Y llegaron los cuchillos

Hace un año, el cinco de septiembre de 2009, mataron de seis puñaladas a Giovanni Conte Trezza, Yani para sus amigos. La prensa dijo entonces que el homicidio parecía haber resultado de una riña entre tribus urbanas. Pero no fue así. He aquí un recuento de estos eventos con un poco de la historia de este joven músico. El asesinato –uno más en el historial de violencia de Caracas–, sin motivo aparente, todavía no tiene siquiera sospechosos.
“Su llamada será desviada al buzón de
mensaje al oír el tono. Piiiiiiiiiii”. Una y otra vez el mismo estribillo
después del quinto repique. No importaba cuál número marcara: el de Yani, Kalo,
Fabiola, Miguel, Nicolás. Ninguno contestaba. Ya eran las cuatro de la madrugada
y no había sosiego para Franca.
El monte y la grama forman un macizo verde
en el que pronto se pierde de vista cuál es cuál. Ha estado lloviendo. Un Mazda
6 gris se detiene en un punto exacto del terreno. Los vidrios del auto bajan. La
música se cuela, se desparrama por doquier; sin embargo, hay una lógica
ordenadora que le da sentido a la melodía, a esa y no a otra, regada sobre las
lápidas de los que ya no están entre los
vivos.
Un hombre se baja del carro. Sus movimientos
enérgicos, incesantes, demuestran que está ansioso. Lleva una camisa de rayas de
marca, un pantalón formal, zapatos de cuero y una gorra azul con el logo de
Globovisión justo en el centro, casi como un intruso en el vestuario. No es un
hombre sano. Desplaza con notable incomodidad su metro setenta y pico de
humanidad. Desde que su hijo murió, hace ocho meses, trece kilos le cayeron
encima.
Se agacha y arranca de una porción
específica de parcela todo lo que no es grama. Lo hace como quien repite una
acción aprendida, automática. Luego se dedica a quitar las flores marchitas de
los jarrones de barro que custodian el recuadro de tierra bajo el que está
enterrado su hijo; el cuerpo, al menos.
“No era un tipo al que le gustaban las
flores, la verdad”, comenta mientras saca del asiento trasero del carro un ramo.
Estaba claro que lo había comprado en esas tiendas que están cerca de los
cementerios en las que arman los arreglos con el mismo criterio de color y tipo:
varios claveles blancos, algunas rosas rojas, unas espigas verdiamarillas y unos
botones de un tono blanco viejo que por su tamaño opacan todo lo demás. Desata
el pabilo que sujeta el papel plateado y escoge uno de los jarrones próximos a
la lápida, como si de esa forma estuviese acercándose al corazón de su hijo.
La ausencia es un tipo de soledad que
lacera, que quiebra todas las estructuras. La ausencia no la deja todo el mundo
cuando se va, la deja, por ejemplo, un hijo único cuando es asesinado.
Antonio (Tony) Conte se sienta como puede.
Prácticamente se deja caer en el suelo. Muchos mosquitos revolotean en su cara.
No trata de espantarlos, simplemente sabe que están allí: “La vida se complica
con este sobrepeso”, murmura mientras se sienta. “Lo más difícil va a ser poder
levantarme”, sentencia resignado.
Minutos más tarde se para junto a la tumba
con las manos recogidas en la espalda, como si observase con desgano la oferta
de una vitrina, como si leyese por primera vez aquel epitafio: Siempre te
sentiremos, serás la brisa que acaricia nuestros rostros en cada amanecer. Te
amamos.
Baja un poco la cabeza, da la impresión de
que reza, de que conversa de algo con alguien, un tema que ambos conocen y que
no requiere mayor articulación. Un metalenguaje se produce, rápido, pero ocurre.
Al terminar, aprieta los labios y gira la cabeza en señal de negación, todavía
le cuesta creer lo que ha ocurrido.
Varios suspiros interrumpen su jadeo.
Aspiraciones y exhalaciones defectuosas que transitan por una nariz brillante,
porosa, naturalmente enrojecida. Tony Conte luce agobiado.
La visita se extiende más de lo debido; las
reglas en el Cementerio del Este son claras: “Permitido el paso a las terrazas
hasta las 5:00 P.M.”. Para entonces ya eran las seis. Los guardias no lo han
visto, o quizá sí, pero deben tener claro que cuando se está junto a los muertos
es fácil perder la noción del tiempo.
La tarde toma su relevo del día. Tony parece
entender el cambio de luz como una señal de salida. Descruza los brazos y
empieza a caminar hacia el carro. Antes de irse toca la lápida, se la lleva la
mano a los labios, la besa y sin más dice: “Hijo, yo sabía lo que tenía”.
***
Cuando llega te toca, y así, sin aviso, ese
día se convirtió en tu día.
En un edificio de Los Palos Grandes, en
Caracas, a las tres de la tarde del cuatro de septiembre de 2009, Giovanni
Emilio Conte Trezza jugaba PlayStation 3 con su amigo Carlos Julio Acosta, Kalo.
El domingo treinta de agosto Giovanni recién había llegado de Miami. Había hecho
un viaje con su mamá, Franca Trezza. Aprovechó para comprar muchas cosas, entre
ellas instrumentos para su banda, Drömdead, y, justamente, un lector para el
PlayStation 3.
Cerca de las cinco, Giovanni y Carlos Julio
se levantaron, dejaron los controles en algún lugar del cuarto, porque tenían
cosas que hacer: ir a ensayar con el resto de la banda a la urbanización La
Floresta. Volvieron al apartamento a eso de las siete. Franca había hecho un
mercado de novecientos bolívares para poder alimentar al grupo: Kalo, Fabiola,
Nicolás, Mariana y Giovanni. Conversaron y se rieron, los músicos y la
anfitriona. El tiempo pasó rápido y pronto fueron las diez de la noche. El plan
inicial era quedarse en casa; sin embargo, estaban todos juntos y era viernes y
bueno…por qué no. Decidieron ir a La Cabaña, un local que queda en Altamira. Los
muchachos “pa´ La Cabaña” y Franca a su cama.
A las tres y media de la madrugada un
sobresalto la despertó. Una punzada en el área del corazón le hizo tocarse el
pecho. Giovanni fue lo primero que pasó por su cabeza somnolienta.
***
A las cuatro y media de la madrugada del
cinco de septiembre de 2009, Franca aún no sabía lo que había ocurrido.
Continuaba llamando. Una y otra vez el mismo estribillo después del quinto
repique: “Su llamada será desviada al buzón de mensaje al oír el tono.
Piiiiiiiiiii”.
Alrededor de las cinco Kevin llegó a casa de
Franca con la camisa llena de sangre. La sangre no era suya, sino de sus amigos,
a quienes intentó ayudar antes de ir a buscarla. La orden que recibió Kevin fue
de no decirle nada a la madre. Solo estaba autorizado para decir que Yani había
chocado, solo eso.
Franca se montó en el carro de Kevin.
–¿Qué pasó? Dime la verdad por favor ¿están
todos bien? ¿Dónde está Giovanni?
–Vamos a La Bonita– le respondió Kevin
intentando mostrarse calmado.
–¿La Bonita? ¿Qué estaban haciendo ustedes
allí? – preguntó Franca.
Ella no era capaz de atar cabos. Sin
embargo, sabía que todo estaba mal, aunque nadie quisiera decirlo.
–Fuimos para allá anoche. Ahí nos reuníamos
cuando Jonathan Sirit vivía en Venezuela. Señora Franca, tranquila, Yani chocó,
pero todo va a estar bien.
Cuando llegaron, Franca vio el carro chocado
y escuchó a la policía que le decía con todo el tacto que puede tener un oficial
caraqueño:
–No pudimos hacer nada.
Ella seguía sin entender. ¿Cómo podía
imaginar que habían asesinado a su hijo de seis puñaladas horas antes? ¿Cómo?
¿Cómo se imagina eso una madre?
Primer viaje
Franca Trezza podría ser calificada como una
mujer muy dulce. De esas que terminan las frases con un “mi amor”, “mi vida”,
pero no dicho como un saludo a la bandera, sino como una ternura real. Tiene el
pelo corto, rubio, sus ojos son negrísimos, expresivos, tristes. No mide más de
un metro sesenta, es robusta sin ser gorda, de piel muy blanca; un tipo clásico
mediterráneo.
“Era un tipo con alma, transparente,
auténtico. Mi único hijo”, afirma con una sonrisa forzada.
“Nació músico. Desde pequeño dejó claro cuál
era su vocación; sin embargo, pasó por todo: beisbol, fútbol, natación, básquet,
en esta última fue donde más duró, en parte para complacernos a nosotros. Una de
las maestras de primaria me llama: ´Franca, lo tuve que separar del amiguito
porque él, sin prestar mucha atención, entiende y sale eximido, pero el otro
niñito es más lento y Giovanni lo desconcentra´ ¿Qué hace cuando lo pones solo
en una esquina? Empieza a hacer movimientos como si tocara algún instrumento;
pasa todo el día en eso…´”.
En ese instante recuerda cuando embarazada
se sentaba a tocarle el órgano.
“Era un puente. Lograba conciliar las
partes. Cuando entró al grupo Metrozubdivision la vacante que él ocupó (bajista)
estaba libre porque los integrantes se habían peleado. Giovanni logró unirlos de
nuevo. Era alto, medía un metro ochenta y dos, flaco. Tenía una gata que era el
amor de su vida, negra, le puso de nombre Mumu, tal como le decía a una de sus
novias. Era un humanista. En eso se parecía mucho a mí. Devoraba libros. Podías
hablar con él de lo que fuera, siempre tenía algo que decir, cosas interesantes,
profundas. Su tema favorito era la religión. Era ateo. Creía en el ser humano.
Yo, sin embargo, soy muy católica. No era peleón. Para nada. Jamás llegó a la
casa amoratado o sangrando. Él no sabía pelear. Su arma de combate era el verbo
y solo eso.”
Giovanni estaba estudiando Sociología en la
Universidad Central de Venezuela. Al momento de su muerte había hecho un año de
economía en la Universidad Andrés Bello y un semestre adicional en la Central.
En el tercer semestre de Sociología fue preparador de estadística. Era un alumno
aplicado.
Su tiempo libre lo dedicaba a la música. Era
su pasión. Pasó por varios grupos. Primero estuvo en Skalofríos, luego en Khaos,
Blackout, Zeitgeist, Despair, Drömdead y el último fue Metrozubdivision; todos
encajaban dentro del género de la música industrial, una corriente que va a
medio camino entre la electrónica y lo experimental. Sus orígenes se remontan a
los años setenta. En su trabajo como solista, Yani combinó el postpunk en la
primera mitad de la producción y dark folk en la última. Los dos géneros usan
líricas y ritmos tristes, reflexivos, oscuros, estructurados sobre la plataforma
de lo acústico.
A los diecinueve años, Giovanni decidió que
no comería carne de ningún tipo, más nunca. Que sería vegetariano. Y así fue.
Llegó a esa decisión al ver un programa de televisión en que se mostraba de qué
forma mataban a los animales para el consumo humano. No quería contribuir con
esa matanza.
Hay partidos de fútbol al aire libre, bodas
a la intemperie, misas que se celebran bajo la claridad del cielo, sin
estructuras barrocas, ni púlpito. Misas que se convocan para recordar el dolor,
para presionar la herida, para no olvidar la intensidad del sufrimiento, porque
eso, justamente eso, hace pensar a la gente que no murió, que el dolor tiene el
poder de mantener vívido el recuerdo. Este cinco de mayo de 2010, a ocho meses
del asesinato de Giovanni, el lugar de los hechos, el lugar donde cayó sangre
sin motivo aparente, esa redoma siniestra de La Bonita, es el mismo que sirve de
escenario para la ceremonia.
La redoma de La Bonita está formada por el
recodo final de la calle La Guairita, justo en una zona del este de Caracas de
clase media alta. La bordea un parque en el que se juntan columpios, máquinas
para desarrollar músculos, una pequeña pista de trote, algunos árboles y varios
banquitos de obra limpia.
Uno de los árboles sirve de techo a la mesa
con mantel blanco y arreglos florales que sostiene, con restricciones de
espacio, la biblia, el cáliz cubierto por un pañuelo y un portarretrato con la
foto de Giovanni –Yani para sus amigos– sonriendo. Ese toldo, justo enfrente, no
alcanza para cobijar a todos los presentes.
Los colores de la escena son importantes:
una masa de jóvenes viste de negro y aguarda en silencio, llora y transpira.
Cincuenta individuos –aproximadamente– con camisas negras rasgadas,
incrustaciones metálicas en los rostros, tatuajes, ojos maquillados de negro,
muy negro; una postura encorvada y apática los uniforma.
Franca y Tony reciben muchos abrazos esa
tarde. Escuchan muchas palabras a medio terminar, muchos “lo siento” que con
vergüenza salen frágiles de las gargantas de los que allí están.
Segundo viaje
El arquitecto Tony Conte no necesita que le
abran pista para hablar de su hijo. Acelera y no frena. Hay un goce evidente en
ese deporte. No sabe por dónde empezar, por dónde terminar, simplemente se
desboca. Habla desordenadamente. Pierde el hilo con facilidad y está consciente
de sus desvaríos, así que constantemente pide asistencia a su interlocutor para
que lo centre.
“Mi hijo era un tipo inteligente. Era una
belleza. Franca y yo nos divorciamos cuando él tenía doce, pero siempre supo, le
recalcamos hasta el cansancio, que quienes se habían separado éramos nosotros
dos. Ahora vas a tener dos casas, le decía. Se trató de que esa decisión lo
afectara lo menos posible. Franca es una gran mujer, de verdad que sí. ¿Una cosa
curiosa? Mi esposa actual está embarazada. Cuando el médico hizo el cálculo de
fecha para el nacimiento, me di cuenta de que se concibió cuatro días antes de
la muerte de Yani. La verdad no estoy emocionado con su llegada. Nunca va a ser
lo mismo”.
La relación de Tony con su hijo era muy
horizontal. Conversaban de todo. A pesar de la confianza, el señor Conte puso un
dispositivo en el carro de Yani para poder rastrearlo satelitalmente: “A veces
lo llamaba y le preguntaba ¿dónde estás? Y me decía mentiras. En muchas
ocasiones tuve que morir callado para que no descubriera que le había puesto el
GPS. Sin embargo, era obediente. Lo mejor del caso es que él siempre buscaba la
manera de negociar y llegar a un acuerdo donde los dos ganáramos”.
“Con las novias era un buen hombre,
demasiado bueno. Lo digo porque yo sí soy tremendo. Él tuvo muchas noviecitas,
pero solo dos novias serias: Jennifer y Cecilia, conocida artísticamente como
Sexilia; es músico también, cantante”.
De pronto hace pausas largas, se queda con
la mirada fija, perdida. Da la impresión de que despega, y después de unos
segundos regresa. Entonces lo hace de golpe: “Yani siempre estaba pendiente de
mí y yo de él”.
El 6 de septiembre se leería en algunos
diarios del país que un joven de veintiún años había muerto de seis puñaladas en
la urbanización La Bonita, con el siguiente mensaje: la causa del asesinato
había sido una lucha entre tribus urbanas, góticos versus reguetoneros. Eso no
fue lo que ocurrió.
Algo que ninguno de los presentes ese día
puede aún descifrar desató la violencia. El odio. La locura. La historia de esa
noche comenzó como cualquier reunión ordinaria en una redoma de Caracas, un
viernes en la noche. Yani y sus amigos llegaron primero, luego otros carros con
jóvenes que ellos no conocían. Compartieron el espacio, pero sin relacionarse.
Cada grupo estaba por su lado: tomando, hablando, escuchando música. De pronto
el ambiente casual cambió.
Uno, dos, tres, cuatro, hasta veinte
puñaladas repartieron esa noche los que llegaron después, entre las tres y media
y las cuatro de la mañana del cinco de septiembre de 2009, hace un año ya de
aquello. Nadie sabe cuántos (o no lo dicen) fueron los autores de esas
cuchilladas. Solo que fueron capaces de usar un cuchillo de cacería y penetrar
una y otra vez cuerpos jóvenes que huían, que estaban de espalda.
Seis personas del grupo de Giovanni quedaron
heridas, tres de ellas de gravedad. Tres pulmones perforados, una nariz
rebanada, un espina dorsal a un centímetro de ser lacerada, ojos ensangrentados
y una vida perdida. Esa, la que se fue, la que no pudo más, fue la vida de Yani.
Los caminos verdes
María Gabriela Sotillo y Giovanni se
conocieron un día en que ella caminaba por Terrazas de El Ávila. Él le ofreció
la cola y cuando se montó en el carro le lanzó un “¿y tú qué?” al que ella
respondió un “¿qué de qué?”. Yani contrapunteó de vuelta: “¿Qué música
escuchas?”. María Gabriela, aún asombrada por el arrojo del conductor,
respondió: “Me gusta The Cure”. “Nooooo, mentira”, respondió él.
Fueron encontrando infinidad de puntos en
común, hasta que Yani la bautizó: “Mi maldita mejor amiga”.
Maga, como todos la conocen, vivió de cerca
la vida de Giovanni. El día que conoció a Franca se preguntó de quién habría
salido Yani así, oscuro, diferente. Para Maga él tenía una estrella, algo que,
además de irresistible, lo convertía en un sujeto extraño, fascinante.
“Era muy histriónico. Hacía un gesto
característico todo el tiempo. Era su sello: se pasaba la mano con los dedos
entreabiertos frente a la cara, como si ambos estuviesen viéndose, fruncía el
ceño, y decía: ‘Yo soy la oscuridad’. Le gustaba la oscuridad. Tenía cortinas
gruesas, le encantaba la luz de las velas y siempre usaba unos lentes de sol muy
negros, en parte porque sufría de una alergia en los ojos por fotosensibilidad”,
recuerda Maga mientras prende un cigarro. Cuanto más habla, más nerviosa se
pone, aunque revive con agrado cada detalle.
“Le gustaba tomar vino. Hubo un momento de
su vida, no sé exactamente cuándo, alrededor de los diecisiete, dieciocho, en el
que tuvo problemas con el alcohol. Se fue de su casa a vivir con el tío, al que
quería profundamente. Nunca fuimos novios, muy a mi pesar. En el momento que nos
conocimos, Yani estaba en un proceso de ‘purificación’, decía constantemente:
‘Estoy en celibato’. Era alegre, muy contradictorio. Jamás se le iba la sonrisa
de la cara, pero siempre se quejaba de todo: ¡Esto es una mierda, aquello
también! Al final quedabas convencida de que efectivamente todo era una mierda.
Pero no había un mensajito de texto de Yani que no terminara con una carita
feliz. Así era, oscuro, pero alegre. Si no lo conoces, no lo entiendes”.
Cuando el grupo de amigos salió de La
Cabaña, decidió ir a tomarse unas cervezas a La Bonita, por sugerencia de uno de
ellos: Tomás. Una redoma en la que por tradición la gente va a eso, a tomar. Una
licorería veinticuatro horas en el pequeño Centro Comercial La Bonita fue la
responsable de crear el punto. Era de conocimiento público que no solo el
alcohol era el negocio del local, las drogas también. Por eso, y las quejas
recurrentes de los vecinos, cerraron el recinto ocho años atrás. Sin embargo, la
costumbre quedó.
La redoma tiene un diámetro de veinticinco
metros aproximadamente, no más.
Luego de un rato tres carros llegaron: dos
camionetas grandes de lujo y un carro pequeño tipo coupé ¿Qué modelos
exactamente? No se sabe aún (o no lo dicen); solo se conoce con certeza que uno
de ellos era una Grand Cherokee.
Alrededor de diez personas se bajaron de los
autos, dos eran mujeres (tampoco se conoce a ciencia cierta cuántos eran: o no
lo dicen).
Los primeros, los del grupo de Giovanni eran
catorce, de los cuales dos pertenecían al grupo de música punk Apatía-No y el
resto a Drömdead, el grupo en el que Yani tocaba la música industrial. El
atuendo característico de estas bandas es un conjunto completamente negro. Es
parte de su carácter artístico; nada tiene que ver con pertenecer o no a una
tribu urbana.
Los segundos, los de las camionetas, eran
tipos vestidos “a la moda” con camisas y pantalones de marca, de tallas
ajustadas.
Hasta ese momento nada había pasado. Música,
alcohol y dos grupos de personas un viernes por la noche compartiendo entre
amigos, entre los propios.
Los decibeles empezaron a molestar a los
vecinos del edificio La Loma, frente a la redoma, así que llamaron, como en
tantas otras oportunidades, a Polibaruta, la policía de esa jurisdicción.
Minutos más tarde apareció la unidad
policial.
En la patrulla había cinco oficiales; solo
tres se bajaron: Carlos Enrique Morales, Giordani Rafael Briceño y Gerald
Gabrielle Jottediani. Caminaron primero hacia el grupo de Yani, a pesar de que
quienes tenían la música alta eran los del otro bando:
–Buenas noches– saludó el oficial y procedió
a preguntar–: ¿Todos ustedes están juntos?
Los del grupo de Yani, casi como un acto de
inercia, contestaron que sí.
Los oficiales les pidieron que se retiraran.
Nicolás, quien estaría en el asiento trasero
de Yani cuando recibió las primeras tres cuchilladas, recuerda que no hubo mayor
explicación: “No se pidieron documentos, ni se anotaron nombres”. Luego
caminaron hacia el otro grupo y repitieron el mismo procedimiento: ninguna
precisión. Los tres oficiales se dieron la vuelta y se subieron en su patrulla
sin haber tomado nota de nada, ni siquiera de las placas de los vehículos. No
esperaron tampoco a que los presentes “desalojaran el área”. Arrancaron hacia su
próxima tarea sin dejar ningún registro de esta.
Las puñaladas vinieron rato después de que
se fueran.
Argenis Oviedo, inspector de homicidios del
Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísiticas en la
subdelegación de Santa Mónica, quien lleva la investigación del caso, ha
interrogado a estos oficiales varias veces sin revelaciones. Desde entonces, por
no haber tomado registro de esa noche, el trío se encuentra cumpliendo trabajo
administrativo. Ya no están patrullando en la calle.
Fueron seis
El orden de los hechos.
Yani recibió primero tres puñaladas por la
espalda. Corrió a su carro, un Corsa negro de cuatro puertas. Se puso tras el
volante. Luego Mariana y Nicolás se montaron en la parte de atrás del carro.
Yani esperó a Kalo y a Fabiola, que nunca llegaron. Nicolás recuerda que ya para
entonces a su amigo se le cortaba la respiración.
Uno de los atacantes estaba encima de Kalo,
en el piso, a unos cuatro metros del carro de Yani. Yani retrocedió y al hacerlo
le pegó a Kalo en la cabeza. El que un segundo antes apuñalaba a Kalo, un joven
rubio de pelo largo a la altura de la barbilla, salió corriendo con el arma en
la mano hacia Giovanni, quien trató de huir, pero ya el cuerpo no le respondió.
El rubio rompió el vidrio del piloto y terminó lo que iba hacer: tres puñaladas
más, las últimas, las que redondearían un total de seis. El carro rodó hasta que
Nicolás, también con un pulmón perforado, logró poner el freno de mano. Para
entonces ya habían chocado contra un Citröen azul estacionado en uno de los
laterales de la calle.
Las señales registradas por el GPS que Tony
le había puesto a Yani en el carro permitieron determinar una hora aproximada de
la muerte: entre las tres y cincuenta y cinco y las cuatro y diez de la mañana.
Por las aceras se arrastraba Erickson, uno
de los que esa noche estaban en el grupo de Yani, con cinco heridas encima.
Víctor sangraba por su pulmón. Miguel recién se levantaba del piso, lo habían
golpeado en la cara hasta el desmayo. Las mujeres gritaban:
–¡Ayuden a mi amigo que se está muriendo!
¡Ambulancia, llamen a una ambulancia!
Juan Carlos, el vigilante de la torre A del
edificio La Loma, salió corriendo cuando escuchó los gritos de ayuda. Se sacó su
camisa y trató de detener las hemorragias mientras llegaban las autoridades.
Yraima Cedeño, auxiliar de la Multifarmacia
May que está dentro del minicentro comercial, llegó horas después a trabajar.
Recuerda que eran cerca de las ocho y media. A medida que se acercaba a la
farmacia se horrorizaba: “Había varios charcos de sangre. Esta zona más nunca se
va a recuperar de ese horror. La sangre no se fue hasta que llovió varios días
después”.
Los vecinos de la torre A no pueden hablar
de lo que escucharon sin arrugar la cara y bajar la cabeza. “Los gritos fueron
desgarradores, sobre todo los de las mujeres”, revive Janeth, residente del piso
once. “Aquí la acústica es muy buena, hay mucho eco porque tenemos una montaña
atrás donde rebotan y crecen todos los sonidos”.
Sin embargo, nadie vio nada, nadie sabe nada
(o no lo dicen). A pesar de la insistencia de los familiares y de las
autoridades, los testigos han tomado la decisión de no contar nada a nadie, ni
siquiera para mentir.
Los motivos, ¿por qué?
El Cuerpo de Investigaciones Científicas,
Penales y Criminalísticas (la policía judicial venezolana) maneja tres hipótesis
de cómo o por qué se desató el suceso, qué fue lo que, se puede suponer, prendió
la mecha:
1) Los atacantes llegan con pistolas de
paintball (hecho que se confirmó porque se recogió la evidencia de la pintura
amarilla estampada en los muros) y molestan al grupo de Yani, de donde les piden
que no sigan disparando.
2) Una de las mujeres del grupo de Yani le
dice a las que estaban con los otros que “por qué no tripean todos juntos”.
Ellas se molestan porque creen que les están insinuando que están drogadas,
aunque ella hubiera querido decir que se divirtieran, otra acepción de esa
palabra. Comienza una riña a los golpes.
3) Erickson, amigo de Yani y uno de los de
mayor edad del grupo, pasa los treinta, está muy borracho. En esas condiciones
se acerca al otro bando sin ningún propósito en específico, de donde devuelven a
Erickson a sus amigos y aprovechan para advertirles: “Váyanse de aquí que
nosotros somos malos, muy malos y estamos drogados”.
O todas las anteriores.
Yani se estaba yendo cuando empezó el
problema. Se dio cuenta, puso freno de mano y dijo: “Coño, qué peo”. Se bajó del
carro a ver cuál era el alboroto. Seis puñaladas letales en su cuerpo –la
muerte– fueron el resultado de su decisión. Su mamá está convencida de que
Giovanni murió por lealtad a sus amigos: “Él se pudo haber ido, mi hijo lo que
hizo ahí fue mediar, estoy segura, era eso lo que siempre hacía”.
La única certeza es la nada. Los culpables
siguen impunes, las autoridades con las manos vacías, y Franca y Tony también.
“Todavía no tenemos nada. Solo meses de
investigación”, dice el inspector Oviedo. Mientras tanto hojea las fotos del
expediente realmente afectado.
Entrevistó a todos los presentes ese día,
incluso a Juan Carlos, el vigilante de la torre A, a todo el que ha podido. “No
me explico cómo nadie vio nada o cómo no recuerdan algo, un detalle serviría. Ni
siquiera el color exacto de los carros. Solo alcanzan a decir que eran unas
camionetas oscuras y que una de ellas creen que era una Grand Cherokee”.
Existen cuatro factores que pueden tener que
ver con la pérdida de memoria de los testigos, explica Oviedo: el alcohol que
consumieron durante toda la noche, el bloqueo como desencadenante del trauma,
tienen miedo por lo que vivieron o tienen miedo porque alguien los amenazó.
O todas las anteriores.
“Me resulta sorprendente que gente de esta
clase social colabore tan poco. La gente en los barrios, cuando pasan cosas de
este tipo, no dudan en soltar información. Les he enseñado las fotos de la
escena del crimen a los muchachos, todas las imágenes forenses de su amigo
muerto… para ver si se conmueven, si hablan, pero nada”, dice el inspector.
Mariana estaba en el puesto del copiloto
cuando interceptaron a Giovanni. En el momento justo en el que le clavaron las
últimas tres puñaladas, ella estuvo sentada junto a él, de hecho intentó halarlo
hacia ella para evitar que los golpes dieran en el blanco. Sin embargo, luego
decidió que de su boca no saldría ningún dato.
El día del asesinato, Mariana declaró y dijo
que efectivamente estuvo allí. En la siguiente cita con la policía cambió la
versión y negó haber estado dentro del carro, dijo que toda la confusión se
debía a un mal procesamiento de datos por parte de ellos cuando tomaron la
declaración. Nicolás, su novio, terminó la relación en seguida; no pudo soportar
la mentira.
Mariana nunca fue amenazada por nadie, esa
no es la razón por la que cambió su testimonio inicial, dice Nicolás, quien cree
conocerla bien después de tres años. Para él, la causa es menos dramática:
“Mariana es mala. Quiso desentenderse, así de simple. Su entorno familiar ha
sido duro, muy raro, quizás eso la haya hecho ser como
es”.
Por ahora, el inspector Oviedo tiene algunos
retratos hablados en los que no puede confiar. Porque si bien coinciden los
datos de los testigos con ciertas características comunes, muchas de ellas están
cruzadas: el pelo de este con la nariz del otro, el color de la piel de uno con
los ojos del otro.
Armando es un joven que vive en una casita
detrás del parque que bordea a la redoma de La Bonita; se encarga del
mantenimiento del lugar, entre otras cosas. El día del asesinato tuvo que salir
a la una de la mañana a cambiar un bombillo de los postes del parque. Mientras
lo hacía vio que los dos grupos convivían en sana paz. Recuerda con claridad que
la música que salía de las camionetas era el grupo mexicano Maná, “El muelle de
San Blas”.
“Eran todos unos burguesitos: unos tipos de
negro y unos millonarios”, precisa.
Esa noche Armando se quedó viendo una
película de vampiros. De pronto escuchó unos gritos. Lo primero que pensó fue
que “estaban robando a los burguesitos. Nunca imaginé que algo como lo que pasó
ocurriera entre grupos de esa clase. Yo sé muy bien lo que es un malandro, yo
estudié en el liceo Tito Salas, ahí sí hay malandros de verdad. Y esos tipos
(los atacantes) parecían todo menos eso. Eran tipos con billete”. Por eso,
Armando no se levantó hasta el día siguiente. Al salir de su casa se topó con un
charco de sangre justo al lado del poste de luz al que le había cambiado el
bombillo la noche anterior.
Dito, integrante de Drömdead, tampoco ha
querido hablar. Franca y Tony dicen que es inútil intentarlo con él.
Más allá de las conjeturas, de las
hipótesis, solo quedan percepciones vagas, inservibles.
Kalo, con rastros de tres puñaladas –una de
ellas casi lo deja paralizado–, cree que no hay nada oculto en este caso,
refiriéndose a los motivos: “Estábamos en el lugar equivocado, en el momento
equivocado. Fue algo que pasó porque sí, sin una explicación lógica”.
¿Un cangrejo policial?
Un caso que parece “tan sencillo” de
resolver, un año después, aún no tiene ni siquiera sospechosos. Y la policía
judicial venezolana ha logrado en el pasado resolver asesinatos con menos pistas
y menos testigos.
La muerte de Yani es una muerte violenta más
dentro de la estadística anual. Según el informe “Una década de Impunidad en
Venezuela (1999-2009)” del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), el 2009
cerró con 16.047 homicidios. En lo últimos tres años de esa medición fueron
detenidos apenas nueve sospechosos por cada cien asesinatos. Las cifras
oficiales, reveladas recientemente por el diario venezolano El Nacional, son más
altas. El informe “Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad
Ciudadana 2009”, realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas, divulgado
dentro del gobierno en mayo de 2010, indica que la cifra de asesinatos el año
pasado llegó a 19.133.
Tony Conte visita semanalmente al inspector
Oviedo en la subdelegación de Santa Mónica, se mantiene en contacto y asiste al
investigador en lo que haga falta para evitar que el homicidio de su hijo caiga
en el saco de los casos que no se resuelven: según el OVV, 91% de los casos de
2009 quedaron impunes. “Estoy seguro que con el tiempo algo va a salir, estoy
convencido de que así será”.
Oviedo ha dejado claro que la falta de
resolución del caso no tiene que ver con el Ministerio Público, órgano encargado
de ordenar las diligencias de acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal. El
fiscal encargado, el Noveno del Área Metropolitana de Caracas, Dámaso Cabrera,
no ha obstaculizado trabajo investigativo, dice el inspector. “Todo lo
contrario. Tenemos varias investigaciones abiertas con él y con ninguna hemos
tenido problema. Nos mantenemos comunicados y siempre trata de aportar ideas
para que se resuelvan las cosas”.
El comisario Luis Godoy, quien fuera jefe de
Homicidios de la antigua Policía Técnica Judicial, explica que la reforma del
Código Procesal Penal que se hiciese en 1999, además de darle protagonismo al
Ministerio Público en el procesamiento de los delitos, también ha hecho más
difícil que se logre demostrar, con evidencias válidas, la culpabilidad de un
sospechoso en un asesinato, porque según esta norma la manera más segura de
hacerlo es la flagrancia: que el delincuente sea capturado mientras comete el
delito o cuando recién lo ha hecho, tal como reza el artículo 257 de este
código: “(…) se tendrá como delito flagrante el que se está cometiendo o acaba
de cometerse. También se tendrá como delito flagrante aquel por el cual el
imputado se vea perseguido por la víctima o por el clamor público o por la
autoridad policial o en el que se le sorprenda a poco de haberse cometido el
hecho, en el mismo lugar o cerca del lugar donde se cometió, con armas,
instrumentos u otros objetos que de alguna manera hagan presumir con fundamento
que él es el autor”. En el homicidio de Yani no existió flagrancia puesto que
los asesinos no fueron capturados en el momento que cometían el acto, lo que
exige del trabajo científico policial un gran reto en el tema de la
demostración.
Tras un proceso de análisis de llamadas de
telefonía celular, de acuerdo a las coordenadas del lugar y a la hora en la que
ocurrió el suceso, el CICPC, en conjunto con las compañías de telefonía móvil,
intentan analizar las coincidencias entre número, hora y lugar para, al menos,
precisar sospechosos.
Esta ruta de búsqueda se emprendió hace más
de tres meses y aún no hay nada en concreto. El inspector Oviedo asegura que
tiene mucha “esperanza” en la información que se derive de
allí.
“Las cosas no son como en las películas.
Nada es tan fácil como parece. El caso se va a resolver… A veces tardamos tres,
cuatros años investigando, pero al final obtenemos resultados; el saldo negativo
de esos plazos son las familias”.
En la entrada del Cementerio del Este hay un
letrero grande con letras claras y pictogramas que indica a los visitantes que
la normativa del lugar prohíbe poner música en el área de las terrazas. Esto
nada tiene que ver con Tony aquella tarde.
Frena frente a la tumba y le da play al CD
de su hijo, el trabajo que recién en marzo del 2009 había empezado a grabar.
Diez pistas compuestas, cantadas y musicalizadas por él (Sorrow/Hope): letras en
inglés, canciones profundas, tristes, guiadas por las notas de una guitarra
eléctrica que se escucha siempre en segundo plano. Play, volumen y todo lo demás
deja de existir (para escuchar el tema Hope en radio, se puede pedir a la
emisora Hot94).
Tony Conte cierra los ojos. Como cuando los
músicos buscan inspiración. Para ver si de esa forma lograba sentir más cerca,
mucho más cerca a su hijo Yani.