Los Acapulco Kids

El autor –Premio Nacional de Periodismo en México- se zambulle, como un clavadista de La Quebrada, en el inframundo de la prostitución infantil que prospera en el otrora balneario de las estrellas de cine. Es el Acapulco más tenebroso donde unos 2.000 niños quedan por unos pocos pesos a merced de pederastas, aventureros de oficio y de la necesidad más ancestral. Esta nota, publicada por primera vez por el semanario emeequis de Ciudad de México, forma parte de la selección oficial del Premio Cemex-Fnpi 2010 en su categoría Texto.
La primera vez que Jarocho me ofreció a una
niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso había ido al Zócalo aquella noche.
El tipo, que cuidaba autos frente al Malecón, se echó la franela al hombro y
sonrió de tal manera que los dientes le brillaron en el oscuro rostro, reventado
por el acné. Luego, cuando se dispuso a traerla de un callejón, dije que no, que
mejor volvería más tarde.
–De una vez, brother, el yate llega a la una
de la mañana y ahí vienen gringos ya rucos que se llevan a las más morritas.
Orita hasta te puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo con cara de “tú me
entiendes, no te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo retortijón en el
estómago.
–Regreso antes de esa hora, nada más no
vayas a fallar.
–¿Qué pasó, brother? Los hombres sabemos
hacer negocios. Y como me caíste a toda madre, te la voy apalabrar pa´ que te dé
un servicio chingón. Ái tú te arreglas con ella si quieres cosas más
perversonas.
Volví después de que el yate Aca Rey había
tocado tierra firme. Entonces supe que Jarocho solo era un mero cazador de
clientes, que trabajaba para un proxeneta y que la niña que llevaría esa noche
se llamaba Allison. Era adicta a la piedra –esa droga barata que embrutece más–
y no pasaba de los 12 años.
Un día Acapulco se cubrió de verde y de
cerdos salvajes que desafiaban los caminos de tierra. Las gargantas de los
pescadores toltecas cantaban a los dioses, los bambúes crepitaban con el viento
y los mangos petacones engordaban. Mil años después, los aztecas traerían la
plaga hasta que Hernán Cortés y su gente la aplastaron con la gonorrea y la
virgen de La Soledad.
Luego de 500 años de ensangrentar destinos,
llegaron los grandes edificios a la bahía y dividieron la ciudad en dos: la cara
bonita y el patio trasero. Agustín Lara le cantó a María Félix, Pedro Infante
compró casa y Tintán amó al puerto por siempre.
Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el
brazo trajo un racimo de pedófilos estadounidenses y canadienses que se hartaron
de que en Cancún los señalaran. Ellos fueron los que corrieron la voz y, al poco
tiempo, Acapulco se transformó en el paraíso de la carne más joven. Desde
entonces, los pederastas acarrearon consigo padrotes intocables, madrotas
disfrazadas de mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del VIH, tendejones para
emborrachar a las niñas, revólveres, pobreza de la que unos se enriquecen,
vientres abiertos, noches para velar a los chicos, home pages para ver el mapa y
saber dónde encontrar niños, hoteleros y taxistas para el trabajo sucio. Rencor
y noches y días de ajetreo.
Han traído hordas de niños al Malecón, al
Zócalo, al canal que lleva las aguas negras a Hornos, al Oxxo que está rumbo a
Telecable, a la Soriana de la Costera, a las canchas de la CROM, al asta
bandera, a Caleta y Caletilla, a la barda del restaurante Condesa, a la vuelta
del salón de belleza Xóchitl, a la calle La Paz, al hotel Real Hacienda, al
puente de la Vía Rápida, al semáforo de Aurrerá, a La Redonda que todos conocen
como Las piedras de la Condesa, a la playa que Cortés bautizó como Puerto
Marqués, y a los puteros del centro. Y es por ello que la Unicef reporta a
Acapulco como la ciudad mexicana número uno en lo que a prostitución infantil se
refiere. Ha desbancado a Cancún y a Tijuana.
En estos mil 882 kilómetros cuadrados se
concentra casi todo lo que necesita un pederasta: playas increíbles, droga
barata y en cantidades pasmosas, ojos que nunca ven y bocas que nunca hablan,
hoteles 50% off, un bando municipal que estipula que en Acapulco no se multa a
los turistas, prostíbulos donde la mayoría de edad se alcanza desde chicos,
padres que piensan que los hijos son moneda de cambio, y niños, muchos niños,
que por un bote de PVC o un poco de mariguana están dispuestos a encarar la vida
y despistar la muerte con sus cuerpos.
En las callejuelas del centro, esas que
suben dolorosamente hacia el cielo, está el bar Venus. Es una construcción vieja
de dos pisos, pintada de mala gana. Es de un naranja parecido con el que Van
Gogh pintó el melancólico cuadro The Old Tower in the Fields. La desvencijada
puerta es azul, como si quien la cruzara fuera directo al paraíso. Pero no:
adentro, los ventiladores giran sin énfasis, hay mesitas de lámina extenuada y
los clientes son una bola de infelices a los que solo les queda emborracharse
para combatir el calor y la tristeza. Quizá lo más deprimente sea la pista donde
bailan las mujeres de vientres poderosos: es una enorme ostra de concreto que
arroja luces rojas y verdes. Todo aquello parece sacado de las películas o de
los cómics de Alejandro Jodorowsky.
Mía bailaba en el tubo como una boa
adormecida mientras de la rocola salía la voz de Noelia con eso de “tú, mi
locura, tú, me atas a tu cuerpo, no me dejas ir”. Mía, que en realidad se
llamaba Ariadna, había cumplido los 14 años el 3 de septiembre pasado y estaba
orgullosa de su edad porque eso le ayudaba a que los clientes se pelearan por
ella. Intentó sentarse en mis piernas y la mandé a la
silla.
–¿Qué, eres joto? –preguntó con un hablar
pastoso. Ya estaba algo ebria.
–No, pero tienes la edad de mi sobrina –y Mía
miró como si me hubiera vuelto loco. Luego, ordenó una cerveza mientras enumeró
sus reglas:
–Me tienes que dar 40 pesos por estar aquí
contigo; con eso ya pagas mi cerveza. Si quieres algo más, allá atrás hay
cuartos. Cuestan 100 pesos y yo te cobro 200. Si quieres que te la chupe, son
100 más.
–A mí solo me gusta platicar, soy
reportero.
–Bueno, dame los 40 y
platicamos.
Al sacar el dinero la miré bien: los ojos,
de negro intenso, casi se perdían en la cara; estaba maquillada como los
muertos, tenía papada, los pechos apenas le estaban creciendo y su cuerpo
rechoncho era de un irreparable color cobrizo.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre
se lo puso ahí un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido,
pero debía aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo
así”. Era de Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace cosa de medio
año para trabajar en un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar
800 pesos al día, mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme
rojo con amarillo.
“Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y
a mí me gusta comprarme ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera,
no le preocupa: “Porque yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos;
como mi papá se fue a California y nunca regresó, necesitamos el
dinero”.
Prostituirse no le quita el sueño. “En mi
pueblo venden a las mujeres desde chiquillas, con eso pagan la tele que compran
o las cervezas que no pagaron”. También dijo que le gustaría probar las drogas y
que un día quiere ser actriz de telenovelas. No habló más porque un gordo, al
que le faltaban varios dientes y andaba todo andrajoso, la llamó con la mano en
la cartera para que se sentara con él. Se bebieron una caguama como si ambos
desfallecieran de sed. Luego, cuando en la ostra gigante bailaba una mujer que
parecía haber ido con un carnicero a que le hiciese la cesárea, el tipo se llevó
a Mía. Fueron a los cuartos.
–Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew tendrá unos 60 años y sus tres hijos
ya le han dado cuatro nietos. Su segunda esposa, según contó, es 10 años menor
que él y jura quererla igual que el día en que se conocieron. Puede que sea
cierto. Andrew tiene cabello blanco, su piel está lo bastante bronceada como
para parecer un trozo de marlín ahumado, y sus ojos son de un gris encendido. Su
español es mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente vive en Boston y trabajó en un
pub donde los hombres le confiaron nostalgias y proezas de machos. Yo hice eso
para acercarme a él mientras comíamos un cóctel de camarones en la playa Caleta.
Andrew fue el único gringo que creyó que los niños también eran mi debilidad.
Los otros con los que intenté conversar fueron displicentes y no sirvieron de
mucho.
Desde hace unos cinco años, cuando Jean
Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a las páginas de los pedófilos en
internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y, sobre todo, a la playa
Caleta.
–Me dijeron que en Caleta uno consigue
niños, pero no sé cómo –le solté cuando Andrew combinaba los camarones con una
Coca Cola de dieta.
–Es fácil –dijo con el tono de quien no
miente–. Hay que tratar con aquellas mujeres –y señaló a las indígenas que
aquella mañana vendían artesanías mal hechas y otras
baratijas.
–¿Y qué les tengo que decir? –pregunté a
Andrew y él me miró como quien le tiene lástima a un
pordiosero.
–Cómprales algo de lo que venden o dales
para que vayan a comer; el chico ya va en el precio.
–Como el desayuno…
–Sí, como la barra
libre.
Para ser honestos, no supe si hablar más o
propinarle ahí mismo un puñetazo. Nos quedamos callados porque no se nos ocurrió
otra cosa y miramos el mar y sus virutas. Por ahí pasó un par de viajeros con
mochilas al hombro, un tipo que vendía raspados, una costeña que hacía
trencitas, un viejo que alquilaba cámaras de llanta para usarlas como
flotadores, un par de pescadores que mostraban mojarras de 10 kilos, un
matrimonio con su hijo en brazos, y unos niños que, como si fuesen cachorros, se
revolcaban en las olas. A ellos, Andrew los escudriñó como hacen los críticos de
arte.
–No les digas a las mujeres que eres
mexicano, mejor háblales en inglés – Andrew rellenó el
silencio.
–No me lo creerían. Creo que ya me
jodí.
–Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y
te paso a uno. Son tan inocentes…
–¿Y hoy no se puede?
–No, anoche fue de locos –dijo y ordenó
media docena de ostiones con unas gotas de salsa Tabasco.
Cuando me despedí para no verlo nunca más,
fui con algunas indígenas y, aunque hablaron en su lengua, entendí que me fuera
al carajo. Con la misma importancia me trató el salvavidas de la playa. Usó una
lógica absurda y cínica para responder por qué no hace nada contra tipos como
Andrew: “Yo nomás cuido que nadie se ahogue”.
En el DIF municipal, Rosa Muller, una mujer
con un corazón enorme, había contado que las indígenas tienen el hábito de
vender a sus hijos a los extranjeros. A mexicanos no. Quién sabe por qué. Otro
dato: Adriana Gándara, funcionaria del Centro de Atención a Víctimas de Delito
de la PGR, ha dicho que al menos la mitad de los más de dos mil niños que se
prostituyen en Acapulco son indígenas.
Agenda Amarilla del Novedades, El diario de
la familia guerrerense. Viernes 21 de noviembre. Dos
anuncios:
¡¡Chavita de secundaria!! Tiernita, Bebita
hermosa y sexy. ¿Qué esperas?
Chiquilla bonita. Soy estudiante de
secundaria. Delgadita. Bustona. Llámame.
Llamé de un teléfono público. En el primer
anuncio contestó un tipo que sabía su negocio. No recuerdo el nombre de la niña
que ofrecía, pero la describió con tal labia que no dejaba resquicio alguno para
creer que no existía cintura más delgada ni trasero más redondo y levantado que
el de ella.
–Me hablas de una mujer de calendario,
compa. ¿Estás seguro de que va en la secundaria?
–Te lo juro por Dios, carnal. La chamaca
está garantizada, por eso te la estoy dejando en mil 500 pesos. Ira: ella va a
tu hotel y después de dos horas me la regresas.
–Deja hospedarme y te llamo otra
vez.
–Pásame tu celular.
Le di un número viejo que dejé de
usar.
En el segundo clasificado XXX respondió una
mujer con voz de niña. Suponiendo que sí era una estudiante de secundaria, dijo
llamarse Lulú, se jactó de tener experiencia y reiteró que estaba dispuesta casi
a todo. Cobraba dos mil pesos y quinientos más por tener sexo anal. Nada de
fotos, nada de video.
–Estoy hospedado en el Mayan Palace –mentí–.
¿Y si no te dejan entrar?
–Ya he ido ahí. No te preocupes, me gusta su
alberca, está bien grandota.
–Pues deja pensarlo y te
busco.
–Anímate ya, más tarde voy a estar
ocupada.
–¿Y no te da miedo que sea un asesino o algo
así? No me conoces.
–Tú tampoco.
–¿Y si te dijera que soy reportero y ando
contando historias de niñas como tú?
Colgó.
Tú ponle ahí que me llamo Manuel. Tengo 16
años, pero me prostituyo desde hace 10, cuando me salí de la casa porque mi mamá
nomás quería a mi padrastro, un viejo cabrón que sabe que si se mete conmigo mi
banda de Ecatepec le pone en su madre. He andado por el DF, Hidalgo, Puebla,
Veracruz, Cuernavaca y Chilpancingo. Aquí, a Acapulco, ya tiene que llegué como
desde 2004. Y está chido.
[Estamos en el albergue del DIF municipal
llamado Plutarca Maganda de Gómez, una religiosa a la que nadie recuerda. Aquí
llegan los niños prostitutos que la directora del lugar, Rosa Muller, busca en
las calles de Acapulco para darles comida, ropa, dejarlos que se duchen y, si
quieren, vivir hasta que cumplan los 18. Ningún chico es obligado a quedarse.
Manuel es uno de esos niños que entra y sale del albergue dependiendo de las
ganas que tenga de drogarse. Para comprar piedra y mariguana, con lo que le
fascina dinamitarse el cerebro, sabe que debe cumplir con el círculo vicioso de
escapar, prostituirse, comprar su cóctel letal y ropa nueva que le ayuda a
alardear entre la banda de que él ha triunfado; luego vuelve al albergue. Cuando
está afuera, gana unos 6 mil pesos a la semana. A él se le hace una
fortuna.]
En esto siempre hay clientes. La mayoría son
viejos, pero hay de todo: gabachos, de Canadá, franceses y mucho mexicano. No es
cierto que nomás los turistas de otros países nos busquen. Hay batos más
dañados. Checa: está el payaso del Zócalo, el Chapatín; ese nomás quiere que uno
le dé y nos regala drogas. Está el del Tsuru gris; es de Cuernavaca, le cae una
vez al mes y levanta a dos o tres; paga bien. Está otro cabrón de la taquería
Los Tarascos. Está un güey del hotel Real Hacienda que nos deja dormir y él
tiene mucha piedra y PVC. Otro güey es uno que anda en una moto rojo; también es
padrote. La que también le entra duro es una doña que luego vende burbujas de
jabón en el centro; a ella le gustan las niñas y es madrota de mayates. Y está
Fátima, una gringa ya señora que vive por el Fiesta Inn.
[Manuel no tendría por qué mentir, así que
es mejor seguir escuchándolo.]
El precio que manejamos casi todos es de 200
pesos, más 100 por quedarnos a dormir. Los gabachos y las gabachas dan más: 400.
Y lo chido también de ellos es que te llevan al parque Papagayo, a Recórcholis o
se hospedan en hoteles bien chingones. Yo he ido al Avalón, al Hyatt, al
Presidente, al Emporio y al Princess. Son muy bonitos. Pero no creas que me
apantallan los gabachos. Sé inglés. Bueno, me defiendo. Sé decir cómo me llamo,
mi teléfono, de dónde soy y todas las groserías. Así conquisté a una gringa.
Tenía como 50 años. Es la gabacha más vieja con la que he estado. ¿La más chica?
Una de 30, cuando yo tenía como ocho años.
[Manuel trae el cabello teñido de las
puntas. Es un chico pura fibra con una mirada zigzagueante. Presume sus jeans
Fubu o algo así, como si fuesen unos Versace. Lleva dos días sin
drogarse.]
Eso es lo que no puedo dejar: las drogas.
Los chochos no me gustan porque me amensan. Los hongos me ponen tonto y la coca
me quita el sueño. Por eso prefiero la mariguana y la piedra. Unos se paniquean
con la piedra, creen que los andan siguiendo, se les entume el cuerpo; a mí no.
Ni siquiera me ha dejado loco. Ah, porque la piedra es cabrona. Muchos de la
banda se han quedado idos, bien babosos. Con esos ya ni puedes platicar. Ni les
entiendes lo que dicen. Pero te decía, con la mota y la piedra la hago. A veces
también al PVC, pero poco porque se me mete el diablo. A ese le hago porque la
lata cuesta 50 pesos y a mí, el de la ferretería, me lo da a 35. Es que hay
noches que me quedo con él y me lo da más barato.
[Mientras habla, Manuel bosteza y parpadea
como si lo hubieran sacado a patadas del sueño. Se despertó hace cosa de media
hora. Por ahí de la una de la tarde.]
¿Qué más te puedo decir? Pues que aquí me ha
tocado ver muchas muertes. A un jotito con el que me juntaba lo treparon a un
carro y lo apuñalaron. No sé si eran sus clientes, pero yo vi caer al bato. Otro
se murió de cáncer y una morrita de sobredosis. Ángel, el gordo, murió de sida.
Yo hasta eso soy negativo. Aquí en el albergue nos hacen la prueba a cada rato.
No le tengo miedo al sida. Soy un cabrón con
suerte.
Allan García, uno de los editores de La
Jornada Guerrero, tiene una memoria implacable para los datos duros y
escalofriantes:
* Hay paquetes exclusivos para pederastas
que incluyen hotel y niño. Costos: de 200 a 2 mil dólares, según el grado de
pubertad. El chico solo recibe 20 dólares.
* Desde los cinco años se prostituyen. A los
18 ya no sirven.
* Los que controlan la prostitución infantil
en Acapulco son, sobre todo, tailandeses.
* Después del turismo y la venta de droga,
la prostitución infantil es la actividad que deja más ingresos en
Acapulco.
Allan recuerda bien esas cifras porque hace
menos de un mes, durante la semana que el DIF Acapulco organizó para hablar del
tema, los funcionarios locales de la PGR abrieron sus bases de
datos.
En esas reuniones también se contó la
historia del autobús con un azteca grabado en el parabrisas. Circula por todos
lados, menos en su ruta. No levanta pasaje. Suben niñas que se van con hombres
decrépitos cada vez que el camión se detiene. De hecho, a la hora de lavar el
bús, en el río El Camarón, las chicas se pelean por hacer la limpieza porque el
chofer no paga con dinero. Paga con droga y clientela que gasta a puño
suelto.
Eric Miralrío, un acapulqueño que sirvió de
guía al reportero, sugirió que buscáramos a Nayeli en el Malecón. La conocía
porque apenas este año le había tomado algunas fotografías durante la
realización de un documental. Por lo que le escuché decir, la chavita no pasaba
de los 16 años, a los 13 fue mamá y su padrote le pegaba para imponer respeto.
Parecía un gran personaje.
La segunda noche en que la buscamos, otro
niño de la calle llamado Chucho nos dijo con su lengua drogada que a Nayeli la
habían asesinado de 25 puñaladas. Ya no dijo más porque el PVC lo traía hecho un
zombi.
Un día después, Rosa Muller, la directora
del albergue del DIF municipal, contaría la historia de una Nayeli que resultó
ser la misma que Eric conocía.
Y esto es lo que viene en la libreta de
apuntes: Nayeli era una costeña que desde que nació fue linda. Antes de cumplir
los siete años ya era parte del catálogo que un padrote mostraba a los clientes.
A los 13, el proxeneta la hizo madre y le quitó el bebé porque le dijo que una
adicta como ella lo terminaría matando. Nayeli se la pasó en las calles hasta
que un chico de la banda se enamoró de ella y juntos lograron rentar un
cuartucho allá por las fábricas. A principios de mayo pasado, salió drogada de
su casa y se la tragó la tierra. Los reporteros de la nota roja la encontraron
tirada en las calles, con 25 puñaladas. También la degollaron. Muller se enteró
del asesinato por las páginas de El Sol de Acapulco, el diario que contabiliza a
los muertos.
Lo que las autoridades llegaron a saber es
que, por unos cuantos pesos, Nayeli delató un quemadero (lugar donde se consume
droga). Y los traficantes no perdonan esas cosas. Cuando el DIF quiso recoger el
cadáver en el forense para entregárselo a la familia, ya había desaparecido.
Nadie quiso saber más del asunto. Muy pocos le lloraron.
Esa mañana la radio dijo que Acapulco
estaría fresco, a no más de 33 grados. A Samy, sin embargo, el sol le caía como
un piano en la cabeza: traía una tremenda resaca. Lo conocí en la playa Condesa
porque un pescador con un ojo de vidrio llegó a ofrecer de todo: ostiones, el
paseo en el paracaídas, hasta que aterrizó en el asunto de la mariguana y los
niños.
–Conozco a los jotitos de Las Piedras, le
puedo decir a uno que venga acá contigo o, si quieres, te lo puedes coger ahí
mismo, no hay pedo. Todo mundo lo hace ahí.
Samy traía un pantaloncillo rojo, la playera
en el hombro y una sed endemoniada. Le dije que era reportero desde el arranque.
Quién sabe si pudieron más las ganas de beberse una Yoli, pero se quedó un
rato.
Primero dijo que nada más había ido a Las
Piedras porque le urgía dinero. Pero ya en el tren de confesiones, presumió que
su mejor experiencia fue con una pareja de cubanos, hace un año: mientras él
recorrió el cuerpo de la mujer, el hombre lo grabó. Le dieron 100 dólares y con
eso se fue a nadar al parque de diversiones Cici, comió en una taquería del
centro, se compró dos camisetas y lo demás se lo inhaló. Dejó en claro que no
era homosexual: “Yo nomás doy y tengo novia”, remaró con la pose del Valiente de
la lotería.
–¿Y usas preservativos? ¿Te
cuidas?
–No me quedan.
Se fue hundiendo sus pies en la arena. No lo
he mencionado, pero Samy tiene nueve años.
Si Rosa Muller se lo propusiera,
probablemente sería capaz de contar un millar de historias. Por ella me enteré
cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó un día hasta la casa de Muller con un
pastel de cumpleaños, una pierna gangrenada, una tuberculosis invencible y un
VIH que le arrojaba dardos a las últimas defensas de su organismo. Murió hace un
par de meses.
Otra historia que le duele a Muller es la de
Oliver, de 12 años. Hasta hace unas semanas, además de prostituirse, se dedicaba
a vender drogas. Se le hizo fácil consumir y no pagar al dueño del negocio. Para
que escarmentara, para que entendiera que eso no se hace, lo amarraron con cinta
canela a un árbol. En 15 días, solo le dieron agua, sopa de pasta y un centenar
de golpes. Así llegó al albergue. A los médicos les llevó varios días salvarle
las manos y a él cinco minutos volverse a escapar. Muller, que sabe por qué dice
las cosas, jura que a estas alturas Oliver debe estar muerto.
La historia más atractiva, sin embargo, es
la de la propia Muller. Es decir, la de Mamá Rosy, como todos los chicos la
llaman.
Resulta que su hijo, hoy de 13 años, solía
ir a un internet ubicado atrás del hotel Oviedo, en pleno centro de Acapulco.
Iba ahí porque le prestaban el play station solo por dejarse tomar fotografías.
Además, como el dueño del lugar le decía que en la casa de Mamá Rosy había
fantasmas, al chico no le interesaba volver a su recámara si su madre no se
encontraba.
Un día, a Mamá Rosy le llamó la atención
que, súbitamente, su hijo fuese huraño, sudara por las noches y hablara de
espíritus malignos a los que nadie podía derrotar. La curiosidad la llevó a
indagar y a saber que en el café internet siempre había muchos extranjeros que a
simple vista no resultaban nada confiables. Con el tiempo, contactó a la policía
cibernética de la PFP y en pocas semanas se descubrió que aquel internet era el
centro de operaciones de una banda de pederastas.
En abril de 2003, las autoridades arrestaron
a 18 pedófilos, 12 de ellos extranjeros, y rescataron a 10 niños. Entre los
detenidos iba Enrique Meza Montaño, hijo del entonces regidor por Convergencia,
Óscar Meza Celis. Enrique fue el único que obtuvo su libertad a las pocas horas.
No importó que él, de 29 años, fuese el dueño del internet llamado Ikernet ni
que fuese arrestado cuando estaba en compañía de dos
menores.
A los otros, la PFP los presentó como parte
de una banda que operaba en Europa, Estados Unidos, Canadá y México, además de
vincularlos con dos artistas de la pedofilia: Robert Decker y Timothy Julian,
ambos sentenciados en cárceles californianas. La edad promedio de los detenidos
era de 65 años. Un par de ellos tenía VIH y se “suicidarían” después en las
mazmorras acapulqueñas.
Ese hecho marcó a Mamá Rosy y fundó una ONG
para proteger a los niños. De la gasolinera de su familia sacó los recursos y
los chicos la fueron queriendo.
Pronto su nombre empezó a circular en el
puerto y en 2005, cuando llegó Félix Salgado Macedonio a la alcaldía, éste la
nombró directora del albergue Plutarca.
El próximo 31 de diciembre terminan los tres
años de Mamá Rosy. Los chicos están tristes, dicen que volverán a las calles
porque nadie los ha cuidado como ella. Muller, de ascendencia alemana, tiene
pensado rentar una casona vieja para llevarse a los niños. “Ya veré cómo le
hago, pero no quiero dejarlos, son presa fácil”, dice mientras se acomoda sus
anteojos para la miopía. Lo que sí es un hecho es que su hijo poco a poco ha ido
saliendo. Ya no ve fantasmas.
PD: El pasado miércoles 26 de noviembre, la
estadounidense Patricia Katheryn O’Donovan denunció que el neozelandés Murray
Wilfred Burney, también conocido como Mario Burney, estaba reclutando a menores
de edad para reorganizar la red de pederastas que Meza Montaño y otros dejaron a
la deriva.
Yo era de ésas que andaba vendiendo droga.
El buenero (narco) hasta me dio una pistola para defenderme. Era una 22, bien
perrona. Le entré porque a mí no me gustó eso de acostarme con los gringos.
Bueno, lo que pasa es que un día uno me pegó y ya no quise. De ahí les tiré la
onda a las mujeres, pero hubo una, creo que era de Italia porque hablaba bien
chistoso, que se puso bien loca en el cuarto, como que quería matarme. Era
flaquita y yo, ya ves, pues estoy llenita, así que le puse unos madrazos y me
fui. Por eso me metí de dealer. Bueno, me metieron.
¿Cómo te explico? Aquí hay mucho buenero que
nos agarra para vender porque a nosotros no nos meten a la cárcel, nomás nos
quitan la droga y nos dan unos zapes. Y le entras porque le entras. Si no
quieres, te pegan. Dicen que a uno hasta lo mataron. Ya luego me harté y mejor
me vine acá, al albergue. No sé qué haré ahora que Mamá Rosy se vaya. El buenero
ha de estar bien enojado porque dejé la chamba. Eso es todo lo que te puedo
contar. Tengo una vida aburrida.
[Silvia, se llama Silvia. Para tener su
edad, 14 años, es lo bastante fuerte como para destrozar un piso entero en un
arrebato. Le gustaría tener una muñeca.]
Yo soy Norma. Crecí en Tepito, ahí en la
calle de Jesús Carranza. Me fui de ahí porque mi mamá se murió. Tenía sida. Yo
digo que mi papá la contagió; siempre fue muy mujeriego, pero quién sabe, mi
mamá también tuvo sus novios y cuando andaba drogada no se
fijaba.
[Otra vez en el albergue Plutarca. Otra
historia. Otra niña invisible. Otro cigarro para
aguantar.]
De lo otro, de cómo empecé a prostituirme,
no me gusta hablar. Me da como ansiedad. Pero ya estoy aquí, ya qué. Me voy a
abrir. Mamá Rosy nos ha dicho que lo hablemos, que eso que trae uno es como una
piedra en el zapato o como un anillo que se nos atoró en el dedo y hay que
aflojarlo. A ver, ahí te va.
[A Norma, de 16 años, le han estado sudando
las manos desde que sentó. Por eso se la ha pasado secándolas sobre el short de
basquetbolista que viste. Trae el cabello mal cortado, como si alguien le
hubiese mordido la cabeza. Huele a jabón barato. Hace bombas con el chicle y
tiene una sonrisa exacta.]
Tendría que empezar a contar que a los seis
años me violó un primo. Luego, como a los ocho, me violó un tío, hermano de mi
papá. Ya tenía como 11 años cuando mi papá llegó drogado y quiso hacérmelo. Solo
Dios sabe por qué no pudo. Si me lo hubiera hecho, seguro yo también tuviera
sida. Desde ahí ya no me gustaron los hombres. Me dan asco. Pero hace como
cuatro años cuando llegué a Acapulco, me dijeron que había señores que se
acostaban con la chamacada. Yo, al principio, no quise. Luego ves que les
regalan cosas y que la banda trae dinero. Entonces dije “chingue a su madre, le
entro”. Eso sí: siempre lo he hecho bien drogada. Como que en mi juicio no se me
da, hasta me dan ganas de vomitar. La bronca es que luego ni te acuerdas de lo
que te hicieron. Yo luego he despertado con dolores en todo el cuerpo y con
moretones. Con quienes sí me ha gustado, la verdad, es con las gringas. A ellas
sí se los hago como con amor. Había una que me buscaba mucho. Ella me regaló un
celular y ropa. Me dijo que quería llevarme a Estados Unidos para que viviera
con ella, pero ya nunca volvió.
[Norma se levanta, dice que va al baño. Se
ve rara, ansiosa, sin saber por qué. Todo empezó porque le pregunté si ese
tatuaje mal rayado que dice Faby era en honor a la gringa y ella dijo que no,
que Fabiola es una historia que ahora que vuelva va a contar. Regresa y cumple
con su palabra.]
Fabiola fue mi novia, pero me hizo como
trapeador. Era una cabrona. Decía que me quería y andaba con hombres. Yo le
lloré, le dije que mi hijo, ah, porque tengo un hijo de cuatro años que no he
visto hace mucho, necesitaba una mamá como ella. Le valió madre. Nomás me
engañó. Hasta los papás de ella me querían, decían que algo como yo era lo que
Fabiola necesitaba. Ahora la odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá
con su bebé. Diana sabe que ahora que termine de estudiar enfermería voy a
cuidar de ella y el bebé. Lo malo de Diana es que todavía actúa como una niña y
luego no sé ni lo que quiere.
[Intempestivamente, Norma me pregunta que si
ya se puede ir. No puedo obligarla. Al poco rato, la psicóloga llega como un
ventarrón con la mala noticia de que Norma se ha enterrado las uñas en la cara y
que se la ha pasado quemando las cartas que le escribió a Fabiola. Me siento un
imbécil.
Mamá Rosy irá a tranquilizarla y Norma
volverá con el rostro sangrante. “No hay bronca, luego me pongo locochona”, dice
con el tono de quien asume toda la culpa sin tenerla. “Ahorita me curo yo, ya me
enseñaron en la escuela cómo hacerlo”. Lleva medio curso para auxiliar de
enfermera. Se lo paga Mamá Rosy. Me dice que ahora que se reciba vaya a su
graduación.]
Frente al famoso bar Barbaroja, en la playa
Condesa, abordé un taxi en la Costera Miguel Alemán.
–¿Tú sabes dónde puedo conseguir
morritas?
–Ahorita, por la hora, nomás en el Tavares,
el Sombrero o en las casas de cita.
Ya son las cinco de la
mañana.
–Pero tengo gustos raros: quiero niñas, o
niños –dije mirándole los ojos por el espejo retrovisor. El conductor, como si
le hubiera dicho que necesitaba comprar un perro, buscó entre su celular ciertos
números de contactos.
–Conozco a un cabrón que tiene pura
chamaquita. Ya he trabajado con él, es seguro, no te roban y todo es muy
discreto. Deja llamarle. Habló con tal desenvoltura que bien podría renegociar
el TLC.
–Dice que las tiene ocupadas. Es que ya es
tarde, el bisne hay que hacerlo a media noche. Búscame al rato, yo llego aquí
como desde la tarde.
Aliviado, me bajé en un hotel que no era el
mío. La cara del taxista, en la duermevela, no me dejó en paz.
Es viernes por la tarde y en Acapulco, el
zócalo de Acapulco, hay una cacofonía sostenida. Cuando mis padres me traían yo
solo veía boleros libinidosos, indígenas que se la pasaban expulgando a sus
hijos, jóvenes que llevaban en sus cabezas cubetas en equilibrios imposibles,
perros comiendo basura, al vendedor de globos, una catedral cuya entrada olía a
excremento, basura y tamarindo; un puesto de periódicos que splo vendía malas
noticias, la nevería, policías que se la pasaban rascándose la cabeza, un
quiosco donde los gringos se tomaban fotografías con las indígenas, como si las
mujeres fuesen unos macacos, y una acera de restaurantes donde uno terminaba con
diarreas interminables.
Hubiese visto ese mismo zócalo si no fuera
porque Mamá Rosy me hizo un croquis de lo que uno nunca
ve.
Entonces vi que, en efecto, la banca que
está frente al Oxxo es para que se sienten las mujeres que buscan niño. Unos
metros adelante, a la derecha de sur a norte, hay otra banca que rodea un árbol.
Esa es para las niñas y los pederastas lo saben muy bien. Quien busca acción con
manos infantiles tiene que sentarse donde trabajan los boleros; la mercancía
llega sola. En la noche, con sacar el celular y mantenerlo encendido, basta para
que los chamacos se ofrezcan. A esas mismas horas, en la catedral, el sacerdote
cita a la Biblia y dice “dejad que los niños se acerquen a mí”. Ahí está la
gorda que vende burbujas, metida en unas mallas de lycra, al lado de un tipo
cuya cara parece retrato hablado de la PGR. Es la misma a la que tanto las
autoridades del DIF municipal como los chicos ubican como madrota. Vi la
lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no vi a gringos.
Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a cambio de comida. Vi al
viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose mientras escoge a qué
chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo estadounidenses, comen en el
restaurante El Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como si fuesen
catadores expertos.
Ni el mosquerío sabía de qué color ponerse
por la pena.
Alexa, Chucho y El Quemado hunden sus
rostros en los platos donde les han servido un vomitivo alambre de carne al
pastor. Estamos en una taquería por los rumbos del Malecón Y como hablarán hasta
que terminen de comer, solo queda verlos. Sobre todo a Alexa. Es muy delgada.
Dicen que no estaba así. Que de un tiempo para acá trae diarreas. Su cabello
tiene un color pariente lejano del rubio. Es casi negra. Trae una mochilita rosa
donde guarda la lata de PVC. Ella es la menor de los tres: tiene 17 años y una
década en la calle. El Quemado y Chucho, que ya rebasan los 20, contarán luego
que la niña es huérfana y que qué bueno, porque sus padres le
pegaban.
–¿Entonces qué quieres saber? –la voz de El
Quemado repta por las paredes.
–Todo lo que quieran
contar.
Alexa y Chucho, ya con el estómago medio
lleno, se rehúsan a hablar. Pero El Quemado, quien ha perdido todo escrúpulo,
resume la vida de ambos:
–A Alexa todo mundo se la ha cogido. Y el
Chucho ha sido mayate.
–Cálmate, güey –reprocha Chucho, un tipo
bajito que se cree luchador.
–Es la neta, ¿no? ¿Para qué nos hacemos
pendejos? Hay que decir las cosas como son.
–Pero ya no lo hago con hombres –se defiende
Chucho.
–¿Pero le hicistes, qué
no?
–Nomás un tiempo, de los ocho a los 14
años.
Alexa se mantiene callada. Nada la hará
cambiar de opinión: dejará que El Quemado cuente lo que quiera. No le
importa.
–Aquí todos hemos sido mayates –dice El
Quemado–. Uno necesita el dinero. Neta que si nos dieran trabajo dejamos esto,
pero como que le valemos madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda puteada. Ve tú a
saber si está enferma.
La plática se interrumpe porque el mesero
nos ha corrido de la taquería. La gente que comía en la otra mesa exigió que se
largaran los tres pordioseros y el cliente con más dinero manda. Camino a las
canchas de la CROC, donde los tres duermen, El Quemado irá contando que ya no
tienen tanta ropa desde que un canadiense, al que familiarmente llamó Cris, dejó
de ir a Acapulco.
–¿Él se las regalaba? ¿Era religioso o algo
así?
–No mames, compa, ese cabrón era un pinche
cogelón de morritos. Venía muy seguido al Malecón porque tenía un velero. Ese
bato nos daba un chingo de ropa y las drogas que quisiéramos por
acostón.
–¿Y qué fue de él?
–Pues mira: el Cris tenía la maña de
pegarles a los morros. Un día, un cuate al que le decimos El Querétaro no se
dejó y le puso sus madrazos. Lo mandó al hospital. Ya tiene como un año que el
Cris no se para por aquí.
–¿Y qué hay de Alexa? Se ve muy
mal.
–Simón. Es el sida, esa morra ya tiene sida.
Pero uno no le dice para que no se agüite.
–¿Y qué hay de tu vida? ¿Por qué te dicen El
Quemado?
–Porque cuando era morrito me quemé en la
casa del Padre Chinchachoma. Se me prendió el suéter por andar de cabrón. Tengo
toda la espalda como chicharrón.
–¿Y tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿De dónde
eres?
–No, no, no. De mí no vamos a hablar.
Además, ya te conté mucho y ni un pinche refresco quisistes
comprarme.
El Quemado se fue. Chucho se despidió con
una pirueta de luchador. Y Alexa dijo que odiaba a los
reporteros.
Jarocho, con sus pies descalzos y su hedor
agrio, llevó a Allison hasta el auto. La niña traía un perfume grosero, el
cabello lacio le caía en los hombros, estaba bronceada, apenas le estaban
saliendo los pechos, y usaba sandalias y una pulsera de Hello
Kitty.
–Bueno, yo los dejo –dijo Jarocho con sus
100 pesos en la mano por haber sido el intermediario y a mí me dio la
desesperación.
Allison iba triste o asustada. No avancé
mucho. Me estacioné por la Playa Tamarindos. Estaba por decirle que solo
platicaríamos, y nada más, cuando una camioneta me echó las luces. Pensé que era
la policía. Me imaginé en las mazmorras y en la contraportada de La Prensa. Pero
no, era algo peor: una Lobo blanca doble cabina con vidrios
polarizados.
–Es el que nos cuida –dijo Allison y yo
volví a experimentar uno de esos momentos cuando el mundo parece
detenerse.
–¿Y por qué nos sigue?
–Porque quiere ver en qué hotel voy a
entrar.
Empecé a sudar y me sentí pegajoso. Lo único
que se me ocurrió fue acelerar. Tan preocupado iba que pasé los semáforos en
rojo. Entonces ahí sí me detuvo la policía. Bajé del auto y, entre murmullos,
les tuve que decir que era reportero y que la niña era parte de la historia. Uno
de ellos, el de mandíbulas potentes, le echó la luz a Allison y ella sonrió de
tal manera que en ese momento hubiese podido venderle cocaína a cualquier
cártel. “Pues si ya le pagaste, cógetela”, dijo el oficial y yo quise romperle
la cara. “Sale, te vamos a dar el servicio”, dijo el otro con su diente de oro
como Pedro Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca doble cabina no estaba.
Llegamos al estacionamiento del hotel. Cuando Allison, que en realidad se
llamaba Gregoria, intentó bajarse del auto para entrar al local, la
paré:
–Solo me interesa que me cuenten
historias.
Allison arrojó un gesto de
incredulidad.
–Primero págame los 300 pesos y pon una
canción de Belanova.
–No tengo ninguna de ella. ¿No te gusta
U2?
–Pon lo que quieras, pero menos en inglés.
Es que me gusta cantar, eso quiero ser de grande: cantante. Caifanes se escuchó
en las bocinas y ella echó a perder la canción.
Entonces Allison tomó la
palabra:
–Vengo de por allá de Zihuatanejo, allá
tengo un novio europeo que luego viene a visitarme acá. Me trata bien. Me compra
lo que yo quiera. Él me regaló un celular rosita. Nada más que el que nos cuida
me lo quitó, dijo que eso no es para mujeres de mi edad. ¿Esto quieres que te
cuente o algo más cachondo?
–Así está bien.
–Eres bien raro –y le dio una bocanada
violenta al cigarro–. Bueno: pues a mi papá lo mataron y mi mamá está en la
cárcel. Creo que se robó algo, no sé bien. Y como allá mis tíos me pegaban, pues
mejor me vine para acá. Nomás terminé la primaria. Me gusta el color rojo y casi
a diario el que nos cuida nos regala piedra. Esa soy yo.
–¿Y vives en una casa, rentas un
hotel?
–Ahora me quedo en la casa del que nos
cuida. Somos como siete y dos chamacos que se la pasan
fregando.
–¿Y pueden salir
solas?
–Depende.
–¿De?
–Depende.
–¿Y a quién prefieres: gringos, canadienses
o mexicanos?
–Depende. Me gustan los que tienen dinero.
Una vez un gringo me llevó a Cancún como un mes. Allá está muy bonito, no sé si
conozcas. Aquí, una pareja me llevó una semana a su casa, nomás para estar con
ellos, dormirme en medio de los dos y nadar sin ropa. No sé si lo sepas, pero
cada cliente es distinto –lo dijo como si hubiese descubierto la
rueda.
–¿Qué es lo mejor y lo peor que te ha pasado
en este negocio?
–Lo mejor es conocer gente de todos lados y
que además de pagarte te regalan ropa o piedra. ¿Lo peor? Cuando nos pega el que
nos cuida.
–¿Les pega mucho?
–Nomás cuando anda drogado. En su juicio es
muy bueno. ¿Cómo te diré? Es cariñoso.
Jarocho me había dicho que no me excediera
de la hora para no tener problemas y que dejara a Allison a un lado del bar
Barbaroja, que ahí alguien la recogería. El plazo estaba por cumplirse. Se fue
cuando Los Caifanes decían algo así como que “no dejáramos que nos comiera el
diablo”. Cuando amaneció me largué de Acapulco,
odiándolo.