
El hombre tendrá que morder al perro
Hasta partidas de caza con helicópteros se han tenido que organizar en Tierra del Fuego para controlar la nueva amenaza que anda en cuatro patas. Pero las jaurías de perros, que ya conquistaron el campo, ahora asedian los centros urbanos del extremo sur de Argentina, desde donde, con frecuencia, se escaparon inicialmente. Mientras ya se reportan ataques contra personas en la ciudad Ushuaia, surgen diversas propuestas para enfrentar el problema.
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Segunda
entrega | En
la cuadra donde está ubicada la perrera de Río Grande, la ciudad más poblada del
lado argentino de Tierra del Fuego, contamos por lo menos cuatro perros
callejeros. Entre ladridos, son ellos los que nos escoltan hasta la entrada del
lugar, pero por las dudas se quedan afuera: adentro los castrarían y les
pondrían un chip. Mientras esperamos para entrevistar al jefe de veterinarios
del gobierno municipal, dos hombres que se ocupan de atender unas pocas y
apretadas jaulas para encerrar a los canes que han mordido personas reconocen
que su trabajo es a todas luces insuficiente: si adentro castran cien, afuera
nacen mil perros.
El
jefe es el veterinario Luis Ruiz, que nos recibe luego de una intervención
quirúrgica a una pequeña caniche que ya no podrá tener crías. La perrita sigue
adormecida por la anestesia y el funcionario se corre el barbijo para reconocer
que se encuentran “desbordados” y que la aparición de perros salvajes en el fin
del mundo no tendrá solución hasta tanto no se modifiquen algunas conductas.
“Hay que trabajar mucho más con los perros –sentencia Ruiz--. Pero hay que
trabajar mucho más todavía con el ser humano”. A la perrera la gente lleva
apenas una fracción insignificante de los perros que pululan por las calles de
la ciudad y que a veces migran hacia el campo. Los que no vuelven a sus hogares
y se afincan en los bosques son los “asilvestrados”. La falta de controles y
cuidados adecuados en la ciudad finalmente impacta en todo el
entorno.
El
eje del problema ya fue planteado en la primera parte de esta investigación de
Armando.Info: en el territorio poblado más austral de este planeta, la Isla
Grande de Tierra del Fuego, compartida entre Argentina y Chile, existe una
población de entre 600 y 1.000 perros salvajes que han perdido contacto con las
personas que alguna vez los domesticaron y les enseñaron buenas
costumbres, al volver a vivir en un medio silvestre. Sin la mano rectora de
los humanos, esos perros nacen y se reproducen en el ámbito rural, donde
provocan incalculables daños. Una jauría, en un rato de juerga, es capaz de
concretar la matanza de hasta un centenar de ovejas, a las que muerden y
desangran casi jugando. Pero también corre peligro la fauna local, conformada
por pingüinos, zorros, guanacos y muy diversas aves.
El
reciente 29 de junio, la agencia Telam reportó el ataque de una jauría, de entre
quince a veinte perros, a una mujer en Ushuaia, la ciudad más sureña de Tierra
del Fuego, de Argentina y del mundo, a orillas del canal de Beagle. La víctima,
Consuelo Ávalos, no murió gracias a la intervención de unos vecinos que
consiguieron espantar a los animales, miembros de una patota canina de la que ya
se tenía noticia y que mantiene asolada una zona que va desde el aeropuerto
Islas Malvinas de la localidad, hasta los barrios Misión Alta y Misión Baja, que
dan hacia la costa. Sin embargo, Ávalos presentaba más de 30 heridas, algunas de
consideración, en todo el cuerpo, hasta en el cuero cabelludo.
“Hay
que trabajar mucho con el ser humano”, repite Ruiz. Como todos por aquí, el
médico conoce el origen del problema pero no la solución. En Río Grande viven
unas 70 mil personas y la población canina llega a los 36.000 ejemplares. Es
decir que en promedio hay más de un perro doméstico por cada dos habitantes. Hay
otras dos ciudades del lado argentino de la isla, Ushuaia y Tohuin, que
confirman la estadística: en total son 120 mil los humanos contra una población
canina estimada en 55 mil. Un Bobby por cada Juan y María. La Organización
Mundial de la Salud (OMS) define como razonable una relación de 1 a 10, cinco
veces menor a la que se registra en esta isla.
Los
perros no solo son muchos sino que andan bastante descuidados. Lucila
Apolinaire, presidenta de la Asociación Rural de Tierra del Fuego, nos propone
hacer “la prueba de la camioneta”. Salimos desde la sede de la entidad, una
suntuosa casona estilo inglés de casi un siglo de antigüedad y que nació rodeada
de campo, pero que ahora quedó asentada en medio de barriadas precarias donde se
instalan los nuevos trabajadores que llegan a Río Grande para formar parte de un
sector industrial que finalmente solo “ensambla” electrónicos con componentes
importados de China. El test consiste en amarrar a un perro sobre la cajuela de
la camioneta y recorrer las calles de la ciudad. Nosotros lo seguimos y podemos
ver a una gran cantidad de canes que están sueltos, fuera de sus casas, que
salen al cruce del visitante, le ladran y muestran los dientes. Los contamos de
a cuatro o cinco por cuadra. Lucen furiosos.
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La
Municipalidad de Río Grande realizó en una ocasión una encuesta entre alumnos de
sexto grado. Ellos contaron que, en al menos 30% de sus hogares, es usual que se
permita al perro salir solo a la calle una vez al día. “Estamos hablando de unos
10 mil perros”, calcula Luis Ruiz. En 2016, él y su equipo realizaron 2.900
castraciones, pero las perras entran en celo por lo menos dos veces por año.
Matemática básica: son mucho más los perros que nacen que los que se
esterilizan.
“El
problema de los perros en la Argentina no tiene remedio”, afirma apesadumbrado
Fabián Zanini, directivo del Colegio de Veterinarios de Tierra del Fuego y quien
más se esforzó para dar a conocer esta problemática. Su razonamiento es que los
políticos no quieren ni escuchar hablar de los perros, porque saben que
cualquier definición resultaría antipática para sus electores. El perro es el
“mejor amigo” de quienes sufragan y eso pesa mucho en las urnas. Zanini citó un
caso parecido al de Río Grande. En otra ciudad patagónica de muy rápido
crecimiento demográfico, Neuquén, en plena región petrolera, se debatió en 2010
cómo hacer frente a la altísima población de perros callejeros y se dictó una
ordenanza que ni bien comienza declara a la ciudad como “no eutanásica”, debido
a la presión de grupos de defensores de los derechos de los animales. Es el
primer mandamiento: “No matarás perros”.
Existen
un par de diferencias con aquel caso. La primera y fundamental es que Tierra del
Fuego es finalmente una isla a la que solo se puede llegar por ferry o avión;
los perros silvestres no pueden migrar hacia otros lares. La segunda distinción
es que los perros callejeros de Río Grande o Tolhuin necesitan recorrer unas
pocas cuadras para salir a campo abierto y quedar cara a cara con las ovejas. En
Ushuaia ya casi no existe la ganadería ovina, pero sí hay grandes reservas de
flora y fauna que también sienten la presión de estos perros. Muchos ecosistemas
están bajo peligro y, sin embargo, nadie toma medidas. Hace un par de años,
Michael Marlow, un experto en fauna silvestre de los Estados Unidos, visitó la
zona y propuso varios caminos para hacer frente a los asilvestrados. Incluyó
para las zonas rurales una cacería desde el aire, disparándoles con
ametralladora desde un helicóptero.
“Esta
es una problemática muy compleja, porque afecta diferentes sistemas como el
productivo, la salud pública y el ambiental. Es muy compleja además porque el
problema se genera dentro de las ciudades pero afecta fundamentalmente los
ecosistemas fuera de los ejidos urbanos, donde el gobierno provincial no puede
tomar decisiones”. Es lo que nos dice Mauro Pérez Toscani, que es el secretario
de Ambiente, Desarrollo Sostenible y Cambio Climático de la Provincia de Tierra
de Fuego. Forzada por las circunstancias, en su último debate de 2016, la
Legislatura provincial dictó una ley inédita en la Argentina que define por
primera vez a los perros asilvestrados como una “especie exótica” y ordena al
gobierno provincial instrumentar un programa específico para detenerlos. Antes
de darnos una entrevista, Pérez Toscani sugirió que le evitáramos la pregunta
tan temida: ¿será posible avanzar sin necesidad de exterminar a los perros? La
Ley todavía no ha sido reglamentada pero el funcionario ya quiere ahorrarse el
mal trago de tener que anticiparnos que, inevitablemente, una de las acciones
será dar cacería a los asilvestrados.
Adrian
Schiavini, experto en fauna silvestre del Conicet, el organismo científico del
Estado argentino, no tiene dudas, aunque habla de dos situaciones bien
distintas: “La solución a largo plazo no es más que la tenencia responsable,
porque esa es la manera de evitar que las ciudades sigan expulsando perros hacia
las zonas rurales. Resulta difícil porque está muy enraizado en la cultura de la
gente que el perro tiene que estar libre y circular por la calle. Después está
lo que sucede con los perros asilvestrados. En este caso estamos frente a una
especie exótica invasora, como el castor, el visón o el zorro gris. Entonces hay
que sacarlo con el método más humanitario posible. Y eso depende de lo que sea
socialmente aceptable porque nos estaríamos metiendo con el mejor amigo del
hombre”.
***
La
caza de los denominados perros salvajes está permitida en el lado argentino de
Tierra del Fuego por disposiciones que ya los declaraban como especie invasora.
Todos los productores tienen un rifle dispuesto para cuando ven aproximarse una
jauría, pero también todos reconocen que el método es bastante ineficiente,
porque los perros salvajes se esconden en los bosques y solo se logran matar
unos pocos cada año. La estancia José Menéndez, la más antigua y una de las más
grandes de la isla, se encuentra en la estepa patagónica y allí todo resulta
bastante más sencillo. Han contratado a un cazador profesional que recorre la
llanura sobre un cuatriciclo y cobra entre 40 y 50 dólares por cada cola de
perro muerto que lleva a los propietarios. El cazador evita aparecer con nombre
y apellido. Confiesa que algunas de sus presas llevan collar y la chapita que
los identifica como mascotas con dueño. Claramente son perros callejeros que
habían salido de la ciudad frente al descuido de sus
dueños.
Roberto
Fernández Speroni maneja otra de las estancias ovejeras más tradicionales y,
según dice, la que dispone del galpón de esquila más grande en el mundo. Se
llama María Bethy y limita directamente con la frontera sur de Río Grande. Tanta
es la vecindad que incluso cedió los terrenos necesarios para el aeropuerto
local. “El perro que nos ataca a nosotros no es el de campo adentro sino el que
sale del pueblo. Yo he visto ataques de entre 80 y 120 ovejas muertas, pero esos
perros no tienen hambre ni comen nada, a la madrugada vuelven a su casa a
convivir con sus amos”, relata el productor, confirmándonos que los perros no
necesitan llegar a un estado silvestre para cometer actos de salvajismo. En las
peores épocas en María Bethy llegaron a perder unos 4.000 ovinos cada año, hasta
que no les quedó más remedio que aislar su campo de la ciudad mediante cinco
kilómetros de alambre entretejido, del tipo del que se usa para la crianza de
chanchos. Los perros no logran pasar o solo pueden hacerlo por un camino que al
final tiene guardias armados que hacen una masacre si los ven aparecer. El cerco
es un método efectivo pero muy costoso. Ahora los ganaderos esperan un aporte de
dinero del gobierno provincial para instalar otros 13 kilómetros de alambrado en
el flanco sur de la ciudad.
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“Sobre
los perros salvajes no hay ningún control. Si una enfermedad se traslada de la
ciudad al campo, ese perro no va a estar controlado sanitariamente. Y esto es
muy peligroso”, advierte desde el laboratorio de Salud Animal la joven
veterinaria Vilma Disalvo. El monitoreo es muy precario pero allí se han hecho
mediciones respecto de varias zoonosis, las enfermedades animales que pueden
transmitirse a los seres humanos. De rabia no se han encontrado casos todavía,
pero en 2016 se analizaron 450 muestras obtenidas de las heces de perros
callejeros en busca de brucelosis canina (una enfermedad bacteriana muy
difundida en el mundo, que provoca fallas reproductivas y abortos) y los
resultados positivos llegaron a 12%. Otra enfermedad muy peligrosa es la
hidatidosis: la provoca un parásito que puede llegar hasta el hombre a través de
la materia fecal de los perros, provocándole la formación de quistes en el
hígado y los riñones; ahora tiene, según los estudios de Disalvo, una
prevalencia del 6% cuando se la creía erradicada de la
región.
Con
las calles llenas de perros, en 2016 se registraron además 598 denuncias de
gente que sufrió mordeduras, lo que equivale a casi dos denuncias por día. Es
otro indicador del descontrol que se vive del lado argentino de la
isla.
***
En
Chile, sin grandes ciudades del lado de la isla que les toca administrar, el
foco de mayor conflicto en materia de controles caninos se ubica en Punta
Arenas, la ciudad cabecera de la Región de Magallanes. Ya lo contamos: aquí a
los perros callejeros se los denomina “vagos”.
“Los
perros vagos no existen. Pero sí existen los [hombres] vagos que no les dan su
alimento apropiado. Por eso los perros tienen que salir a trabajar para
sobrevivir. Las ovejas, por otro lado, no son parte de la fauna regional, porque
son animales traídos por los ingleses”, nos contesta irónicamente por mensaje el
Payaso Barquillito, cuando lo contactamos para pedirle una entrevista que
finalmente no se concreta. Barquillito es uno de los ambientalistas más activos
del sur de Chile y hasta algunos le atribuyen haber sido quien arrojó una bomba
molotov contra la sede regional del Servicio Agrícola Ganadero (SAG) de Punta
Arenas. Fue a comienzos de 2014, cuando arreciaron las críticas de los
animalistas de ese país contra un decreto firmado por el ex presidente Sebastián
Piñera para modificar la Ley de Caza e incluir un párrafo que autorizaba a
disparar contra “perros salvajes o bravíos que se encuentren en jaurías” a una
distancia superior de 400 metros de las poblaciones rurales. La presión dio
resultado y a los pocos meses, con el cambio de gobierno, la nueva presidenta
Michelle Bachelet dio marcha
atrás a dicha reforma.
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De
todos modos el Gobierno de la Región de Magallanes, que tiene jurisdicción sobre
el lado chileno de Tierra del Fuego, acaba de poner en marcha un plan de control
de los “perros vagos” que a primera vista parece mucho más efectivo y riguroso
que los que se despliegan en Argentina. En realidad, no quedó demasiada
alternativa luego de que la Corte Suprema de Chile diera esa orden en mayo de
2015. Fue después de que un ciudadano acusara judicialmente a las autoridades
locales de ser responsables de que un perro callejero hubiera mordido a su hija.
La justicia le dio la razón en todas las instancias y eso precipitó las
decisiones políticas.
En
el flamante canil de Punta Arenas el alambrado tejido de zinc todavía conserva
el brillo de las cosas nuevas. Allí no nos reciben perros sueltos, pero adentro
hay muchos que forman un enjambre de ladridos en torno a la pequeña figura de
Raúl Angulo, el responsable del lugar y de darles de comer. El hombre nos abre
el candado muy bien dispuesto y ansioso de mostrarnos su tarea. Al canil se
llevan todos los perros sueltos que vagan por la ciudad, y se les coloca un chip
para identificarlos, se los castra y se los vacuna. Luego se los vuelve a llevar
al lugar exacto de donde fueron levantados. La estrategia no es muy diferente a
la que despliegan las ciudades del lado argentino, salvo por un detalle: cuando
se descubre al dueño, se le cobran multas muy severas por descuidar a sus
animales. “Si hubiese venido hace pocos años la cosa era bien diferente, pero ha
habido un avance. Esto de la multa funciona”, asegura
Angulo.
De
todos modos, esta política es un remedio solamente para la ciudad; en el campo
los productores chilenos siguen huérfanos de una estrategia. Rodrigo Filipic,
presidente de la Asociación de Ganaderos de Tierra del Fuego, cree que su mayor
problema siguen siendo los perros asilvestrados que llegan desde la Argentina y
piensa que por eso será necesario articular medidas entre ambos países. “Acá el
stock de ovinos todavía se mantiene y, aunque tenemos una merma anual grande por
mortandad por perros, todavía estamos a tiempo de hacer algo para no llegar a
una situación tan crítica como la que tienen del lado argentino”,
dice.
Hacia
fines de los años setenta, la Argentina y Chile casi entran en guerra por
problemas limítrofes en torno al canal del Beagle. La controversia pudo ser
zanjada recién en 1984, con la firma de un tratado impulsado por el Papa Juan
Pablo II, pero todavía existen muchos recelos entre ambas naciones y muy pocos
proyectos conjuntos. Todavía parece una utopía que los gobiernos definan una
estrategia común para el control de los asilvestrados.
“Cuidado
- Terreno minado”, dicen algunos carteles que vamos dejando atrás al salir de
aquella región. Evidentemente advierten que han quedado explosivos bajo tierra
desde aquel conflicto. Sobre la superficie, en los campos más australes del
planeta, el flagelo de los perros salvajes también va tomando tonos
peligrosos.