De colegas de ciencia a camaradas de la SS

Primera entrega Tres exoficiales de la SS, la organización ideológico-militar del régimen nazi, científicos que estuvieron a cargo de un proyecto secreto para crear las superespecies de cultivos que debían mantener a los colonos alemanes una vez conquistado el este de Europa, se reagruparon tras la II Guerra Mundial en Venezuela. Vareschi, Schäfer y Brücher, ¿el bueno, el astuto, y el desgraciado? Tres personajes muy diferentes, cuyas travesías se cruzaron más de una vez, pero tuvieron destinos opuestos.
Volkmar
Vareschi hizo su primera expedición propia por latitudes intertropicales cuando
contaba 46 años. Una edad tardía para cualquier otro científico, quizá, pero no
para él, que alcanzaba su destino.
Mucho
antes, en su Austria natal, un día de Navidad cuando tenía tan solo 14 años,
juró en voz alta ante su familia que iba a hacerse naturalista “para viajar al
Orinoco”. Quedó tan atónito como sus padres. No sabía de dónde le había salido
eso tan espontáneo, tan auténtico; al menos, es lo que después relató en Orinoco
arriba, su libro publicado de más claro aliento autobiográfico. Solo adivinaba
que tenía que ver con la fascinación que le embargó al encontrar, ese mismo día,
en un libro que algún pariente había traído, una lámina ilustrada en la que
aparecía Alejandro de Humboldt acampando a orillas del gran río venezolano (1).
En 1952 pudo por fin conocer el río al tiempo que su pronosticada vocación.
Navegaba por el Delta del Orinoco con una verdadera Legión Extranjera: su
colega, amigo y viejo compañero de la Universidad de Múnich, el también
austríaco Fritz Gessner; un médico esloveno y exoficial del ejército imperial
austrohúngaro, de apellido Pospichal, establecido en Tucupita; y un baquiano de
origen francés, Serafín, que se había fugado de la colonia penal de Cayena,
Guayana Francesa, por la misma ruta marítima que poco antes siguió Henri
Charrière, Papillon, para alcanzar costas
venezolanas.
Cuando,
de boga lenta por el laberinto de caños, Vareschi pudo divisar una choza
aborigen en la orilla, le sobrevino “un susto placentero”. Tomó su cámara Leica
y, casi sin poder esperar al desembarco, corrió hacia el rancho. En el
descampado frente al cobertizo topó con una muchacha de la tribu guarao que,
cuenta, “estaba arrodillada ante un fuego casi extinguido y, mirándome con ojos
horrorizados, hundió sus manos crispadas en la ceniza, con un gesto tan
desesperado que tuve la impresión de haberle causado daño”. Aunque entre ellos
no mediase palabra alguna –Vareschi optaría con frecuencia por hablar a los
nativos de las selvas venezolanas en su dialecto tirolés de los Alpes
austríacos, convencido de que tampoco le entenderían en un castellano que, por
lo demás, aún no dominaba- , bastó la expresión facial de la chica, “como si
fuera a echarse a llorar”, para que el naturalista prefiriese guardar la cámara
sin tomar una foto y se ensimismara en una nube de remordimientos que “decidió
para siempre mi conducta para con los indios” (2).
¿Qué
licencia le habilitaba para irrumpir así en la vida de una extraña? ¿Por qué se
comportaba como si estuviese en un museo etnográfico o en un parque de
atracciones? Tomar una fotografía de la chica indígena, ¿podía hacerse con el
automatismo liviano del turista, o ameritaba otro tipo de acercamiento entre
personas? ¿No estaba menospreciando la experiencia de encontrar “gente de otro
mundo o, mejor dicho, de la prehistoria, gente para la cual también el dolor y
la alegría están asignados, gente con pleno derecho a gozar de los bienes
imponderables y ponderables de este mundo”?
Cavilaciones
de este calibre dan muestra de la sensibilidad humana de Vareschi y de la ética
sobre la que fundaría su labor científica y docente en Venezuela. Pero
sorprenderían a quien supiera que, solo siete años antes, Vareschi portaba el
uniforme negro de la SS (Schutzstaffel o Escuadrón de Protección, en alemán)
nazi, una organización condenada como “criminal” durante el proceso de Nuremberg
de la posguerra, y verdadero vivero de los superhombres arios que, según
vaticinaba Adolfo Hitler, estaban llamados a dominar Europa y el
mundo.
Encuentros providenciales
Desde
que arribó a Venezuela como inmigrante por el puerto de La Guaira, el 2 de julio
de 1950, junto a una “multitud de inmigrantes italianos gesticulantes y
ruidosos” (3), Volkmar Vareschi se convirtió en un bienhechor. Sus logros
científicos fueron múltiples, y aunque para enumerarlos y ponderarlos tal vez
sea necesario disponer de un conocimiento especializado que de común no está al
alcance de periodistas y lectores, debería resultar suficiente con decir que fue
el padre de los estudios de Ecología en Venezuela; descifrador del viejo enigma
del Caño Casiquiare, cuyas aguas parecen correr al mismo tiempo hacia el Orinoco
y hacia la cuenca de otro gigante, el Amazonas. Miembro, en 1956, de apenas la
segunda expedición botánica que alcanzó la cumbre del Auyantepuy y pionero entre
quienes estudiaron y ensalzaron el bosque tropical de neblina –por ejemplo, el
de Rancho Grande, en el estado Aragua- como uno de los ecosistemas más
eficientes del planeta. El Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas
(Ivic) y la Universidad Central de Venezuela (UCV) preparan para el próximo
noviembre un acto en homenaje a su memoria. A su manera, Vareschi fue un émulo
en el siglo XX de Humboldt, cuya ruta por el Orinoco remontó entre 1958 y 1959,
en ocasión de los 250 años de la visita del insigne
berlinés.
Pero
en libros, revistas y fuentes de Internet, la hoja curricular de Vareschi
siempre reserva un llamativo espacio en blanco para un período anterior, entre
los años 1942 y 1945. Pareciera que no hizo nada recordable en ese tiempo, un
vacío que un pensamiento convencional rellenaría con la presunción de que estuvo
en la guerra. Lo que es cierto, pero solo a
medias.
No
disparó ni un tiro, pero participó de otro esfuerzo funcional para la expansión
del Reich alemán. Era el esfuerzo científico de crear, en laboratorio, las
superespecies de granos, resistentes a heladas y hábitats hostiles, que debían
acompañar a los soldados-agricultores arios cuando colonizaran las extensas
estepas del este de Europa. Con Polonia bajo control nazi desde el otoño de
1939, en junio de 1941 se dio inicio a la invasión de la Unión Soviética. Las
planicies de Ucrania, Bielorrusia y Rusia no serían un botín de guerra
cualquiera, sino el nuevo Lebensraum (Espacio Vital) que el Führer Adolfo Hitler
(1889-1945) reclamaba para el bienestar del pueblo
alemán.
Al
siguiente año de 1942, Vareschi fue asignado al Instituto Imperial Sven Hedin
para la Investigación de Asia Central (Reichinstitut Sven Hedin für
Innerasienforschung), con sede primero en la capital bávara, Múnich, y luego en
el castillo de Mittersill, un pueblo de Austria. Como el Instituto Sven Hedin
estaba adscrito a la Ahnenerbe, o Fundación para el Patrimonio Ancestral, creada
y dirigida personalmente desde 1935 por el Reichsführer Heinrich Himmler
(1900-1945), comandante supremo de la SS, Vareschi recibió de manera automática
el rango de SS-Untersturmführer, equivalente al de subteniente. En un documento
(Personalfragebogen) fechado en Múnich en 1943, que yace en la actualidad en el
Archivo Nacional de Washington D.C., Vareschi confirmó de su puño y letra que en
ese momento estaba inscrito en el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores
Alemanes (NSDAP, o partido nazi) y detentaba ese rango en la
SS.
Vareschi
falleció en Caracas en 1991, de modo que no está presente para alegar en su
descargo. De todos modos, no se precisan elucubraciones mayores para concluir
que prefirió obviar ese dato en su hoja de vida con tal de evitar, a posteriori,
explicaciones que siempre resultarían tan esforzadas como insuficientes. Pero
quienes le sobrevivieron, su viuda e hijo, aseguran hoy que en casa no le
importaba hablar del asunto.
“Sí lo hablaba, claro, sin ningún problema. Mi esposo siempre fue muy, muy
franco”, sostiene Lieselotte Zettler de Vareschi, una prestigiada profesora en
el área de Letras, jubilada de la UCV, y desplazada por la II Guerra Mundial
desde la ciudad de Schwerin, sobre la costa Báltica alemana, a
Venezuela.
De
la franqueza y buen humor de Volkmar Vareschi sobran los testimonios, que no
siempre provienen de familiares u otras partes interesadas. Carsten Todtmann,
editor, quien asegura haberlo conocido, pero “no muy de cerca”, recuerda una
emblemática fotografía que adornaba el salón de Frisco, el café y confitería que
por años reunió a la colonia alemana en Chacaíto. En ella aparecían Franz Dorn,
el dueño del local, y Vareschi “muertos de la risa”.
El
doctor Klaus Jaffé, investigador y académico de la Universidad Simón Bolívar
(USB), asegura, por su parte, que “Vareschi nunca mostró ninguna actitud
racista, él era muy cordial”. Vareschi pasaba mucho tiempo en casa de los Jaffé
y agradece, en Orinoco arriba, el aporte del patriarca, Werner Jaffé –profesor
de bioquímica en la UCV, impulsor de las ciencias en el país y, para ampliar su
foja, uno de los creadores de la fórmula Lactovisoy-, en el éxito de su
Expedición Conmemorativa de Humboldt. Werner Jaffé, padre de Klaus, había tenido
que abandonar sus estudios de Química en Alemania para continuarlos en Suiza y
luego encontrarse con su padre, ya exiliado en Venezuela, en 1940. “Yo soy medio
judío, por el lado de mi padre”, reconoció Werner Jaffé al escritor Karl Krispin
en una entrevista, poco antes de su fallecimiento (4), en 2009, y estribaba en
ese dato familiar el motivo para que tuviesen que dejar Alemania. De modo que en
el hogar de los Jaffé había la sensibilidad suficiente para captar por el radar
la cercanía de alguna amenaza antisemita, una alarma que Vareschi jamás hizo
activar. “Casi todos los alemanes que vinieron después de la guerra a Venezuela
tuvieron algo que ver con el partido nazi. En esa época era inevitable”,
descarta Klaus Jaffé en entrevista telefónica, antes de ensayar una analogía:
“Hacer ciencia en esa época para los nazis equivalía a trabajar hoy en el Ivic
bajo el gobierno bolivariano. Sería una tontería ponerse después a ver quién
trabajó con el chavismo y quién no lo hizo”.
Con
todo ello, parece natural que Vareschi ingresara a las filas de la SS de un modo
casi cómico. Lo cuenta Lotte de Vareschi en sus libros de memorias, Ahora escribo con plumas de loro:
Vareschi estaba en el andén de la estación de trenes de Rum (cerca de Innsbruck,
Austria, ciudad de origen de Vareschi) en espera del transporte que lo llevaría,
junto a sus compañeros del Batallón de Guardia de Montaña (Bergwacht), a los
combates de lo que después se conocería como batalla de Stalingrado (hoy
Volgogrado, Rusia), cuando la voz de un oficial le llamó: “Cabo Vareschi,
¡salirse!”. Se le convocaba con urgencia a una oficina de la SS en Baviera. Si
bien el parte militar no era muy preciso y en primera instancia lo condujo por
equivocación hasta una oficina bávara de la SS de aspecto siniestro, que resultó
estar en el campo de concentración de Dachau, por fin pudo alcanzar su meta, una
oficina de la calle Widenmayer de Múnich, sede del Instituto Sven Hedin
(5).
Allí,
recién conocería a quien sería su jefe asignado y, a la larga, su protector.
“Por favor, doctor Vareschi, tome asiento”, lo recibió. El llegado pensó: “¡Ah!
¡Ahora vuelvo a ser “doctor”! ¡Ya no más “recluta de mierda”!”. En efecto,
Vareschi pasaba a otro nivel. Investigaría con botánicos y especialistas en
genética, con verdaderos colegas. Un documento de 1943 revela que en el
instituto devengaría un salario respetable de 480 marcos del Reich al mes.
Además, aprendería que su jefe no era un tipo cualquiera, como tampoco trabajar
para la SS era lo mismo que vérselas con cualquier otra rama burocrática del
nacionalsocialismo.
De
ambas distinciones da fe un episodio que Lotte de Vareschi oyó de su esposo pero
que hasta ahora no había dado a conocer en público. Un día Heinrich Himmler, el
mandamás de la SS, anunció una inesperada visita al castillo de Mittersill. Es
probable que se tratara de la misma visita reportada el 12 de mayo de 1944,
cuando, según la periodista e historiadora Heather Pringle, Himmler pareció
“complacido con lo que veía, remarcando con auténtico interés la labor racial
del instituto” (6). Según el relato de Lotte, todos los investigadores del
instituto fueron llamados en emergencia para acudir, con el uniforme negro de la
agrupación, a la revista. Himmler quería conocerlos de uno en uno. Entre el
personal de la instalación se había colado un empleado informal, una especie de
factótum del director del instituto que, en esos tiempos de escasez impuesta por
la economía de guerra, se encargaba de conseguir provisiones en el mercado
negro. El director decidió presentarlo, ponerle un uniforme de SS y hacerle
decir que era el encargado del desarrollo de nuevos granos que los campesinos de
los Alpes pronto pondrían a prueba. Pero esa era, en realidad, la labor de
Volkmar Vareschi en el laboratorio. ¿Qué diría entonces? Su jefe instruyó a
Vareschi para que dijera a Himmler que el proyecto a su cargo era la cría de
caballos genéticamente más robustos para el servicio de las tropas en el este-
una tarea genuina a la que el propio director del Instituto Sven Hedin había
consagrado parte de sus investigaciones.
Cuando
llegó la hora de presentarse ante Himmler, la honestidad de Vareschi le jugó una
trastada. Titubeó ante la pregunta de a qué se dedicaba y apenas consiguió
murmurar, entre carraspeos: “Bueno, Reichsführer…”. Enojado por la vaguedad de
la respuesta, que rozaba la insolencia, Himmler volteó hacia el director del
Instituto, un oficial de graduación media de la SS (a la sazón
SS-Sturmbannführer, o Mayor), así como también un científico de gran reputación,
y le increpó: “A este hombre, ¿qué le pasa?”. Y entonces el director del
instituto tuvo un reflejo que tal vez salvó la vida a Vareschi por segunda
ocasión desde que lo llamó justo antes de partir a Stalingrado: “Reichsführer”,
sacó a relucir lo mejor de su repertorio de adulaciones, “este hombre está tan
impresionado de encontrarse por primera vez frente a usted, que le faltan las
palabras”.
El
autor de la ocurrencia, el director del Instituto Sven Hedin, el
SS-Sturmbannführer, el jefe de Vareschi y tal vez su salvador, se llamaba Ernst
Schäfer.
Al asalto del Himalaya
La
SS fue fundada en 1925 como un cuerpo de élite que escoltaría al Führer Adolf
Hitler. Pero bajo la dirección de Heinrich Himmler creció de manera descomunal
hasta convertirse en un Estado dentro del Estado, con millones de afiliados y
leyes, jurisdicciones y armas propias. Lo que se esperaba fuera una guardia
de honor se convirtió pronto en una facción del partido nazi, lo bastante
numerosa y feroz como para primero equilibrar y luego neutralizar a las díscolas
SA o Sturmableitung (Tropas de Asalto, en alemán), camorreros de camisas pardas
que fueron útiles para la toma del poder, pero que, llegada la hora de las
formalidades institucionales, debieron ser purgados de manera cruenta durante la
denominada Noche de los cuchillos
largos de junio de 1934.
La
SS llegó a hacer las veces de aparato policíaco y de seguridad dentro del
sistema de terror nazi, incluyendo, a la postre, la vigilancia de los campos de
la muerte. Fue al mismo tiempo un enorme conglomerado empresarial, que reportó
ganancias pingües a todos los que estuvieron en posición de meter la mano en su
sinuoso organigrama. La SS también fue un ejército, con la creación de la
Waffen-SS y sus batallones, algunos de ellos entre los más victoriosos de las
fuerzas armadas alemanas durante la II Guerra Mundial, pero también de los más
despiadados. La SS se hizo al fin tan grande que requirió de un cuerpo
ideológico, una razón de ser.
El
fervor por lo militar, tan característico del nacionalsocialismo y de la SS,
puede achacarse a sus deudas con las pompas del fascismo italiano, que los
precedió, y a un rasgo de la germanidad más obvia. Pero la SS también escogió
apropiarse –entre muchos otros, como la vindicta contra “la puñalada por la
espalda” de Versalles, la necesidad de un espacio vital y el odio por igual
tanto al bolchevismo como a los valores burgueses- de uno de los puntales de las
reivindicaciones alemanas: el derecho, o el deber, de preservar la pureza
racial. La SS, como el nazismo que le servía de fuente, propugnaba la identidad
del pueblo alemán con la herencia en custodia de una raza superior, los arios,
que provenían de las brumas de tiempos virginales, que aparecían apenas
esbozados en las sagas nórdicas y las leyendas del sacro imperio, y con los que
quizá también se emparentaban, pero mediante un nexo más débil, los pueblos de
Escandinavia, Flandes, Normandía y Gran Bretaña.
Esta
tesis sirvió para dar rienda suelta en la SS al misticismo, más que a la
ideología. Siempre se ha señalado, como un detalle curioso, si no risible, que
tanto Hitler –un antiguo cabo de pelo oscuro, oriundo de la cuenca alta del
Danubio- como Himmler –un enclenque católico bávaro, criador de pollos, calvo y
con lentes- replicaran en escasa o ninguna medida el ideal fisonómico de los
arios. Pero algo que a Himmler distinguía, sin compartirlo con Hitler, era la
atracción que sentía por el ocultismo, la seudohistoria y los mitos, una afición
de la que también eran entusiastas practicantes otros jerarcas nazis como Alfred
Rosenberg (1896-1946) y Rudolf Hess (1894-1997).
Himmler
quiso que la SS diera la imagen de una Orden Teutónica rediviva. Las gorras de
plato de la oficialidad llevaban una insignia propia de tribus germánicas: una
calavera sobre dos tibias cruzadas –aunque también fuera durante el siglo XIX
emblema de un escuadrón de húsares del Kaiser-, y el logotipo de la organización
incluía sus iniciales escritas como dos runas vikingas de la victoria. Convirtió
el castillo de Wewelsburg, en Westfalia, en una suerte de Camelot nazi. La SS
revisaba a fondo la genealogía aria de sus miembros, a quienes impedía casarse
con no-arias y animaba a procrear numerosos hijos. Los matrimonios se celebraban
con ceremonias calcadas de los ritos ancestrales paganos, y la Navidad se
sustituiría poco a poco por la Fiesta del Solsticio de Invierno. La SS debía
ser, ni más ni menos, la fuente de regeneración racial y cultural de la sociedad
alemana.
Pero
para consolidar esta feria del pasado y proyectarla como modelo de futuro, no
bastaba con tener fe. Hacía falta una base empírica. Así que la SS impulsó
una ciencia völkisch (expresión
alemana por étnico-nacional) que desplazara de las universidades a la ciencia
judía. La nueva verdad debía imponerse en el mundo del
conocimiento.
Llegó
a haber, por ejemplo, una geología aria que dejó de lado la teoría de la deriva
de placas tectónicas –nacida, por cierto, también en Alemania con Alfred
Wegener- en favor de una nueva propuesta, la del planeta de hielo. Como también
hubo una electrofísica aria que decía que la atmósfera terrestre, debidamente
manipulada, podía comportarse como un control remoto gigante, capaz de apagar y
encender al antojo todos los artefactos eléctricos del
globo.
Un
papel similar, si no más relevante, tocó a la arqueología, la antropología y la
genética arias; esta última, mutada en Rassenkunde (o Estudios de la Raza). Sus
tareas quedaban sesgadas desde el principio por un deber que no era el de
comprobar una hipótesis, sino de forjar en campo las evidencias verosímiles de
una historia rescrita a placer y conveniencia por el totalitarismo nazi. En
particular, de lo que se trataba era de sustentar la existencia previa de los
arios, la primigenia raza de gentes superiores.
Como
plataforma de este empeño, en 1935 Himmler creó y puso bajo jurisdicción de la
SS, dos años después, la llamada Deutsches Ahnenerbe- Studiengessellschaft für
Geistesurgeschichte (o Herencia Ancestral Alemana- Sociedad para el Estudio de
la Historia de las Ideas Primitivas), un nombre demasiado descriptivo –y
abarcador, a la vez- que pronto se abrevió como Ahnenerbe. No tardó mucho en
funcionar como un imán para charlatanes de toda guisa. En su misión de reordenar
la historia, la Ahnenerbe contrató a falsificadores, gurúes y aventureros. Antes
de la guerra –cuando no había asumido todavía otras responsabilidades más
graves- apoyó expediciones extravagantes a Finlandia, Irak y Suecia, por
ejemplo, o a Bolivia; esta última al final abortada, pues nada más tenía por
sustento central la certeza de que la Puerta del Sol en Tiahuanaco, a orillas
del lago Titicaca, era en verdad la ruina visible de un asentamiento
ario.
Se
debe decir, en plena justicia, que la Ahnenerbe también tuvo éxito en reclutar a
científicos de comprobada valía que, por convicción política, instinto de
supervivencia u oportunismo, contribuyeron a darle una fachada de integridad
intelectual. Entre esos científicos estuvieron el gran orientalista Walther Wüst
(1901-1993), el arqueólogo Herbert Jahnkuhn (1905-1990) y, sí, el zoólogo Ernst
Schäfer, quien sería jefe y “salvador” de Volkmar Vareschi. Para ese
entonces, una de las teorías más populares sobre la procedencia de los arios,
ubicaba su origen en la Atlántida extinta. Pero la idea más aceptada entre
académicos era que si los arios habían venido de algún lado, ese lugar tenía que
ser el sistema montañoso indo-himalayo. Ya la flamante disciplina de la
lingüística comparada había establecido que casi todas las lenguas occidentales,
y muchas de Oriente, como el sánscrito hindú, se habían desprendido de un tronco
común, el idioma indoeuropeo de la antigüedad. De hecho, la palabra “ario”, en
su acepción de “noble”, es una voz que proviene tanto del sánscrito como del
farsi iraní; y la esvástica, ese símbolo que adquiriría connotaciones lúgubres
en la historia inmediata, era conocida desde tiempos inmemoriales como
representación de advocaciones sagradas en Asia Central y el subcontinente
indio. ¿Por qué no buscar en esa región?
El
ambiente le era propicio a Ernst Schäfer cuando en 1937 empezó a buscar
patrocinios para una expedición al Tíbet. Himmler pronto se mostró interesado en
apoyarle. Estaba convencido de antemano, como otras autoridades del régimen, de
que un tramo importante de la evolución ario-germánica se escondía allá y que
valía la pena hacer el esfuerzo por encontrarlo. Y no albergaban dudas de que
Schäfer tenía las credenciales para liderar ese esfuerzo, incluyendo un carné
del partido nazi, al que se sumó en 1933 (año de la conquista del poder por
Hitler, mismo en el que muchos alemanes juzgaron conveniente adherir al partido
nazi; fueron tantos los que decidieron hacerlo entonces, cuando se vio que los
vientos le eran favorables al nazismo, que toda esa camada de militantes por
pragmatismo recibió un apodo burlón, Violetas de Marzo, un remoquete que a su
vez el escritor escocés Philip Kerr utilizó para titular una de sus novelas
negras ambientadas en el Berlín hitleriano). Además, ya en 1934 Schäfer se había
afiliado a la SS.