
El sueño californiano es como una pesadilla de concreto
La ciudad de San Francisco, en California, es la más cara de Estados Unidos y una de sus más sofisticadas. Cuna del movimiento hippie en los 60 y de la revolución actual de las computadores e Internet, ahora puede financiarse un anacronismo milenario: un cordón de comunidades mayas la rodea. Más de 70.000 inmigrantes venidos desde Yucatán, a 5.000 kilómetros, pululan en suburbios como San Rafael o en el distrito de Mission. Atraídos por lo que suena como una nueva fiebre del oro, la mayoría llegan sin saber ni una palabra de inglés y apenas unas pocas de castellano, para trabajar de lavatrastes y pinches en restaurantes. Pero el viaje no es solo a través de la distancia sino de la cultura, y del choque entre las costumbres ancestrales y las exigencias de la sociedad postindustrial surgen males como el alcoholismo y la drogadicción.
“Cuando un migrante
indocumentado yucateco se muere, se muere de miedo”, dice Sara Mijares,
activista y promotora de los derechos de los migrantes radicada en Los Ángeles,
California. Ella es yucateca y está hablando de sus paisanos, 180.000 yucatecos
que viven en Estados Unidos, de acuerdo con estimaciones del Instituto para el
Desarrollo de la Cultura Maya (Indemaya), entidad que depende del gobierno del
estado de Yucatán. Se trata de miles de personas que abandonaron sus lugares de
origen en la península homónima, al sureste de México, corazón de la cultura
maya, y recorrieron casi 5.000 kilómetros en busca de mejores condiciones de
vida para ellos y sus familias. Alrededor de 90% de ellos cruzaron como
indocumentados la frontera estadounidense.
Según Indemaya, los
migrantes yucatecos están repartidos en 43 ciudades de Estados Unidos como
Portland, Oregon; Denver, Colorado; Seattle, Washington; Las Vegas, Nevada;
Dallas, Texas. Pero sin duda el estado de California es su destino preferido, y
en él, en particular la bahía de San Francisco: 68% de ellos lo eligen para
trabajar, reportan cifras del Anuario 2017 de Migración y Remesas del Consejo
Nacional de Población (Conapo) de México.
La única autoridad que
puede realizar deportaciones desde Estados Unidos es ICE (Inmigración y Control
de Aduanas por sus siglas en inglés), pero con la llegada de Donald Trump a la
presidencia la presión entre los migrantes yucatecos por no llamar la atención
de las fuerzas del orden ha ido en aumento.
Así que mueren de
miedo, insiste Sara Mijares, porque muchos ni siquiera van al hospital por temor
a perder lo poco o mucho que hayan conseguido en Estados Unidos; hacerlo puede
convertirse en un ticket de regreso a la pobreza de Yucatán, donde 41.9% de la
población no puede satisfacer necesidades tan básicas como la alimentación, una
casa de concreto y acceso a la salud, como indica el más reciente informe –2010–
del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval)
de México.
Mijares nació en Muna,
municipio del sur de Yucatán muy próximo a la zona arqueológica de Chichén Itzá,
y llegó legalmente a Estados Unidos a los 15 años de edad, en 1968, a vivir con
su padre, un agricultor que participó en el programa Bracero, esquema de
colaboración con México que permitió que los primeros migrantes yucatecos
viajaran a Texas y California para trabajar el campo. El programa estuvo vigente
entre 1942 y 1964. Históricamente, las zonas con más emigrantes del estado han
sido la región sur y central, donde se concentra la población maya que todavía
se dedica a la agricultura, sobre todo al cultivo de maíz y de cítricos como el
limón y la naranja. De acuerdo con el Indemaya, el éxodo se hizo más fuerte en
los años 70 y 80 del siglo pasado. Y se disparó con la crisis económica mexicana
de finales de 1994, añade Pedro Lewin Fischer, investigador y antropólogo
especialista en movimientos migratorios de
Yucatán.
El 20 de enero de 2017, cuando Donald Trump asumió la presidencia de Estados Unidos, la vida de muchos migrantes yucatecos cambió también. Están muy desinformados y temerosos ante una potencial deportación, afirma Sara Mijares.
Eyder Ávila, de 31 años y Carmita Hernández, de 32, nacidos en Peto, al sur de Yucatán y radicados en San Rafael, una ciudad a 30 kilómetros al norte de San Francisco, en la que habitan aproximadamente entre 15.000 y 20.000 yucatecos, viven con el temor de que su peor pesadilla se haga realidad: que por ser indocumentados el gobierno les arrebate a sus dos hijos nacidos en Estados Unidos, Eyder y Daphne, de 11 y siete años respectivamente, y que nunca los vuelvan a ver.
“Siempre tuvimos miedo
de salir a la calle, pero ahora siento terror. Cuando suena el timbre no sé si
será la Migra o los policías que van
a llevarnos y se quedarán con mis hijos”, dice Ávila, quien hace 13 años llegó a
California huyendo de la pobreza en su pueblo, el municipio yucateco con mayor
cantidad de migrantes mayas y del que lo separan 5.000 kilómetros de distancia.
Allí caminaba libre, pero sin dinero ni esperanzas de una vida mejor. Hoy día
teme que en cualquier momento la policía lo detenga y encañone solo por no tener
documentos.
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Aunque salió de Peto,
se trajo el pueblo consigo. Conversa en español, con modismos y el acento aporreado característico de Yucatán, que
mezcla con palabras en inglés. “Dale né, quédate para la party de
mi esposa, yo voy a cocinar. Vienen todas las amigas de Carmita, se pondrá muy
chingón”.
La pareja es reconocida
por sus habilidades en la jarana, el baile tradicional yucateco que se
caracteriza por su zapateado y la música de orquesta heredada de las regiones
españolas de Andalucía y Aragón. Aprovechan cualquier vaquería —fiesta popular donde la jarana
se prolonga hasta el amanecer— para lucir sus mejores pasos, enfundados en
coloridos y elaborados trajes regionales que les envían desde su tierra natal.
Luego de cenar tacos de
carne asada y carnitas con la clásica cerveza yucateca Modelo, charlan en la
sala del pequeño departamento de dos recámaras que rentan (baño, un cuarto y la
sala) al noreste de San Rafael. Hay una imagen de la virgen de Guadalupe en la
pieza principal. Durante varios meses dieron en renta su sofá a otros migrantes
yucatecos para completar el alquiler de 2.500 dólares mensuales, veinte veces
más caro de lo que se paga en promedio en Peto (unos 1.500 o 2.000 pesos
mexicanos). Eyder dice que desde los quince años trabajó mucho para sobrevivir.
Trató de estudiar, pero sus padres no tenían dinero para pagarle la escuela.
Comenzó a manejar un triciclo con el que vendía panes en las calles de Peto.
Meses después entró a trabajar a una tienda de materiales de construcción donde
ganaba 70 pesos a la semana (poco menos de cuatro dólares), que apenas le
alcanzaban para invitarle un helado y un sándwich de jamón y queso a su —en
aquel entonces— novia Carmita, en la heladería Holanda del centro del pueblo.
Eyder no almorzaba por temor a no poder pagar la cuenta. Le decía a Carmita que
“ya había comido en su casa”. Ella ríe al recordar la
anécdota.
Eyder y Carmita
iniciaron su vida de pareja a esa edad; vivían con los padres de él. Pronto
abrieron un establecimiento de venta de comida, refrescos y antojitos yucatecos
que se llamó La Bendición de Dios pero, a pesar del gran esfuerzo que hicieron,
el negocio fracasó. A los 19 años, en 2005, acordaron que Eyder saldría hacia
Estados Unidos el 1 de septiembre, día del cumpleaños de su esposa, en busca de
dinero para construir su casa e intentar emprender otro negocio, el sueño
recurrente de los migrantes de Yucatán. Dos años después, Carmita lo siguió y
cruzó la frontera como indocumentada, luego de cuatro intentos. Reunida, la
pareja empezó su vida adulta en un país ajeno con un idioma que no conocía, pero
en el que por fortuna tenía el apoyo de los padres y hermanos de ella, quienes
desde hace varios años también viven en California, en la ciudad de Santa Rosa,
a 50 kilómetros al norte de San Rafael.
Eyder recuerda “el
infierno”, como él mismo lo describe para referirse a lo que vivió al llegar a
un lugar tan grande y diferente de Peto. No hablaban su idioma y no podía
expresarse. Se sentía inútil, porque no podía articular una frase en inglés para
pedir ayuda, para saber qué autobús tomar y buscar trabajo o simplemente comprar
una gaseosa. Como muchos de los migrantes yucatecos, empezó a trabajar como
lavatrastes en un restaurante italiano de Sausalito, localidad costera cercana a
San Francisco. Allí aprendió inglés traduciendo, en sus tiempos libres, los
ingredientes de los platillos y accesorios de la cocina. Luego ascendió a la
parrilla, y al puesto de garrotero y así hasta que se convirtió en mesero.
Carmita, por su parte, trabaja poniendo uñas de acrílico en un pequeño espacio
que ha montado en su departamento para conseguir un dinero extra. No puede
trabajar en una estética. Aunque no necesita papeles para hacerlo, sí requiere
tomar un curso de 2.500 dólares —lo mismo que paga de renta cada mes— para
obtener una licencia que la certifique.
Eyder dice, de camino a
llevar a sus hijos a la escuela, una elementary school donde todos los
niños hablan inglés, que extraña a su país y a su pueblo. Por eso trata de
enseñarle a Eydercito y Daphne el amor por México y Yucatán, aunque sus hijos no
saben casi nada de español. “Amo a México, pero aquí mis hijos podrán tener una
educación y una mejor vida”, concluye.
***
La belleza uniforme de
las casas de estilo victoriano y la imponente altura de los rascacielos del
distrito financiero de San Francisco, en California, se cortan de manera abrupta
al llegar al sur de la calle Mission. Aparece entonces un contenedor rebosante
de basura, y una mezcla de aromas en la que predomina el olor de masa de maíz
frita. Un hombre vestido con jeans, playera y una gorra del equipo de béisbol
local, los Gigantes, habla en lengua maya por su teléfono móvil a las afueras de
un restaurante de comida yucateca.
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El distrito de Mission,
ubicado al sureste de la ciudad, es un barrio de unos cinco kilómetros cuadrados
con una alta concentración de migrantes centroamericanos y mexicanos, entre
ellos yucatecos, que llegaron a San Francisco, sobre todo, durante las décadas
de los 80 y 90 del siglo pasado a trabajar principalmente en el ramo de los
servicios, como lavaplatos, meseros y cocineros. Recorrer el barrio da la
sensación de estar en una extensión de Latinoamérica, con anuncios en español y
varios negocios de productos mexicanos.
El área de la bahía de
San Francisco, una península rodeada por nueve condados, es hogar de poco más de
siete millones de personas. Entre ellas se encuentran alrededor de 70.000
yucatecos, casi la mitad de todos los contabilizados en Estados Unidos. La zona
metropolitana de San Francisco es un destino atractivo no solo para los
migrantes de Yucatán, sino para personas de casi todo el mundo debido a su
desarrollada economía. De acuerdo con cifras del United States Bureau of the Census, que
depende del Departamento de Comercio de Estados Unidos, el ingreso promedio de
un hogar es de 63.024 dólares al año, el más alto del país. La bonanza económica
generada por la fiebre del oro de California —que transformó la aldea de San
Francisco en una gran ciudad— de mediados del siglo XIX jamás desapareció, e
incluso consolidó el llamado sueño
californiano, esa motivación mental por conseguir “grandes riquezas en poco
tiempo”, como la describe el historiador estadounidense H.W. Brands en su libro
La era del oro. No en vano California es el estado más próspero de
Estados Unidos y si fuera una nación independiente sería la sexta economía del
mundo.
Años después, pero en
el sector de los servicios –aunque también trabajan en la construcción y en el
campo-, los migrantes yucatecos siguen, en esencia, el mismo camino que los
buscadores de oro de California. Han sido bien recibidos porque también es una
ciudad muy diversa en lo étnico —33%
de su población es de origen asiático y 14% de origen
hispano, por lo que las
minorías son mayoría— y tolerante con las diferentes ideologías y formas de
vivir y pensar. No por nada en sus calles se han gestado movimientos que
marcaron la historia moderna.
Aunque la zona de
Mission atraviesa, desde hace unos años, un proceso de gentrificación y está
siendo repoblada por adultos jóvenes de entre 25 y 35 años que trabajan en
grandes empresas de San Francisco y el cercano Silicon Valley —la meca de la
tecnología del mundo, sede de compañías como Google, Apple y Adobe—, la
presencia de los mayas yucatecos en las últimas tres décadas ha sido tan
importante que en junio de este año el gobierno de la ciudad los reconoció con
la construcción del In Chan Kaajal Park, un espacio de 3.000 metros
cuadrados cuyo nombre en lengua maya se traduce como Mi Pueblito. Según reportes de la
prensa local, este fue el primer
parque que se edificó en la ciudad en toda una
década.
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La calle Mission, una
vía de once kilómetros que atraviesa San Francisco de norte a sur, tiene varios
restaurantes de comida mexicana y yucateca, especialmente desde sus cruces con
las calles 16 hasta la 24, que van de oriente a poniente. Entre ellos destacan
El Castillito Yucateco, Mi Yucatán y Yucatasia, este último, en el que trabajan
Isaías Chan Cauich, de 43 años y Martha Peraza Carrillo, de 50. Son originarios
de Tekax y Oxkutzcab, respectivamente, municipios del sur de Yucatán con altas
tasas de migrantes. No tienen papeles, pero desde 2004 trabajan con la
vietnamita Sandy Duong, también migrante que estuvo casada con un yucateco que
conoció en San Francisco, con quien tuvo una hija, Effy, que ayuda a su madre en
el negocio sirviendo los pedidos. Como si fuese un restaurante popular de comida
regional del sureste de México, Yucatasia ofrece alrededor de 50 platillos de la
gastronomía yucateca como el relleno negro, cochinita pibil y poc chuc
(puerco asado), así como galletas Dondé y refrescos Cristal, también emblemas de
Yucatán.
Sandy, quien ha
aprendido algunas frases en maya como ma'alob (está bien), bet uts
(por favor) y mix bo’al
(gracias) por su contacto diario con sus empleados, muestra en la cocina lo que
tienen preparado para el día siguiente: una olla repleta de hirviente
mondongo, guisado típico de Yucatán, un caldo hecho con especias, chiles
y panza de res. Junto a ella, Isaías pone a hornear el pollo que servirá para
los panuchos y salbutes, antojitos hechos con masa, lechuga, cebolla y tomate
tan exitosos que son tanto del agrado de la nostálgica comunidad yucateca que
visita el lugar, como de clientes como Michael, un estadounidense que vive a
unas cuadras y compra a diario un par de panuchos para comer en casa con unas
cervezas.
Ángel Granados
Ontiveros, presidente de la Federación de Clubes Yucatecos del Norte de
California, organización que congrega numerosos grupos de migrantes de todas
partes de la región, dice: “La mayoría de nosotros vinimos aquí soñando con
hacer una casita y poner un negocio en nuestro pueblo”. La llegada de sus
paisanos, cuenta, se intensificó a raíz de las redes que creó Tomás Bermejo, un
emigrante de Oxkutzcab que abrió, en 1965, un negocio de comida yucateca, Tommy’s, en el distrito de Richmond,
a unos cuatro kilómetros al sur del mítico puente Golden Gate, y que sigue
abierto. Con el paso del tiempo, Tomás Bermejo —quien falleció en 2011— se
convirtió en un coyote; pasaba
migrantes a través de la frontera. Luego daba empleo en su propio restaurante a
las personas que traía desde Yucatán, primordialmente del sur del estado, para
que le pagaran el cruce, que por aquel entonces costaba unos 500 pesos mexicanos
(alrededor de 26 dólares en la actualidad).
Los ataques terroristas
a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 marcaron un hito en la
seguridad migratoria. Testimonios de migrantes veteranos coinciden en que hace
unos veinte años bastaba con cruzar el río Bravo —la división natural entre
ambos países— o brincar una pequeña barda para llegar a la Unión Americana.
Actualmente tienen que pagar entre 12.000 y 15.000 dólares al coyote o pollero solo para intentar pasar, pues
el ingreso no está garantizado.
Cada vez hay más
tecnología, más agentes y sensores de movimiento que hacen todavía más
complicado el tránsito de la frontera como indocumentado, pero también se han
reportado casos de coyotes que
secuestran migrantes y exigen altas sumas de dinero a los familiares de sus
víctimas para liberarlos. El peligro es latente en ambos lados de la
frontera. Desde que Tomás Bermejo
institucionalizó la figura del coyote
entre los mayas, la gran mayoría de los yucatecos conservó la costumbre de
trabajar en la restauración. Cuando llegan a Estados Unidos, lo más común es que
sus amigos o parientes les consigan empleos como lavaplatos en restaurantes. Las
redes de los yucatecos funcionan como las de cualquier comunidad migrante:
refuerzan sus lazos por la cultura común, se recomiendan en los trabajos, se
juntan en las casas en las festividades tradicionales. Pero hay algo que los
distingue, según varios testimonios: no se quejan o se quejan menos de las
largas y extenuantes jornadas de trabajo en el sofocante calor de las cocinas de
los restaurantes. Se lo atribuyen al hecho de que su vida anterior la vivieron
en un clima que rebasa los 40 grados centígrados y en sus pueblos trabajaron en
el campo o como alarifes, actividades que demandan un gran esfuerzo
físico.
Ángel Granados -quien
salió de Oxkutzcab en 1985 a los 16 años tras graduarse de la preparatoria y
ahora es mesero en uno de los restaurantes más populares de San Francisco, The Stinking Rose, famoso por su
cocina a base de ajo- añade que actualmente el grueso de inmigrantes yucatecos
son hombres jóvenes de municipios y las comunidades indígenas más apartadas, sin
preparación académica, mayahablantes, que con dificultades entienden un poco de
español y no saben nada de inglés. El Indemaya confirma este perfil: 45% de
ellos tienen entre 18 y 29 años. Por cuatro hombres que emigran, solo lo hace
una mujer. La tercera parte de la población de dos millones de personas de
Yucatán es de origen maya, habla la lengua. Al llegar a Estados Unidos,
encuentran en la diversidad de nacionalidades la comodidad para platicar sin
pena en la lengua indígena, a diferencia de lo que ocurre en su natal Yucatán,
donde 67% de la gente que habla maya se considera discriminada, como revela la
Encuesta Estatal sobre Discriminación 2014 que realizó la Comisión de Derechos
Humanos del estado. Los yucatecos en las cocinas, como Martha e Isaías prefieren
comunicarse en maya, ya que así expresan sus inconformidades o quejas con
libertad, a sabiendas que ni sus jefes ni compañeros inmigrantes de otros
estados de México o de otros países, los entenderán.
Esa misma tercera parte
no había salido nunca de su pueblo antes de emigrar. Llegar a a San Francisco u
otras ciudades de Estados Unidos les produce un fuerte choque cultural: el cruce
de costumbres de personas de varios países, los grandes edificios y los cientos
de automóviles son diametralmente opuestos a lo que están acostumbrados a ver en
sus comunidades de origen, donde casi todo lo indispensable, como el parque
principal, el mercado, el trabajo y las casas de los familiares, convergen en un
radio no mayor a uno o dos kilómetros. Pueblos en los que la mayoría de
habitantes son amigos, conocidos o parientes, o alguna mezcla de las tres, y en
los que no hay cines, restaurantes, museos o discotecas. Según el Instituto
Nacional de Estadística y Geografía de México, 73% de los 106 municipios en los
que se divide Yucatán, no supera las 10.000
personas.
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Granados observa que,
para enfrentar la depresión causada por este choque cultural, los migrantes se
refugian en las drogas y el alcohol. “Con ese dinero que nunca antes habían
tenido, y lejos de sus familias, se sienten libres de hacer lo que quieran”,
lamenta. A razón de diez dólares por hora, un migrante yucateco en esta ciudad
puede ganar cuando menos unos 30.000 dólares al año. En la zona de la bahía se
encuentran tratando de reproducir conductas que se aceptan socialmente en los
pueblos de Yucatán, como beber y orinar en la vía pública, lo que les cuesta
multas que se quedan en su récord policial, y que podrían marcar la diferencia
entre ser deportados o no. En un recorrido por la calle Canal de San Rafael, se
ven varias botellas de tequila vacías detrás de los arbustos, un espacio que se
convierte en el lugar ideal para ocultarse y embriagarse. Allá en casa, Yucatán
es el estado de México con la mayor cantidad de intoxicaciones por abuso de
alcohol, con 7.057 reportadas durante 2016, según la Secretaría de Salud, casi
el doble de Jalisco, que ocupa el segundo puesto en el ranking, con la mitad de
los casos, pese a que triplica la población de Yucatán.
Para Ángel Granados, la
clave para sobrevivir en Estados Unidos es trabajar fuerte y no meterse en
problemas con nadie. “Solo queda juntar dinero y cruzar los dedos para que
puedas regularizar tus documentos”.
Sara Mijares, la
activista de Los Ángeles, asegura que los mayas que viven en este país buscan
“desesperados” que el gobierno de Yucatán los tome en cuenta y se involucre más
con ellos y las familias que dejan en
sus pueblos. No quieren que la acción gubernamental se reduzca a
repatriar cadáveres de vez en cuando, el único trámite del que las autoridades
mexicanas se ocupan de manera regular.
***
José May dejó hace 18
años el pueblo de Kimbilá, una localidad de 3.000 personas del centro de
Yucatán. Vive desde entonces en Fort Bragg, una ciudad turística de unos 7.000
habitantes situada a orillas del Pacífico y a cuatro horas de distancia de San
Francisco, donde intenta cumplir el sueño fundamental de casi cualquier
emigrante yucateco: construir en su pueblo la casa de concreto y, además,
comprar otros terrenos, a costa de hasta tres jornadas de trabajo y la lejanía
de la familia. Todavía no tiene documentos. Hace unos meses lo estafó una
persona que le aseguró que completaría los trámites para regularizar su estatus
migratorio. Por miedo a ser deportado, no denunció ni solicitó ayuda al
Consulado de México. Fueron sus propios empleadores quienes lo impulsaron a
demandar luego a la defraudadora, que ahora está en la cárcel. José desconocía
que podía hacerlo.
El mayor de tres
hermanos, fue el primero de ellos en cruzar la frontera. Abel, el segundo, llegó
a California tres años después, luego de cumplir los 20. Dos años más tarde, en
2004, se les unió Sebastián, quien dejó a su esposa Lidia Tuz y a sus dos hijos
al cuidado de sus padres, con los que comparten el terreno donde edificaron las
casas que ahora habitan en Kimbilá, entre ellas una casona estilo californiano
valuada en unos 120.000 dólares (aproximadamente 2 millones de pesos), de dos
pisos, con una cocina armada y tina de baño donde inicialmente había dos piezas
de concreto y una casa de paja en la que crecieron cuando eran niños. Ni
trabajando toda una vida en el pueblo hubiesen podido
construirla.
Ninguno de los tres
tiene todavía los papeles de residencia en regla y por eso no pueden volver a
Kimbilá. Viven aquí en Fort Bragg en un conjunto de ocho apartamentos. El de
ellos mide diez metros de largo por quince de ancho. Tiene dos habitaciones,
cocina en la que apenas cabe un par de personas, y una sala, donde sobresale una
televisión LED de 50 pulgadas. Los trabajos redoblados les permiten ciertas
comodidades, enviar remesas suficientes a la familia, y equiparse con artefactos
—principalmente adquiridos por Abel— que jamás en su infancia soñaron tener,
como sistemas de televisión por cable y teatro en casa, equipos fotográficos y
computadora con software de Abel, así como un automóvil deportivo y una
camioneta de trabajo.
Los tres han pasado
dificultades, pero fue José quien hizo la avanzada. Durante los primeros meses
tuvo miedo de salir a las calles, se enfrentó con el muro del idioma, trabajó
sin recibir un sueldo, sin quejarse, pasó la noche a la intemperie en el bosque,
una noche nevada, después de una jornada entera cortando madera, porque sus
patrones olvidaron recogerlo. “Pensé, Dios mío, ¿qué vine a hacer aquí?”, narra.
A los dos años se adaptó, se sintió más seguro, más cómodo con el inglés, con
trabajo estable y ahorros. Fue cuando llegó Abel, a quien lo movía más la
aventura que una motivación económica. Ahora José tiene dos trabajos, un turno
lo ocupa en una casa de descanso de adultos y otro como encargado de un pequeño
supermercado en Fort Bragg. “Con lo que se gana en Estados Unidos rápido se ven
los resultados allá (en Yucatán), pero siento que perdí mi juventud”, confiesa.
Abel, por su parte, ha trabajado como jardinero, por el conocimiento del campo
con el que creció, pero también se rebusca como fotógrafo de eventos sociales.
Es él el diseñador
de la casona en Kimbilá que han ido construyendo Sebastián May Llanes y Ligia
Arjona, los padres de los tres. Cuando se fue de Yucatán, lo que
él deseaba era conocer el mundo, otras culturas, otras maneras de ver la vida.
Por eso ha viajado por varias ciudades de Estados Unidos. Pero dejó de hacerlo
porque teme subir a cualquier avión y que lo deporten.
La historia de
Sebastián, el menor, es diferente porque la necesidad económica lo animó a irse
de Kimbilá para mejorar los ingresos de su familia, su esposa Lidia, sus dos
hijos y ahora una nieta de cuatro años. El sueldo mensual de 4.000 pesos de
costurero (unos 207 dólares) en la maquiladora de pantalones jeans de marca Lee
de su pueblo natal, donde trabajaba con Lidia, le alcanzaba solo para comida y
para los gastos de la casa de dos pequeños cuartos de concreto. Ahora, recibe
esos ingresos en tres días de trabajo en Fort Bragg, por las mañanas en una
cafetería y por las tardes en un supermercado —el mismo en el que labora José—.
“En ocasiones pienso que ya no puedo más, pero luego veo lo que hemos alcanzado
y creo que ha valido la pena”. Con las remesas, sus hijos siempre tuvieron
juguetes, videojuegos, teléfonos inteligentes y, de adultos, motos deportivas,
pero Sebastián no los vio crecer, aunque ha mantenido contacto con la familia
por obra de la tecnología. Y ahora, dice, está listo para volver pronto a
Kimbilá y quedarse allí definitivamente. Ya tiene la casa y los dos
terrenos.
Hoy es 5 de septiembre
de 2017. José, Abel y Sebastián están deshechos en nervios mientras esperan en
el aeropuerto internacional de San Francisco. Ingresaron a la terminal aérea con
miedo, incluso se confundieron de entrada, pero no quisieron preguntar a los
guardias por temor a la deportación. Sus papás, Ligia Arjona y Sebastián May,
están por aterrizar desde Yucatán. Vienen a quedarse dos meses por un programa
del gobierno estatal que reúne a migrantes yucatecos con más de diez años en
Estados Unidos con sus familiares, llamado Cabecitas Blancas. Es un “respiro”
que les ayudará a esperar el trámite para regularizar el estatus legal de los
tres en Estados Unidos, ordenado por un juez que constató que José y, por
extensión, sus hermanos fueron afectados emocionalmente por aquella estafadora.
Es la primera vez que se ven desde que salieron de Kimbilá. Cuando llegan, José
los recibe con flores y lágrimas. “¡Papá, soy Sebastián!”, exclama el hermano
menor, como si temiera que no lo reconocieran después de estos años.
Ya en el apartamento,
con los padres recuperados del viaje en avión, de casi diez horas, los hermanos
May Arjona no escatiman en atenciones. Compraron por internet un colgador de
hierro para instalar en la sala las hamacas en las que dormirán sus padres. Hay
un ambiente festivo. Hablan todos en maya sobre las llamadas que se hacían en
Navidad. Abel sirve de traductor. Recuerdan que cuando vivían en su pueblo
querían llenarse de aparatos electrónicos y el padre les repetía siempre:
“¡¿Dónde vas a poner tu tele si no tienes casa?!”. Ahora tienen la casona,
carros y ahorros. Sebastián padre compara sus vidas con la de hombres jóvenes de
su pueblo, pobres y adictos a la bebida que hasta se quitan la ropa que llevan
puesta para venderlas por 10 pesos (50 centavos de dólar) y así poder comprar
más alcohol.
Como los hermanos May
Arjona, a pesar del endurecimiento del cruce de la frontera y las constantes
amenazas del presidente Trump, aún hay muchos yucatecos que ven en cruzar la
frontera la única manera de escapar de la pobreza de sus tierras de origen.
Datos del Anuario 2017 de Migración y Remesas del Consejo Nacional de Población
de México señalan que a diario, al menos tres yucatecos lo siguen haciendo, sin
documentos. En un mes, serán cuando menos 90. En un año, habrá alrededor de
1.100 migrantes que dejarán en sus comunidades padres, esposas, hijos y
hermanos, a quienes, por su estatus migratorio, no verán por 10, 15 ó 20 o más
años. Todo para mejorar el presupuesto familiar y conseguir la anhelada casa de
concreto.