el mismo formato, o casi igual, aparece en 48 de las resoluciones de expulsión, es decir, en la mayoría. 

A todos les prohibieron volver a Colombia en cinco años, pero hay seis casos cuya sanción es de 10 años y sus resoluciones de expulsión tienen una redacción un poco más precisa en cuanto a fechas y sin el “presuntamente” de las anteriores: “Teniendo en cuenta los hechos presentados en la ciudad de Bogotá D.C los días 22 y 23 de noviembre de 2019, donde el antes mencionado fue sorprendido generando actividades y comportamientos contrarios a la convivencia ciudadana durante el paro nacional”.

Las diferencias en las sanciones son un indicio de que podría haber una evidencia concreta o diferenciada sobre esas personas, y los presuntos delitos cometidos. 

Las otras cinco resoluciones dicen específicamente que las personas están siendo expulsadas por hurto. Tres de ellos fueron remitidos, no por la Policía, sino por la Fiscalía. De los dos restantes dicen que fueron capturados en flagrancia tratando de robar a una ciudadana en Teusaquillo, una zona de clase media cercana al centro de Bogotá. 

Ninguno de sus formatos de expulsión menciona que esos presuntos delitos tengan relación alguna con las protestas y disturbios ocurridos durante el Paro Nacional. 

Además, esos muchachos —tres de ellos tenían 19 años— llegaron después que los demás, el domingo 24 en la tarde, y nunca les ocultaron a sus compañeros de celda que habían sido capturados robando. J. dice que uno de ellos lloraba porque en Venezuela lo iban a meter a la cárcel apenas llegara. 

Ninguno de los siete que interpusieron la tutela tenían antecedentes penales ni en Colombia ni en Venezuela, pero otros sí los tenían. 

Sin embargo, todos fueron presentados ante la opinión pública como vándalos y elementos peligrosos para la seguridad del país, fueron sacados en grupo, a la misma hora, de la misma manera, sin diferenciar cada caso de manera individual, lo cual terminaría siendo violatorio del derecho internacional humanitario, porque se considera una expulsión colectiva. 

La Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos lo ha explicado así: “El procedimiento de expulsión de un grupo de ciudadanos debe apoyarse en suficientes garantías que demuestren que las circunstancias personales de cada uno de los ciudadanos afectados, individualmente han sido tenidas en cuenta.” 

Eso incluye averiguar si las personas tienen estatus de refugiado o, aunque no lo tengan, si su vida puede correr peligro al regresar a su país -en el PEP de José Gregorio Sayago había una anotación que indicaba la “imposibilidad de retornar a país de origen debido a la usurpación del Poder Ejecutivo que sufre Venezuela”- si tienen visas, y también si se puede afectar a su familia, especialmente si hay menores de edad que dependen económicamente de ellos.

“Yo tenía una carta de mi trabajo, tenía contrato formal con ellos, pero no les importó.”, dice P., cuya familia —una mujer colombiana y varios niños— dependían de sus ingresos. 

“Yo le dije a un funcionario que tenía a mi familia en Bogotá, mi esposa que estaba embarazada, dos niñas, una de cinco, otra de 12, y mi mamá, pero él me dijo que ‘de malas’ porque yo me iba para Venezuela”, dice R.

Otro de los expulsados, Jackson Peña, les mostró un documento donde decía que su mamá era paciente oncológica y que, por esa razón, para conseguirle el tratamiento que en Venezuela no podía recibir, la familia había emigrado a Colombia. Pero tampoco lo tuvieron en cuenta.

Una operación mediática y un aterrizaje frustrado

Las cámaras de televisión estaban encendidas, los “enviados especiales” de los canales Caracol y City TV habían madrugado para acompañar el resultado final de lo que describieron como una “operación especial de inteligencia” del Grupo de Operaciones Especiales (GOES) y de las Seccionales de Investigación (Sijin) en cinco localidades de Bogotá para capturar a venezolanos que estaban delinquiendo, en algunos casos como reincidentes.

“El lunes nos sacaron a todos en unas camionetas y buses, nos llevaron a un aeropuerto, y nos montaron en un avión horrible, demasiado horrible, como de la I Guerra Mundial, de esos que son militares…. Nos sentaron a todos esposados y se montó gente también de Migración y policías, como si hubiéramos hecho algo demasiado malo. Por unos pocos estábamos pagando todos”, recuerda.

Los venezolanos sabían que los iban a devolver a su país pero no sabían por dónde. El avión Hércules con orden de vuelo número 100727 despegó con destino a Puerto Inírida, en el departamento fronterizo de Guainía. 

Los colombianos se enteraron de que iban hacia allá por las noticias, y porque así lo dijo el director de Migración Colombia, Cristian Kruger, en una rueda de prensa: “Si los expulsamos por sitios de fácil acceso a Colombia, pues, pueden ingresar. Lo que queremos es dificultar el regreso a nuestro país”. 

Añadió que esas personas serían transportadas luego a San Fernando de Atabapo, en el selvático extremo sur del estado Amazonas, el más austral de Venezuela, para entregarlos a la autoridad migratoria de ese país, y que ya había una alerta en todos los pasos fronterizos en caso de que intentaran volver, así como en otros países de la región. 

 

Pero los habitantes de Puerto Inírida no iban a permitir que un avión grandote cargado de “vándalos” venezolanos aterrizara en su ciudad. Ingresaron al aeropuerto y bloquearon la pista de aterrizaje. Algunos llevaban carteles con letreros que rezaban: “Guainía no quiere malandros”. 

Los pilotos recibieron la orden de desviarse y aterrizar en Puerto Carreño, capital del departamento fronterizo de Vichada, un poco más al norte, sobre la desembocadura del río Meta en el Orinoco. Pero allí también se enteraron de que el avión de “vándalos” estaba por aterrizar, y la gente se preparó para recibirlos de la peor manera: con un ataque xenofóbico. 

La Policía de Puerto Carreño tuvo que reforzar la seguridad en el aeropuerto German Olano, antes de que aterrizara el avión para evitar posibles aglomeraciones y que la gente se metiera a la pista. 

El reporte de la Policía de Vichada que aparece en el expediente del caso dice: “Una vez llega la aeronave de la FAC 1005 a Puerto Carreño, siendo las 10:14 horas se activan los protocolos de seguridad para evitar posibles lesiones a los ciudadanos de nacionalidad extranjera, evitando el ingreso de los ciudadanos a las instalaciones del aeropuerto. Luego estos son transportados en vehículos del Ejército Nacional hasta la Brigada de Selva número 51, custodiados en todo momento por policía y ejército”.

Los montaron en tres camiones, dos pequeños y uno grande. Pero, a pesar de los protocolos y refuerzos de la fuerza pública, la gente de Puerto Carreño atacó a uno de los camiones al salir del aeropuerto. 

“Por donde yo pasé, tiraron piedras y piedras, era mucha gente tratando de parar y voltear ese camión, hasta con motos. Si se hubiera volteado, nos matan”, dice N.

A los otros camiones que venían detrás les avisaron por radio y se desviaron por otra ruta para llegar a la brigada militar.

El Maracucho dice que los 59 estaban muy asustados, no solo por la reacción de la gente, sino por estar en una base militar colombiana. “Pensábamos que los soldados nos iban a dar chumbimba, como dicen ustedes”.

En la brigada del Ejército les dieron un refrigerio y dicen que también les hicieron llenar unos cartoncitos con sus nombres, apellidos y cédulas. Luego los montaron en unos peñeros que contrataron, operados por lancheros de Puerto Carreño, para que cruzaran el río Orinoco, que allí hace frontera, y los llevaran a un paso del lado venezolano conocido como El Burro. 

Todos dicen que la cuarta lancha, que transportaba a las autoridades, los acompañó hasta la mitad del trayecto y luego se devolvió. Jamás hubo una entrega formal a las autoridades del país vecino, como había dicho el director de Migración Colombia. 

“Realmente no sé cómo se hizo ese procedimiento. Me imagino que se habrá grabado, toca preguntar si se grabó o no se grabó, porque las cosas quedan grabadas”, dice Cristian Kruger, quien añade que no puede responder de una manera más precisa porque, aunque era el director de la entidad, no estaba allí. Añade que tal vez las autoridades venezolanas “no los quisieron recibir”. 

Migración Colombia tampoco respondió a esta pregunta y a otras sobre cómo actuaron en este proceso de expulsión. 

Más allá de su falta de respuestas, lo que Migración y Policía hicieron fue improvisado y de espaldas a las autoridades locales, y por eso tuvieron problemas inesperados y adicionales con ellos (el gobernador, el alcalde, la personera) y también con la ciudadanía.

Los funcionarios de Migración y de Policía que habían viajado desde Bogotá esa mañana y se quedaron en el aeropuerto de Puerto Carreño, junto con el avión militar, luego no podían salir. 

Los mismos funcionarios denunciaron que estaban atrapados dentro de la aeronave, que no los dejaban bajar, que se les está acabando la reserva de agua y tampoco podían despegar porque unos 50 ciudadanos finalmente habían entrado a bloquear la pista. 

Entre esos que entraron a la pista estaba el propio gobernador del Vichada, Luis Álvarez. Llegó a montarse en el Hércules a buscar a los venezolanos y dijo que sólo iba a dejar despegar el avión si se cerraba por completo la frontera y renunciaba el representante de Migración Colombia en esa ciudad. 

De todas maneras, el avión no podría salir de Puerto Carreño esa noche, porque el aeropuerto no tenía el sistema de radiofrecuencia VOR, necesario para vuelos nocturnos.

El Burro

El Burro es un caserío en la orilla venezolana del río Orinoco, frente a la población de Puerto Páez, que los detenidos describen como una pequeña isla, un lugar de paso, donde no hay nada más que un par de casitas y un puesto de control militar. Cuando los guardias nacionales los vieron desembarcar solo les preguntaron si eran venezolanos, nada más. No les pidieron las cédulas, no revisaron si algunos de ellos tenían antecedentes penales. Eso sí, les dieron agua.

Allí estuvieron toda la mañana, se metieron al río porque llevaban tres días sin bañarse, comieron lo que la gente del lugar les quiso dar y, hacia el final de la tarde, después de estar tres días juntos, se dividieron por grupos. El primero se fue de regreso a Colombia. El segundo decidió ir a probar suerte a Brasil. El tercero, que luego se dividió otra vez en dos, decidió quedarse en Venezuela.

En ese tercer grupo estaban J. y D., y otras nueve personas que se conocían porque trabajaban en el mismo sector en Bogotá. Se quedaron allí, esperando a que sus familiares les enviaran algo de dinero para poder comprar un pasaje de bus hacia diferentes ciudades de Venezuela: Caracas, Valencia, Barquisimeto. 

“Buscamos una casa donde había llamadas por celular, para avisar a las familias. Ellos nos transfirieron dinero a la casa de esa gente, que nos dio el efectivo. Nos quedamos esa noche allí, nos prestaron el baño, nos cocinaron y dormimos en el porche a la orilla del río”, cuenta J. 

Al día siguiente, tomaron un bus qué remontó el Orinoco en una chalana o planchón y continuó hasta San Fernando de Apure. En el terminal de Apure ya cada uno continuó hacia sus lugares de origen.

“Yo duré dos días viajando para llegar a donde mi familia”, dice P. 

Hubo otro grupo, de unas 15 personas, que no tenían cómo contactar a su familia o no pudieron recibir dinero suficiente para pagarse sus propios pasajes y que decidió ir a pedirle ayuda al gobierno. 

Cruzaron el río en un planchón y al llegar a la otra orilla empezaron a caminar hacia San Fernando de Apure. Antes del anochecer llegaron hasta la plaza de un pueblo, donde se encontraron con un hombre, que no saben si era “guerrillero o paraco”, pero que los ayudó, porque por los grupos de WhatsApp de los habitantes de esa zona circulaba un mensaje que un grupo de malandros había llegado a El Burro más temprano. 

“Dijeron que éramos violadores, asesinos, en las redes sociales y en los grupos de Whatsapp. Y ese señor, delante de nosotros llamó a la señora que había puesto ese mensaje en el grupo y le dijo: ‘¿Tú sabes quién te habla?’. La señora dijo que sí. Y le dijo que tenía que quitar esa publicación porque nosotros éramos padres de familia igual que ella”, cuenta R.

Fuera quien fuera ese hombre, era la verdadera autoridad del lugar. N. también recuerda que ese señor les advirtió que no siguieran caminando de noche, que se quedaran allí en la plaza, y que él se iba a quedar a cuidarlos para que no les pasara nada. 

“Él desde un principio nos colaboró en todo, nos cuidó, porque a las dos de la mañana llegaron unos motorizados y él mismo les dijo que no nos hicieran nada porque éramos los que veníamos de la xenofobia de Colombia. Nos dio comida, de verdad que yo estoy agradecido con ese señor”, dice Maracucho. 

Al día siguiente, lograron llegar hasta San Fernando de Apure, capital del estado venezolano llanero de Apure, vecino del departamento colombiano de Arauca. Fueron a la Gobernación a pedir ayuda, pero nadie los quería recibir. 

Luego se dieron cuenta de que podían utilizarlos políticamente, como mártires, como víctimas, como ejemplo de lo que podía sucederles a los venezolanos que deciden emigrar en vez de quedarse en su país “haciendo patria”, como lo dijeron en la televisión tres días después.

Un falso positivo

“Vean cómo el gobierno colombiano monta su falso positivo”, dijo Diosdado Cabello en su programa de televisión Con el mazo dando, edición número 277, que se emitió a las siete y media de la noche del 27 de noviembre de 2019. 

El número dos del chavismo le dedicaría todo un segmento del programa a denunciar lo que el gobierno colombiano había hecho con los 59 venezolanos expulsados, y pasó los testimonios de cuatro de ellos que aceptaron hablar ante las cámaras, sin saber que aparecerían luego en el programa de Cabello. 

A esos muchachos los había recibido el gobernador de Apure, Ramón Carrizales, exmilitar y exvicepresidente de Venezuela, como Cabello. Les habían dado comida, les habían dado habitación, y les pagaron hasta viáticos para que se fueran a donde estaban sus familias, dijo Cabello, hablando con orgullo del tratamiento que el gobierno le había dado a esos pobres hombres. Todo eso era cierto. Lo que Cabello no dijo es que al principio los iban a mandar a un hotel, pero terminaron durmiendo en una base militar, en colchones que pusieron en el suelo.

“Nos pararon al frente del hotel, el guardia se bajó y habló. Pero algo pasó, para mí que ese guardia se enmarañó los cobres que le habían dado para pagar el hotel, porque nos volvieron a traer igual para la base de donde nos sacaron”, cuenta N. 

Al día siguiente les entregaron dinero, unos 500.000 bolívares soberanos para que pudieran llegar hasta donde sus familias y les dijeron que estuvieran pendientes, que el gobierno los iba a llamar y los iba a ayudar. Que no iba a dejarlos solos.

“Ya nos habían soltado para que nos fuéramos, y de repente vimos a las camionetas de la guardia con sirenas, que venían a buscarnos otra vez. ¿Y qué pasó? No entendíamos nada, nos decían que nos montáramos. El miedo que nos dio fue enorme, quién sabe pa’ donde nos iban a mandar. Algunos no queríamos subirnos, otros si. A la final todos nos montamos”, dice N. 

Lo qué pasó fue que los llevaron de nuevo para el Comando, porque se les había olvidado lo más importante: no se podían ir antes de hablar ante las cámaras del canal del Estado. Necesitaban que algunos dieran sus declaraciones. Algunos de esos fragmentos saldrían en una nota breve en Telesur, pero la mayoría serían utilizados para el segmento especial de Con el mazo dando.

“Mi papá se enteró de todo porque me vio en el programa de Diosdado”, dice R. Se sentía muy mal, derrotado, no sólo por él sino por su esposa y las niñas. “Nos arruinaron la vida y el gobierno venezolano que dijo que nos iba a ayudar tampoco lo hizo.” 

Antes de que lo expulsaran, había hablado en Bogotá con un funcionario de Migración sobre su familia. Le escribió en un papelito cinco letras que él no sabía qué querían decir: Acnur. Y le dijo que ellas tenían que ir para allá, y pedir que las trasladaran hasta Venezuela. La esposa de R. resolvió por su cuenta, vendió el carrito de tintos con el que trabajaba, el televisor y todo lo que tenían. Semanas después, finalmente, se pudieron reencontrar. Cuando fueron a inscribir a las dos niñas en el colegio, les dijeron que no había cupo para ellas por haberse ido del país.

A N. también lo vieron por la televisión y eso le trajo problemas con su suegra y con otra gente de su comunidad. “Un vecino que fue para la casa me dijo que había salido en Telesur. Se enteró así medio barrio, y ellos creyeron que yo estaba jodiendo y echando vaina por allá”, dice. 

Las parejas de otros que fueron expulsados pasarían meses antes de poder verlos de nuevo. Cuando Johana López pudo viajar a llevarle la ropa y todo lo que había dejado Maikel Graterol, él no la reconoció. “Yo pesaba 78 kilos, cuando nos volvimos a ver pesaba 50. Se me había caído el cabello de la angustia, parecía La Llorona”, dice.

Jose Alonso Pinto, el ex jefe de J, fue quien ayudó a la esposa y a sus tres niiños. Se los llevó a vivir a su casa cuando a ella le pidieron que entregara el apartamento a los pocos días porque no tenía cómo pagar. Allí estuvieron hasta que lograron vender unas cosas para irse todos a Venezuela, donde no la han tenido fácil.

“Aquí lo que uno hace es medio rasguñar y comer algo”, dice J. “ Mi esposa tiene una enfermedad, se le brota la piel por el estrés, los talones, los codos, de tanto estrés y preocupación, porque a veces los niños andan pidiendo pa’ comer, y yo no tengo. Estoy que me voy. Estoy que salgo corriendo”.

El Maracucho dice que él quedó traumatizado por toda esa situación. Ha pensado en emigrar a Brasil, pero le da miedo que la policía de ese país lo pare, se den cuenta de que a él ya lo expulsaron de Colombia y vuelva a revivir una situación similar. Él sabe que varios de los muchachos que agarraron en esos días, y con los que aún tiene contacto, regresaron a Colombia y no les ha pasado nada, dice que algunos inclusive tienen PEP y todo, pero él no se atreve. “¡Tú sabes lo que son diez años de cárcel en Colombia!”. 

P. pasó una breve temporada con su familia en Venezuela y luego regresó a Colombia apenas pudo, por una trocha, porque no podía dejar abandonada a su familia. “Ya me han parado los policías pero cuando paso los papeles, no me sale nada,” dice. Lo mismo les ha sucedido a otros. Por eso creen que Diosdado Cabello tenía razón cuando dijo en su programa que el gobierno colombiano había hecho con ellos otro falso positivo.

Esta es la tercera entrega de la serie “Venezolanos, go home”, publicada conjuntamente por Armando.info
y La Silla Vacía. 

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