Así resisten los colombianos expulsados por Nicolás Maduro
En 2015 miles de colombianos que tenían hasta 20 años viviendo en Venezuela fueron deportados abruptamente del país, que entonces comenzaba a mostrar los quiebres de una crisis que hoy no tiene comparación en la región. Cuatro años después estas familias no recuperan la prosperidad que alguna vez les brindó Venezuela y apenas sienten un alivio al ver la debacle del otro lado de la frontera
La
familia Ardila Morales quedó sin casa, sin negocios, sin carros y hasta sin ropa
de un minuto a otro en agosto de 2015. Sus miembros fueron unos de los más de
7.000 colombianos que tuvieron que huir por trochas de Venezuela ese año para
refugiarse en Colombia, en una estampa que parecía el producto de un desastre
natural.
Pero
el desastre fue político y llevaba el nombre de Nicolás Maduro.
El
régimen venezolano deportó formal y abruptamente a más de 1.000 colombianos que
hasta entonces moraban en el lado del estado Táchira en la frontera
colombovenezolana durante la crisis que se inició el 19 de agosto de 2015: esa
misma noche Maduro alegó que paramilitares colombianos, vinculados al tránsito
de contrabando característico de la zona, habían cruzado la frontera y emboscado
a tres militares venezolanos.
“La
frontera se nos pudrió. Somos víctimas del modelo capitalista paramilitar de la
derecha colombiana”, dijo entonces Maduro en cadena nacional. Luego amenazó y
cumplió: “Allí vamos a tumbar todas las casas, para que lo sepan, allí no
quedará ni una sola casa”.
Ante
el temor de las represalias y la amenaza de tierra arrasada, otros miles de
colombianos prefirieron huir por su cuenta con algunas
pertenencias.
Fueron los precursores de un éxodo que luego continuarían miles de venezolanos que atravesaron el río Táchira, bien por los puentes que controlan las autoridades de migración, o por las trochas informales, en busca de una mejor vida. Ahora esta es la zona cero en un nuevo conflicto entre los Gobiernos de Caracas y Bogotá en lo que parece una escalada definitiva y muy peligrosa.
Cuatro
años después no quedan las casas y tampoco la esperanza de ser indemnizados,
pero desde Cúcuta, la capital del departamento colombiano de Norte de Santander,
se mantienen atentos a las noticias sobre la crisis venezolana. Esperan que al
otro lado de la frontera sus verdugos se desmoronen.
María
Angélica Morales, de 52 años, ya no recuerda el día que no pudo entrar más a
Venezuela. No sabe de fecha ni de hora. Pero enumera cada una de los bienes que
tenía: carro, camioneta, sala, comedor, línea blanca, edredones, empresa de
diseño y costura y dos camiones para trasladar mercancía en una frontera
próspera. Hoy resume sus bienes en tan solo tres, verdaderos tesoros si se
comparan con las posesiones de los venezolanos que ahora cruzan la frontera
enfermos, desnutridos y caminando sin rumbo: “Solo tengo techo alquilado, comida
y estamos vivos”.
Siente
alivio tras cuatro años de vivir en el lado colombiano. Presta sus habitaciones
a los venezolanos que vienen recomendados de algún conocido que le quedó en
Venezuela. Le da abrigo unos días para ayudarles a sanar y a través de ellos,
sanar también tanta pérdida.
Morales
recuerda que su vida se vino a menos en 2013. La Guardia Nacional extorsionaba a
su esposo, dueño de dos camiones que trasladaban mercancía por toda Venezuela.
Muchas veces llegaba sin ganancia a su casa en San Cristóbal, en el fronterizo
estado Táchira.
En
agosto de 2015 viajó con su esposo Jorge Ardila, de 58 años, hasta Cúcuta, en el
vecino Norte de Santander, como todos los meses. Necesitaba comprar telas
para su empresa de diseño de modas y él buscaba la mercancía que transportaba
por Venezuela. Ese día dejaron el camión en Ureña, una población sobre la línea
limítrofe binacional, y cruzaron el puente para legalizar la
mercancía.
A
las horas la frontera se cerró y los colombianos comenzaron a huir por las
trochas para salvar sus vidas, mientras que funcionarios militares de la
Guardia Nacional marcaban las paredes de sus residencias con una gran letra “D”,
en pintura roja o azul, que significaba la orden de demoler esas propiedades y
que, en realidad, dejaría marcadas sus vidas.
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No
se quedó solo en la amenaza. Las casas las destruyeron con tractores. Golpeaban
a sus habitantes, rompían sus documentos y les recalcaban: “Esto es porque eres
un maldito colombiano”, según recuerdan. La pareja se quedó impactada viendo
cómo llegaba la gente huyendo por las trochas y ellos quedaban aislados, solo
con la ropa que llevaban puesta.
Ardila
no creyó que el cierre de frontera sería definitivo y que el país en donde tenía
su residencia desde hacía 25 años le estaba arrebatando su vida. Por tres
meses se mantuvo sentado junto al puente de Ureña, esperando que alguien lo
dejara pasar a Venezuela. Se mantenía día y noche pidiendo respuesta a la
Guardia Nacional sobre un camión 750 que quedó del lado venezolano. Cuando pudo
saber de él, lo habían desvalijado. Consiguió finalmente pasar al lado
venezolano, buscando contactos para trasladar las ruinas de su negocio, pero no
lo logró.
Con
17 kilos menos y un luto que no termina, decidió ser taxista de un carro
alquilado. Los primeros 50.000 pesos que hace en el día son para pagar el
arriendo del vehículo y el resto de la producción es su
ganancia.
Aún
la madre y tres hermanos de Morales permanecen en Venezuela y siente alivio
porque al menos ella puede ayudarlos a soportar la crisis desde Cúcuta. “Yo soy
de aquí y soy de allá. Quiero mucho a los dos países. Esta es mi tierra de
nacimiento, pero Venezuela me dio muchas cosas. Venezuela es hermosa y allá está
mi familia. He orado por ese país como nadie se imagina”,
dice.
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Ambos
añoran. Desde hace año y medio las ruinas de su camión están en un
estacionamiento de Cúcuta, pero debe tres millones de pesos que no ha podido
pagar. Ardila maneja y traslada
clientes cada día con la radio prendida esperando escuchar noticias sobre
Venezuela, que cada día abarcan más el espectro. “Mi esposo aún tiene esperanzas
de recuperar sus carros”, dice Morales.
“Esto
es cambiar de vida totalmente. Es como quitarte algo de tu cuerpo. ¿Estarías
contenta si te quitaran una pierna? Es toda una vida. Es pasar de una zona, no
de abundancia extrema, pero si teníamos algo”, rememora
Morales.
La
pareja cuenta los días para que el gobierno de Nicolás Maduro pague por los
daños causados. Perdieron la fe. No esperan ser indemnizados por los bienes
materiales. Quieren que la ayuda humanitaria entre y dicen que ayudarán a
empujar los contenedores con suministros por el puente Simón Bolívar, pero no
volverán. Solo esperan ver en las noticias que se haga algún tipo de
justicia.
La
familia Ardila Morales es solo una de 1.500 personas censadas entre los
expulsados por la Fundación Colombo Venezolana Nueva Ilusión, que fundó Patricia
Salguero, de 48 años de edad, quien también tuvo un retorno abrupto a su país el
14 de agosto de 2015.
Apenas
una semana antes del 23 de febrero, el Día D en el que se esperaba ingresar que
se intentara ingresar ayuda humanitaria a Venezuela. Salguero tomó el micrófono
durante un cabildo abierto que se hizo en el sector La Parada, Norte de
Santander, con miembros de la oposición venezolana.
Despertando la xenofobia
Detrás
de la asamblea popular aparecían muchos venezolanos rebuscándose con
carretillas para ayudar a quienes cruzan el puente a buscar comida y medicina.
Por momentos la algarabía de los venezolanos a la caza de clientela no dejaba
escuchar las palabras de los activistas de derechos humanos y los diputados que
se dieron cita en una acera, a pesar de que estos se valían de un amplificador y
un micrófono improvisados.
Frente
a escasas 30 personas que se acercaron con sus banderas en mano, Salguero contó
que se mudó a Venezuela en el año 2004 y fue una entre los millones de
beneficiados de la decisión de Hugo Chávez para legalizar a todos los
extranjeros que estuvieran viviendo en el país. Vivió en Puerto la Cruz, la
ciudad gemela de Barcelona, sobre la costa del estado Anzoátegui, y su último
lugar de residencia fue en El Junquito, un pueblo de montaña a las afueras de
Caracas.
En
efecto, en 2005 se legalizó a cerca de dos millones de colombianos residentes en
Venezuela, una medida que tenía tanto de justicia social como de dádiva
clientelar- Pero con Maduro llegaron a partir de 2013 la escasez y un brote
de xenofobia.
Entre
discursos cada vez más agresivos contra los colombianos, el hijo de Salguero,
que hoy tiene 19 años de edad, fue agredido verbalmente por su acento y
nacionalidad. Un compañero fue golpeado en su liceo por intentar defenderlo. La
familia Salguero no podía comprar comida porque su cédula de identidad
desapareció del sistema de identificación.
“Estábamos
llenos de miedo. No nos vendían comida y en los lugares donde podía comprar no
me dejaban. Ya había muchísima escasez”, cuenta la activista de derechos
humanos. El 14 de agosto tomaron maletas llenas de ropa, una computadora y
celulares para irse a San Antonio del Táchira y cruzar la frontera, pero con su
familia fue detenida en una alcabala de la Guardia Nacional. Estuvo dos días en
el comando. Para poder irse tuvo que dar su computadora y celulares. Le picaron
su cédula, ya sin validez, por la mitad para que recordaran que no podían
volver.
Salguero
llegó a Cúcuta y ayudó a crear tres refugios para los colombianos que llegaban
sin tener dónde vivir. Fue el origen de la fundación que ahora cambió de misión.
Ahora son los venezolanos los que llegan con un solo bolso y se desploman al
cruzar el Puente Simón Bolívar. Salguero quiere su vida de vuelta, pero mientras
tanto ayuda a quienes puede.
“Uno
no puede caerse a mentiras. Uno vivía mejor en Venezuela, antes de la crisis. Yo
perdí dos carros y cuando volvimos a tratar de recuperar algo, estaban
desvalijados, vueltos nada. El apartamento, como estaba a mi nombre lo perdimos
porque mi cedula desapareció. Acá vivo en arriendo y no tengo carros”,
lamenta.
Las
historias de declive económico se repiten entre los retornados. Charles Chico,
de 40 años de edad, tenía una tapicería en Táriba, otra localidad del estado
Táchira,y un restaurante que logró levantar luego de estar trabajando en
Venezuela desde 1997.
En
agosto de 2015 tuvo que empacar deprisa al ver que la Guardia Nacional y la
policía científica venezolanas estaban entrando a la comunidad para deportar a
los colombianos. Lanzaban gases lacrimógenos. Solo le dio oportunidad de hacer
una maleta y recoger todo el efectivo que dejó el restaurante ese día. Se fue
con sus tres hijos, que hoy tienen once, diez y cinco años de edad. En ese
momento, la menor solo tenía un año de nacida. Con su esposa cruzó por primera y
única vez la temida trocha a las siete de la noche pagando “una vacuna” para que
no les robaran la única maleta con ropa que llevaban.
“Mi
hijo mayor me preguntaba qué pasaba y yo le decía que íbamos a visitar a su
abuela, pero él sabía que algo estaba mal. Fue traumático salir así. Yo pensé
que a los días podría volver pero mis vecinos me mandaron las fotos de mis
negocios destruidos”, cuenta.
“Extraño
mi vida en Venezuela. Allá tenía una estabilidad económica y la echo de menos.
Uno está por acá de fábrica en fábrica para que te dejen tapizar aunque sea tres
sillas o va a un restaurante a lavar un plato, cuando yo allá era el dueño del
restaurante. No es fácil, pero en
estos momentos no quiero volver”, dice.
Charles
es uno de los 1.500 colombianos censados por la ONG de Patricia Salguero. No
tiene rencor con el pueblo. Trata de sanar su corazón recomendando para trabajos
a los venezolanos que ve migrando en Cúcuta y dice que está dispuesto a apoyar
el 23 de febrero el intento de entrada de la ayuda humanitaria a
Venezuela.