Los ‘garimpeiros’ de la sal
Centenares de habitantes de Araya, la península occidental del estado Sucre, combaten la pobreza extrema sacando el único recurso que apenas pueden rasguñar de la tierra: la sal. El contrabando del mineral, que hace un par de años se hacía con algún recato, hoy se practica a plena luz y bajo la complicidad de las autoridades de la zona, que lo permiten a cambio de dinero y a sabiendas de que la empresa estatal encargada de esa explotación, administrada por el Gobierno regional, está destartalada e inoperante.
A
Cruz José se le pasan los días entre un balde de plástico, una carretilla y una
pala desgastada por el óxido. Tras meses de pasar hambre y no conseguir empleo
como albañil, su oficio regular, encontró una forma de ganarse la vida, radical
e inesperada, como casi todo lo que los venezolanos han tenido que hacer para
reinventarse ante la crisis: trafica con sal.
Vive
junto a las fotogénicas salinas de Araya, en una de las dos penínsulas que se
proyectan al oeste -es su caso- y este -la de Paria- del tronco continental del
estado Sucre, nororiente de Venezuela. La locación sirvió de escenario al filme
de la directora Margot Benacerraf que ganó el Gran Premio de la Crítica del
Festival de Cannes en 1958. Alguna vez al lugar se le otorgó la responsabilidad
de convertirse también en polo de desarrollo para una de las regiones más pobres
del país, el municipio Cruz Salmerón Acosta. Pero, ya adentrada en el siglo XXI,
la zona parece devolverse en la historia a su áspera eternidad de sol, arena y
sal, como cuando en el siglo XVII la corona española ordenó levantar un baluarte
fortificado para defender las salinas de las acechanzas de los mercaderes
holandeses.
Por
eso, Cruz José y muchos otros pasan los días extrayendo el mineral de forma
ilegal -aunque quizás consentida- e insalubre en medio de las aguas rosadas de
la Laguna Madre, donde se explaya la fuente natural de la sal. El depósito es
propiedad del Estado y de Enasal, la empresa encargada por ley de su
explotación. Sin embargo, ahora apenas da lo suficiente para recordarle a Cruz
José y a otros como él por qué la palabra “salario” viene de “sal”.

La Laguna Madre era fuente de materia prima para Enasal. Desde allí los contrabandistas extraen sal.
El
tráfico de sal desde la península de Araya es un negocio relativamente nuevo:
desde 2018, según cuenta Tadeo Patiño, un comerciante que se dedica a ser
cronista aficionado del pueblo. Entonces era un negocio de pocos, recuerda.
Algunos contaban con el apoyo de unos cuantos funcionarios de la Guardia
Nacional, el cuerpo policial militarizado, metidos de lleno en el negocio
falsificando documentos y las guías de distribución de alimentos necesarias para
trasladar mercancía en territorio nacional. Luego se llegaría a traficar
irregularmente con sal en grandes cantidades transportadas en camiones, tal como
dan cuenta las investigaciones de la Fiscalía general venezolana que dieron
lugar al arresto de algunos uniformados.
Pero
pasado ese trago y la mala publicidad y empujados por la búsqueda de alguna
forma de subsistencia, ahora los traficantes “artesanales” no ponen mucho empeño
en mantenerse de bajo perfil. La clandestinidad es un lujo del pasado. Como Cruz
José, cada día centenares de personas entre hombres, mujeres y niños acuden a la
laguna a excavar sal en el sitio que sirvió como fuente de materia prima para
Enasal, otrora principal empresa en la producción de sal para consumo humano,
animal e industrial. Administrada por la Gobernación del estado Sucre, Enasal
exhibe hoy una estructura devastada, con maquinaria obsoleta y destruida y
trabajadores adelgazados por el hambre.
La
Laguna Madre es escenario de esa devastación. Como parte del complejo salinero
fue designada como la “unidad uno” de producción. A pesar de ser una reserva
inagotable del mineral, la maquinaria que tiene alrededor, propiedad de Enasal,
está en la ruina en medio de lotes de arena, un agua rosada y espumosa, y cerros
de tierra arcillosa en la que están asentadas algunas estructuras de concreto
lesionadas por el tiempo y la desidia.
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La faena del microtráfico
Un
par de vigilantes, sentados en sillas de plástico bajo unas láminas de zinc,
están allí en horario laboral. Pero no para evitar que los traficantes acudan en
lote, que de hecho así van llegando. Lo hacen para cumplir con la formalidad de
un trabajo que, según dicen, no les sirve ni para comprar un desayuno. No tienen
por lo tanto ni la capacidad ni la
intención de impedir que los pobladores lleguen en grupos a extraer el
mineral.
La
faena de Cruz José comienza a las seis de la mañana. Él y sus compañeros caminan
entre cuatro y cinco kilómetros hasta la Laguna Madre sorteando la presencia de
algunos funcionarios de la Guardia Nacional. El temor ahora no es a ser
arrestados, ni siquiera repelidos. Evitan que los extorsionen para dejarlos
tomar la sal. A veces se pasa ileso la alcabala, a veces hay que pagar; cuando
no hay dinero para ese peaje, no se va a trabajar.
En
la Laguna Madre realiza un proceso rudimentario de excavación, directo en las
piedras de sal, hasta apilar unos ocho o diez sacos del mineral en bruto (de
unos diez kilogramos cada uno). Luego los lleva lentamente a casa, donde vive -o
sobrevive- en pobreza extrema junto con su mujer y dos hijos y en la que no
cuentan ni con agua potable ni gas
doméstico.

Enasal es una empresa en ruinas, cuya infraestructura está devastada
Un
pequeño molino manual, que usualmente utilizaban para moler maíz, fue
transformado con un motor de lavadora y un embudo para que tuviera más potencia
y pudiera acelerar el proceso de trituración; es lo que usan para desgranar
finamente la sal.
Una
lona en el patio de la casa sirve para poner a secar el mineral al sol, y estos
son los dos únicos procesos que pasa esta sal antes de ir al mercado: molienda y
sol.
Ocho
horas después la empaca en sacos y morrales pequeños, de esos tricolores y con
los ojos de Hugo Chávez. Como Cruz, decenas de estos extractores acuden temprano
en la mañana a los terminales en los poblados de Araya y Manicuare, desde donde
zarpan los botes que trasladan a Cumaná, la capital del estado. Si no hay
Guardias Nacionales que les revisen el contenido de los morrales, tardan unos
veinte minutos en llegar a la capital de Sucre y acudir al mercado municipal de
la ciudad.
De
esa forma trasladan la sal hacia Cumaná y desde allí por tierra a otros mercados
municipales en Maturín y otros pueblos de Monagas, o a Puerto la Cruz, Barcelona
y El Tigre, en el estado Anzoátegui.
Otra
de las rutas regulares de la sal traficada es hacia los pueblos de la península,
en los cuales se practica la pesca y no hay salinas naturales. Allí se ha puesto
a valer la sal por la crisis del sistema eléctrico. Por falta de refrigeración,
la salazón es el método predilecto de conservación del pescado. “Allí la gente
compra muchísima sal, se vende bastante”, comentó un microtraficante que
solicitó omitir su nombre.
El
mismo testimoniante detalló que el mineral va dirigido a poblados como El
Guamache, Manicuare, Caimancito, Taguapire, Salazar, Merito y Chacopata. Este
último es el enlace terrestre hacia otros destinos del estado Sucre como
Cariaco, lugar en el que el producto se vende en el mercado municipal, y los
poblados pesqueros de Guaca y Guatapanare en las cercanías de Carúpano, sitios
en los que están asentadas varias empresas picadoras y enlatadoras de sardinas y
otras conservas de pescado.

Cascarón de contrabando
Entrar
a las antiguas instalaciones de Enasal es una experiencia triste y aterradora.
Parece un campo de guerra en el que decenas de misiles dejaron todo reducido a
escombros y chatarra. Pero aquí la
única guerra fue la librada por la corrupción y la ineficacia. Como las
instalaciones, la gente parece estar a su suerte. Se hace evidente el malestar
de los obreros por los sueldos exiguos que perciben y que no les permiten comer,
asearse o comprar algo de ropa para cambiar los harapos con los que acuden a su
sitio de trabajo.
En
la década de los 90, en manos de la Gobernación de Sucre, la antigua Sacosal
pasó a tener un esquema interno con seis unidades de producción, según indican
los documentos de la empresa: la Laguna Madre pasó a ser la unidad uno y la más
importante, seguida por la unidad dos en las que se crearon lagunas
artificiales. Las unidades siguientes: refinación, molienda, mantenimiento y
muelle, completaban el proceso cuyo fin último era obtener sal para consumo
humano, animal e industrial, así como obtener productos de calidad para
exportación.
Maquinarias
envejecidas, oxidadas y apiladas, galpones destruidos, locaciones oscuras y
malolientes, vehículos arrumados sin cauchos: la devastación hecha estatuas de
sal. Los trabajadores que quedan se
dicen dispuestos a prolongar de manera indefinida una huelga declarada el pasado
enero hasta saber a dónde fue a parar la sal que hasta hace poco se producía y a
la que le ponía precio la
Corporación de Desarrollo del estado Sucre (Cosdesu), ente adscrito a la
Gobernación, designado por el mandatario regional Edwin Rojas como administrador
de la empresa.
La
ruina de la empresa se refleja en sus empleados. Ropas sucias y viejas, calzado
roto o chancletas en el peor de los casos, son la vestimenta de trabajadores que
no cuentan ya ni con el suministro de uniformes. “La mayoría ha adelgazado
mucho, hasta veinte kilos. ¿Cómo no se van a poner flacos si el sueldo no les da
ni para comer”, comentó una trabajadora administrativa que solicitó omitir su
nombre.

Una persona puede obtener 2.240 kilos por mes, lo que equivale 2,24 toneladas.
Un empaque engañoso
En
el mercado municipal de Cumaná la sal es vendida a los consumidores en empaques
de un kilogramo, con el logo de Enasal. Un vendedor, quien solicitó omitir su
nombre, explicó que los traficantes traen la sal en morrales o sacos, pero que
ellos se encargan de ponerla en pequeñas bolsas plásticas que compran de forma
clandestina a otros revendedores, y las venden entre siete u ocho mil bolívares,
apenas unos céntimos de dólar, por empaque. “Sabemos que sacan los empaques de
la empresa, pero no podemos decir quién nos los vende. La sal que vendemos es de
los bachaqueros que la traen de Araya, pero las bolsitas plásticas hacen que se
vea como de fábrica”, comentó.
Entre
2018 y 2019 el tráfico de sal significó un delito mayor en la península. En
agosto de 2018 Jonni Acosta, alcalde de la localidad y dirigente del oficialista
Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), anunció la incautación de 20
toneladas de sal en Araya, extraídas de forma ilegal de la Laguna Madre. Tres
hombres fueron detenidos y puestos a la orden de la
Fiscalía.
El
22 de mayo de 2019 dos tenientes de la Guardia Nacional pertenecientes al
Comando en Araya, fueron arrestados por falsificar guías de distribución y pasar
camiones de sal bajo el amparo de una falsa cooperativa y el apoyo de una
empresa. La documentación ilegal les permitía burlar los controles militares y
pasar las toneladas de mineral a través de las terminales de ferrys de Araya y
Cumaná.
“La
teniente tenía un gran negocio, falsificaba las guías para que pasaran los
camiones, algunos eran del Gobierno y otros de empresas privadas. Y también
extorsionaba a los pequeños traficantes, nadie salía del pueblo sin haberle dado
una cuota de dinero. Después que la detuvieron, ella delató a todos los que
estaban en el negocio”, aseveró un trabajador de las salinas que solicitó el
anonimato.
Pero
el tráfico no cesó con las detenciones. Por el contrario, cada vez más personas
se sumaron a esta actividad. Alguien como Cruz José, por ejemplo, cobra 50.000
bolívares, o 70 céntimos de dólar, por un saco de diez kilos, pero solo acepta
dinero en efectivo. “No es nada, pero hay muchos que hacen lo mismo y hay
competencia”, explicó.
Hasta
hace unos cuatro meses Cruz se dedicaba a la albañilería, pero la falta de
trabajo y ver a sus dos hijos pasar días sin comer fue razón suficiente para
dedicarse al tráfico. “Los guardias nacionales vienen y uno se esconde, porque
nos piden plata. Es lo mismo cuando vamos a llevarla a Cumaná, te ven con el
saco o los bolsitos y te piden hasta 200.000 bolívares para dejarte
pasar”.

Un contrabandista puede obtener hasta 560 kilos de sal por semana.
El
tráfico de sal también hace mella en la producción de Enasal. La Laguna Madre
era la fuente principal del mineral y ahora es el proveedor de quienes
bachaquean. Una sola persona puede extraer diariamente hasta 80 kilogramos de
sal, lo que equivaldría a 560 kilos por semana y 2.240 kilos por mes, o lo que
equivale a 2,24 toneladas mensuales por persona. En la actualidad alrededor de
un centenar de personas se dedican a esa actividad. Una hazaña física
escasamente remunerada.
Desde
que iniciaron el último conflicto laboral, a mediados de enero de 2019, muchos
trabajadores optaron por firmar la asistencia a la planta y salir de las
instalaciones antes de las nueve de la mañana, para buscar formas de obtener
dinero haciendo labores informales.
Luis
José Núñez trabaja en Enasal desde hace más de dos décadas. Desde hace unos
meses solo firma la asistencia y se va a la calle a vender maní tostado en
bolsitas de papel. “Vivo mantenido por mi esposa porque esto es a lo que ella se
dedica y ahora yo la ayudo, me rebusco a ver si consigo dinero para comer”, se
lamentó.

Rafael
García, quien fue gerente general de la empresa entre los años 2000 y 2007,
explicó que la planta, denominada Sacosal para ese entonces (Servicio Autónomo
Complejo Salinero de Araya), alcanzó entonces la cima de su producción: 220.000
toneladas de sal en bruto al año.
“Era
un producto con mercado seguro”, comentó García. Para ese entonces la sal se
exportaba a países como Estados Unidos, China, Finlandia y Trinidad y Tobago. En
el año 2008, tras un conflicto laboral con la gerencia de la empresa, un
sindicato autodenominado bolivariano, exigió que las salinas pasaran a ser una
Empresa de Propiedad Social (EPS), administrada por Pdvsa Industrial, filial de
la petrolera estatal.
Desde
2008 hasta 2019, el complejo salinero pasó por diversas administraciones. De
Pdvsa Industrial pasó a manos del Ministerio de Ecosocialismo y luego al
Ministerio de Industrias Básicas y Ligeras, hasta que en febrero de 2018 la
Gobernación de Sucre tomó las riendas por completo y actualmente lo administra a
través de la Corporación de Desarrollo del estado Sucre.
“Antes sabíamos quiénes eran los
compradores y en cuánto se vendía la sal. Ahora todo se maneja por Cumaná, hasta
la gerencia de la empresa, y no sabemos a dónde va destinada la sal ni cuánto
cuesta. Lo que sí es cierto es que todas las últimas cuatro gerencias vienen a
llevarse la producción y aquí no nos dejan nada, sino deudas a los
trabajadores”, asevera Gregorio Rivero, presidente del Consejo de Trabajadores
de la planta.
Ya
no llegan embarcaciones extranjeras para exportar el mineral. Desde hace unos
tres años tampoco se produce internamente para consumo humano de la marca Enasal
y las historias sobre robo de materiales y equipos en la planta abarca desde
máquinas empaquetadoras hasta rollos de paquetes de sal por kilo, valorados
hasta en mil dólares. Hasta ahora no hay denuncias formales ante autoridades
policiales.

Lo que antes era una empresa pionera en el desarrollo industrial de la península del estado Sucre ahora es solo ruinas. Una planta con maquinaria obsoleta, oxidada y destruida por la desinversión es el lugar de trabajo de empleados cuyos sueldos no les alcanzan para comer o vestirse bien
Sin yodo ni control
La
sal bachaqueada desde la península en los pequeños morrales tricolor o con los
ojos de Hugo Chávez -emblemas ambos de la autodenominada Revolución Bolivariana-
es vendida por comerciantes informales en el mercado municipal de Cumaná en
bolsas plásticas con el logo de Enasal. “Le decimos a la gente que tenga
cuidado, esa sal no la procesa la empresa sino los que trafican. No tiene
controles sanitarios, no tiene yodo ni ningún otro aditivo”, alertó
Rivero.
Los
consumidores no están al tanto de la calidad que tiene (o dejó de tener) el
producto que adquieren. “Esta es la sal de Araya, ¿no?”, exclama una de las
clientas en el mercado municipal de Cumaná al ser consultada sobre la
procedencia de la sal que compró a vendedores informales.
El
consumo de un producto que carece de ingredientes como yodo y flúor no generará
consecuencias inmediatas, pero sí tiene el potencial de causar daños severos a
la salud en un mediano plazo, según explicó el presidente del Colegio de Médicos
del estado Sucre, Rafael Peroza.
El
médico detalló que consumir sal bruta incide directamente en el crecimiento de
la glándula tiroidea, un agrandamiento anormal que en términos médicos se
denomina bocio. También puede causar
hipotiroidismo.
“Los
pacientes, en un mediano plazo presentarán arritmias cardíacas, cansancio,
depresión y apatía, disminución de la memoria, capacidad de la concentración y
aletargamiento. Tendrán una tendencia a engordar y esto también se reflejará en
el estado de la piel y la resequedad de sus cabellos. Hay un síntoma físico que
aparecerá, que será una especie de bulto en el cuello”.
Peroza
indicó que esta enfermedad era común en los pobladores de la península de Sucre
y que existen normativas legales que obligan a las empresas y a los vendedores
de sal comestible a añadir flúor y yodo al producto. “Cuando las normativas
empezaron a cumplirse, la incidencia de pacientes con hipotiroidismo disminuyó
en Araya”, recordó.
Así
como esa vieja anécdota, los pobladores de Araya habitan un pueblo arruinado
que, paradójicamente, posee una fuente inagotable del mineral que durante los
últimos 40 años suministró de materia prima a una de las principales empresas
salineras de Venezuela, industria que entre los años 70 y 90 contribuyó al
desarrollo de la península invirtiendo dinero en el sistema sanitario, educación
y servicios públicos.
Pobladores
que prefieren el anonimato cuentan que entre esas décadas la producción de la
empresa era suficiente para pagar buenos sueldos a sus trabajadores, que
llegaron a contar con contratos colectivos equiparados a los de la estatal
petrolera del país, Pdvsa. No solo los trabajadores resultaban altamente
remunerados; desde la empresa se asignaban recursos económicos para la dotación
de liceos y escuelas, suministros médicos y medicinas para el Hospital Virgen
del Valle, principal centro sanitario del municipio, así como ambulatorios de
los poblados cercanos.
Estos
aportes cesaron en la década de los 90, con consecuencias tangibles e
inmediatas.

La actividad comercial se vio reducida a la posibilidad de que cuenten con luz e Internet y poder realizar transacciones electrónicas. Las ventas de los comercios disminuyeron hasta en un 80%.
Sin
embargo, nada preparó a los lugareños para que en 2020 sus condiciones de vida
se asemejaran a las de sus antepasados que Margot Benacerraf filmó en 1959. De
un municipio en vías de industrialización pasaron a recolectar de forma manual
la sal, para venderla de forma ilegal.
“Hay hasta profesores que dejaron sus
trabajos en el liceo para dedicarse a traficar sal, aquí lo hace todo el mundo,
porque nos estamos muriendo de hambre”, comenta Tadeo Patiño, el cronista
aficionado que aprovecha el precario acceso a Internet para documentar en línea
la decadencia del lugar.
La
vida se diluye, como la sal, en la búsqueda de formas para subsistir. La falta
de gas doméstico, que se prolonga hasta por cuatro meses continuos, los obliga a
peregrinar en búsqueda de madera para armar fogones y cocinar la poca comida que
pueden conseguir. La escasez de agua potable les hace caminar kilómetros, con
baldes en mano, para poder llevar diariamente el líquido y cocinar o
bañarse.
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Esa
es la faena diaria de Litán, apodo por el que es conocido José Frontado en la
zona donde habita, el sector Guanta de Araya. Este hombre, de 45 años de edad,
pasa sus días trasladando una carretilla con bidones de agua potable para llevar
a su casa, en la que el agua por tuberías está negada desde hace tres meses. Su
trabajo, no remunerado, incluye cargar leña desde una zona conocida como Punta
de Guate, para que su mujer e hijas puedan cocinar en fogones improvisados. En
este hogar, unas dos familias más usan los fogones. Los camiones que venden gas
doméstico no aparecen desde noviembre de 2019.
“Los
corotos (sic) que usamos para comer los lavamos en agua reciclada, porque
pasamos dos o tres meses sin agua en las casas”, detalló Carmen Díaz, otra
vecina de Guanta, mientras sumergía envases añejados de plástico en un agua
llena de residuos de comida y grasa.
Comprar
alimentos tampoco es fácil. Los comerciantes se enfrentan a la tarea titánica de
vender la comida a través de transacciones electrónicas, a causa de la falta de
dinero en efectivo. Pero, la falta de electricidad que puede prolongarse hasta
por dos días, limita las conexiones a Internet y el funcionamiento de puntos de
venta.
“Si me preguntas cuánto bajaron mis
ventas, podría decirte que hasta un ochenta por ciento. Pero no solo es eso sino
que tenía cuatro empleados en la tienda y ahorita solo tengo dos”, relató el
comerciante Richard Salazar mientras enseñaba una foto, guardada en su teléfono
celular. “Mira esto, hasta hace un año había tanta mercancía que tenía que
almacenarla en la entrada”, dice. De una veintena de comercios en el pueblo,
solo nueve abren sus puertas hoy día.
Pero
la depauperación hizo de las suyas. “La última quincena que nos pagaron, que fue
de 70.000 bolívares [alrededor de un dólar], tuve que completar 10.000 bolívares
más para poder comprar una harina de maíz”, ilustra Aníbal Núñez, un ex
trabajador presidente de la Asociación de Jubilados de la empresa
Enasal.