En Táchira el antisemitismo consiguió una solución ‘semifinal’

Una de las casas más distinguidas del mundo del arte, la familia Bernheimer, se salvó del Holocausto en 1939 al comprarle al Mariscal Goering, número dos del régimen nazi, una ruinosa finca cafetalera en Rubio, en los Andes de Venezuela, y mudarse allí durante la guerra. Pero no salvó todo su patrimonio.
Konrad O.
Bernheimer es hoy una de las personas más influyentes en el mercado
internacional del arte. Es presidente de TEFAF, la feria anual de antigüedades y
arte clásico más importante del mundo, que se acaba de celebrar en Maastricht,
Holanda. Mantiene oficinas en Londres y Múnich, la capital bávara, donde en 1864
su bisabuelo Lehmann Bernheimer arrancó un negocio familiar que pronto se
convertiría en un proveedor predilecto para las grandes dinastías y plutocracias
europeas.
Sin
embargo, la historia de auge de los Bernheimer tuvo un dramático paréntesis
entre 1938 y 1945. Un dato anómalo en la biografía de Konrad, el actual
patriarca, refleja ese desvío: nació en 1950, de madre venezolana, en Rubio, un
pueblo rural recostado sobre las laderas del piedemonte andino, muy lejos de las
mecas globales del arte y la moda, en el estado de Táchira, en el suroeste de
Venezuela, cerca de la frontera con Colombia.
Como
ocurrió con muchas familias judías del Tercer Reich alemán, el destino de los
Bernheimer se torcería durante la madrugada del 9 de noviembre de 1938, la que
después se conocería como la Kristallnacht –la Noche de los Cristales Rotos–.
Entonces comenzó el bucle que no solo llevó a la familia de mercaderes a un
exilio en una desvencijada hacienda cafetalera de los Andes venezolanos, sino
que dispersó el patrimonio artístico de ese apellido, víctima de la rapacidad
nazi, en distintas colecciones, un destino que todavía hoy, 77 años más tarde,
mantiene misterios sin resolver

Konrad Bernheimer es la cuarta generación de una familia signada por el arte y la persecusión. Foto: Flickr/Blaues Sofa.
El arte libera
La de los
Bernheimer fue una familia notable de Múnich hasta la llegada del nazismo al
poder. La suya era parábola llena de esplendor. Si bien comenzó su negocio de
venta de textiles y alfombras de calidad en 1864 en la Plaza del Salvador
(Salvatorplatz) de la capital bávara, apenas dos décadas después hacía construir
una ostentosa edificación de estilo inglés a unas cuadras de allí, en
Lenbachplatz, el Palacio Bernheimer. El lugar se convertía para entonces en el
epicentro de los círculos artísticos en Múnich. Justo frente al Palacio
Bernheimer el príncipe regente de Bavaria, Leopoldo, levantaría la Casa de los
Artistas (Künstlerhaus), que inauguró en 1900. Años más tarde, en los bajos de
la Casa de los Artistas abriría un restaurante, L’Osteria, que en los años 30
del siglo XX se convirtió en el preferido del dictador Adolf Hitler. Todavía
atiende en el mismo lugar.
Era el
Palacio Bernheimer “un edificio de esos a los que llaman un hotel particular,
porque allí te reciben como en un hotel”, donde todo relumbraba: los criados con
chaqué, “las pieles de osos extendidas sobre sofás rojos”, el piano de cola. En
la fiesta que para Navidad se hacía en la mansión, “con las manos enguantadas,
los mayordomos abrían las puertas de carrozas y descubrían interiores de cuero
rojo, almendra, gris, negro, crema o blanco. En el salón una orquesta tocaba
bajo el árbol compases conocidos, Mozart, Beethoven, Haendel, Bach, y otros más
divertidos de jazz y foxtrot”.
Las
fastuosas imágenes provienen de la memoria de Edgar Feuchtwanger, primo de los
Bernheimer. En 1930 –fecha de las viñetas–, Edgar Feuchtwanger era un niño de
cinco años, hijo de un editor judío –que entonces publicaba las obras de Carl
Schmitt, el jurista pronazi– y sobrino de Lion Feuchtwanger, uno de los
novelistas más populares de la época. Edgar escribiría, pasados muchos años de
exilio en Inglaterra, un libro sobre su experiencia de una década como vecino de
Adolf Hitler, cuya residencia del número 16 de la Plaza del Príncipe Regente de
Múnich (Prinzregentenplatz 16, hoy una estación de policía) se veía desde el
edificio del frente, a donde Feuchtwanger y su familia se habían mudado el mismo
año de 1929. En ese volumen (Hitler, mi vecino: recuerdos de un niño judío,
Anagrama, Barcelona 2014) despacha, con sencillez pueril, el origen de la
prosperidad de sus parientes: los Bernheimer, escribe, “coleccionan cuadros, los
compran, los exponen y los venden”.

Los nazis allanaron el 9 de noviembre de 1938 -durante la llamada Noche de los Cristales Rotos- la residencia familiar, que años después recuperaron. Foto: Wikimedia Commons
En
realidad, el de los cuadros fue un ramo que se incorporó de manera tardía al
negocio Bernheimer. Habían empezado con telas, y continuado con tapetes y
gobelinos. Múnich, que durante los turbulentos años 20 de la República de Weimar
había servido como incubadora para el nazismo, desde 1933 ostentaba el título
oficial de Capital del Movimiento, ya cuando el partido había asaltado el poder.
Los Bernheimer, que habían provisto de lujos a la casa real bávara, los
Wittelsbach, y a la de Prusia, los Hohenzollern, se prepararon para atender a la
nueva aristocracia parda. Tras la II Guerra Mundial, Elizabeth Hirsch de
Bernheimer, nuera del patriarca del clan, Otto, todavía alegaba en una
declaración ante las autoridades estadounidenses de ocupación que la firma
familiar había suministrado lo mejor de su inventario a Adolf Hitler y al número
dos del régimen, el Mariscal de Aviación y Ministro del Interior, Hermann
Goering. “Goering le compró alfombras a mi abuelo”, recordaría por su parte
Konrad en 2013 durante una entrevista con el semanario Die Zeit de
Hamburgo.
Sin
embargo, esas relaciones no serían suficientes para proteger a una familia de la
saña con que los nazis procuraban extirpar la huella judía. La primera señal
clara de que algo no iba bien para los Bernheimer se dio en 1937, cuando la
mansión campestre de la familia en Feldafing, a orillas del lago Stamberg, al
suroeste de Múnich, fue expropiada para destinarla como sede de una escuela de
cuadros del partido nazi (la instalación aloja hoy una escuela de nombre Otto
Bernheimer).
El golpe
de gracia llegó con el pogrom masivo del 9 de noviembre de 1938. El 7 de
noviembre un activista judío había disparado a quemarropa en París a un
diplomático alemán, Ernst von Rath. Cuando este murió horas después, los nazis
tuvieron por fin una excusa para dar rienda suelta a los demonios del
antisemitismo y organizaron una escalada final en su apartheid, la penúltima
antes de poner en marcha la llamada solución final en 1942. Cientos de
edificaciones de la comunidad israelí, de sinagogas a comercios, ardieron en
toda Alemania y la recién anexada Austria. Cerca de 3.000 judíos fueron llevados
a prisión. Entre estos últimos Otto Bernheimer, a la sazón el jefe de la familia
y del negocio, y sus hijos Kurt y Ludwig. Ludwig Feuchtwanger, el editor y padre
de Edgar, también cayó en la redada.
La
confiscación del patrimonio de los Bernheimer, que se consumó durante el 9 de
noviembre, tuvo tanto de intimidación como de reparto de botín. Los relatos
difieren en algunos detalles sobre lo que ocurrió, de lo que dan cuenta ciertos
documentos que hoy reposan en el Archivo Nacional de Washington
D.C.
En uno,
Kurt Gerum, que como oficial medio de la policía secreta del Estado, la
tenebrosa Gestapo, participó en la operación, admite durante un interrogatorio
con la OSS estadounidense –precursor de la CIA– que en la toma del Palacio
Bernheimer se causaron daños por 10.000 marcos del Reich. Las obras de arte, sin
embargo, se conservaron intactas, dice Gerum –quien llegaría a ser, al final de
la venidera guerra, jefe regional de la Gestapo en Berlín–, que las tasa en 10
millones de marcos. El lote habría quedado bajo el control del jefe local
–Gauleiter– del partido nazi en Bavaria, Otto Wagner. Gerum también informa a
sus interrogadores que algunas piezas, entre las que incluye cuadros de Eduard
von Grüztner (pintor de Silesia, 1846-1925), de 60 a 70 fragmentos de gobelinos,
y una colección de muestras de telas antiguas de Flandes, fueron numeradas y
llevadas para su resguardo al Museo Nacional de
Múnich.

Elizabeth
Bernheimer brinda otro testimonio. En una declaración ante las autoridades de
ocupación, cotiza en dos millones de marcos lo robado durante el allanamiento
por Gerum, a quien acusa directamente. En el inventario incluye joyas, “valiosas
esculturas” de Tilman Riemenschneider (1460-1531, escultor y tallista del Gótico
tardío alemán), gobelinos “de valor irremplazable” y dos pinturas, El Filósofo
(Der Philosopher) de Carl Spitzweg (1808-1885, pintor bávaro del Romanticismo) y
una Madonna de Antonio Alegri, Correggio (1489-1534, pintor italiano del
Renacimiento). Estos dos cuadros se convertirían, a la larga, en tema de un
rittornello de reclamaciones que los Bernheimer hicieron, sin éxito aparente,
para su recuperación después de la guerra.
La
violencia del despojo resultó apenas el preámbulo de las cinco semanas de
maltratos que pasaron los hombres de la familia, trasladados al cercano campo de
concentración de Dachau (al noreste de Múnich) y a la sede de la Gestapo en la
calle Brienner. Cuando regresaron de ese infierno, apenas unos días antes de la
Navidad de 1938, todos habían sido reducidos a piltrafas. Elizabeth Bernheimer
vio a su suegro, Otto, como un hombre “completamente destruido”, rasurado el
cabello a cero (En inglés en el original: “His head was shaved and he was a
completely broken man”).
A falta
de una descripción sobre lo que quedó de los otros Bernheimer –Kurt y Ludwig, el
esposo de Elizabeth– tras el calvario carcelario, vale citar lo que el niño
Edgar Feuchtwanger observó de su padre, que el 20 de diciembre volvió a casa
desde el cautiverio con este aspecto: “Casi no lo he reconocido. Era un
hombrecillo con el cráneo rapado y el cuerpo flaco, con los ojos hundidos en
órbitas oscuras y la cara grisácea moteada de marcas violáceas. Estaba encorvado
en el umbral, flotando en su ropa, que ahora le quedaba demasiado holgada”.
Cuenta Edgar en Hitler, mi vecino que su padre, luego de dormir una noche, al
día siguiente anunció a la familia la decisión de largarse por fin de Alemania.
“Ya verás, vamos a salir de este infierno y finalmente ya no viviremos enfrente
de ese cabrón”, aseguró a su hijo, agregando la primera grosería que Edgar le
había oído.
Parece
probable que el mismo tema, el de un apresurado exilio, se hubiese instalado
durante esas horas entre los Bernheimer. Pero tenían más que perder en su huida.
De hecho, Otto, el patriarca –abuelo del actual Konrad–, se oponía a abandonar
sus cuantiosos activos en manos de los nazis (en su declaración, Elizabeth
calcularía el patrimonio conjunto de la firma Bernheimer, sin contar las
fortunas individuales, en 38 millones de marcos). Con las horas y los días, Otto
recapacitaría: la situación era peligrosa. Se daba cuenta de que si habían
salido vivos de Dachau fue gracias a una providencial diligencia del presidente
de México, el progresista general Lázaro Cárdenas (1895-1970; presidente de 1934
a 1940). Otto Bernheimer se desempeñaba como Cónsul de México en Baviera;
enterado del confinamiento de Bernheimer y sus parientes, Cárdenas desde México
planteó un ultimátum al ministro de Relaciones Exteriores alemán, Joachim von
Ribbentrop: si no liberaban a su cónsul, apresaría a doce de los más prominentes
ciudadanos alemanes residentes en México. El mensaje tuvo sentido para los
nazis, acostumbrados a la gramática del chantaje.
No
quedaba claro, sin embargo, que la protección mexicana fuese a conservar su
efectividad por siempre. Y de todas maneras, tomar la decisión de marcharse no
era suficiente. Cada vez las autoridades nazis ponían nuevos y menos permeables
escollos a la emigración judía, en forma de requisitos burocráticos y
tributarios.
La
solución para el dilema de los Bernheimer, inevitablemente dolorosa, vendría de
su flamante cliente, el Mariscal Hermann Goering, quien vio en el trance una
oportunidad para enriquecerse.
En el lejano oeste
De la
vesania de Hermann Goering se ha escrito mucho. Hombre ambicioso, inteligente y
salaz, por su corpulencia, manierismo por los uniformes, drogadicción
documentada, y corrupción –con la que se convirtió por vía de los hechos en el
mayor coleccionista de arte europeo durante la primera mitad de los años 40–, es
quizás quien mejor encarna las diversas patologías del régimen. Héroe de la
Aviación de la I Guerra Mundial, fue el menos ideológico de los líderes del
nazismo. Era un hombre pragmático, con complejos de grandeza, a la vez que un
verdugo y un rufián.
Goering
diseñó para los Bernheimer una propuesta que no podrían rechazar. Bávaro como
los Bernheimer, conocía bien las riquezas de las que sus proveedores, a punto de
convertirse en víctimas, podían disponer.
El plan
era este: Goering conseguiría el salvoconducto para los Bernheimer. A cambio,
estos debían hacer “un favor” para un familiar de Goering.
El padre
de Goering se había casado dos veces y tenido hijos en cada unión. Erika
Burchard, la hija de Frieda, una las hermanas por vía paterna del futuro número
dos del nazismo, contrajo matrimonio en 1921 con Walter Rode, el segundo hijo de
Heinrich Enrique Rode, Este, a su vez, era la cabeza de Van Dissel, Rode &
Cía, una de las casas comerciales alemanas que a fines del siglo XIX se habían
instalado en Maracaibo para exportar desde ese puerto –aprovechando las vías
fluviales y lacustres de la región del Zulia– la mayor parte de las cosechas de
café del estado de Táchira venezolano y la provincia colombiana del Norte de
Santander.
Walter
Rode había heredado de su padre la hacienda La Granja, de unas 250 hectáreas,
que aportó en dote al matrimonio con Erika Burchard, la sobrina por sangre
paterna del Mariscal Goering. Aunque los factores alemanes se dedicaban más al
comercio que a la producción, La Granja había sido una de las joyas del imperio
Rode en los Andes venezolanos. La propiedad había nacido tras la crisis del
precio del café de 1891. Entonces muchos productores, endeudados con los
alemanes a quienes ya habían pedido préstamos o adquirido bienes, no pudieron
cumplir con sus compromisos y entregaron en prenda sus
minifundios.

El entonces presidente de México, Lázaro Cárdenas, intervino por los Bernheimer para que quedaran librados de la última redada, que sufrieron los judíos de Alemania antes de "la solución final". Foto: Wikimedia Commons.
Con esos
retazos de parcela, los Rode armaron varias colchas: las haciendas Montebello,
Altagracia, El Dorado, Costarrica, La Unión y La Granadina, así como la
legendaria La Granja, todas en los alrededores de Rubio y de San Cristóbal, la
capital del estado de Táchira. “La Granja y Montebello fueron provistas de
equipos mecanizados para el procesamiento del café, desde la recepción del fruto
recién cosechado hasta pulirlo y ensacarlo, como producto de primera”,
recordaría en 1918 Heinrich Rode al escribir sus memorias en Hamburgo,
Alemania.
Pero en
1938 los años dorados del boom cafetero habían quedado muy lejos. La Granja en
manos de Walter Rode y Erika Burchard de Rode no era más que un incómodo jarrón
chino, “una hacienda completamente deteriorada, de la que no sabían cómo
deshacerse”, la dibujó Konrad Bernheimer en su entrevista con Die
Zeit.
El tío de
Buchard, el Mariscal Hermann Goering, hizo entonces de agente de bienes raíces.
A cambio del salvoconducto que entregaría a los Bernheimer para abandonar
Alemania, estos debían comprar de manera forzosa La Granja en Venezuela. El
precio a pagar era de 2,25 millones de marcos, por una ruina cuyo precio en el
mercado no sobrepasaba los 60.000 marcos. Los Bernheimer no tuvieron otra
alternativa que aceptar el trato extorsivo, que además les obligaba a renunciar
a la nacionalidad alemana. (De acuerdo a Edgar Feuchtwanger, el negocio
contemplaba también que los Bernheimer vendieran a Goering obras de arte “por
una suma irrisoria”, pero es algo que los documentos consultados no permiten
confirmar).
Otto, su
esposa, y sus hijos, marcharon primero a Londres en abril de 1939. Ernst
Bernheimer, hermano de Otto, migró con su esposa, Bertha, y sus cuatro hijos a
La Habana, Cuba, donde falleció en 1956.
Se les
congelaron todas las cuentas bancarias en Alemania y solo se les permitió portar
una suma en efectivode diez marcos por persona. La expedición a Venezuela no
pudo dejar la capital británica hasta que Goering comprobara que el depósito de
los millones de marcos pactados en el soborno se completara. Así, en 1940, los
Bernheimer embarcaron hacia un paraje del que sabían menos que de los exóticos
lugares de las aventuras de Karl May.
La
transacción redundó en un negocio pingüe para Goering. Con parte del dinero
recibido, sus sobrinos Walter Rode y Erika Buchard compraron una propiedad rural
en Brandeburgo, al noreste de Berlín, a pocos kilómetros de Carinhall, la villa
rural de Goering, nombrada así por la primera esposa del Mariscal, la sueca
Carin Hulda, que había fallecido en 1931 por un ataque cardiaco y en cuyo honor
el jerarca nazi transformó la finca en un mausoleo monumental, que ordenaría
volar con explosivos en 1945 cuando los rusos se acercaban a
Berlín.

Oriundos de Alemania, la familia Bernheimer se vio forzada a establecerse, durante la Segunda Guerra Mundial, en una casa de los andes venezolanos. Foto: Ewald Scharfenberg
Curiosamente,
Erika y Walter retornaron a Venezuela después de la guerra. Una hermana de Erika
–por lo tanto, también sobrina de Goering–, Elfriede, también se avecindó en
Maracaibo y obtuvo junto a su esposo, el húngaro Karl Soulavy, la nacionalidad
venezolana en 1955. Para entonces, en cualquier caso, la tragedia de los
Bernheimer, quienes también se habían hecho venezolanos, acababa de dar un nuevo
giro.
Retornos incompletos
Los
Bernheimer no solo fueron desterrados de Alemania, de Europa, sino del lujo.
“Cuando llegaron a Venezuela lo único que encontraron fue una casa completamente
descuidada y vacía”, relató en 1945 Elizabeth Bernheimer, algo que solo podía
saber de oídas, pues ella permaneció en Alemania como rehén de los nazis para
asegurar el cumplimiento del trato. Ciudadana danesa, consiguió sobrevivir a la
guerra.
La Granja
resultó poco amable para la familia, que por tres generaciones había olvidado
cualquier vínculo con la tierra. Nada sabían de la especializada faena del café.
Llegaban a una atribulada Venezuela, cimbrada por el auge de la industria
petrolera y en plena transición democrática tutelada por los militares andinos
que sucedieron a la dictadura de Juan Vicente Gómez. Poco después de llegar, en
1943, murió Carlota Guttmann de Bernheimer, Lotte, la matrona del
grupo.
En Rubio,
el pueblo más próximo a La Granja, construyeron una casa de una sola planta al
estilo español pero dotada de un típico comedor alemán, de amplias vitrinas.
Kurt, el hijo menor de Otto, se casó con una lugareña, Mercedes Uzcátegui y
parecía más que dispuesto a adaptarse a las condiciones de los bosques nublados
tropicales. (Hoy La Granja sigue siendo propiedad privada, en manos de otro
alemán que ha dejado –como todos sus vecinos– de producir café; algunas
personalidades de Rubio se organizan para tratar de adquirirla y transformarla
en un museo).
Contra
viento y marea levantaron el negocio. Cualquier traspiés que enfrentaran tenía
por fuerza que ser más llevadero que el drama que, mientras tanto, se
desarrollaba en Europa. Habían escapado al Holocausto.
Pero la
guerra terminó. Si la capitulación alemana se completó el 8 de mayo de 1945,
apenas tres meses después, en agosto, Otto Bernheimer, el patriarca, ya estaba
de vuelta en Múnich. Rubio no era lo suyo, como sí lo era el inmenso patrimonio
que debía rescatar en Alemania de las devastaciones consecutivas del nazismo y
la guerra. Baviera había quedado bajo control de las fuerzas militares
estadounidenses y el patriarca quería volver, tentado a reconstruir el paraíso
perdido.
En el
Archivo Nacional de Washington D.C. reposan cartas, fechadas ya desde 1946, que
suscriben, a veces al unísono, Otto Bernheimer, su hermano Ernst –desde Cuba– y
su cuñada, Karoline; en ocasiones, solo Karoline, la esposa de Max Bernheimer,
hermano de Otto. Era el comienzo de lo que debió ser una tortuosa diligencia
para rastrear el paradero del patrimonio expoliado y persuadir a las fuerzas de
ocupación de que se le restituyera.
Sendos
oficios de la División de Economía del Gobierno Militar de Baviera, de 1946,
aparecen previniendo a Karoline Bernheimer de que esa oficina no está autorizada
a entregarle ningún objeto. Una de las circulares hace referencia a piezas
depositadas en el monasterio benedictino de Ettal, en los Alpes bávaros, muy
cerca de la frontera austríaca.

Ambicioso y con delirios de grandeza, el Ministro del Interior de Hitler, Hermann Goering, ofreció salvoconductos a los Bernheimer, a cambio de una buena tajada de su fortuna. Foto: Wikimedia Commons.
En la
localización del tesoro disperso, algún papel debe haber jugado Josef Eggers, un
ex empleado de los Bernheimer. Sin embargo, no queda clara la naturaleza de ese
rol. En su deposición ante las autoridades norteamericanas, a Elizabeth
Bernheimer le falta poco para denunciar a Eggers como cómplice de los nazis.
Cuenta que, esa noche aciaga del 9 de noviembre de 1938, mientras la Gestapo
allanaba la residencia familiar, Eggers le negó ayuda y la corrió del Palacio
Bernheimer en la Lenbachplatz muniquesa. “El negocio es más importante que sus
dueños”, le habría dicho Eggers para justificar su rudeza en esos momentos de
angustia.
Tras la
Kristallnacht de 1938, el negocio de los Bernheimer había quedado arianizado:
así se llamaba el proceso por el que los bienes judíos eran confiscados y
reasignados a nuevos administradores alemanes. Aunque Hans Wegner, el jefe de la
Oficina de Arianización, se puso oficialmente a cargo del nuevo botín, los nazis
con buen tino comisionaron a Eggers para manejar la operación diaria de la
firma, que pasó a llamarse Münchener
Kunsthandelsgesselschaft.
Con
seguridad eso permitió seguirle la pista a los bienes dispersos. De hecho, otro
documento en Washington incluye una declaración en la que Eggers certifica, en
1947, que ninguna pieza de la Münchener (antigua L. Bernheimer) ha sido vendida
al extranjero. Mucho antes, la inteligencia estadounidense había interceptado
una carta de Eggers para Otto Bernheimer, fechada en Múnich el 29 de mayo de
1945 –tres semanas después de la rendición de Alemania–. La ficha del
Departamento de Censura del Ejército, que resume el contenido de la carta –a la
que no se tuvo acceso para este reportaje–, sugiere que Eggers informa a
Bernheimer que el patrimonio familiar se encuentra disgregado en diez castillos
y monasterios, además de 64 almacenes.
Como
fuera, las autoridades estadounidenses, acuciadas por los Bernheimer, detectaron
y entregaron las pertenencias a cuentagotas. Los documentos van dando fe de
algunas de las restituciones: cuadros de Spitzweg, Wilhelm von Diez (1839-1937,
pintor alemán) y Charles-Francois Daubigny (1817-88, pintor francés, precursor
del Impresionismo); una casulla antigua con imagen de Cristo. Todavía en 1950
–ya fundada la República Federal de Alemania, la Alemania Occidental de Konrad
Adenauer–, la oficina del Alto Comisionado de Estados Unidos para Alemania
informa a los Bernheimer desde la ciudad de Wiesbaden que en su almacén central
yacen algunos de sus objetos, que lista: una pintura de Spitzweg, El picnic; un
baúl del renacimiento con una fecha, 1558, impresa sobre una esquina; y bordados
antiguos con hilo de metal y fondo negro, “parcialmente
dañados”.
Pero la
misma comunicación advierte a su vez que no han sido encontrados todos los
bienes relacionados en un reclamo previo de Otto Bernheimer. Con seguridad ese
reclamo incluía dos obras que ya Elisabeth Bernheimer numeraba en 1946: El
Filósofo de Carl Spitzweg, y Madonna de Correggio. Según su testimonio, al final
de la guerra se encontraban en la Vieja Pinacoteca de Múnich (en cuyo inventario
en línea hoy no aparecen).
Para este
reportaje se intentó hacer contacto con Konrad O. Bernheimer –la “O” es de Otto,
su abuelo– para entrevistarlo. La gestión resultó infructuosa. Pero a través de
su asistente en Múnich, Eva Bitzinger, aseguró por correo electrónico que no
sabe nada de esas obras (En inglés en el original: “He has never heard of this
paintings”, escribió el 3 de diciembre de 2015; “He was too young when all this
happened he has never heard about these claims” [sic], reiteró al día
siguiente).
Konrad
nació, como se ha dicho, en 1950. A los cuatro años se mudó a Baviera. Pero no
con toda su familia: poco antes del retorno, el 24 de julio de 1954 –una fecha
patria en Venezuela, pues corresponde al natalicio del Libertador Simón Bolívar–
su padre, Kurt, hijo del patriarca Otto, se quitó la vida. Desde Múnich Otto, ya
octogenario, había edulcorado la perspectiva de un regreso triunfal a los
negocios familiares sin reparar en que quizás Alemania representaba para Kurt el
lugar de su suplicio en el campo de concentración (Luego de una larga estadía en
Múnich, algunos de los Bernheimer regresarían a Venezuela; Mercedes Uzcátegui,
la madre de Konrad y viuda de Kurt, falleció en Rubio en fecha tan reciente como
noviembre de 2015).
Konrad
Bernheimer, cuyo idioma nativo era el castellano, hizo una carrera rutilante en
el negocio del arte una vez llegó a Alemania. Su abuelo, Otto, lo destinó para
ello. Compró al resto de sus familiares sus porciones del negocio, para lo que
hizo vender el Palacio Bernheimer. En 2002 adquirió la galería Colnaghi en
Londres, la galería comercial más antigua del mundo, para hacer sinergias con su
Galería Bernheimer de Múnich.

Antes de que regresaran a Alemania, Kurt Bernheimer, el padre del actual heredero de la familia, se quitó la vida en 1954 en Venezuela. Foto: Omar Ocariz.
No se
puede decir que Konrad O. Bernheimer sea indiferente a la historia familiar. Por
el contrario. En 2013 publicó El colmillo del Narval y los Viejos Maestros
(Narwalzahn und Alte Meister; en 2015 salió una edición en inglés bajo el título
de Great Masters and Unicorns), un libro donde reconstruye la saga de la
dinastía tras cuatro generaciones. Para la ocasión concedió numerosas
entrevistas a medios, como parte de la campaña de promoción. En ellas admite
que, hasta que hizo la investigación, creía que su padre había muerto en un
accidente de automóvil; la verdad solo la conoció tras revisar la
correspondencia de sus padres que guardaba su hermana mayor, María Sol,
fallecida en 2010 de un cáncer.
Así que
El Filósofo de Spitzweg y la Madonna de Correggio siguen siendo una incógnita
familiar, una pieza más de ese Museo desaparecido del que el periodista Héctor
Feliciano habla en un celebrado libro de 2004 sobre el expolio nazi del arte de
propiedad judía en Europa (en su caso, principalmente, en Francia). Tal vez
hayan servido para saldar subrepticiamente alguna cuenta pendiente de larga data
entre parientes, tal vez sean ceniza, o tal vez sirvan hoy para su contemplación
por parte de unos tenedores desconocidos.