"Silencio, que los peces están durmiendo"
Angelina Estrada viajó con su hijo, de dos años, desde Venezuela hasta México para solicitar asilo a Estados Unidos en uno de sus puestos fronterizos, pero el plan cambió dramáticamente cuando, agotándose el tiempo y los recursos, puso su destino en manos de “coyotes” en el poblado mexicano de Reynosa. Ya no como parte de un reportaje sino como protagonista, la periodista venezolana -quien decidió migrar tras años de amenazas por publicar una pieza- cruzó un río y una selva entre ráfagas de disparos, gritos y sonidos que hoy no salen de su cabeza.
Ella
tenía un plan.
Uno
extenuante, costoso, pero, sobre todo, legal.
Angelina
Estrada, una periodista venezolana de 32 años, migró en abril pasado junto a su
hijo de dos años, su cuñado y su sobrina desde Maracaibo, Venezuela, hasta un
refugio en la frontera de México y Estados Unidos para esperar a que llegara la
oportunidad de tocar formalmente las puertas del gigante del norte en busca de
asilo para los cuatro.
Su
viaje incluía comodidades varias: vuelos en aerolíneas privadas; traslados con
empresas de transporte terrestre; estadías breves en hoteles, posadas o
refugios; tres comidas diarias; y posibilidad de asearse constantemente. Había
presupuesto y planificación para aguantar.
Pero
el proyecto se descarriló hasta el punto en que Angelina y su hijo terminaron
cruzando de madrugada un río entre México y Estados Unidos; luego, engullidos
por una zona selvática, tropezando con árboles, mientras sonaban ráfagas de
disparos y los atormentaban los gritos a la distancia de un hombre que,
aparentemente, habría sido golpeado o torturado hasta la
muerte.
La
periodista, de 32 años, nacida y criada en Maracaibo, capital del estado Zuia en
el noroeste de Venezuela, recuerda cada detalle de su travesía migratoria con la
voz ronca, aún impresionada, ya en la vivienda de su hermana Wendys, en Fort
Lauderdale, Florida, al sureste de Estados
Unidos.
Tose,
se queda afónica a ratos, el malestar le recorre todo el cuerpo. Su pequeño,
también, sufre de fiebre y cansancio. Ambos se recuperan apenas del trago
amarguísimo que les tocó vivir hace una semana. “Estamos
graves. Ya mañana estaremos bien”, dice por llamada telefónica, esperanzada. La
comunicación se interrumpe ocasionalmente por las fallas de las líneas en
Venezuela y, luego, porque ella olvidó cargar el teléfono celular de su hermana.
Pero, insiste. Marca de nuevo y retoma su historia. Quiere
contarla. Estrada
tuvo en Venezuela un trabajo estable como periodista del diario Panorama,
el de mayor antigüedad del occidente del país. Ocupó varios cargos como
oficinista, secretaria, centralista y promotora comercial administrativa desde
2004, graduada de Técnico Superior Universitario en Administración de Empresas,
hasta que obtuvo su oportunidad de oro tras completar su carrera de Comunicación
Social, en la mención de Periodismo Impreso, de la universidad Rafael Belloso
Chacín. Dedicada
a la fuente de crímenes y policial -conocida en el periodismo venezolano como de
sucesos- publicó un
reportaje filoso sobre las corrupciones, irregularidades y trabas
administrativas del Servicio Autónomo de Identificación, Migración y Extranjería
(Saime) para la obtención de los documentos de identificación venezolanos en esa
zona fronteriza con Cololmbia. El texto, publicado en abril de 2016, no pasó
desapercibido y trajo consecuencias.
Las amenazas recibidas tras publicar un trabajo sobre corrupción en el Saime, en el diario Panorama, le hicieron tomar la decisión de abandonar Venezuela.
Un
hombre que se identificó como el director regional del Saime la llamó por
teléfono a su cubículo en el diario para gritarle, insultarla y tildarla de
“mentirosa”. Días después comenzaron a llegar a su celular una serie de mensajes
de texto de números desconocidos, siempre en el mismo tono amenazante. Los
anónimos le escribieron también entre 2017 y 2018. No
sabe exactamente cuántas, pero dice haber recibido “bastantes” advertencias
contra su hijo, entonces recién nacido. Colgó los guantes en el diario,
aterrada, y pensó bien la idea de mudarse lejos. “En
Venezuela, no puedes ejercer el periodismo. Nadie te ayuda”, opina, aún
frustrada. “Nunca me había pasado por la mente migrar, pero, por mi hijo,
todo”. Su
niño tenía pasaporte venezolano vigente, pero no visa estadounidense, a
diferencia de ella, que había ingresado numerosas veces a Estados Unidos como
turista. Su
esposo, padre del pequeño, se cerró a la idea de migrar a Estados Unidos, pues
su hija, de quince años y quien vivía con ellos, tampoco tenía la documentación
requerida para viajar al Norte. Pero ella siguió sopesando la posibilidad de
emigrar. Una
prima le comentó de una serie de refugios humanitarios de ciudades mexicanas
fronterizas con Estados Unidos, donde los migrantes aguardan a que las
autoridades locales les lleven ante las norteamericanas para solicitar ingreso
legal a sus territorios. La
negativa de su esposo y el riesgo potencial del viaje la desalentaban. Sin
embargo, las amenazas seguían ingresando periódicamente al buzón de mensajes de
su teléfono. El 26 de abril de este año recibió la última y definitiva. Mismo
tono, igual acento intimidatorio. “Te tenemos pillada (ubicada,
identificada, en el castellano coloquial de Venezuela)”, era una de las frases
que le repetían. Tres
días después, el 29 de abril, ya viajaba por tierra a Colombia junto a su hijo,
su cuñado y su sobrina para tomar un vuelo hacia México. Su esposo se
quedó.
El precio de la confianza
El
viaje a Colombia la impresionó. Nunca había visto las corruptelas y los
contrabandos de los que, según se enteraba por vox populi, ocurrían en la
Guajira zuliana. Fue testigo durante el trayecto desde Maracaibo hacia Maicao,
ya en la la Guajira colombiana. Pero aquello “fue un paseo” en comparación con
lo que viviría más tarde, dice.
“Iba
preparada. No fue que salí sin dólares, ni pesos”, acota Estrada. Habían
comprado sus boletos aéreos para la ruta Bogotá-Cancún el miércoles 1 de mayo
pasado. Desde ese, su primer destino mexicano, tomaron otro vuelo hasta Reynosa,
una ciudad del estado de Tamaulipas, próxima al Río Bravo o Grande. Esa
localidad, vecina de la ciudad texana de McAllen, es una especie de meca para
los migrantes latinoamericanos que desean ingresar legal o ilegalmente a Estados
Unidos.
Su
destino era el albergue Senda de Vida. Una serie de búsquedas en Internet le
develó su logística: voluntarios acogen en el lugar a cientos de personas,
principalmente de Centroamérica, hasta que agentes de Migración México los
trasladan por oleadas de 10, 20 o 30 personas ante las autoridades de Estados
Unidos a fin de procesarlos legalmente como inmigrantes. El refugio no tenía
vacantes cuando Angelina y su familia llegaron.
Angelina
confió al taxista que los trasladó desde el aeropuerto de Reynosa la tarea de
registrarla junto a su hijo, cuñado y sobrina en la lista que determina el orden
en el que Migración México va retirando a los aspirantes a ingresar a Estados
Unidos. El hombre dijo conocer de trato a los encargados del
albergue.
Aquel
fue su peor error, pero ella no lo sabría sino seis semanas
después.
Decidieron
viajar a Monterrey, un centro industrial y comercial ubicado en el estado de
Nuevo León, a 218 kilómetros de Reynosa, para buscar hospedaje. Wendys, su
hermana, hacía giros bancarios a la cuenta de Angelina desde Florida para ayudar
a pagar habitaciones a 26 dólares la noche, también las
comidas.
Esperaron
la llamada de Migración México sin éxito. Nunca llegó. A mediados de junio,
regresaron al refugio para saber por qué no los habían contactado. Entonces
recibieron la noticia más decepcionante.
El
taxista amigable y diligente del aeropuerto nunca los registró en la lista de
migración del albergue. O lo hizo en otra distinta, quizá en la de los
aspirantes a entrar al refugio. Angelina no está segura, y, probablemente, nunca
lo sabrá. “Yo, de boba. Me sentí estafada”, admite, enojada por haber perdido
tiempo y dinero aguardando en vano.
Se
convirtieron, al menos, en huéspedes de Senda de Vida, donde ya había cupos para
los cuatro. Angelina y su hijo durmieron en una colchoneta en el piso, “en un
rinconcito, con un calor terrible, peor que el de Maracaibo”, alimentándose de
un menú sin variaciones: avena o huevos y café negro de desayuno; arroz,
frijoles, tortillas y pollo guisado –apenas hilachas- para los almuerzos y
cenas.
Compartieron
espacios con familias de Honduras y Guatemala que acostumbraban a golpear con
correas y regañar a gritos a sus hijos. El hijo de Angelina se enfermó varias
veces de gripe, tos y virus estomacales. “A mí me dio una amigdalitis. Al menos
nos dieron medicinas, a excepción de unos antibióticos para mí, que tuve que
comprarlos. También nos dieron kits de aseo personal. Llegaban muchas
donaciones”, cuenta.
Había
juguetes, también. Su niño, quien había regalado en Maicao uno de los dos
camiones “hormigueros” que trajo consigo desde Maracaibo y que extravió el otro
al abordar alguno de tantos taxis en el viaje, logró hacerse con un tren de
regalo en el albergue. Aburrido, agradeció el hallazgo que le regaló un tiempo
de diversión infantil.
Migración
México apenas pasó por el lugar durante el mes en el que Angelina, su cuñado y
sus hijos estuvieron el refugio, entre junio y julio. En dos ocasiones, agentes
fronterizos buscaron exclusivamente a mujeres sin niños para llevarlas hasta los
puestos estadounidenses.
Luego
transcurrieron tres semanas sin saber de los funcionarios en el albergue. La
lista de migrantes retirados se estancó. Angelina se angustió, a su vez, ante
los rumores de la inminente discusión de una ley en Estados Unidos que
boicotearía la colaboración migratoria entre las autoridades de ambos
países.
Y
la tentación tocó la puerta.
Varias
familias huéspedes de Senda de Vida se habían aventurado días atrás a contratar
coyotes, hombres y mujeres que diligencian el paso ilegal desde México a
la nación vecina por rutas clandestinas por tierra o
agua.
Ubicado al sur de EEUU y al norte de México, el río Grande marca varios kilómetros de frontera entre ambos países. Su cruce puede ser mortal. Mapa: Cuenca del río Grande, wikipedia.org
Lo
hicieron con éxito, según contaron a amigos del albergue en posteriores llamadas
telefónicas, cruzando el Río Bravo en balsas inflables con capacidad para una
docena de personas, redondas, hechas de hule negro. Entonces la posibilidad de
tomar la decisión fue tomando forma. Seguir
esperando en México fuera del refugio tampoco era opción, explica Angelina, pues
se reducía su presupuesto, no conocía a nadie y le resultaba difícil separarse
de su hijo para buscar trabajos temporales. Ansiosa,
decidió cruzar la frontera por la vía ilícita. Su cuñado y su hija,
no. “No
me quedó otra opción que lanzarme a eso. Me desesperé a última
hora”.
Flotando boca arriba
Angelina
y su hijo abandonaron el refugio Senda de Vida la tarde del domingo 14 de julio
camino a una casa clandestina de Reynosa, a las orillas del Río Bravo. Su
equipaje era un bolso lleno de ropa, mínima comida, botellas de agua y artículos
personales. Tenía resguardados cientos de dólares en efectivo. Una vez en el
sitio, pagó por el “cruce” al hombre que regentaba el negocio dentro de la
vivienda: 1.500 dólares por ambos, 750 cada uno.
Anocheció.
Angelina esperaba que en cualquier momento llegase otro grupo de migrantes, pues
sabía de antemano que las expediciones migratorias hacia McAllen partían de día
y en grupos de hasta doce personas. Pero nadie llegó.
Un
joven la llamó al patio para notificarle que saldrían en breve. La tripulación
era solo aquel hombre, un niño de ocho años que le acompañaría, su pequeño y la
periodista venezolana.
Intentó
refutarle que debían esperar a que hubiera luz solar para partir, pero el hombre
insistió en que se irían en tan solo minutos. No quiso discutir de más, temerosa
de que el acuerdo quedara sin efecto o de que, como había escuchado gracias a
los relatos de terceros, aquellos hombres decidieran robarla. O
peor.
“Me
cruzaron de noche. No sabía qué podía pasar con nosotros”, recuerda, con dejo de
arrepentimiento. Justo detrás del patio, se veía el río, y en él, ya flotaba
completamente inflada una de esas balsas en forma de dona. Su hijo y ella se
acostaron a bordo, boca arriba.
El
joven iba afuera, con el agua hasta el pecho, guiando la embarcación hasta la
otra orilla. Solo se escuchaban las ondas de las aguas al surcarlas. El niño
de Angelina estaba asustadísimo. El bebé trataba de ahogar su llanto, mientras
su madre logró calmarlo diciéndole al oído: “Haz silencio, que los peces están
durmiendo”.
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Ambos
callaron en la oscurana. Los llamados “dueños del río” pueden atacar a quien
cruce sin su permiso o sin compartir el botín. Por ello, guardar silencio es
clave en esas coordenadas. “No
me daba miedo la corriente del río, sino las mafias”,
comenta. Al
llegar a la orilla, el joven caminó junto a Angelina y su hijo por tres minutos
hasta llegar a una zona boscosa, donde les indicó con señas la vía que debían
transitar para llegar al muro fronterizo. La joven se contrarió. Pensó que los
acompañaría hasta el final, pero no. Cargó
a su niño en brazos, caminando entre árboles y ramas. El trayecto se hizo cada
vez más tupido. Se desorientó. Nunca divisó el camino de cemento y las
señalizaciones rudimentarias que guían el paso de los inmigrantes ilegales, de
los que tanto había escuchado hablar en el albergue
mexicano. “Comencé
a dudar. Me preguntaba si me habían dejado en otro lugar”. Tropezó muchas veces
con ramas, cayendo al suelo con su niño. El agua de su cantimplora se hacía cada
vez más escasa. La premura de la partida le impidió recargarla lo suficiente
antes de abandonar la casa de los “coyotes”. A
la distancia, escuchaba disparos cada tanto. “No sabía si eran para mí o para
otros. También escuché algo espantoso, eran como gritos de un hombre como si lo
estuvieran matando a golpes o a machetazos”, recuerda como quizá la imagen más
vívida del miedo y la travesía. Porque
Angelina escuchó todo tipo de ruidos en la oscuridad: ladridos de perros,
campanas; culebras que se arrastraban cerca de sus pies; un tren, ya no de
juguete, como el que recibió su niño en el albergue. A él le cambió sus
calcetines. Los que vestía estaban empapados. Ella siguió con la ropa remojada,
titiritando por el frío rudo que hubo esa noche. Estaba
aterrorizada. Su hijo guardaba silencio en sus brazos. Apenas hablaba de vez en
cuando para susurrarle: “Mami, no pasa nada… no pasa
nada”. Agotada,
se detuvo ocasionalmente para recostarse en el piso con su niño sobre su pecho,
él siempre lejos del suelo. Le aterraba conciliar el sueño. “Llegué a cerrar los
ojos, pero solo por dos minutos. El bebé sí pudo dormir”,
dice. Llegó
un momento cuando no le importaba quién la encontrara. Solo deseaba que alguien
los sacara de ese bosque. Oró hasta que el día aclaró. Reanudó su paso, de nuevo
cerca de la orilla del río, hasta que escuchó una lancha. Calcula que eran cerca
de las diez de la mañana del lunes 15 de julio.
La “hielera” y ser noticia
Gritó:
“¡Auxilio!”. Se detuvo. Era una patrulla acuática de Estados
Unidos.
Angelina
rompió a llorar. Mucho, sin cesar. “Nunca había llorado tanto”,
detalla.
Uno
de los agentes fronterizos era de origen puertorriqueño. Fue quien los consoló.
Les contó que su mejor amigo era venezolano, entrando en confianza con ellos,
mientras tomaba sus datos.
Los
transportaron hasta un puente cercano al muro, un cerco de unos diez metros de
altura, compuesto de múltiples columnas angostas, bordes de cemento y alambrado
de púas, que separa a Tamaulipas, México, y Texas, Estados
Unidos.
Los
interrogaron brevemente, ya no con tanta amabilidad. Les confiscaron sus
pertenencias –a excepción del dinero y de sus documentos de identidad- y los
trasladaron en bus ese mismo día a una de las instalaciones fronterizas
estadounidenses conocidas como “hieleras”.
Es
allí donde la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza del gobierno federal
(CBP en inglés) mantiene detenidos en celdas comunes a los inmigrantes ilegales
o indocumentados mientras se deciden sus ingresos o sus
deportaciones.
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Angelina
y su hijo comieron sánduches y burritos que les entregaron. No pudieron asearse,
pues se prohíbe a los detenidos bañarse ahí. Pasaron la noche sobre una
colchoneta mínima, arropados con una manta térmica de papel plateado,
brillante. Al
día siguiente, el martes 16 de julio, los movieron al Centro de Procesamiento de
Migrantes de McAllen, Texas. “Eso sí estaba lleno”, recuerda.
Fue
allí donde Angelina y su hijo se convirtieron en noticia mundial. La periodista
Norah O’Donnel, del canal de televisión estadounidense CBS, entrevistó a
Angelina mientras permanecía detenida junto a su niño. Con
la colaboración de una traductora, contó su odisea. “Me dejaron botada en la
selva. Tuve que caminar mucho, mucho, mucho. Fue terrible. Todo lo que uno hace
por su hijo”, dijo llorando ante las cámaras. Relató,
además, que su esposo se quedó en Venezuela por no poseer siquiera pasaporte y
remarcó las amenazas que vivió a consecuencia de su
oficio. Su
hijo se aproximó a la periodista norteamericana para decirle, siempre tras las
rejas metálicas de la llamada “hielera”, dónde creía que estaba: “México”.
Su
madre lo corrigió y le preguntó cariñosamente dónde se encontraban. Mirando a la
reportera de TV, el niño enmendó: “Estados
Unidos”.
El mejor regalo
Angelina
tuvo una entrevista virtual con un agente de inmigración de Estados Unidos en el
centro de detenciones de McAllen. La llevaron a una sala repleta de computadoras
donde, vía Skype, conversó en español con un funcionario que le hizo preguntas
sobre asuntos básicos, como los datos de su familiar que reside en Estados
Unidos y los de su hijo. El
jueves 18 de julio, día de su cumpleaños 32, los liberaron. “Ese fue mi mejor
regalo”, bromea, otorgando un halo de mística a la fecha. Esa mañana, los
llevaron en bus a pasar la noche en una iglesia de McAllen, a unas cinco horas
de viaje terrestre de donde los mantuvieron detenidos. Religiosos
y voluntarios reciben en ese templo a inmigrantes, tienen comida suficiente,
colchonetas y baños y puedes estar allí mientras aguardan que sus familiares o
altruistas les compren sus pasajes para trasladarse a donde
deseen.
Un
venezolano, ex compañero de la universidad, quien reside en Houston, Texas,
contactó a la familia de Angelina al identificarla en el reporte de televisión.
Junto a su esposa y su bebé los socorrieron, brindaron hospedaje, comida, ropa,
pañales y comodidades varias entre viernes y sábado.
“No
quería ya estar una hora más en un refugio”, dice, agradecida. Ese fin de
semana, tomó un vuelo a Florida.
Angelina
dice que todavía no ha asimilado del todo lo que vivió junto a su hijo. Los
moretones que marcaron su cuerpo por días tras las caídas y golpes en aquel
bosque fronterizo han desaparecido casi en su totalidad.
En
esa bruma de recuerdos y sobresaltos tampoco se aclara, todavía, cuáles serán
sus próximos pasos formales ante el gobierno de Estados Unidos. No está segura
sobre qué debe hacer. Pronto llamará a un abogado experto en migración para
conocer si solicitará formalmente asilo o si aplicará a otra figura
legal.
Su
esposo permanece en Venezuela, preocupado, aún molesto por la hazaña. Él, a
quien Angelina se negó a identificar por temor a represalias en su contra,
descarta de plano seguir el proyecto que llevó a su mujer e hijo a retar al
destino entre los ríos, selvas y las violencias de la frontera con Estados
Unidos.
Angelina y su hijo lograron llegar al estado de Florida, donde vive parte de su familia. Su esposo e hija siguen en Venezuela.
Su
esperanza es obtener una visa de turista para su hija mayor en la embajada de
Estados Unidos en Colombia a fin de unirse a su pareja e hijo en Florida.
A
Angelina le encantaría volver a dedicarse al periodismo. “Es lo que me mueve, mi
pasión. Cualquier trabajo es digno, pero soñar no cuesta nada”. Sus colegas
desde Maracaibo le han escrito por Instagram, sorprendidos por la odisea, los
riesgos, a través de las redes sociales de ella y de su hermana también le han
mandado ánimo.
Tose
de nuevo. Ha podido dormir solo unas horas en los últimos días. Está a punto de
descansar la noche de este lunes junto a su niño en Florida, ambos agobiados por
una gripe de mil cabezas.
Se
siente agotada física y mentalmente. Drenada, podría
decirse.
Y
reevalúa, antes de colgar, aquel plan que dijo tener, el extenuante, el caro, el
legal, el que terminó mutando a pesadilla: “No lo volvería a hacer. No, no y
no”.