Carpas (y esperanzas) en el desierto de Maicao

La canícula, la polvareda y la sed de Maicao son poca cosa para las calamidades que los inmigrantes venezolanos dejan atrás, a escasos kilómetros, al pasar la frontera entre el estado Zulia y La Guajira colombiana. De hecho, sobre la propia raya fronteriza pueden encontrar consuelo y paliativos materiales para sus penurias en el campamento de desplazados que Acnur, agencia de Naciones Unidas, mantiene allí. Pero el albergue cuenta 350 cupos para 53.000 candidatos, y las reglas son estrictas: solo se puede permanecer un mes con la excepción de casos especiales. Luego viene el regreso a la precariedad. Muchos optan por volverse invasores y toman parcelas a la fuerza, donde reproducen las condiciones de pobreza que les asediaban desde donde vienen, esperando “a que pase algo” para regresar a Venezuela.
Maicao
dejó de ser la vitrina comercial y del contrabando en Colombia, para convertirse
en el espejo de la miseria venezolana.
En medio de la arena, la sequía y la pobreza que caracterizan a este
departamento de La Guajira en Colombia, se levantaron carpas similares a las
usadas en campos de refugiados que huyen de conflictos armados. Esta
vez la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) no aborda un
tema de violencia nada más, sino una oleada de personas que ya no tienen más que
perder y que decidieron vivir un día a la vez.
Los
migrantes venezolanos han ido cambiando sus ambiciones en el tiempo. Desde 2014
salían en aviones a Norteamérica y Europa, títulos en mano, con la expectativa
de ser competitivos en el campo laboral. Luego el éxodo se hizo más lento, en
autobuses, para quienes la crisis ya empezaba a descapitalizar y optaron por empezar una ruta al sur del continente. Después, los migrantes solo
caminaban atravesando fronteras sin rumbo específico. Hoy Colombia está
absorbiendo la crisis venezolana luego de que los gobiernos de Perú y Chile
implementaran nuevas exigencias legales para contener el éxodo. Ahora los
venezolanos solo aguardan en las fronteras esperando que los ayuden, que haya un
cambio de gobierno, que algo pase.
El
28 de mayo de este año Jonathan Sánchez, de 29 años de edad, y su esposa
Margelys Delgado, de 26, decidieron irse de Venezuela. Ya no podían ni comer una
vez al día. Apenas unos días antes vendieron tres bombonas de gas, sus únicas
pertenencias de valor. Con 200.000 bolívares en el bolsillo, una hija de siete
años y un bebé de siete meses, comenzaron a tomar buses para llegar a
Colombia.
Al
plan se sumó la hermana de Margelys, Marisela Delgado, de 22 años, junto a su
esposo Julián García, de 26. Juntos podrían hacerse compañía en la travesía,
también con sus hijos, uno de cuatro años y otro de seis meses.
Maracaibo,
ciudad otrora conocida como el centro petrolero de Venezuela por excelencia,
ubicada al noroeste del país y capital del estado Zulia, es la última ciudad de edificios altos que se deja atrás al abandonar Venezuela por esta frontera.
La antes próspera urbe se está vaciando, los negocios están cerrados en su
mayoría. Hay mucho silencio, los carros transitan lentos por las vías desoladas.
Al
tomar la Troncal del Caribe por un trayecto de al menos dos horas y media se van
desdibujando los grandes edificios y empieza un camino caluroso, desolado y de
asentamientos informales. Los carros se estacionan y venden algunos litros de
gasolina en el medio de la vía por 10.000 bolívares cada uno (alrededor de un dólar en el mercado negro). Mientras más se avanza, más
caro se cotiza el combustible. Se puede comprobar cada pocos metros en carteles
que anuncian la compra con embudos, mangueras y pimpinas listas para vaciar o
llenar.
Al
pasar Paraguaipoa, localidad venezolana ubicada en el extremo noroeste del estado
Zulia, los taxistas tienen que pagar vacunas para que los protejan en la vía.
Dos hombres se montan en el capó y en la maleta cada uno para custodiar el
transporte. El pago de vacunas es obligado. Los habitantes de la zona atraviesan
cauchos y mecates y no los quitan de la vía hasta que los choferes no asomen
algún billete o superior a 500 bolívares o, preferiblemente, de pesos
colombianos.
A
la familia Sánchez Delgado el dinero les alcanzó para llegar hasta Maicao, el
primer municipio fronterizo que se encuentra al salir por la frontera entre el
estado Zulia, de Venezuela, y Colombia. Un pueblo bullicioso, lleno de tierra,
desordenado, con bolsas de plástico que no dejan de arrastrarse al ritmo del
viento y con una muchedumbre luchando entre sí para vender de todo, en todos
lados, a toda hora.

La familia Sánchez Delgado en la calle al frente de un refugio de la Iglesia Católica esperando que Acnur los llamara para albergarse durante un mes. Foto: Esteban Vega
Allí
lograron albergarse catorce días en el Centro de Atención al Migrante y
Refugiado de la Iglesia Católica, el primero que atendió a esta población que
dormía en las calles y que ya ha dado cobijo a 2.500 personas. Luego les tocó
dormir en la acera, al frente del albergue provisional, con la esperanza que les
abrieran las puertas otra vez. No contaban con que 53.000 venezolanos más se
peleaban un techo en una de las zonas más pobres de Colombia. Este municipio
colombiano ubicado en el departamento de La Guajira tiene el mayor índice de
pobreza del país vecino, según el Departamento Administrativo Nacional de
Estadísticas de Colombia.
Maicao
tiene un tipo de migración diferente a la que se ve veía entrar meses atrás por
el Puente Simón Bolívar al departamento de Norte de Santander, más al sur. En
Maicao son pocos los que quieren continuar a otra ciudad de Colombia o a otro
país.
Una
parte de quienes entran por la frontera de Maicao son venezolanos que solo
buscan mercancía para llevar a Maracaibo o traen gasolina por galones. Cruzan por trochas con carros que colman de comida y mucha Coca-Cola que
se paga a la mitad del precio que se vende en Venezuela. Otros decidieron
esperar del otro lado del sector La Raya, que separa ambos países, para estar lo
más cercano posible a sus casas cuando algo pase.
Más
venezolanos se fueron juntando con la familia Sánchez Delgado en la misma acera
para darse protección. Dormían uno al lado del otro. Jonathan cada noche trata
de crear una coraza con su cuerpo para proteger a su gente. Duerme con su hija
hembra sujetada debajo de sus piernas; el bebé de siete meses lo esconde en su
regazo y los paquetes de comida los usa como almohada para ocultarlos. “Es la
única forma de que no nos roben mientras dormimos”,
dice.

Foto: Esteban Vega
Ya
Sánchez conocía Colombia. Era guía turístico en la zona de Palomino. Se aprendió
cada dirección y atractivo turístico de estas playas y ríos ajenos a su
cotidianidad. Volvió a Colombia creyendo que podía brindar días de aventuras a
su familia como hacía con los franceses, italianos y españoles que frecuentan
esa zona, pero solo encontró un sol implacable, una arena que tapiza a su
familia cada día, el agua por cuentagotas y asfalto para descansar. “Yo no era
indigente en Venezuela. Era comerciante informal y hasta me llegué a comprar un
aire acondicionado con un solo día de trabajo. Yo viví eso. Mi casa tenía
televisión, aire y una cama de madera con unos cisnes grandes que adornaban el
copete. ¿Verdad, mi amor?”, le recuerda a su esposa. Ella asiente con su cabeza
mientras le revisa unas manchas rojas que comenzaron a salir en el cuerpo a su
bebé, que lleva cinco días con fiebre. “Es el calor”, le dice Jonathan para
calmarla.
Luego
de seis semanas, el personal de la Agencia de Naciones
Unidas para los Refugiados (Acnur) buscó a los venezolanos que vagaban y dormían en
esa calle. Había cupo para 40 familias en el refugio temporal por 30
días, el modo establecido por la agencia internacional para la atención de los
venezolanos que llegan a la zona, aunque la duración puede variar según cada caso en particular y permanecer menos de un mes o más. Para poder ingresar al Centro de Atención Integral (CAI), los venezolanos se tienen que acercar primero a los puntos de atención y orientación del Acnur en Maicao y Paraguachón, donde se valoran los casos y se incluyen a las familias en situación de alta vulnerabilidad en la lista de espera. Cuando se liberan cupos, Acnur va a buscar a las personas en la calle, para avisarles que ya pueden ingresar al CAI.
Desde
el 8 de marzo en Paraguachón -localidad que se encuentra al margen de la
frontera con Venezuela, a ocho kilómetros al oriente de la ciudad de
Maicao- se inauguró un Centro de Atención Integral. Se levantaron carpas en un
terreno de 4,5 hectáreas para albergar a 350 personas. Quienes duermen en las
calles tienen un objetivo claro: buscan entrar a estas tiendas familiares para
descansar, protegerse y buscar opciones de qué hacer. El futuro se limita al día
siguiente.

Acnur ya albergó a 1.125 personas desde marzo. Aún hay 2.258 venezolanos en lista de espera para entrar a este refugio temporal. Foto: Esteban Vega
La
que pensaban sería su última noche en la calle, la familia Sánchez Delgado la dedicó a reunir pesos para pagar algún remedio para bajarle la fiebre al bebé. Lo bañaron a la intemperie
con la esperanza que las manchas rojas en su cuerpo desaparecieran. En
Maicao la temperatura oscila entre los 27 y 35 grados centígrados, el sudor empapa desde que
amanece hasta que cae la noche, y el viento embadurna el cuerpo de arena. El agua
se consigue a cuentagotas y su sabor es salado. Pagar 600 pesos (0,18 dólares)
por cada litro de agua es un lujo que pueden darse pocas veces. La sed es
parte del día a día. “El calor es nuestro peor enemigo acá”, dicen. Jonathan
llamó a su madre para avisarle que ya iban a tener un lugar donde vivir. Esa
noche le avisaron que su casa había sido invadida y sus familiares intentaban
recuperarla.
Un
carro blanco se estacionó con premura. Un funcionario de Acnur se bajó y pidió
las cédulas de la familia Sánchez Delgado. Les tomó fotos. Todos los demás
comenzaron a sacar sus documentos, pero el hombre no los recibió. “Los demás
quedan para después. Mañana nos vemos en el hospital viejo de Maicao”, dijo y se
fue.
Amaneció
y a las siete toda la cuadra de amigos que acompañaban a Jonathan, Margelys,
Marisela y Julián tomaron las adyacencias de la sede del hospital viejo de
Maicao. Los primeros en entrar fueron Jonathan y Margelys porque dijeron que el
bebé tenía seis días ya con fiebre. Los esperaba un puesto de vacunación en la
entrada, pero todos se detuvieron al ver las manchas rojas en el cuerpo del
niño. “Tenemos sarampión”, vociferaron. A Jonathan lo trasladaron a una oficina
y le explicaron que debía irse al hospital y que no podía entrar al albergue. Su
caso ya era un problema de salud pública.

Jonathan Sánchez y su esposa Margelys Delgado son los primeros en entrar a la sede donde Acnur citó a 40 nuevos venezolanos que albergarán. Minutos después deben abandonar el lugar porque su bebé de 7 meses de nacido tenía síntomas de sarampión. Volvieron a dormir en la calle. Foto: Esteban Vega
"¿Tienes cómo irte solo?", le preguntaron.
"Seguro las manchas son por el calor. No puedo seguir en la calle",
respondió.
Toda
la logística de traslado al campamento Paraguachón se detuvo. Montaron a
Jonathan, Margelys y los niños en la camioneta que estaba destinada originalmente a llevar a
los inmigrantes al albergue. Unas enfermeras le pidieron a Marisela que les mostrara su hija
para ver si tenía los mismos síntomas. Salió ilesa del diagnóstico. Recibió cuatro vacunas
seguidas en las piernas y las gotas para evitar el polio. Reventó en llanto y
Marisela con ella. “Esta niña no tenía ninguna vacuna desde que nació. Le
pusimos inmunización para prevenir polio, sarampión, rubeola, influenza y
neumococo”, dijo una enfermera. La familia quedó separada en ese
momento.
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Así que de los 40 seleccionados para entrar ese día al campamento, solo 36 lo hicieron. En la fila estaba Roeldys Quero, de 38 años de edad, con una elefantiasis diagnosticada que le impedía caminar, una enfermedad parasitaria común en países tropicales, que engrosa las extremidades inferiores por la obstrucción de vasos linfáticos de la piel. Llegó el 19 de mayo a Maicao con su nieto de cinco años, al que está criando luego que su hija muriera 40 días después del parto. En un bolso llevaba tres mudas de ropa para cada uno y una Biblia. Cuando se montó en el vehículo que la trasladó al albergue lloraba viendo por la ventana.

Roeldys Quero migró para poder operarse de la pierna. Llevaba 7 semanas duermiendo en las calles de Maicao con su nieto de 5 años de edad. Foto: Esteban Vega
Recordó
que días atrás dormía en el lobby de un hotel. Entraba tarde, cuando todos los
huéspedes dormían, y salía temprano, antes que todos despertaran. Hasta que los
empleados no pudieron ocultarla más y tuvo que vivir en la calle. Vendió chucherías en las aceras de Maicao para comprar la comida del día. “Me
vine de Maracaibo para lograr operarme la pierna y poder darle comida a mi
nieto”, cuenta.
A
su lado dos hermanas de Ciudad Ojeda, en el vecino estado Zulia venezolano,
Yoleida y Dilia Suárez, de 51 y 53 años, esperaban a ser llamadas. Dilia sufrió
un ACV (Accidente Cerebro Vascular) dos meses atrás en su país. No podía abrir
un ojo y no tenía medicinas para la tensión. “Nos vinimos para trabajar como
costureras, pero no hay trabajo. Queremos volver a Venezuela, pero Maduro nos
quitó el derecho”, alegaban ante los funcionarios de Acnur. Todos tenían en
común que dormían en las calles.
Los
llevaron a un dispensario donde pesaron a cada niño y adulto. A cada uno los
vacunaron contra el sarampión e influenza. Kits con medicinas esenciales los
esperaban. Quienes eran hipertensos comenzaron nuevamente sus tratamientos.
Acetaminofén para la fiebre,
antibióticos, cremas vaginales y para la dermatitis. Todo lo básico que habían perdido estaba en
una mesa.
Las carpas de la guerra
Cada
familia, con sus medicinas en mano, fue llevada al gran campo de carpas,
similares estas a las instaladas en Siria y países vecinos para proteger a las
personas de las altas temperaturas. Cada una tiene capacidad para resguardar de
la intemperie a cinco personas durmiendo sobre colchonetas. Cuando se alojan
parejas, solo una tela divide la tienda en dos ambientes. Hay otras unidades de
vivienda con un diseño más innovador y camas -también usadas en Siria- para aislar a
personas que, por su condición física, necesitan mayor comodidad.
El
escenario cuenta con los servicios básicos, un verdadero privilegio si se
compara con la polvareda en las calles de Maicao. Hay baños, bateas para lavar
ropa, regaderas, un grifo de donde pueden tomar agua potable en cualquier
momento. No hay sed. Sí, en cambio, un amplio comedor con tres comidas
garantizadas.

Acnur provee de carpas, colchonetas, agua y tres comidas al día durante un mes. Foto: Esteban Vega
En
las mañanas todos los adultos salen a conseguir algún trabajo, a buscar dinero.
Muchos niños se quedan en el terreno y las mujeres embarazadas reposan
dentro de las carpas, esperando que el viento las refresque un poco. El
campamento se queda en silencio hasta la tarde. El sol agobia y mantiene
estática a la gente que busca sombra. Solo se ven niños escurridizos corriendo y
escondiéndose entre las carpas para jugar, espiar. Hasta que los maestros de una
escuelita informal llamada Espacio Protector los llama.
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El
martes 9 de julio se sumaron nuevos venezolanos. El Espacio Protector tenía
preparada una charla para que los niños aprendieran a cuidarse ante un posible
abuso sexual. Los mayores de cinco años dibujaron un hombre y una mujer.
Identificaron cada parte de su cuerpo y con una “X” iban tachando los lugares
donde no podían permitir que los tocaran. Los más pequeños le indicaban a la
maestra dónde había señales de alerta. “Noooo”, repetían juntos cuando la
maestra pasaba un objeto por partes del cuerpo prohibidas para los
extraños.

El Consejo Noruego brinda un espacio en donde ayudan a los niños a superar el duelo migratorio
La
iniciativa del albergue temporal de Maicao es parte de un Plan Regional de
Respuesta para Refugiados y Migrantes que se anunció en Ginebra, Suiza, en
diciembre de 2018, el primero de este tipo en América, que pretende promover la
inclusión social de los caminantes venezolanos que transitan por los países de
la región.
Este
año, además, la migración venezolana recibió una tipificación especial. No son
refugiados, ni exiliados ni apátridas. No huyen masivamente de una guerra, pero
sí escapan masivamente del hambre, la crisis económica y la falta de acceso a la
atención de salud. Es inédito en la región y Acnur los califica como
“venezolanos desplazados en el extranjero”.
En
febrero de 2018 el Gobierno de Brasil también comenzó a atender a los
venezolanos en sus ciudades fronterizas con un plan denominado Operación
Acogida. Hasta la fecha, Acnur reporta trece albergues temporales en Boa Vista y
Pacaraima, que dan abrigo a 6.000 venezolanos. Apoyando también con tiendas de
campaña, artículos de emergencia, instalan fuentes de agua potable, facilitan la
movilización comunitaria.

La ayuda humanitaria que estableció la agencia para ellos es similar a los usados en el conflicto de Siria y para la atención de la perseguida etnia de fe musulmana rohingya, en Birmania.
Siria representa la mayor crisis humanitaria y
de refugiados de nuestros tiempos, con más de 5,6 millones de personas que
huyeron de su país desde 2011 para buscar seguridad en Líbano, Turquía,
Jordania y otros países, vecinos y no tanto. Allí Acnur montó tiendas de
campañas, dio ayudas económicas para medicinas y alimentos, tal como lo está
haciendo con los venezolanos en Colombia.
En
el caso de los rohingya, en medio de una campaña de limpieza étnica emprendida por la mayoría budista, se cuentan en más de un millón los refugiados que
huyeron de la violencia en sucesivas oleadas de desplazamientos desde principios
de los años noventa. Su último éxodo comenzó el 25 de agosto de 2017, cuando
estalló la violencia en el estado de Rakhine y más de 723.000 buscaron
protección en Bangladesh. La Acnur también transportó lonas de plásticos, carpas
y colchonetas, ayudó en la construcción de asentamientos para letrinas,
pozos, instalaciones de agua y repartió materiales para albergues para ayudar
al gobierno bengalí occidental a mitigar el impacto
migratorio.

El
albergue de Maicao fue solicitado por el gobierno de Colombia para abordar las
necesidades del aluvión de personas que no dejan de entrar al país. Según
estadísticas oficiales, en Colombia ya habitan 1,3 millones de venezolanos, y se
espera que la cifra ascienda a 2,2 millones a finales de este año. Se necesitan
más de 700 millones de dólares al año para atender a los venezolanos desplazados
en el mundo, y Colombia concentra la mayor necesidad de ayuda, con unos 315
millones de dólares para atenderlos, de los que apenas se ha logrado recaudar
una cuarta parte. Hay 38 agencias
de Naciones Unidas, organismos no gubernamentales y el Movimiento de la Cruz
Roja trabajando en Colombia para ofrecer la ayuda humanitaria que no puede entrar
fácilmente a Venezuela. De ellas, 18 se hacen presentes en
Maicao.
Colombia
fue uno de los primeros países que ofreció permisos de permanencia por dos años
para que los inmigrantes pudieran trabajar, abrir una cuenta bancaria y alquilar
viviendas. En suma: permisos para vivir. Se beneficiaron 415.000 personas, pero
la medida ya está venciendo en muchos casos. Además, ya no se expiden permisos -al menos, no por ahora- y
el desplazamiento no para.
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En
el albergue de Acnur se brinda orientación y asesoría legal según la necesidad de cada venezolano. Si tienen ascendencia colombiana pueden reclamar
su nacionalidad o, si tienen alguna probabilidad de obtener papeles en otro
país, los ayudan a contactar a personal de las embajadas. Si hay casos de
persecución o de necesidad de ayuda humanitaria, intentan tramitar sus casos de
asilo.
Paréntesis de la miseria
Marisela
y Julián pudieron optar por este mes de descanso que ofrece el campamento. No
duermen en la calle por ahora. Pueden salir, trabajar y volver cada día, pero el
albergue es temporal. Su fin es ayudar a paliar el duelo migratorio y colaborar
para que cada persona que pase por el refugio pueda tomar decisiones con la
lucidez del estómago lleno y mayor información en sus
manos.
Más
de 1.125 venezolanos ya pasaron por este espacio de abrigo temporal para
prepararse, desde que abrió sus puertas el 8 de marzo de 2019, pero aún hay 2.258 personas en lista de espera. El día que se
despiden del techo y de las tres comidas garantizadas se llevan un kit de higiene, otro de cocina y de comida, además de una tarjeta de débito o dinero en efectivo que les garantiza por tres meses un estipendio de máximo de 252.500 pesos (según la composición del grupo familiar) para buscar vivienda, equivalentes a 62 dólares. El monto es fijado por el gobierno colombiano.
Pero
al salir, la realidad supera cualquier paliativo. Los venezolanos que permanecen
en Maicao parecen no tener más opción que invadir terrenos sin servicios y dedicarse a la sobresaturada venta callejera de chucherías. Viven en pobreza
extrema.

Venezolanos viven en terrenos invadidos sin acceso a agua ni luz.
La
alcaldía de Maicao estima que hay siete invasiones de venezolanos. Una de las invasiones fue bautizada como "Luisa Pérez", en honor a la madre de un político local que ha ido
donando tierras por pedazos o vendiéndolas en cómodas cuotas. Regresa la sed, la
arena los arropa de pies a cabeza y, cuando cae la noche, se alumbran con los
fogones con los que cocinan sus cenas. La meta del día a día es
comer.
Linda
Montiel, de 40 años, se va perfilando como líder de ese asentamiento. En sus
muñecas lleva puestas pulseras tricolor y aprieta con fuerza la mano de todo el
que se le presenta. Los ve fijo con sus grandes ojos verdes y relata de memoria
cuáles son las organizaciones que hay en Maicao y qué ayudas pueden otorgar. Es
madre de cuatro hijas, tres de ellas especiales.
Migró
junto a su pareja, Jomar Jérez, de 25 años de edad. Dice que en Maracaibo
trabajaba con el actual gobernador del Zulia, Omar Prieto, en sus tiempos de
alcalde del municipio San Francisco, siempre como ficha del oficialista Partido Socialista
Unido de Venezuela (PSUV). Su cargo le exigía promover las obras sociales y movilizar
gente. Hasta que, sigue contando, no pudo expresar sus descontentos frente a la
crisis.

“Yo voté por Chávez, lo admito, pero ahora te digo que destruyeron un país entero. Empezaron a amenazarme con quitarme la bolsa Clap porque tenía críticas, me pedían el ‘carnet de la patria’ para poder comprar. Me vi a las tres de la mañana durmiendo en el piso con mis hijas porque no tenía luz y no aguantábamos el calor. Sin agua, sin medicinas, sin pañales”, cuenta.
La
familia tenía casa y carro. Tenía ciertas comodidades en Venezuela, pero la
crisis los fue descapitalizando. El 19 de marzo de este año su hija mayor
convulsionó por primera vez y no tenía medicamentos. El 22 de marzo cruzaron la
frontera. Primero durmió por 22 días en el refugio que ofrece la Iglesia
Católica. Luego estuvo en la calle. Pasó por el albergue de Acnur y ahora
aprovecha los bonos para construir su casa en el asentamiento informal.
“Paraguachón es una caja de cristal, pero luego sales y te encuentras con una
realidad dura. Nosotros no estamos acostumbrados a vivir en una zona rural ni a
hacer necesidades en bolsa y lanzarlas al monte, pero no podemos volver”,
asegura.
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Donde
vive Montiel está cubierto por las mismas bolsas de plástico que se ven por todo
Maicao. Están llenas de deposiciones humanas. Pero en las invasiones de los
venezolanos las bolsas suelen quedar enganchadas en los arbustos secos del monte
azotado por el viento. Cada día deben pagar al menos 2.000 pesos (0,62 dólares)
para llenar tobos de agua que les permiten asearse y
cocinar.
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Jheimmy Naizzir, coordinadora del Centro de Atención al Migrante y Refugiado, alerta que Maicao, ya de por sí pobre y desasistido, se está sumiendo más en la pobreza y que hay una migración interna de colombianos que intentan dejar Maicao por el colapso que presencian.
“El
migrante venezolano que llega ahora tiene miedo de avanzar. La cercanía con su
país los aferra a la esperanza de retornar. Guaidó les dio esperanza, esperaron
a ver qué pasaría y ahora tienen un duelo migratorio”,
dice.
Aunque
la ayuda está empezando, los recursos del primer plan de acción se agotan para
algunos. Este mes los primeros venezolanos que entraron al albergue dejaron de
obtener el bono y crece la incertidumbre.
Leidys
Romero, de 28 años de edad, se fue a Maicao desde Valencia, estado Carabobo, en
el centronorte de Venezuela, en octubre de 2017, con sus hijos de siete y seis
años de edad. Su hijo menor tenía el riñón de un niño de tres años. No orinaba
regularmente y el órgano no le crecía. En Venezuela solo le daban como opción
dializarse, aunque existen tratamientos para que su hijo retomara su vida
normal. Antes de migrar ella trabajaba en una tienda de ropa, pero en Maicao le
tocó caminar calles con temperaturas de 35 grados centígrados vendiendo
chicharrón y cotufas.

Leidys Romero asegura que continuará en Maicao hasta que no haya un cambio de Gobierno de Venezuela. Vive con sus dos hijos en un terrano invadido sin agua ni luz
Romero
fue de las primeras que entró y durmió en las carpas de Acnur en marzo de este
año y se convirtió, relatando su historia, en la cara promocional de este organismo internacional en la zona. Allí logró estabilizar la salud de su hijo. Su padre, que
nació en Colombia, pudo reconocerla como hija de nativo. La asesoraron legalmente y
le pagaron los pasajes de los testigos para completar los trámites
correspondientes.
Obtuvo
también el bono, que usó para comprar un celular para poder comunicarse con su
hijo mayor de nueve años de edad, que se quedó en Venezuela con su papá. Compró ropa y láminas
de zinc para hacer un rancho en una invasión que ella, junto a 250 familias,
había liderado durante la madrugada del 19 de noviembre de 2017. No tenía ni luz ni
agua corriente, pero la bautizaron La Bendición de Dios. Habitan colombianos
retornados, guajiros de la etnia wayúu que circulan por ambos lados de la frontera, y venezolanos que huyen de la crisis económica y de
salud.
“Mi
hijo menor me dice: ‘Vámonos, mami. Ya a mi hermano no lo puyan más. Ya está
bien’. Ellos saben que nos vinimos para salvarle la vida porque uno de mis hijos
estaba enfermo, pero les tengo que decir que en Venezuela no podremos comer.
Claro que odio estar llena de tierra todo el día, con sed, quemada por el sol y
sin trabajo, pero acá podemos comer y allá no”, cuenta.
El
bono de Leidys se terminó y aún no encuentra trabajo. Las chucherías son cada
día más difíciles de vender en las calles de Maicao. La competencia abunda en el
comercio informal. Ella solo sigue esperando que en Venezuela pase algo que le
permita volver.
La
Bendición de Dios fue la primera invasión en organizarse con una estructura
similar a los consejos comunales del chavismo venezolano. El terreno de pura
arena tiene casas remendadas con pedazos de tela, encerados roídos y bolsas
negras que van cosiendo para delimitar su intimidad. Quienes han ido reuniendo
dinero con los bonos que dan los donantes que se encuentran en Maicao, compran
láminas de zinc.
En
esa invasión se duplica la estructura comunal chavista de autogestión. Hicieron
un mapa de la invasión, delimitaron sus tierras en terrenos de catorce por siete metros y
nombraron a un líder por calle, cuenta José Canache, de 45
años.
Canache
fue de los primeros beneficiados con casas hechas por el gobierno de Chávez en los Valles del Tuy, a las afueras de
la capital venezolana. Trabajaba como obrero y, recuerda como uno de sus logros
de entonces, llegaba con pan y un jugo cada noche a casa para alimentar a sus
dos hijas. En 2017 el hambre lo sacó de Venezuela, como a todos los demás.
Empezó a comer solo yuca, auyama y arroz picado, una vez al día y no todo a la
misma vez. Vendió un carro por partes para comprar comida. Cuando ya no le quedaron más piezas, vendió la nevera y
una computadora. Con eso emprendió el camino del inmigrante, caminando y
pidiendo aventones. El dinero se le acabó justo al llegar a la frontera entre
Venezuela y Colombia.
“Decían
que Colombia es el nuevo sueño americano. Que podrías comprar ropa, celular y
zapatos al llegar, pero encontré calor, zancudos y la radio diciendo que éramos
malandros”, se lamenta.

Migrantes delimitaron calles y lideres vecinales para organizarse en las comunidades invadidas. Foto: Esteban Vega | José Canache organizó la invasión la Bendición de Dios con la ayuda de organismos internacionales y no gubernamentales.
Hoy
Canache es el líder del asentamiento. Save The Children, Aldeas Infantiles,
Hallú, Cruz Roja y Acnur han visitado este lugar y cada uno ofrece ayuda para
tratar que la estadía en la frontera sea más digna, menos
árida.
Aldeas
Infantiles dio galones de pintura de colores amarillo, azul y rojo, junto con láminas
de zinc. Cada palo para levantar un techo con tres paredes se pintó con los
colores de la bandera venezolana. Crearon un espacio para que los niños se
reúnan y escuchen charlas que les hagan sobrellevar el duelo de dejar su país.
Canache dio parte de su terreno invadido para hacer una escuela que sirva para
nivelar a los niños que no están escolarizados aún.
Los
organismos no gubernamentales avisaron que acudirían a la comunidad. Los
habitantes de la Bendición de Dios los recibieron con café colombiano
aromatizado con canela en la estructura de zinc y tricolor que ya construyeron
con su ayuda. Ese día llegaron otras buenas ofertas. Entre ellas, un proyecto
para darles materiales de construcción para pozos sépticos en los ranchos. Una
empresa privada les ofreció comprarles el kilo de bolsas de plásticas en 600
pesos (0,18 dólares). Prometieron además enviar cisternas de agua y les pidieron
organizarse en comités. La verdad es que Canache ya tenía el trabajo casi
hecho.

Habitantes de la Bendición Dios reciben a entes no gubernamentales que les ofrecen ayuda
Un sistema sobrecargado
En
Maicao, si un extranjero en situación irregular tiene una enfermedad crónica, por ley solo recibirá cuidados
paliativos y atención para casos urgentes.
Los venezolanos que acuden al Hospital
San José de Maicao solo pueden ser atendidos por emergencias. Entre 60 y 70 por
ciento de las mujeres atendidas en salas de partos son venezolanas. Entre enero
y mayo de este año en Colombia se atendieron 3.123 partos de mujeres
venezolanas.
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Si
sus hijos nacen prematuros y necesitan cuidados intensivos no tienen opción. La unidad de cuidados intensivos forma parte de una atención privada que solo puede ser
costeada con seguros médicos. Tampoco hay terapia de diálisis para quienes
tienen problemas renales ni acceso a tratamientos para el cáncer, hemofilia,
diabetes.
Según
datos del boletín epidemiológico de junio de 2019 del Instituto Nacional de
Salud de Colombia, sobre fronteras y extranjeros, se han confirmado 329 casos de
sarampión, 22 niños venezolanos menores de cinco años murieron con desnutrición
entre 2017 y 2019, 143 bebés fallecieron antes de los 28 días de nacidos y otros
34 menores de cinco años murieron por diarreas e infecciones respiratorias. En el lado colombiano de la frontera además se atendieron 1.655 casos de venezolanos con
malaria y 260 casos de mortalidad por sida en los últimos tres años.
La
radiografía de un día en la Sala de Emergencia del hospital San José de Maicao
muestra a un hombre inconsciente en una camilla, de identidad desconocida, del que médicos presumían que era venezolano; a un niño con diabetes; un bebé con un
hematoma en su cabeza que no cesaba porque padecía de hemofilia y en Venezuela
no tenía tratamiento; a unos gemelos que traían una infección desde Maracaibo
que no podían controlar en centros de salud venezolanos porque no había
antibióticos. A todos trataban de estabilizarlos, pero los casos crónicos no
tenían solución.
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En
pediatría, Yescarlín Montero cargaba a su hijo de diez meses. Estaba hinchado y
con la piel descamada. Tenía diagnóstico de Kwashiorkor, un tipo de desnutrición
por falta de vitaminas y proteínas propio de las hambrunas africanas. Montero cruzó
la frontera buscando ayuda porque en Venezuela solo podía alimentar a su hijo con teteros de
plátano y crema de arroz. El bebé tenía antibióticos, alimentación terapéutica,
pero necesitaba cuidados intensivos. No había esa
opción.

Yescarlín Montero carga a su hijo de 10 meses con desnutrición. Necesita terapia intensiva, pero el hospital no puede darle esta atención porque no tiene seguro ni papeles legales en Colombia. Foto: Esteban Vega
En
el sistema de salud colombiano también surgió un nuevo término con la llegada de
la migración venezolana: “Población pobre no asegurada”. Según la norma, debe
ser atendida, pero solo en casos de urgencias. Por estas atenciones de salud, el
Gobierno de Colombia le debe unos siete millones de dólares al hospital de
Maicao. “El Gobierno de Colombia debe por ley pagar los gastos de urgencias de
extranjeros, pero nadie estaba preparado para esto”, dice Gustavo Flechas
Ramírez, asesor jurídico del Hospital San José.
Allí
Jonathan y Margelys solo pasaron unas horas. Al bebé le hicieron las pruebas de
sarampión y se enviaron las muestras a la capital colombiana, Bogotá, para
esperar la confirmación. Luego, les pidieron esperar los resultados en la calle.
Ese día no durmieron en el refugio ni les brindaron una cama del
hospital.
“Mi
casa la invadieron, me robaron en Maicao, mi hijo con sarampión y ahora me hacen
seguir en la calle. Para mí no hay solución”, dice Jonathan, quien con su
familia sigue en la calle, lo suficientemente cerca de su casa en esta Venezuela
de la que no se alejan más y a la que, sin embargo, no se atreven a volver.
Esperan que algo pase.
*Anibal Pedrique colaboró con este reportaje.
Esta crónica fue actualizada el 7 de agosto de 2019. Los cambios incorporados incluyen la precisión en el nombre del centro (Centro de Atención Integral), el tiempo que se puede estar en sus instalaciones, las cifras de venezolanos atendidos y en lista de espera hasta el 24 de julio de 2019, detalles sobre la asesoría y orientación que reciben de parte de Acnur, así como especificaciones de las unidades de vivienda tipo “RHUs”.