Las 96 horas salvajes del apagón que solo iba a durar tres

No es poca cosa la oscuridad total. Menos en la capital densamente poblada de una Venezuela afectada por la hiperinflación, el miedo y la dictadura. Mucho menos durante cuatro días seguidos en los que se borra la paciencia o se descubre la resistencia entre la necesidad de trabajar, tratar de tomar un baño, resguardar lo que se tiene y hacer sonreír a los niños. En esta crónica a ocho manos se descubre una Caracas vulnerable e inverosímil que suplica, como el país, que lleguen días mejores
Jueves El
blackout fue inmediato. “Sin servicio”. La luz se fue a las 4:50 de la tarde del
jueves 7 de marzo en Caracas y junto con el corte de energía eléctrica también
se desvanecieron las comunicaciones. “Sin servicio” es la frase que se instala
en la pantalla de los teléfonos móviles para recordar que mientras lo leas no
tienes ni tendrás certeza de nada. No importa con cuál de las tres empresas de
telefonía celular se cuente (las privadas Movistar o Digitel, o la estatal
Movilnet), ninguna responde cuando se apagan una urbanización, una ciudad, y
mucho menos un país. No se sabe qué ocurrió, no puedes llamar a tu familia, no
puedes despejar dudas. En
medio de ese blackout, sales de la oficina antes de que se oculte el sol para
llegar a casa con luz natural. Y lo que presumías como un apagón más, de esos
que abundan en el país suramericano desde que se decretara la “emergencia
eléctrica” en 2009, se va configurando como algo mucho más grave. En las
emisoras de radio, que solo puedes escuchar desde el carro, las primeras
informaciones hablaban de una caída en la central hidroeléctrica más importante
de Venezuela, Guri, y que a las seis de la tarde había al menos 16 estados sin
electricidad.
Vas
rodando por la ciudad mientras chequeas cada dos minutos la pantalla del celular
para ver si ese “Sin servicio” desapareció; lo guardas junto al asiento, sientes
una vibración y lo levantas de nuevo. Han entrado algunos mensajes de WhatsApp y
Telegram, sientes un poco de alivio porque recuperas señal y comienza la
cacería: ¿cuál fue el punto exacto donde entró la señal? Das vueltas por las
mismas tres calles varias veces girando la mirada al teléfono y volviendo a ver
al frente para no chocar al de adelante. ¡Bingo! Te estacionas, lees los
mensajes y respondes los que puedes. Son las 6:30 de la tarde y luego de creer
que tienes todo bajo control porque leíste y respondiste varios asuntos
laborales, sigues hasta tu casa. Tampoco hay luz. No hay mayor preocupación,
debería llegar pronto.
Alrededor
de la parroquia La Candelaria, en el centro de la ciudad, comienza a dibujarse
la geografía del caos. La estación de metro de Parque Carabobo, a media cuadra
del Ministerio Público, a dos del Ministerio de Agricultura y a tres del
Ministerio de Interior, Justicia y Paz, no podía recibir a más personas. Los
buhoneros vociferaban la noticia obvia: no había luz. Las personas no terminaban
de bajar los 85 escalones que conducen a los torniquetes que dan acceso al
subterráneo y, los que se atrevían a bajar veían el único andén lleno de rostros
preocupados y sudorosos, que se agolpaban en las escalera mecánicas inservibles
para poder salir. Algunos se aferraban a la esperanza del alcanzar el transporte
superficial –escaso desde hace más de un año-, agarraban sus carteras con fuerza
y asomaban el reloj del celular.

Estación de Metro Parque Carabobo
Niños
aún con camisa escolar, mujeres, jóvenes en manadas, uniformados ministeriales,
obreros con el morral tricolor. El poco transporte hace rato estaba sobrepasado
en su capacidad. Cobraban dos o tres veces más por sacar a las personas de La
Candelaria, cruzando la avenida Andrés Bello y dejándolos en Plaza Venezuela.
Los mototaxis empezaron a escasear como el sol, ya a punto de ocultarse. Su
lugar lo fue tomando una hilera de personas como en eterna procesión a
casa.
En
la céntrica avenida Urdaneta, los comerciantes cerraron la Santamaría -como en
Venezuela se conocen las rejas metálicas de acordeón, plegables-, pensando que
sería quizá un asunto de horas. Quedaron abiertos locales de comida, panaderías
y farmacia, con personas vigilantes en su entrada observando la escena. Los
semáforos apagados, funcionarios de la Policía Nacional en algunas esquinas
desorientados, sin saber bien cómo controlar la situación, los carros agolpados
tratando de salir y esquivar los huecos, las personas tratando de cruzar las
calles. Muchos miraban sus teléfonos, constatando que tampoco tenían
señal.
Todo
funcionaba con los sentidos de alerta encendidos, bajo el paraguas de la
intuición. Licorerías de la zona, cual plaza pública, reunían a unos pocos que
no tenían apuro en llegar y esperaban que bajara la marea humana. Elucubraban
hipótesis de lo ocurrido y hasta asomaban el fin apocalíptico del gobierno. Otro
dijo que “al parecer habían detenido a Guaidó”.
De
pronto se fue haciendo el silencio, ese fiel compañero de la oscuridad. En
algunos edificios era tan intenso que permitía escucharlo todo, hasta las
reuniones de los vecinos en las plantas bajas y el esfuerzo de los niños, en un
edificio de La Alameda, de distraerse haciendo una pequeña fogata a la que se
unieron los adultos ante la imposibilidad de hacer cualquier otra cosa. "¿Qué
estará pasando realmente? ¿Cuánto irá a durar esto?". Las baterías de los
celulares comenzaron a agotarse y la gente comenzó a guardarse prefiriendo
reservar la única iluminación que tendrían para la escalera de emergencias: la
linterna del celular.
A
esas alturas no se sabía nada, y lo poco que se sabía era que el ministro de
Energía Eléctrica, Luis Motta, había dicho nuevamente que se trataba de un
“saboteo” y que el servicio comenzaría a restablecerse en tres
horas.

Pero
nada que llegó. Esa primera noche no se tenía idea de la magnitud del daño. El
“sin servicio” siguió allí. En la penumbra se escuchaban gritos a lo lejos:
“¡Maduroo!”, y unas tres o cuatro voces de hombres y mujeres que respondían
“¡Coño e’ tu madre!”. Después: “¡Madurooo, hijo de
putaaa!”
Pronto
se apagó también la telefonía fija. En la oscurana las luces de los carros
alumbraban las calles aún llena de personas y las chispas amarillas desde los
apartamentos confirmaban velas encendidas. En la avenida Fuerzas Armadas todo
estaba recogido y la avenida Panteón lo cubría un manto de sombras y terror. Una
pareja cruzaba la calle con sus dos hijos en brazos, rápido y sin detenerse. Los
carros poco se paraban en las esquinas y en un amague, apretaban el acelerador
para continuar. En la entrada de un edificio estaba un joven, con la reja
principal a medio cerrar, esperando a alguien. En otro, sentado en los
escalones, estaba un señor viejito que duerme permanente allí y lo conocen como
“el comandante”. Lo acompañaban dos personas más.
Aún
había agua saliendo de los grifos, que poco a poco iba perdiendo fuerza hasta
que desapareció y la tensa calma se rompió a las diez y media de la noche cuando
un grito despertó el alerta. En plena oscuridad, luces de linternas iban y
venían como faros de edificio en edificio. “Activo, activo, activo”, se
escuchaba desde distintos apartamentos. Gritos venían de distintos puntos
cardinales. Empezaron los pitos, era la señal de seguridad, “un ladrón en la
terraza”. Empezaron los gritos hasta que nuevamente llegó el silencio. Era uno
solo y escapó.
Las
tres horas prometidas por el régimen de Nicolás Maduro para resolver el problema
quedaron como un mal chiste, flotando.
Viernes
A
las 7 de la mañana, luego de 14 horas sin luz, la angustia y desesperación de no
saber absolutamente nada de nada y de nadie abruma y ahoga. El “sin servicio”
sigue anclado en la pantalla del celular. Un baño de agua fría y a la calle, a
buscar señal en algún lugar.
Pocos
sabían que lo habían decretado no laborable. Salían tímidamente de los
edificios, con la vianda de comida en la mano. Había pocos carros circulando y
no se pasaban muchas personas. Las santamaría de los negocios no se abrieron
temprano, aunque a lo largo del día iban apareciendo los dueños. La panadería de
la esquina de Chimborazo fue una de las pocas en abrir, vendieron pan solo con
dinero en efectivo, a 2 mil bolívares.
Prendes
el carro y la emisora que siempre escuchas te ofrece un balance. ¡Qué alivio!
Sabes algo finalmente. No hay luz en todo el país y vuelve la incertidumbre. El
país no había pasado tantas horas, ya iban 16, sin energía eléctrica, es grave.
Bajando del puente de Los Estadios y llegando a Plaza Venezuela, entran tres
barritas de conexión, no hay dónde estacionar, la vía está desolada y da miedo.
La señal va y viene, es débil, solo entra en algunas calles, por pocos metros,
no se trata de toda una zona con buena señal, son tramos. En la gran avenida de
Plaza Venezuela, junto a la entrada del bulevar de Sabana Grande, ves personas
caminando como si fueran al trabajo, esperando transporte público en las
paradas, con sus uniformes de empresas. Pero son pocas; así no es Plaza
Venezuela a esa hora, pero además el Metro de Caracas está
cerrado.
Se
logra alguna conversación con la familia en la provincia, con una amiga
incomunicada hasta entonces, pero pronto la comunicación debe acabarse porque
viene un hombre caminando hacia el carro, haciendo señas a otro que está en la
acera contraria, y que muestran una actitud más que sospechosa. Hay que acelerar
el carro para huir de un posible robo.
Sigues
el recorrido para identificar otros pequeños oasis donde sea posible tener
comunicación. Se consigue junto a la Morgue de Bello Monte, junto a la parada de
transporte público de la Universidad Bolivariana de Venezuela (antigua sede de
Lagoven), dentro de la Universidad Central de Venezuela. Dos horas dando vueltas
no solo para conseguir señal, también para escuchar los reportes que dan en la
radio y para cargar el celular. Ya a media mañana se podía tener un panorama de
cuán grave era el apagón nacional pero nadie daba un estimado de
recuperación.
Pocas
emisoras privadas estaban al aire y, de esas, solo tres destacaban por hablar de
lo que ocurría. Los periodistas, en un esfuerzo por informar, llegaron a las
sedes de una de las empresas radiales que disponía planta eléctrica y leían los
reportes de las redes sociales, hablaban con sus entrevistados mientras
interrumpían la transmisión para dar más novedades. En una emisora chavista una
entrevistada señalaba lo bien que se sintió escuchar RNV: “Ya había preparado mi
cartera, con un cuchillo y me puse los pantalones de campaña. La gente tiene que
entender que estamos en guerra y yo estoy aquí para defenderla”. Poco después
sonaba un tema de trova cubana.
En
la calle estaba el contraste: La Candelaria vacía y cerrada, había muy poca
gente mientras que los alrededores de Las Mercedes, estaba congestionado. La
bomba Texaco parecía estar funcionando y la fila de vehículos era de alrededor
de 50 carros. Un activista comentaba que fue de Colinas de Bello Monte a
Chacaíto a pie para reconocer la ciudad después de la penumbra y “casualmente”
se encontró a Guaidó en Chacaíto. “Parecía estar haciendo un recorrido, estaba
acompañado de guardaespaldas y se acercó a la gente, pero no fue un acto
masivo”.
Los
carros de perros caliente funcionaban.
Lo
prudente comenzó a ser planificar lo poco que se podía. Hay cuatro kilos de
carne y un pollo en el congelador, comida que se puede dañar, es el blackout que
tantas veces advirtieron los ingenieros que trabajaron en la compañía eléctrica
nacional y que conocen la operación por dentro: habrá un apagón nacional que
dejará al país sin luz durante días. Lo siguiente, lo que demandaba el instinto
de un ciudadano medianamente informado era comprar hielo. Pero casi ningún local
estaba abierto.
El
Farmatodo de Los Símbolos estaba despachando solo desde el autoservicio, no se
podía entrar a la tienda. Recibían solo efectivo y quedaban dos bolsas de hielo.
Los de adelante se las llevaron. Una licorería vecina estaba abierta pero
atendiendo a los clientes por las rejas; no les quedaba hielo. Hay que seguir.
En toda la avenida principal de Los Chaguaramos y de Santa Mónica no se
consiguen abastos, panaderías ni licorerías abiertas.
En
una calle lateral de la avenida principal de Santa Mónica había un camión
refrigerado, de color blanco, estacionado, con el inconfundible aviso de “hielo”
pintado en la puerta. Estaban descargando bolsas de hielo para un restaurante de
pollos en brasas pero a la pregunta de si vendería alguna al detal, el dueño del
camión no esquiva la respuesta: “Claro, señora, 5.000 bolívares cada una”, dice
el dueño del camión. Compramos dos.
Mientras
se están contando los billetes para ver si de verdad hay 10.000 bolívares
“soberanos”, llega otro carro particular con la misma intención; el conductor
pregunta si puede comprarle cinco bolsas de hielo y de inmediato le dice al
dueño del camión que no tiene bolívares en efectivo sino dólares. “¡Claro, los
recibo!”, dice el vendedor. El nuevo cliente saca de su bolsillo un billete de
cinco dólares y dos billetes de a dólar para completar siete, los entrega y
comienza a cargar las bolsas de hielo en su carro. Estás contemplando en vivo la
dolarización de una economía. La transacción que acaba de ocurrir frente a tus
ojo sería la que terminaría por marcar las ventas en buena parte de los locales
formales de Caracas en los días siguientes, y peor aún, entre los vendedores
ambulantes -conocidos en Venezuela como buhoneros- que venden ciertos alimentos
y mercancía en la calle.
La
luz seguía sin regresar, no había dónde comprar pan, queso o jamón, todo era en
efectivo. Gastados los 10.000 bolívares en la compra del hielo, solo alcanzaba
para comprar unos seis cambures -bananos- en un camión que vendía frutas y
verduras en medio de la desinformación del apagón. Más de una señora de la
tercera edad se acercó a preguntar si tenían punto de venta, también preguntaban
lo mismo desde los carros que se acercaban porque ningún supermercado estaba
abierto.
De
regreso a casa solo queda pensar en frío para tomar la mejor decisión. Qué
alimento se guardará en una cava o nevera con hielo y cuál se deja en el
congelador. Un kilo de carne es el que finalmente se acomoda en una pequeña cava
de anime (hielo abajo-bandeja de carne-hielo arriba). 20 horas después de estar
sin energía eléctrica regresó la luz. Hacer el único pollo que se tenía en la
nevera era la mejor opción, acompañarlo con los granos que se descongelaron y un
arroz.
Otra
víctima inmediata del apagón fue el servicio de agua. En los edificios del
suroeste de Caracas las reservas de agua se fueron agotando. Armarse de fuerza y
agarrar dos tobos, bajar 128 escalones y regresar al piso 8, cargando 25 litros
a la vez, la faena de una periodista madre de familia. Aunque no sirviera para
beber, la esperanza era que sirviera al menos para aseo personal y limpieza. En
los tres días siguientes se repitió la operación varias veces, aunque cada vez
con mayor destreza en el mismo escenario y con los mismos protagonistas: niños
fastidiados y padres incomunicados.
Un
vecino, que buscó la planta eléctrica de uno de sus negocios, la instaló en la
planta baja del edificio. Entre varios sacaron una mesa del salón de fiestas y
la instalaron en medio del pasillo con muchas regletas para cargar los celulares
y demás aparatos eléctricos, aunque no servía demasiado pues no llegaba la señal
de ninguna de las telefonías móviles: no se podía llamar, ni escribir mensajes
de texto, mucho menos de WhatsApp. Tampoco recibir nada.
Sábado
Solo
quien tenía ahorros en divisas pudo huir de la penumbra. El hotel Eurobuilding,
en Chuao, una zona de clase media en el sureste del valle capitalino, fue uno de
los pocos lugares de Caracas que garantizaba luz, Internet y comida caliente
luego de más de 24 horas sin luz.
El lujoso hotel no había tenido tanta demanda en estos cuatro años de
crisis. La casa estaba llena. De 617 habitaciones, las 400 que tienen operativas
fueron ocupadas y la demanda crecía como la zozobra.
Un
hombre mayor llegó con seis billetes de 100 dólares en efectivo y los lanzó
sobre el mostrador del lobby: “Tengo cómo pagar. Dénme una habitación”, exigía.
Pero ya no había ni una sola disponible el viernes en la noche. A quienes
llegaron a tiempo con efectivo en mano, se les sacaba copia a los billetes que
entregaban, los firmaban y se llevaban el aval por si acaso en el futuro
afloraba alguna estafa en medio de tanta
algarabía.

Dentro
del hotel se trataba de mantener la normalidad. Unos fumaban narguile, otros se
bañaban en la piscina o meneaban un trago viendo para los lados. Esperaban
noticias que no llegaban.
El
sábado se sumaban 48 horas de apagón nacional, pero en el hotel había ambiente
festivo. La vida continuaba después de todo. Mientras miles de personas trataban
de retomar las calles, comunicarse o de llegar a donde el líder opositor Juan
Guaidó los había convocado en la avenida Victoria, en el Eurobuilding reinaba la
confusión. Una señora en un ascensor le preguntó a alguien que daba muestras de
ser periodistas, porque llegó bañado en sudor, chaleco antibala y una cámara en
mano, si la marcha se había dado, si Guaidó llegó.
A
las cuatro de la tarde comenzó un desfile de trajes de gala. Dos bodas con 400
invitados cada uno se mantenían en pie, pese a la emergencia. Una de las novias
trataba de mostrar buena cara en el lobby del hotel con sus fotógrafos, justo
cuando otro bajón de luz apagó el hotel. Las plantas tardaron 20 minutos en
responder y la ansiedad se apoderaba de los huéspedes. “Tranquila. No se es
adivino para saber que esto iba a pasar”, le decía la fotógrafa a la novia con
su traje blanco inmaculado para sacarle una mejor expresión para las
fotos.
El
sistema del hotel para programar las tarjetas magnéticas para abrir las
habitaciones colapsó. Las reservas se perdieron y los invitados de la boda
tomaron habitaciones que ya le pertenecían a otros huéspedes que llegaron
primero para refugiarse de la oscuridad. El caos también fue de cinco
estrellas. Los invitados subían por las escaleras de emergencia a las
habitaciones porque había cola para usar los ascensores cuando volvió la luz.
Los elevadores internos que usan los mesoneros fueron invadidos por los
huéspedes, desesperados, que querían mantener un poco de confort luego de pagar
mínimo 200 dólares la noche.
El
sábado había amanecido como un día casi normal. Había electricidad en varios
lugares de la capital, locales abiertos, pero ningún punto de venta servía. Solo
se aceptaba efectivo, billetes que no abundan en Venezuela y que casi nadie
quiere tener en las manos, mucho menos guardarlos. Pero esa luz tampoco rindió
para mucho, a las 11:20 de la mañana se volvió a ir.
La
experiencia había obligado a buscar los radios viejos que funcionan con baterías
y, a diferencia del viernes, las pocas emisoras que informaban sobre lo que
estaba ocurriendo estaban fuera del dial. No era posible sintonizar las tres
emisoras FM que el viernes sirvieron de único medio de información; era sábado y
había programas musicales en los circuitos Unión Radio y FM Center, ningún
operativo. Parecía que se habían quedado sin planta eléctrica y sin manera de
transmitir. O quizás a esa zona de Caracas ya no llegaba la señal. En la
frecuencia AM, Radio Caracas Radio era la única emisora que paliaba la
desinformación con un programa en vivo al mediodía, aunque no parecía
suficiente.
La
sensación de no poder hacer nada, el convencimiento de que no está en tus manos
solucionar tu situación particular o la de alguien más, y la desinformación
total marcaron un colapso a las cinco de la tarde. A esa hora la única opción
era salir en el carro a cargar el celular, intentar sintonizar alguna emisora y
conseguir señal para conectarse unos minutos. Esta vez el destino fue el
municipio Chacao, en el noreste de Caracas. En la avenida Francisco de Miranda,
desde Chacaíto, solo había un poco de señal 3G junto al hotel Ambassador Suites,
frente al Centro Lido; seis carros estacionados en fila tanto en la calle como
en la acera daban a entender que allí había esperanza, pero la señal solo
permitía hacer llamadas y enviar SMS.
Toda
la avenida estaba apagada, los negocios cerrados, pocos carros transitando.
Excepto frente a la torre Movistar de Los Palos Grandes. A ambos lados de la vía
los carros estaban parados en fila, unos con las luces de emergencia encendidas,
otros apagaban sus carros y se instalaban. Allí se podía obtener de nuevo un
poco de alivio. Revisar los 258 mensajes de WhatsApp con calma, chequear correos
electrónicos, hablar con la familia que está aislada dentro de Caracas y dentro
de Venezuela, y responder a quienes desde el exterior escriben preocupados.
“Todos bien, tenemos comida”. Calmar la angustia, bajar la incertidumbre. Ese
fue el día de mayor desconexión.
A
las siete de la noche seguían llegando carros pero la oscuridad ahuyentaba con
fuerza. “Están saliendo en La Candelaria a quemar cauchos”, decía un SMS de un
familiar que vive en esa zona del centro de la ciudad. “Váyanse a la casa ya”,
remataba. Así fue. Junto al humo y las llamas sonaban las
cacerolas.
En
La Candelaria se observaba más presencia militar y policial. A la altura de la
Zona Rental de la Universidad Central de Venezuela apareció nuevamente el
contingente de los motorizados de la Guardia Nacional y diez tanquetas. En la
entrada de la avenida Bolívar, entrando por Paseo Los Caobos, a la altura del
antiguo Anauco Hilton se esconden dos guardias con armas largas. La esquina de
Ferrenquín estaba trancada. Las protestas arreciaron con la llegada de la
noche.
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Nuevamente
sobre la avenida Urdaneta, cientos de curiosos se asomaban. En la esquina de
Avilanes, al norte, ya empezaban a quemar cauchos. La Policía Nacional respondió
con lacrimógenas. Los vecinos fueron dispersados y los carros tuvieron que ir en
retroceso para buscar otras vías alternas para llegar al destino final. La
esquina de Teñideros también se llenó de fuego. Una señora corre por el medio de
la calle con el coche de su pequeña, otra persona se come una flecha para entrar
en el estacionamiento oscuro. Al fondo, las detonaciones de un lanza
lacrimógenas.
Desde
la ventana se observa a una mamá que mojaba un algodón en leche de magnesia y
los pasaba por el rostro de dos niños para mitigar el efecto urticante de las
bombas. Los neumáticos quemándose iban de la Avenida Panteón a la Urdaneta y de
la Fuerzas Armadas, en todas sus esquinas hasta llegar a Mirador, a la altura
del antiguo Sambil de La Candelaria, dieron la bienvenida a decenas de guardias
que no tardaron en desplegarse.
Los
gritos de “¡Resistencia!” eran cada vez mayores. “¿Quiénes somos? ¡Venezuela!
¿Qué queremos? ¡Libertad!”.
Mientras
tanto en aquel edificio de La Alameda los niños perfeccionaban su técnica para
hacer fogatas. La noche anterior solo tenían palitos y hojas secas. Esta noche
incorporaron velas, aceite y pedazos de cartón. Descubrieron, ellos y los
adultos, que el cielo caraqueño tiene estrellas.
Hasta
las once de la noche siguió la batalla campal en el norte de La Candelaria.
Tanquetas y la ballena atravesaban las angostas calles, motorizados de la GNB
lanzaban lacrimógenas, manifestantes encapuchados quemaban cauchos y basura
acumulada en las esquinas, bombas molotov rodaron en defensa. A lo lejos el
sonido de perdigones y una explosión, de lo que se presume fue una bombona de
gas. Vecinos de los pisos altos avistaban a los uniformados y avisaban a los que
estaban en la calle. Una arremetida brutal calló la protesta y vino un silencio
sepulcral.
Domingo
Amaneció.
Se sumaban 72 horas sin luz. Luego de la fiesta, ya no había suficiente agua en
el hotel. Los dólares y euros ya no podían pagar más días dignos. En cada
habitación del Eurobuilding había una hoja anunciando racionamiento de agua en
tres turnos. El personal de servicio explicaba que no podían cambiar más las
toallas porque no tenían cómo lavarlas, y la piscina fue
vaciada.
“No
podemos hacer nuevas reservaciones. No podemos garantizar el servicio por más
tiempo”, repetían en el lobby.
Tras
el toque de queda autoimpuesto y la incertidumbre de cuándo volverá la
operatividad, los trabajadores del estacionamiento aprovechaban la lentitud de
la banca electrónica para exprimir los últimos dólares. “No hay manera de pagar
con tarjeta. Puedes pagar con dólares, euros o te dejamos limpiando piso”, decía
la empleada a la larga cola de personas que tuvieron que sacar sus maletas
porque la gerencia se negó a reservar un día más de
habitación.
En
las casas, ese domingo en la penumbra las velas seguían acompañando en la
cocina. Hay que desayunar arepas con el pollo guisado del viernes porque ya no
aguanta (afortunadamente la cocina es de gas). Hay que almorzar con la carne que
estuvo en la cava de anime -una nevera de Telgopor o poliestireno expandido- con
hielo porque ya se derritió, luego de 48 horas. La segunda bolsa sigue intacta,
en el congelador, pero el resto de la carne ya gotea. Hay que vaciar parte del
hielo en una olla, poner dos paquetes de carne encima y cubrirlos con más hielo.
Se hace lo mismo con otro paquete en un envase de plástico. Son tres kilos más
de carne que se resguardan y se meten en el congelador, sin electricidad pero
con algún vestigio de frío.
A
las 12 del mediodía hubo que salir de nuevo de casa para saber qué estaba
pasando, cómo seguía la familia, qué panorama se tenía. De nuevo a la torre
Movistar de Los Palos Grandes, esta vez la familia completa. Cuando apretó el
hambre se inició el regreso a casa para cocinar la carne. En el camino
impresionaba ver varios restaurantes abiertos entre Altamira y La Castellana.
¿Cómo pagará la gente? ¿En dólares? Ya ese día el billete norteamericano parecía
ser la moneda oficial de pago en el país del bolívar
soberano.
La
emergencia de los últimos tres días parecía haber marcado una nueva división
territorial en la capital: aquellas zonas que pasan a ser un gran agujero negro
donde nadie se entera de nada (sin luz, sin comunicaciones); aquellas otras
donde algún vestigio de señal queda; y las privilegiadas, como la autopista
Francisco Fajardo entre la base aérea de La Carlota y la reconocida Esfera de
Soto, los alrededores de las torres que sirven de sede de algunas empresas
privadas de telefonía, y algunos hoteles cinco estrellas que sirvieron de
refugio para pocos.
Además
del agua, se agudizó la carrera por combustible. Sin servicios básicos, más de
uno salió temprano ese día pensando en recargar de gasolina los carros. La
estación conocida como "Texaco" de Las Mercedes era de las pocas estaciones de
servicio con planta eléctrica. La tarde anterior la fila subía hacia Chacaíto
pero aquella mañana había tomado otro camino: la habían redireccionado hacia
Bello Monte.

No
se sabía cuánto tiempo podría aguantar en la fila, los carros amenazaban con
apagarse. La angustia y el tiempo de espera sacó lágrimas a más de uno tras
“haber logrado” abastecerse. Regresar y buscar a los niños para regalarles un
“domingo normal” pareció ser el plan de muchos, al menos en el Parque del Este,
donde muchísimas personas llenaban botellones, envases y tobos de
agua.
Entre
ellos estaba una comerciante que tenía un negocio en La Carlota y, aunque había
recuperado el servicio eléctrico aquella mañana, no era lo suficientemente
potente para bombear el agua. Tomaba en un vaso la misma agua que recogía de una
manguera, en el parque. Aseguraba que era potable.
Las
filas eran largas en cada toma disponible. Ese domingo había más personas
buscando agua que recreándose. La electricidad volvió a irse pronto en buena
parte de la ciudad mientras no muy lejos, en Chacao, los colectivos
paramilitares del régimen dispersaban a tiros a los cansados vecinos, que
protestaban como en otras zonas del país a plena luz del
día.

En
Bello Monte, el cumpleaños de una muchacha se convirtió también en estación de
aliviadero al haber, a la vez, una torta y agua para bañarse sus familiares. La
panadería que estaba en la planta baja, tradicionalmente vacía, estaba
abarrotada. La reunión familiar -quizá, como cualquier otra- se convirtió en una
sesión de terapia en la que cada quien desahogaba su
situación.
El
regreso a casa fue temprano y evadiendo barricadas. La cena debía ser lo que
seguía descongelado, la “masa fácil” para hacer pastelitos. Esa mañana se pudo
comprar un poco de queso blanco para rallar, un pedazo equivalente a Bs 3.000 en
un pequeño local ubicado en la planta baja de un edificio de la llamada Misión
Vivienda, que a esa hora tenía luz. “No, señora, tenemos que hacer algo, no
podemos seguir con este hombre ahí. Si no sacamos a Maduro ahorita se va a
quedar 20 años más”, dijo el joven vendedor en medio de la venta. Otra clienta
le respondió que tenían que salir ellos: “Ustedes, los chavistas. Los opositores
ya hemos salido mucho”; como respuesta el joven solo atinó a bajar la mirada y a
dar la razón.
La
luz llegó ese domingo a las 9:40 de la noche. Las noticias familiares empezaban
también a llegar. Una tía hospitalizada en Mérida -en los Andes del suroccidente
de Venezuela- requería medicinas e insumos. Su sobrino las rastreaba por toda la
ciudad montado en su moto. Le advirtieron que no la sacara más porque “el Sebin
-la policía política- las estaba recogiendo por falta de repuestos”. Un abuelo
en Maracay, capital del estado Aragua, a una hora al oeste de Caracas, sorteaba
el calor infernal. Unos niños jugaban a la luz de la vela mientras en la calle
había represión y saqueos.
Lunes
Una
bolsa de hielo: tres dólares. Dos bolsas: cinco dólares. Todo en cash. En
supermercados más lujosos, hasta ocho dólares. Pero en todos, sin distingo,
tienen avisos en la entrada advirtiendo que solo aceptan efectivo. El shock del
desabastecimiento trasmutó al de un local abastecido pero con clientes que
pagaban en dólares.
Esa
mañana otra mala noticia: la explosión de una subestación de servicio eléctrico
en La Ciudadela, cerca de Prados del Este, en el sureste caraqueño. Dormir
también comenzó a ser un lujo, entre la intranquilidad y los insultos a viva voz
en medio de la oscuridad a Nicolás Maduro, los reportes de robos en algunos
edificios y las crecientes noticias de algunos saqueos, como el del supermercado
Central Madeirense que queda cerca del barrio Santa Cruz del Este. Quizá el
único que pudo verificarse plenamente ante la falta de conexión con alguna
noticia, por celular.
Ningún
carro subía ni bajaba temprano en la mañana. Ni una sola persona circulaba por
la calle. Poco a poco fue llegando la luz a algunos lugares de la capital, solo
para durar unas horas e irse de nuevo, aunque con períodos más prolongados de
durabilidad. Mientras el resto del país seguía sumido en las tinieblas, Caracas
recuperó poco a poco el privilegio de ser la capital, ruinosa, de un país que
apenas parpadea en medio de la pesadilla.