La Guajira bajo fuego

En los últimos cinco años han fallecido veinte indígenas en la Guajira venezolana luego de la militarización de sus territorios. Muchos otros viven con temor y amenazados por una pretendida guerra que libra el Ejército contra el contrabando. El confinamiento a un espacio geográfico que ha supuesto la masiva presencia de las fuerzas armadas venezolanas ha alterado las ancestrales costumbres de la etnia más numerosa del Venezuela
Paraguaipoa.- Paraguaipoa
no es muy diferente de cualquiera de los demás pueblos que van quedando atrás.
Es la parroquia más poblada del municipio Guajira con más de cuarenta mil
habitantes diseminados en improvisados caseríos que se mantienen en pie con una
precariedad alarmante. Frente a la plaza, la iglesia se abre indefensa al sol.
En una esquina una parada de carros por puestos, dos hileras de comercios, y al
otro extremo, juntas, la sub delegación del Cuerpo de Investigaciones
Científicas Penales y Criminalísticas y la sede de la 13 Brigada De Infantería
Cuartel Páez del Ejercito.
A las dos
de la tarde, el sol flamea sobre los techos de las casas y las olas sucesivas de
calor acaban con cualquier determinación de permanecer mucho tiempo en la calle.
Se apaga el bullicio de la parada de carros que recorren la ruta hasta
Maracaibo, en Venezuela, atravesando la troncal del Caribe, una carretera de
doble vía que cruza pueblos y caseríos entre la capital del estado Zulia y
Maicao, en Colombia. Cada vez que sopla el viento, la vía que lleva al pueblo se
cubre de polvo. En la Guajira la tierra es árida y se sufre un calor extremo
casi todo el año. Desde hace casi tres años este territorio padece una de las
sequías más inclementes que ha convertido los campos en grandes extensiones de
tierra muerta, donde el único verdor resiste impávido en algunos dispersos
cactus.
El
desolador paisaje es la viva muestra de lo que dicen las estadísticas: la
Guajira es una de las regiones más depauperadas del país. De acuerdo con las
cifras del Instituto Nacional de Estadística (INE), 70% de sus habitantes viven
en situación de pobreza. El pasado mes de diciembre, la muerte de 4 mil 700
niños por desnutrición en los últimos ocho años, provocó que la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) solicitara medidas cautelares a favor
de las comunidades wayuu de la Guajira colombiana. En Venezuela, nada se
mencionó sobre la realidad compartida del otro lado de la raya.

Fotografía: María Antonieta Segovia
Si bien
no es de las más altas en el país, en la región zuliana la tasa de mortalidad
infantil supera el promedio nacional de 17,2 con un registro de 20,6 muertes por
mil nacidos vivos. Un estudio desarrollado por la Universidad del Zulia, donde
participaron 100 niños de seis a nueve años de ambos sexos, determinó que 32% de
los escolares de la etnia wayuu pobladores de la laguna Las Peonias, presentó
malnutrición. La evaluación socioeconómica demostró que 82% de las familias se
encontraban en situación de pobreza, 56% en pobreza relativa y 26% en pobreza
crítica.
A
las precarias condiciones de vida también se suma el hecho de que el territorio
donde habitan es una de las rutas principales de contrabando de gasolina y
alimentos que ha florecido entre Venezuela y Colombia por la abismal diferencia
entre el bolívar y el peso. En los últimos cinco años el Estado venezolano, en
su política de guerra contra el contrabando, incrementó el número de efectivos
militares en sus territorios. A pesar de que tanto los operativos como las
modificaciones legales son justificadas “por la necesidad de proteger a la
población”, en especial a la indígena, las evaluaciones son negativas. A la
fecha han asesinado a 20 indígenas, han herido a 40, hay 19 denuncias de
tortura, un desaparecido, más de 500 detenciones arbitrarias y un centenar de
allanamientos ilegales.
Guerra popular prolongada
Todo
comenzó el 28 de diciembre de 2010. Caía la noche y con ella se disipaba el
calor en Maracay, la capital del estado Aragua. Era el acto de salutación a la
Fuerza Armada Nacional Bolivariana. El entonces presidente Hugo Chávez, ataviado
con uniforme de campaña y su característica boina roja, anunciaba orgulloso,
frente a una audiencia vestida de verde oliva “una visión integral desde la
Guajira hasta Paria”. Se trataba de la creación de un conjunto de nuevas
“unidades de combate para librar con éxito una guerra popular
prolongada”.
El
anunció entró en vigor unas cuantas horas después a través del decreto 7.938
publicado en Gaceta Oficial N°39.583. En la Guajira, la más septentrional de las
penínsulas suramericanas, se instaló el Distrito Militar N° 1, con mando central
en la localidad de Paraguaipoa, el último poblado sobre la Troncal del
Caribe.
Lo
que en el discurso el presidente Chávez calificó como una medida para enfrentar
una “guerra popular prolongada” adquirió nombre propio apenas dos días después.
El 30 de diciembre de 2010 el jefe del Estado firmó la Ley sobre el delito de
contrabando, fundamentada en la seguridad alimentaria, defensa y protección de
la soberanía económica, con penas de castigo de hasta diez años de prisión para
los infractores.
Veintiuna
alcabalas se diseminaron desde el puente sobre el río Limón hasta Castillete,
tomando los territorios ancestralmente ocupados por los Wayuu, el pueblo
indígena más importante de Venezuela. No hubo consulta previa, al menos no
formalmente. Los pobladores solo recuerdan una reunión celebrada en
instalaciones militares con cerca de 60 consejos comunales. Allí se les anunció
que los militares atenderían a los afectados por las inundaciones de noviembre
de aquel año y traerían programas sociales a la región.
Lo
primero que los wayuu experimentaron con la militarización de
sus territorios fue la restricción al libre tránsito. La tensión en la relación
no tardó en florecer. A la dificultad de adquirir los productos básicos de
alimentación e higiene personal, que comenzaba a asomar en el país como el
preludio de una recia crisis de escasez, que alcanzó sus niveles más altos con
el derrumbe de los precios del petróleo, se sumó la restricción no formal
establecida por los militares de transportar alimentos en cantidades no
precisas.

Vehículo del Ejercito. Fotografía: María Antonieta Segovia
Las
acusaciones y señalamientos de “bachaqueros” y “contrabandistas” son el
principal argumento que esgrimen los wayuu para ejemplificar el trato racista y
de discriminación al que son sometidos diariamente en sus propias tierras, donde
progresivamente han visto perder su autonomía, ocasionando una progresiva
ruptura en el funcionamiento de su estructura social.
Una
comunicación enviada por el Comité de Derechos Humanos de la Guajira al Mayor
General Celso Canelones Guevara, Jefe del Comando Estratégico Operacional
Occidente, en octubre del 2012, sentó el primer precedente del sentimiento que
entonces recorría la Guajira: “Cuando el Presidente de la República anunció la
creación del Distrito Militar, creímos que eso significaría bienestar,
desarrollo y progreso para nuestro pueblo, pero los hechos han demostrado todo
lo contrario (…) consideramos que no habrá solución a corto plazo y seguiremos
en un círculo vicioso mientras el control de la Guajira esté bajo el poder
militar, porque ese sector no conoce nuestras costumbres”.
La
iniciativa formó parte de algunas manifestaciones desencadenas tras un
acontecimiento que elevó la crispación en la convivencia cívico militar. El 21
de septiembre del 2012 el ejército venezolano asesinó al primer indígena. Eran
las 7:30 de la mañana de un martes. José Efraín González fue alcanzado por una
bala cuando oficiales dispararon contra un grupo de estudiantes de la Escuela
Bolivariana Los Hermanitos que viajaban en la plataforma de un camión 350 rumbo
al recinto educativo. La refriega dejó con heridas de fusil a cuatro
adolescentes y cinco adultos.
El
episodio abrió una secuencia de atropellos que llevó a los pobladores a
calificar a 2013 y 2014 como los años más difíciles. El 29 de enero de 2013 es
un hito para ellos. En la tarde de ese día al menos 24 uniformados con las caras
cubiertas con pasamontañas bajaron de cuatro vehículos del Ejército venezolano y
rompieron el portón de una vivienda sin número del sector Los Aceitunitos. Con
armas largas amedrentaron a los ocho adultos que se encontraban dentro junto a
cuatro niños menores de dos años. Desconcertados corrieron todos al patio, menos
Menandro Pirela González, alcanzado por un disparo en la espalda cuando intentó
advertir a su hermana Laudi que se encontraba en uno de los
cuartos.
Esa
noche, mientras los familiares ofrecían declaraciones y esperaban el cadáver
frente a la sede de la Policía Científica, un grupo de militares abrió fuego
contra las oficinas del cuerpo técnico. Según cuentan pretendían llevarse el
cadáver. La imagen de los desprevenidos transeúntes, que alarmados gritaban y
corrían buscando reguardo, quedó grabada en un video con 28 mil vistas público
en la red social Youtube.
Atrapados por el fuego
Hagan lo
que hagan siempre parecen sospechosos. Elvis Alfonso Escandón fue baleado en su
camión por miembros del 131 batallón de infantería “G/J Manuel Piar”. Cuando
transitaba por la vía Guana junto a su familia en horas de mediodía, su esposa
Olga Flores quedó herida. Algo muy parecido le ocurrió a Zóe del Carmen López,
cuando militares del 102 Grupo de Caballería Motorizada “G/D Francisco Esteban
Gómez”, dispararon contra la unidad donde viajaba por la localidad de Sichipes
junto a sus hermanas y un importante número de niños. Zóe murió tras agonizar
diez días en el Hospital Universitario de Maracaibo, dejando huérfanos a dos
niños de uno y dos años.
Apenas
nueve días después a Wilmer Wuilson Fernández Farías de 23 años lo mató un
disparo hecho presuntamente por el teniente coronel Orlando Romero Bolívar.
Kelvis Rafael Barroso de 18 años, el adolescente Alexander Segundo Paz Mejías de
14 y la embarazada Yuskelys González López de 18, murieron después de ser
arrollados por una camioneta también del ejército del 131 Batallón de Infantería
cuando se desplazaban en una motocicleta por la vía Caño Cabezón. Wilfredo
Antonio Cambar González, fue asesinado en el sector El Brillante, en el mismo
hecho en el que a Mario Enrique Fernández le destrozaron la mandíbula. Al
policía Nelson Enrique González le descerrajaron la cabeza de un disparo de
AK-103 cuando conducía su carro por el sector Laguna del
Pájaro.

Habitantes de la Guajira. Fotografía: María Antonieta Segovia
Y
cuando creían que las cosas no podían pintar peor, el 7 de septiembre de 2015 el
presidente Nicolás Maduro extendió al Zulia, a los municipios Indígena
Bolivariano Guajira, Almirante Padilla y Mara, la declaración de estado de
excepción que había comenzado el 24 de agosto en seis municipios del estado
Táchira como parte de su estrategia de “guerra económica” contra el contrabando
de extracción.
De
los 23 municipios fronterizos bajo esta medida solo en La Guajira se registraron
civiles muertos bajo prácticas militares. Los primeros fueron Francisco Hebert
Ramírez Ramírez y Henry Ipuana González, asesinados en la localidad de Neima.
Más tarde, el 12 de diciembre Dixon José González de 27 años murió, mientras
Richard Paz y Daniel Enrique Cambar de 34 años resultaron heridos, cuando una
comisión de la 13 Brigada de Infantería disparó contra un grupo de personas que
se encontraba en el sector los Filuos, una populoso y concurrida zona
comercial.
La
versión oficial en casi todos los casos circula alrededor del enfrentamiento
entre autoridades y “bachaqueros contrabandistas”; sin embargo, familiares,
testigos y sobrevivientes cuentan historias muy diferentes. Como la del
estudiante Yohander José Escasio Palmar, alcanzado en la espalda por una bala de
fusil que le salió por el abdomen cuando regresaba del liceo Orángel Abreu
Semprún en horas de mediodía. En la acción participaron más de cien efectivos en
una operación conjunta entre militares del 131 Batallón de Infantería “General
en Jefe Manuel Piar” al mando del coronel José Miguel Rojas García, y el 133
Batallón “Tcnel Remigio Negrón”. Tras la huida de los militares, que no
atendieron a los caídos, quedaron repartidos cerca de 500 cartuchos de fusil de
asalto ligero. En la misma acción resultaron heridos dos adultos junto a la
adolescente Rosalinda Gózales, de 16 años.
“Es
prácticamente una guerra, las fuerzas armadas se están comportando como un
ejército de ocupación, su acción es represiva y de confrontación, los wayuu
están siendo tratados como extranjeros en su propia tierra”, explica el director
de la Unidad de Estudio de Cultura Indígena de la Universidad de El Zulia (LUZ),
José Quintero Weir, quien ha seguido de cerca los efectos de la militarización
de la Guajira.
Según
la vocería oficial, los indígenas que trasladan alimentos a través de la Guajira
son parte de las causas del desabastecimiento, sin embargo, el también profesor
de lingüística explica que el problema central que plantea hoy la Guajira orbita
alrededor del modo de vida de la etnia y su forma de entender que esos amplios
territorios que comparten Venezuela y Colombia solo tienen límites geográficos
para los no nativos. “El traslado de alimento desde Maracaibo hasta el último
extremo de la Guajira, en Colombia, forma parte de las prácticas de intercambio
y supervivencia de los wayuu en las dos Guajiras”.
Amaranta
López, hermana de la fallecida Zóe, dice: “En la Guajira hemos sido respetuosos
del reordenamiento territorial que los alíjunas –palabra wayuu con la cual se
nombra a todo el que no pertenezca a la etnia–, hicieron desde su control de la
República de Venezuela. Nunca fuimos consultados para ello (…) para nosotros no
existe la frontera, nuestra tierra malajayasalee es una tierra sin límites, para
el pueblo wayuu la binacionalidad es solo una palabra”.
Para
Quintero Weir “es indiscutible que para los wayuu la militarización ha devenido
en un proceso de deterioro de su cultura, una ruptura de su cotidianidad. Están
viviendo la etapa de mayor crisis de su
cultura”.
Hambre y necesidad
En la
Guajira nadie niega que el menudeo en la venta de gasolina representa una
alternativa de subsistencia para parte de la población en una región donde el
único empleador es la administración local. La exconcejal Ana Estela Nava, del
Clan Aapüshana, lo afirma sin reparo: “Es cierto que algunos paisanos le han
cooperado al negocio de la venta de gasolina, pero es el hambre, la perra
necesidad lo que nos obliga a hacer cosas que no
queremos”.
Pero el
volumen que se mueve en cada envase de agua mineral de cinco litros es
insignificante frente al exorbitante mercado ilegal, que floreció desde que en
mayo del 2014 el Gobierno limitara la venta a los vehículos particulares a 42
litros diarios.
José
David González lo pone en perspectiva: “ni pimpineros, ni envases escondidos en
automóviles pudieran movilizar ese volumen”. González es coordinador del Comité
de Derechos Humanos de la Guajira, una iniciativa local con 16 años de trabajo
que se ha ocupado de compilar las denuncias en un sin fin de informes
presentados tanto a autoridades locales como al entonces vicepresidente de la
República, Jorge Arreaza.
Sin justicia ni ley
José de
los Santos Marín regresa a su lugar con mecánico gesto. Un mechón de cabello
negro se le desliza por la sien. Fija la mirada y se toma una pausa antes de
afirmar que tiene pruebas suficientes para sostener que la impunidad es la única
respuesta del Estado para los indígenas de La Guajira.
“De los
30 casos denunciados, sólo uno está parcialmente esclarecido y me refiero a la
muerte de Nelson Enrique González, –un policía ajusticiado de un disparo en la
cabeza–. Con los demás prevalece el retardo procesal, denegación de justicia e
impunidad por parte del Ministerio Público”.
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Marín es
miembro del Comité de Derechos Humanos de la Guajira y también abogado de
Jeohomar Jasay Paz Paz, un joven campesino que el 20 de junio del 2013 fue
detenido y torturado por efectivos militares y confinado en un cuartel en la
localidad de El Tigre. Advierte, por eso, sobre la existencia de un centro de
detención clandestina y de tortura en el cuartel Yaurepara, bajo la
responsabilidad el 131 Batallón de Infantería “General en Jefe Manuel Piar”. “Ya
son 19 víctimas plenamente identificadas”, asegura.
Tras su
detención, al joven Jeohomar se le acusó por el delito de resistencia a la
autoridad y presentado ante un tribunal de control. Cuando llegó aún esposado a
la audiencia judicial se encontraban en condiciones tan deplorables que las
autoridades militares fueron increpadas a explicar. Dijeron que las lesiones se
debían a una caída que sufrió en un intento de huida cuando se le solicitó la
documentación respectiva. El Tribunal no quedó muy convenido y aceptó la
petición de la defensa de oficiar a la Medicatura Forense a fin de someter al
imputado a exámenes forenses.
El comité
de DDHH de La Guajira recibió un grupo de denuncias que no habían sido
registradas en el arsenal de acciones cometidas por los militares durante la
ocupación. Seis detenidos en un procedimiento instrumentado por efectivos del
131 Batallón de Infantería en el interior de una finca del sector El Carretal,
denunciaron también haber sido víctimas de tortura en el mismo recinto militar.
Los detenidos fueron posteriormente presentados ante tribunales, donde
resultaron sobreseídos de los delitos de rebelión militar y ataque al Centinela,
todos menos Anuar David López Gómez, quien terminó condenado a quince años de
presidio por un Tribunal Militar.
Un año
más tarde, la tarde el 1 de julio de 2014 Anuar David desapareció de las
instalaciones donde lo mantenían recluido. Lo último que su abogado supo es que
lo trasladarían del comando militar al Retén El Marite en la ciudad de
Maracaibo. Los responsables de su resguardo alegaron una presunta fuga y
libraron orden de aprehensión.
Richard
Amaya, Enrique Alexander Urdaneta, Blanca Elsa González, y las adolescentes
Maigle Karina Amaya Romero, son otros nombres que figuran en la lista de actos
de tortura propinados por el 131 Batallón de Infantería “General en Jefe Manuel
Piar” en el cuartel Yaurepara, y que reposan en denuncias hechas ante la
Defensoría del Pueblo, delegación Zulia, y la Fiscalía Cuarenta y Cinco (45) del
Ministerio Público.
Desenterrar la verdad
Nefertitis
es la hija mayor de Amaranta, tiene 14 años y estudia en la Escuela Básica Fe y
Alegría de Paraguaipoa; dice que cuando murió su tía empezó a entender como las
tragedias cambian a las familias. “También lo veo aquí en el colegio, donde cada
día en mi salón se notan más pupitres vacíos, sobre todo los compañeros que
viven en otros pueblos y no pueden llegar, por las colas o por sus padres que
como tienen miedo prefieren que se queden en casa ayudando con los
quehaceres”.
El pasado
30 de marzo, luego de deambular por oficinas gubernamentales, entre trámites
burocráticos y funcionarios ausentes de sus puestos de trabajo, los familiares y
las víctimas del Distrito Militar en la Guajira recibieron finalmente una buena
noticia. La Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, había nombrado a
Elizabeth Pelay, jefa de la División de Ciencias Forenses de la Unidad
Criminalística, como integrante de la comisión responsable de excavar los restos
de Efraín González, Willy Enrique Márquez, Wilfredo Cambar, Wilmer José Castillo
y Ángel Regino Álvarez, para rastrear lesiones compatibles con golpes o balas
que les causaran la muerte. Luego de manejar un total de 24 causas, entrevistas
y exámenes de reconocimientos médicos-legales a seis presuntas víctimas, el
Ministerio Público resolvió designar una comisión que atenderá las denuncias por
presuntas violaciones a los derechos humanos y ajusticiamientos presuntamente
cometidas por militares.
El pasado
12 de mayo los familiares, una vez más trastocando prácticas ancestrales de su
cultura, firmaron la autorización de exhumación de los cuerpos, dando paso al
inicio de una nueva etapa de restitución de derechos tras cinco años y cuatro
meses de aquella noche donde desde el Cuartel Abelardo Mérida, un Hugo Chávez
vestido de verde oliva, cierra su discurso con inequívoca premonición: “La
historia reconocerá el papel, el tremendo papel que la Fuerza Armada ha jugado
(…) la Patria ha renacido, ha renacido al calor de sus soldados, al calor de su
pueblo hecho milicia”.