Viaje al fondo de una etnia enferma

Una expedición médica zarpó en julio a la Venezuela más recóndita para examinar las poblaciones indígenas que atraviesan la peor epidemia de sida que se haya visto en el país. Una periodista los acompañó y desde allí reportó, en clave de crónica, un periplo por los campamentos warao y las vicisitudes que pasan a la hora de enfrentar el VIH sin tan siquiera un ambulatorio surtido de medicinas.
Los médicos querían
salir desde Puerto Volcán –un pueblo que creció a la vera de un muelle
localizado a 45 minutos de Tucupita, la capital de Delta Amacuro– hasta San
Francisco de Guayo, en los caños del delta del Orinoco, cuando recibieron la
noticia: no había gasolina para completar el recorrido. Todo parecía indicar que
la espera sería larga. Andrés, el motorista encargado de la expedición en
lancha, les dijo que un hombre llevaba una semana esperando la llegada del
combustible. Solo se podía salir a tiempo pagando un tambor de gasolina que en
el mercado negro oscila entre 3.000 y 7.500 bolívares. Pero ni Andrés ni los
doctores tienen para pagarlo. Así que el lanchero sacó su chinchorro y durmió
cerca de la embarcación para evitar que le robaran los
motores.
Los doctores,
resignados, esperaron hasta el día siguiente para iniciar una travesía vital en
esta zona de la Venezuela más recóndita. El extremo oriental es quizá el último
lugar de la geografía nacional en el orden de prioridades de todos. Allí, donde
la prevalencia del VIH es más alta que en cualquier parte del país, los
especialistas quieren evaluar el impacto del virus en la población warao de 15 a
50 años, pertenecientes a 15 comunidades de la parroquia Padre Barral y 11 de la
parroquia Manuel Renaud. Hay que aplicar dos pruebas rápidas de diagnóstico
(Oraquick y Alere) y determinar cuántos pacientes conocidos por el Ministerio
del Poder Popular para la Salud (la mayor parte por los estudios realizados por
estos investigadores) sobreviven en el hospital Hermana Isabel López de Guayo.
La travesía es perentoria: el equipo aspira a que quienes aún sobreviven sean
incluidos en las estadísticas nacionales a través del Programa Nacional de
ITS/VIH y puedan recibir tratamiento. Los que han fallecido arrojan una
conclusión quizá más importante: cuán letal es la cepa que tienen los warao.
Amaneció el jueves en
Puerto Volcán, una comunidad con estructuras improvisadas de madera, zinc y
bolsas negras donde viven, de forma permanente o pasajera, los warao que vienen
de los caños más adentrados del delta, y los doctores Jacobus de Waard, un
biotecnólogo holandés que actualmente dirige el Laboratorio de Tuberculosis en
el Instituto de Biomedicina de la Universidad Central de Venezuela; Sergio Poli
que trabaja en el mismo laboratorio; Alfredo Silva, Luis José Rodríguez y Jan
Costa, quienes actualmente hacen su año de rural en los hospitales de San
Francisco de Guayo y Nabasanuka, llegaron al embarcadero con el propósito de
zarpar. Los médicos comenzaron a meter la carga en la curiara de hierro azul
identificada con el nombre del “Instituto Autónomo de Biomedicina de la UCV”, y
se percataron que aún faltaban dos tambores más de gasolina.
Habían pedido seis para
poder visitar todas las comunidades. En este puerto la venta de gasolina está
restringida a dos tambores, de 200 litros cada uno por mes, lo que apenas es
suficiente para un viaje de ida y vuelta desde Puerto Volcán hasta San Francisco
de Guayo o Winikina. “Hablamos con el comandante”, decía el doctor Jacobus con
una carta en la mano, mientras que uno de los tenientes insistía en que debía
llamar para verificar. Luego de unos minutos los militares vendieron la gasolina
que necesitaban y el grupo partió a las 10:30am, un día después de lo pautado.
Al
principio un sendero de agua es todo el camino. Luego el río Orinoco se abre
como un abanico formando una red intrincada de caños y diversas islas deltaicas.
Esta cuenca, ubicada en el extremo nororiental del país, cubre una superficie de
aproximadamente 32.000 kilómetros cuadrados. Solo el delta tiene 22.500
kilómetros cuadrados, demarcado por el Caño Manamo en el oeste, el Río Grande en
el sur y las aguas del océano Atlántico que bordean sus costas. De lado y
lado hay manglares, árboles retorcidos que emergen del agua, la vegetación
típica de esta zona.
La
travesía duró varias horas porque uno de los motores de la lancha desapareció. A
las 8:00 de la noche el equipo médico desembarcó en San Francisco de Guayo, un
lugar muy remoto que queda casi tocando el océano Atlántico. Desde ahí se
desplazarían a las otras comunidades donde aplicarían las pruebas de despistaje
de VIH.
Llegar
hasta aquí es un milagro. El resto del equipo que ya está instalado, formado por
siete pasantes de la escuela de medicina José María Vargas de la UCV, también
vivió una odisea. La Dirección Regional de Salud del estado Delta Amacuro solo
les facilitó dos camionetas pick up para su equipaje y ellos tuvieron que
contratar un camión 350 para el resto de las cosas: comida para dos meses y
medicinas que ellos mismos habían recolectado a través de donaciones.
Una vida precaria y a la deriva
Una
ambulancia fluvial, corroída por el óxido y llena de agua, permanece encallada
frente al hospital Hermana Isabel López. El ir y venir de las pequeñas olas del
Orinoco la golpean constantemente y ella permanece ahí, un poco torcida, pero
negada a hundirse.
A
finales de abril tenían que trasladar a un bebé de seis meses con diarrea hasta
el hospital en Tucupita, y no fue posible por no contar con una embarcación. El
doctor y los familiares tuvieron que resignarse a verla morir. Otro caso fue el
de un niño warao con un cuadro de tuberculosis, que murió al no ser trasladado a
tiempo a Tucupita. En mayo Nubia López murió tras 11 días de convalecencia por
la misma razón. Un medio local publicó las fotos de la mujer cadavérica. En
enero de 2015 se fue la luz y los médicos tuvieron que atender los partos con
velas. Otro día nació un niño y no lloraba. Resulta que había inhalado meconio,
las primeras heces del bebé, durante el parto, cuando lo estaban aspirando se
fue la luz y el recién nacido murió.
A
estas historias, que parecen de otro continente y de un siglo lejano, y a una
precaria infraestructura se enfrenta el equipo que viene a establecer el alcance
de la epidemia de VIH en el Delta del Orinoco. El hospital en Guayo cuenta con
16 camas y cuatro camillas de observación. Existen algunos equipos: dos
incubadoras, una centrifugadora que perteneció al doctor Jacinto Convit, una
estufa y un microscopio. Pero es como si no existieran. Los dos generadores
eléctricos del hospital no funcionan desde hace dos años y el generador que
proporciona luz en el pueblo tiene problemas por piezas dañadas o falta de
gasoil.

Los médicos van casa por casa, para examinar pacientes al azar. Foto: Minerva Vitti.
Existe
una máquina para tomar placas de rayos X que los doctores descubrieron este año.
Había estado dentro de una caja debajo de una camilla por meses y nadie había
mostrado interés por su contenido. Pero de poco sirve, no hay un cuarto plomado
–un espacio adaptado para trabajar con rayos X– y los doctores hacen las pruebas
de la forma más rudimentaria.
El
hospital no tiene lavadoras industriales para mantener una higiene continua:
todavía los obreros lavan en el río. Tampoco cuenta con los insumos necesarios
para atender a los pacientes. En promedio son 1.200 al mes, 45 y 50 consultas
diarias, y 4 o 5 hospitalizados a la semana. Un ejemplo es la falta de un yelco
pediátrico, una especie de catéter utilizado para administrar suero a los niños,
por lo que deben utilizar el de adultos y atravesar sus diminutos huesos. No hay
cremas azufradas para la escabiosis; y ni mencionar los tratamientos
antirretrovirales para los pacientes con VIH.
Esta
situación avergüenza a la hermana Isabel López, de la congregación Terciarias
Capuchinas. “Yo dije un día: el hospital no amerita que lleve mi nombre”, dice.
Ella está consciente de que los médicos son muy competentes, pero que poco
pueden hacer sin insumos. “En la temporada en que descubrieron los casos de VIH
morían al menos 5 mujeres al mes porque no podían ser trasladadas”, agrega
López, que tiene más de 50 años conviviendo entre los indígenas warao del bajo
delta.
Es
esta congregación, la que aporta la comida para los pacientes hospitalizados, la
tienen difícil para que todos reciban sus raciones. La Alcaldía del Municipio
Antonio Díaz solamente les dona 7.000 bolívares mensuales. A veces los doctores
y pasantes deben ir a los mercados populares de la red Mercal y colocar su dedo
pulgar en las máquinas captahuellas para comprar la comida con este dinero.
El
doctor es como un conserje del hospital. Debe proveer todo lo necesario para él
y los pasantes, incluso el agua que consumen. Esta la consiguen en Teikuburojo
donde tienen una planta potabilizadora y la compran a cambio de darles un poco
de gasolina: “Pensar hacer un hospital en Guayo fue una idea muy buena y
estratégica ya que está ubicado en un lugar grande, remoto y de difícil acceso.
Pero al no estar dotado y las comunidades no disponer de motores fuera de borda
ni gasolina se les dificulta el traslado al mismo”, comenta el médico Alfredo
Silva.
El
desplazamiento de una comunidad a otra puede durar 10 o más horas, e incluso
días si el trayecto se realiza a canalete o remo. Algunas comunidades cuentan
con lanchas a motor, pero su uso es restringido por la escasez del combustible.
Dos grupos estadísticos
La mañana del viernes
el equipo se reunió en la residencia de los doctores, justo al lado del hospital
Hermana Isabel López. Una salita con mueble, una computadora y una nevera para
guardar las vacunas es todo el mobiliario. Las paredes están pintadas de rosado
y en una de ellas está pegado un papel con el horario de guardias y consultas.
Los días están escritos en idioma warao. También hay un José Gregorio Hernández
y una virgen. El resto de la casa tiene una cocina, dormitorios, baños y un
espacio en la entrada donde están guindados unos chinchorros y las cajas con las
pruebas Oraquick que fueron donadas por una empresa estadounidense.
Oraquick es una prueba
oral que se usa recogiendo una muestra de saliva mediante el frote de las encías
superiores e inferiores con una paleta recolectora. Luego el dispositivo se
introduce en el tubo de prueba que contiene un líquido y se obtienen los
resultados en 20 minutos: si solo aparece la línea C, los resultados de la
prueba son negativos; pero si los anticuerpos contra el VIH se depositan en la
línea T esto indica que los resultados son positivos.
En ese caso los médicos
aplican una segunda prueba rápida –llamada Alere Determine HIV - 1/2– que
requiere una muestra de sangre. El Programa Nacional de Control de VIH incorpora
a sus estadísticas a un paciente que haya dado positivo en ambos exámenes.
Deciden que para el
estudio tendrán dos grupos. El grupo A donde usarán una muestra probabilística
(cada 4 casas en comunidades con más de 40 casas, cada 2 casas en comunidades
más pequeñas). El grupo B con una muestra no probabilística, grupo de estudio
intencional donde los criterios de inclusión serán: VIH positivo conocido, con
síntomas aparentes, contacto de VIH positivo conocido, voluntario.
“Hay que ser activos.
Yo acá tenía 10 años que no venía y me recuerdan. Yo venía a hacer pruebas de
tuberculosis”, dice el doctor Jacobus de Waard con un acento extranjero muy
difícil de ocultar pese a estos 20 años que tiene en Venezuela, y sale de la
residencia con el grupo a realizar las primeras pruebas.
La etnia de las aguas
San Francisco de Guayo
pertenece a la parroquia padre Barral y forma parte de las más de 365
comunidades asentadas en el municipio Antonio Díaz. El municipio, que es el más
grande de los cuatro que integran el estado Delta Amacuro, tiene una superficie
de 22.746,49 kilómetros cuadrados.
Según el censo del año
2011, la población indígena venezolana representa 3% del total de la población
del país. De ese porcentaje los warao constituyen el segundo pueblo indígena más
numeroso, con una población de 48.771 individuos, lo que corresponde a 6,7% del
total de los indígenas de Venezuela. Los warao se encuentran distribuidos en
todo el territorio nacional; sin embargo, se concentran mayoritariamente en sus
territorios de origen (40.280 individuos), es decir, en el estado Delta Amacuro
y, en menor medida, en la región oriental del país y el Distrito Capital. En
Delta Amacuro la población ronda los 165.525 habitantes, de los cuales 24% se
asumen warao, según el censo de 2011. El 13% de ellos se asienta en áreas
urbanas, mientras que 87% restante lo hace en zonas consideradas tradicionales
en los municipios de Antonio Díaz (58,7%), Tucupita (29,5%), Pedernales (10,9%)
y Casacoima (0,9%).
Fray Julio Lavandero,
sacerdote capuchino, explica que los warao se quedaron en la era del palo, ni
siquiera la de la piedra. Nunca han salido de las aguas. No en vano el
significado de la palabra warao significa “gente de la canoa” o “gente de los
caños”. Su modo de vida se desarrolla en las riberas del río Orinoco, en
viviendas autóctonas tipo palafito y se transportan usando una curiara. Pero el
hecho de haberse quedado en este lugar tan recóndito de Venezuela no les aseguró
que su cultura haya permanecido intacta.
Este poblado tiene una
misión católica fundada en 1942 por el padre de la orden capuchina Basilio de
Barral, quien construyó una escuela y un internado para niños warao.
Posteriormente en 1951 llegaron las religiosas de la congregación Terciarias
Capuchinas quienes todavía permanecen en Guayo.
Guayo tiene dos
sectores: Guayo I (la Calle de los casados y la Ranchería) y Guayo II. Una parte
de las caminerías de Guayo son de cemento y los janokos, vivienda de los warao
que se levantan sobre las aguas, rozan apenas sus orígenes. Ahora muchas reposan
en estas veredas, elevadas a escasos centímetros del suelo para evitar que se
inunden cuando llueve, y están construidas con listones de madera pintados, casi
no tienen partes abiertas, solo las ventanas y la puerta. En otra parte de la
comunidad estos palafitos y caminerías están sobre las aguas, y estás últimas sí
son de listones de madera o de troncos.
Los habitantes de las
primeras casas de la calle de Los Casados, donde empezó a trabajar el grupo,
salen negativos a la prueba de VIH.
—¿Saben cómo se
transmite?—le pregunta Jacobus a uno de los jóvenes.
—Relaciones sexuales y
drogas—responde.
—Yo le digo a los
muchachos que se cuiden—interviene Miguel, profesor de deportes de la comunidad,
e inmediatamente menciona el caso de Florentino.
Florentino era muy
activo. A sus 41 años pertenecía al equipo de futbol de San Francisco de Guayo y
trabajaba como obrero cuando había construcciones. Su cuarto estaba lleno de
zapatos deportivos, gorras y medallas. El licor era su único vicio, pero desde
el 8 de marzo, día de su cumpleaños, no tomó más. En enero le dio una gripe muy
fuerte y a partir de ese momento cada tarde lo visitaba la fiebre. Cada vez que
comía le dolía el estómago. Luego se comenzó a poner flaco. “Será la diarrea”,
le decía a sus familiares. El 7 de junio lo encontraron tirado en su chinchorro.
“¿Qué te pasa, mijo?”, le preguntó su madre Aura y él no dijo nada. “Perdió el
habla, había quedado como ciego, parecía como un niño y no quería que lo
vieran”, recuerda ella con una tristeza que apenas encuentra consuelo.
Aura fija su mirada en
sus pies descalzos. Su hija, que la observa desde la vereda, prosigue: “Él tenía
el virus desde 2011, desde que vino el doctor Julián, pero nunca dijo nada.
Florentino tenía en el cuarto un montón de pastillas y no sabíamos qué eran.
Venía una doctora y se iban para adentro. Él tenía su secreto. Con el doctor
Alfredo se dejó colocar el tratamiento pero ya parecía un niño, le cambiaban el
pañal varias veces. Se puso duro como una piedra, el cuello, los brazos y, ¡ay!,
ese hipo que daba miedo. Él se la pasaba en la Ranchería y los que tuvieron
trato con él murieron el año pasado”.

La palabra warao significa “gente de la canoa” o “gente de los caños. Un mito warao advierte que la primera curiara fue hecha por Jaburi, el primero de sus patriarcas. Foto: Minerva Vitti.
La
diarrea era continua. Un día lo estaban alimentando con una manguera y el mismo
se la sacó. Otro día Aura le fue a llevar jugo de guayaba y en el pañal había
sangre. Y otro día comenzó a golpearse en el pecho: “Lo agarraba a uno fuerte y
ni abría la boca”, evoca su madre. Cuando el padre le administró los
santos óleos el cuerpo de Florentino perdió la consistencia de la piedra. La
piel se ablandó y cerró los ojos. Sus ocho días en el hospital habían
terminado.
Basura y gente enferma
Cuando
los doctores llegan a la Ranchería todo cambia. En este lugar, ubicado en Guayo
I, hay más ancianos y la mayoría habla warao. También está en peores condiciones
higiénicas, hay mucha basura debajo de las viviendas. Comienzan a aparecer las
personas con VIH tanto en la búsqueda activa como en el conteo al azar. El
primero es un joven de 15 años.
En
una de las casas Isaac está enrollado en su chinchorro y se mece lentamente.
Tiene ojos tristes y está muy delgado. De las ventanas cuelgan dos afiches
decolorados por el sol: “Digna Sucre, alcadesa”. La mujer sale sonriente junto
al presidente Nicolás Maduro y la gobernadora de Delta Amacuro, Lizeta González.
Uno de los doctores le pide a Isaac que abra la boca e introduce el Oraquick.
Minutos después, otro caso positivo. El doctor le da un comprobante para que
vaya a hacerse la prueba de sangre en el hospital, que está unas casas más allá
pasando la escuela, la Iglesia y la casa de las religiosas. Isaac se levanta
bastante débil y con papel en mano comienza a caminar, es inevitable que su
cuerpo se vaya de un lado. Hace solo unos meses tomaba ron con Florentino.
Él
es hijo de Silvio Rico, el wisidatu (dueño del dolor), que funge como chamán o
sacerdote étnico y sirve de mediador entre la gente y el jebu (espíritu malo).
Silvio está encargado de mantener la salud de su pueblo y de presidir el ritual
del sagú, utiliza la maraca sagrada y canta mensajes curativos. Solo que esta
medicina no ha resultado para este mal. A Silvio se le han muerto dos hijos. El
primero fue Melesio (35 años): “Pasó dos semanas en Tucupita pero como no había
nada que hacer me lo traje a la casa. Vomitó sangre y se murió”. Tenía sida y
tuberculosis. El segundo fue Silvano (24 años) que también “murió flaquito”.
“Antes
no había la enfermedad. Esa gente que se muere es porque ha estado en San
Félix”. Silvio también piensa que este mal salió del ron porque dice que cuando
la gente toma se vuelve como animal y no puede hablar con ellos porque lo
quieren matar. Pero lo que realmente pasa es que en las fiestas se forman
verdaderas orgías donde los tomadores no usan ningún método anticonceptivo y
quedan expuestos al contagio.
En
otra de las viviendas Jhon Grande viste una camisa ajustada que deja ver parte
de su abdomen, un short y tiene el cabello recogido en un moño. Cuando camina
marca bien sus pasos y mantiene el pecho erguido. Abre la boca para hacerse la
prueba. Positivo. Le dan el mismo papel y lo envían a tomarse la muestra de
sangre.
Uno
a uno van apareciendo. La mayoría son hombres jóvenes y ninguno está tomando el
tratamiento. Queda claro que los hombres mantienen relaciones sexuales con
hombres sino no existiría una diferencia tan marcada en la prevalencia entre
hombres y mujeres.

Varios médicos que actualmente hacen su año de rural en los hospitales de San Francisco de Guayo y Nabasanuka recolectaron en julio las muestras de un estudio que el Instituto de Biomedicina de la UCV está por publicar. Foto: Minerva Vitti.
El
antropólogo Luis Felipe Gottopo explica que aunque en los warao lo habitual es
la vida familiar monogámica, no es extraño entre ellos la presencia de
individuos transgéneros llamados tida-winas (mujer con pene), los cuales
mantienen relaciones sexuales con otros hombres. En un estudio llamado HIV-1 Epidemic in waraoamerindians from
Venezuela: spatial phylodynamics and epidemiological patters (2013), algunos
pacientes VIH positivos confirmaron haber tenido experiencias sexuales con
tida-winas o con otros hombres (64%).
El
factor de riesgo no radica en la homosexualidad en sí misma, sino en la práctica
del sexo anal. El doctor Jacobus explica que el problema es que el epitelio
vaginal tiene mayor cantidad de capas celulares por lo que no se rompe o
desgarra con facilidad, a diferencia del anal que son pocas capas de células y
es más frágil. A la larga las células epiteliales no se infectan sino las
dendríticas.
Durante
la jornada un hombre llama al doctor Jacobus y comienza a hacer reclamos “La
gente se está muriendo”, le dice Es un exenfermero del hospital. “No están
mandando el tratamiento al bajo delta y usted lo sabe”, le contesta Jacobus.
Saliendo
de la Ranchería varios jóvenes interceptan a los doctores: “Queremos hacernos la
prueba”. En la calle alguien grita: “Reactivo”, y suelta una carcajada.
Probablemente tanta muerte los tiene alerta.
Sexo y mosquito
—¿Cuéntame
qué es el VIH? —pregunta Jacobus a uno de los jóvenes que tiene 17 años.
—Una
enfermedad que se transmite por el sexo y el mosquito.
—Por
el mosquito no. ¿Mueres o vives?
—Mueres.
—¿Qué
haces para no morir?
—Condón.
“Apenas
nos enteramos no nos quedamos con las manos cruzadas, comenzamos a pasar
películas, hacer charlas. Estoy segura que en 2009 había como 60 casos y deben
quedar vivos como cinco. El primero en morir fue un señor de 50 años, él
contagió a muchos”, cuenta la religiosa Isabel López. Mar Medina, coordinadora
del Programa de ITS/VIH en Delta Amacuro, también asegura que en Guayo colocaron
películas para explicar la situación e incluso se apoyaron en traductores warao,
“pero se cayó el interés de la Dirección Regional de Salud”. Muchos doctores que
han pasado por esta comunidad han brindado información sobre esta enfermedad,
así que algunos habitantes de Guayo conocen la letalidad del virus y aunque
muchas veces no lo llamen por su nombre –la palabra VIH o sida no existe en
warao– ya identifican los síntomas: diaraya, sojo, botukataya, botobotoya,
ataearakateobo. El problema sigue estando en la prevención y el acceso a los
medicamentos.
Próxima parada
Los doctores suben a la
lancha y siguen su recorrido hacia la Isla de Jobure, a unos 30 minutos de
Guayo. Tres perros raquíticos y un joven los recibe en el muelle de tablas
desgastadas por la humedad. Sobre estas hay un pescado salándose. Más atrás dos
jóvenes observan desde el vaivén de su chinchorro. El resto de la familia
ha salido. Alfredo le explica al joven el motivo de la prueba y se la aplica. El
resultado es negativo. Jacobus saca su lista de viejos casos diagnosticados y
pregunta por Jhenny Freites de 28 años. “Está en Tucupita con sus hijos”,
responde el joven, que resulta ser su hermano. Él no sabe si Jhenny volverá, así
que por ahora es una portadora del virus que vive en la capital del estado y no
hay información que indique si está recibiendo tratamiento.
Los doctores navegan
hasta la segunda casa donde encuentran a tres personas, dos de ellos, una mujer
y un hombre, acostados cada uno en su chinchorro. Sus ojos están apagados, han
perdido mucho peso y tienen una tos que no se detiene. Ambos tienen tuberculosis
y los doctores le aplican la prueba para descartar VIH, porque muchas veces este
virus queda silenciado por el padecimiento de la ocasión y los warao no tienen
manera de saberlo. De todos modos deberán ir el lunes al hospital de Guayo para
hacerles las pruebas. Ellos no tienen motor, así que irán en una curiara
utilizando canaletes. “Salimos a las 4: 00 am y llegamos allá a las 7:00 am”,
dice Kenny, el esposo de la mujer que está en el chinchorro y el único que está
en pie. Él tiene VIH.
En la tercera casa,
donde hay un afiche con la cara de Nicolás Maduro que ha ido borrando el sol,
todos resultan negativos. El saldo es que en una comunidad de solo tres familias
hay dos que tienen a alguien con VIH, lo cual resulta alarmante. Jacobus
saca nuevamente su lista. “Ese se murió hace como dos años trabajaba en
Cambalache (…) Ismenia murió hace como una o dos semanas”, responde uno de los
hombres del lugar.
Un nuevo contagio
Comienza a oscurecer y
los doctores van en la curiara de regreso a Guayo. Las noches en Guayo
transcurren con el sonido de las olas que forman los balajús que pasan a toda
velocidad por el Orinoco, la lluvia y las historias sobre los fallecidos por la
enfermedad. Ya se confunden los nombres y las historias. La hermana Ilvia Rosa
dice que en Jobure una familia completa murió: “Primero fue la esposa, luego el
señor se casó y murió la otra esposa, sus hijos y él. El último hijo que quedaba
murió hace poco”. La hermana Isabel cuenta que un hombre contagió a un montón:
“Eran como una pandilla y todos fueron muriendo menos él, luego un doctor me
dijo que eso podía suceder pero con el pasar del tiempo él también caería”.
Ronald Ortiz es
enfermero de Merejina, comunidad de la parroquia Padre Barral del municipio
Antonio Díaz. El ambulatorio es su propia vivienda: “Lo que más hago es
inyectar, pero a los niños es difícil porque solo tengo yelco 18 y es demasiado
grande”. La embarcación que usa es la de su madre. Cuenta que busca la medicina
en Tucupita: “Cuando hay traigo y cuando no me vengo con las manos vacías”.
Su testimonio evidencia
la deficiencia en la articulación del sistema de salud en el territorio: no
cuenta con ningún tipo de infraestructura oficial, el programa de salud no lo
provee con un motor fuera de borda para trasladar a sus pacientes al hospital
más cercano, y tampoco para reabastecerse de medicamentos en Tucupita, aunque lo
ideal sería que también lo hiciera en el sitio más cercano a su zona de
influencia, en este caso Guayo. Además los médicos y el personal auxiliar de los
hospitales tipo I deberían evaluar el trabajo de estos auxiliares, pero se
vuelve a lo mismo no hay embarcaciones.
Werner y Ayala
Lafée-Wilbert lo explican muy bien en el libro Salud Indígena en Venezuela,
editado paradójicamente por el Ministerio del Poder Popular para la Salud: “Bajo
estas condiciones, la mayoría de los warao no encuentra una solución confiable a
sus problemas de salud. En muchos casos, cuando necesitan de atención médica
urgente no tienen manera de trasladarse al CAI 2 [actualmente hospitales tipo I
en el Delta] y, en el CAI 1 [ambulatorio] de su comunidad, no hay médico o se
acabaron los fármacos porque el auxiliar no ha podido trasladarse a Tucupita a
buscarlas. Es de esperar entonces que el warao siga atendiendo a su gente a la
manera tradicional, a través de sus chamanes”.
En una de las casas
Ismael se niega a hacerse la prueba de VIH porque dice que “es evangélico y
creen en Dios”. Después de explicarle accede. Sin embargo hay otras personas que
deciden no realizarse la prueba por la misma razón.
Del otro lado de la
comunidad las caminerías están destruidas. Manuel Beria con tuberculosis se
esfuerza en toser para darle un esputo a Sergio, uno de los doctores. Comienza a
llover y los doctores se mueven como pueden entre las tablas rotas para hacer el
resto de las pruebas de VIH. Afortunadamente nadie se cae, ya en el otro sector
de Merejina una de las caminerías había colapsado y más de uno se golpeó. Rafael
Niño, uno de los enfermeros warao que trabaja en Guayo y también formado con el
Plan Delta, ha sido un gran apoyo en esta jornada.
La lluvia no cesa. Una
neblina blanca y densa resta visibilidad. Aun así los doctores deben regresar a
Guayo, que queda a una hora. Comienza a oscurecer y faltando veinte minutos para
llegar al poblado la curiara se queda sin gasolina. En medio de la noche
empiezan a remar con lo que tienen. El sonido de pájaros, ranas, árboles o
cualquier cosa entre los manglares los acompaña. Al cabo de un rato pasa una
curiara cargada de gente y les regala un poco de combustible. Empapados y sin
almorzar llegan a la residencia.
Por primera vez en
cuatro meses la noche de Guayo está iluminada. Ayer llegó el gasoil y hoy
encendieron el generador eléctrico. Las luces de los palafitos flotan en las
aguas del Orinoco y se escucha Bailando de Enrique Iglesias, Como yo le doy de
Don Miguelo y No voy a llorar de Los Diablitos, todo es un mix de música urbana,
reggaetón y vallenato. Hay risas y los perros también ladran. Aquí muchas
fiestas terminan en peleas por los efectos del alcohol o en encuentros sexuales
casuales. Las palabras del wisidatu de la comunidad, Silvio Rico, reaparecen en
la escena: “Este mal salió del ron”. “Cuando la gente toma se vuelve como
animal”. Hoy seguro habrá un contagio de VIH.

El torotoro es una cesta rectangular que los warao utilizan para guardar objetos rituales. El doctor Alfredo lo usa como una suerte de maletín para que los pacientes indígenas reduzcan sus pruritos con la medicina occidental. Foto: Minerva Vitti.