
La Tierra del Perro
Estos confines de glaciares y fiordos, que hechizaron a Darwin y a Chatwin, a Hudson y a Theroux, han dado paso a escenas postapocalípticas en las que manadas de perros asilvestrados ya no solo cobran presas entre el ganado y la fauna local, sino que también atacan a las personas. Los colmillos de los canes han hecho tanto o más que la crisis para diezmar la tradicional industria del ovino a ambos lados de la frontera internacional que cruza Tierra del Fuego, el territorio más austral colonizado por el hombre.
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Primera
entrega | El
entorno de la estancia “Rolito” es de tanta belleza que resulta difícil pensar
que la muerte ande rondando por el lugar. Annie Luna, nieta de quien fundó este
establecimiento rural en 1927, tiene ya 70 años, la cabellera blanca y una
mirada tan suave que sosiega. Pero cuando ingresa a la cocina de la estancia,
adornada con flores de colores e impregnada del dulce aroma de
los sconnes recién horneados, lanza al aire una frase que nos
despabila: “El sonido de las tripas saliendo de un guanaco es espantoso”. La
magia se desangra.
Sobre
un cuatriciclo destartalado de tanto uso, Annie acaba de regresar de su visita
semanal al puesto más lejano de la estancia, ubicado a unos 20 kilómetros del
casco donde estamos. “Con el puestero recorríamos un potrero grande y lindo y
había muchos chulengos [las crías del guanaco] muertos. Después los vimos: había
como ocho perros. Un Husky blanco, dos del color de los manto negro, otro negro
pelado con la cola cortita dos moros; era una mezcla”,
enumera.
La
comparsa podría parecer simpática; finalmente solo se trataba de un grupo de
perros en medio del campo. Pero Annie cuenta que junto a su empleado se echaron
de inmediato cuerpo a tierra y reptaron hacia ellos fusil en mano. El estampido
nunca llegó porque la jauría debe haberlos olido y escapó rápido. “Nunca los
tuvimos a distancia de tiro”, admite la anciana con visible decepción. No la
alegraba haber podido salvar de la muerte segura a un ternero que los perros ya
habían separado de su madre. La mortificaba no haber podido matar a ninguno de
los atacantes.
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Al
rato caminamos junto a Annie y su hija, Anita González, rumbo a la última majada
de ovejas que conserva la vieja estancia Rolito. Le quedan solo 300 de las 8.000
que se llegaron a esquilar hace veinte años. El césped luce muy verde bajo un
monte de imponentes lengas, como se llaman los robles característicos de Tierra
del Fuego. Las mujeres recuerdan que en este paraje se produjo una de las peores
masacres: cierta noche los perros salvajes encerraron a todo un rebaño contra un
cerco de enormes troncos. Al día siguiente ellas encontraron más de 40 cadáveres
ensangrentados, aunque con el correr de los días fueron descubriendo que las
víctimas serían bastantes más. A muchas ovejas se le infectaron las heridas y
enfermaron. A otras simplemente les brotaban las entrañas por entre la lana
blanca, debido a los agujeros abiertos por los colmillos. Otra vez las tripas.
Ese sonido a muerte.
La
Isla Grande de Tierra del Fuego es la región más austral del mundo colonizada
por el hombre, ya que luego solo siguen unos pocos campamentos militares y
científicos enclavados sobre el hielo de la Antártida. Una línea imaginaria
recta que va de norte a sur divide el lado argentino de la isla, de unos 21 mil
kilómetros cuadrados, del lado chileno, que tiene una superficie apenas más
grande. El famoso estrecho de Magallanes la separa del territorio continental.
En la margen sur, el canal de Beagle recibe a los grandes buques cargueros que
cambian de océano, del Pacífico al Atlántico o viceversa. En medio, la cría de
ovejas ha sido la actividad económica más tradicional desde que en 1896 un
español llamado José Menéndez fundó la primera de una serie de enormes
estancias. Entonces llegaban también los primeros perros ovejeros. Eran amigos y
colaboradores con los hombres.
Es
verano, tiempo de esquila. Tiempo de aprovechar las horas de luz para hacer las
cosas que luego impedirá el crudo invierno. El viento de aquí no conoce de
estaciones y siempre sopla fuerte, aunque estos días ha callado y nos permite
oír los tonos graves de cada testimonio. Nos relatan que existen perros salvajes
que ya no tienen dueño, porque han nacido y se han reproducido en un entorno
rural, por varias generaciones desde que se escuchó hablar por primera vez de
ellos en los años ochenta. Su origen es el descuido de los habitantes de las
pocas ciudades que hay en la isla, las argentinas Ushuaia, Río Grande –como
veremos en la segunda entrega de este reportaje-- y Tolhuin, y la chilena
Porvenir. Muchas de esas personas permiten a sus perros vagar libremente por las
calles y salir a los campos, o directamente los abandonan ahí cuando deben
viajar o salir de vacaciones.
En
el establecimiento Guazú Cué, al que llegamos después de transitar una hora por
un desdibujado camino de tierra, nos recibe Sebastián Cabeza. Se parece a un
Indiana Jones del subdesarrollo. Como aquel personaje, calza botas de cuero,
pantalones de fajina y hasta sombrero de ala ancha. Pero sobre todo destila ese
orgullo de quienes no se rinden ante las peores adversidades: en la charla nos
dice varias veces que de allí lo van a sacar solo con los pies para adelante.
Cabeza y su familia están viviendo apretados en un par de habitaciones de una
pequeña morada de servicio, porque un voraz incendio consumió hace pocos meses
la vieja casona de madera que era el corazón de su estancia. Dice que le duele
haber perdido muchos de sus recuerdos, pero que no es ese su principal problema.
“El perro es una enfermedad terminal para la actividad ovina. Al menos con las
armas que tenemos para defendernos”.
Cabeza
ha estudiado a su enemigo en profundidad e incluso lo compara con el
feroz dingo, una subespecie de lobo que habita las planicies
australianas. Aquí en el extremo sur de América no hay lobos sino perros a los
que este ganadero llama “un lobo bobo”, pues matan a las ovejas no para comerlas
sino para cumplir con los mandatos que les impuso la domesticación humana
durante miles de años. Se nota que los desprecia y los intentó frenar con todo
lo que pudo: montó 16 kilómetros de alambrados eléctricos y colocó trampas
dentadas para zorros. Sobre una litera, en el cuarto que comparte con sus hijos,
descansa una enorme carabina con mira telescópica, pero Cabeza también la
declara ineficiente. Los perros en cambio sí han sido exitosos con sus ataques.
En Guazú Cué desapareció el 75% de las ovejas y hubo que cambiarlas por vacunos,
que son bastante más voluminosos y eso los pone a salvo de los ataques, pero no
son tan resistentes a los fríos extremos de la isla. Su último “manotazo de
ahogado”, señala Cabeza, fue introducir una raza de perros desde Chile para
custodiar a las pocas ovejas que le quedan. Cría perros para que enfrenten a los
otros perros. Nos aproximamos a 500 metros de una majada y ya sentimos los
ladridos de esos enormes canes custodios que se interponen entre nosotros y las
ovejas.
***
Lucila
Apolinaire, de 45 años, es la presidenta de la Asociación Rural de Tierra del
Fuego. Recuerda que era una adolescente todavía cuando, al volver de uno de sus
primeros bailes una madrugada de invierno, tropezó con interminables manchas
rojas de sangre sobre la blanca nieve que rodeaba la estancia donde su padre era
mayordomo, como se conoce a los responsables de cada establecimiento. Eran los
primeros ataques pero nadie reaccionó a tiempo. Los datos de la debacle ovina en
el lado argentino ahora resultan escalofriantes. Según cifras oficiales, en la
última década la población de ovinos se redujo de 700 mil a solo 280 mil
animales, mientras a la par se fueron despoblando los territorios rurales. El
gremio de trabajadores rurales confirma que la cantidad de personal empleado en
el sector descendió de unas 800 personas a solo 254. Todavía ninguno de ellos
sufrió un ataque, pero Lucila cree que solo es cuestión de tiempo. “Ese día
capaz alguien prestará atención a nuestras quejas”,
ironiza.
No
todas las ovejas que hoy faltan han caído bajo las fauces de los perros. Lo que
ha sucedido aquí es que esa actividad productiva tan tradicional comenzó a
tornarse inviable por el alto índice de mortandad y entonces muchos productores
comenzaron a desmoralizarse y achicar sus rodeos. Entre mayo de 2006 y febrero
de 2008, cuando el fenómeno de los perros comenzó a hacerse demasiado visible,
un grupo de instituciones coordinadas por el Colegio de Veterinarios de la
región consultó a los ganaderos y la conclusión fue que en 74% de los campos se
había detectado la presencia de este tipo de jaurías. En ese lapso además se
contabilizaban pérdidas por “32.725 cabezas ovinas, 77.566 kilogramos de lana,
32 terneros y 2 novillos”. A pesar del daño evidente, nadie en los gobiernos
movió un dedo. Ushuaia vive del turismo y la administración pública, Río Grande
lo hace de la industria ensambladora y en Tolhuin han florecido los aserraderos
de madera. Lo que suceda en el campo importa poco al resto de los habitantes de
la isla.
***
La
estancia de Sebastián Cabeza queda equidistante a unos 40 kilómetros entre Río
Grande y Tolhuin, dos de las tres ciudades que expulsan perros hacia las zonas
rurales. Ushuaia, que mira hacia el canal de Beagle, queda unos 100 kilómetros
hacia el sur. Allí funciona el Centro Austral de Investigaciones Científicas,
que depende del Conicet, el organismo tecnológico y científico del Estado
argentino. Adrián Schiavini, un biólogo especializado en especies silvestres,
fue quien ayudó al dueño de Guazú Cué a instalar las únicas trampas que sí le
dieron resultado: diez cámaras fotográficas dispuestas a lo largo de unos 600
metros de alambrada, que en pocos días permitieron identificar a 43 perros
diferentes merodeando en grupos por la zona. El científico nos muestra las
imágenes pero aclara que no veremos nada más que un grupo de perros comunes
husmeando detrás de un cerco. Efectivamente parecen perros ordinarios, más bien
grandes, algo chuscos y atolondrados. Resultan un variopinto de razas y
contexturas, como aquellos que dice Annie que vio en su estancia. Son los perros
salvajes del fin del mundo.
Schiavini
chupa un mate amargo mientras nos dice que la denominación correcta para
referirse a ellos es la de “perros asilvestrados”. Luego nos explica que desde
hace miles de años la humanidad viene trabajando para convertir a un animal
salvaje en uno doméstico, pasar de lobo o coyote a simple perro. Y que lo que
sucede ahora es una suerte de involución. “Ese animal doméstico está volviendo a
su estado silvestre por nuestro propio descuido. Pero no es una nueva especie
sino que es un animal que ha degenerado su comportamiento porque lo hemos dejado
en un ámbito natural sin ningún tipo de supervisión humana”, dice el
especialista. En ese regresar tan lento, estos perros se convierten en una
suerte de “predadores ordinarios”: están en un medio salvaje y deberían cazar
para sobrevivir, pero no saben cómo hacerlo porque el hombre les ha quitado ese
chip. Entonces vagan, que eso sí saben hacer: socializan entre ellos y conforman
pequeños clanes, y juegan, que es para eso lo que los hemos educado durante
siglos.
“El
comportamiento de estos animales es atacar cosas que se mueven, correrlas de
manera instintiva. Como los perros corren a los autos en las ciudades, estos
perros asilvestrados ven una oveja y la corren, porque se mueve. Eso genera
cierta diversión y entretenimiento en el grupo y es lo que produce el daño
masivo en ovejas”, describe Schiavini. Cabeza, el ganadero, acuñó otra frase
para definir los ataques de estos canes: “Yo lo comparo con un acto de
vandalismo”, sostiene.
El
biólogo del Conicet calcula que actualmente en Tierra del Fuego existe una
población de entre 600 a 1.000 de estos perros asilvestrados, que son los que
directamente nacieron y se criaron en un entorno salvaje. Viven en madrigueras y
se organizan en pequeñas jaurías. Han perdido todo vínculo con sus
domesticadores, los hombres. Y si se cruzan con alguno, éstos intentan matarlos
para vengar la masacre de las ovejas. A los que nacen en el medio natural
ocasionalmente se suman los perros callejeros que salen de las ciudades y, por
hache o por be, no regresan a sus hogares.
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La
presencia de los perros salvajes se concentra sobre todo en una zona de la isla
denominada Ecotono. El paisaje es inquietantemente hermoso, aunque nadie en su
sano juicio decidiría quedarse allí solo a pasar la noche. Este ambiente
fueguino surge de la transición entre la extensa estepa patagónica y los
arrogantes picos nevados que constituyen el principio de la Cordillera de los
Andes. Es un pedemonte de árboles más bien bajos llenos de líquenes de colores
grisáceos y ramas retorcidas semejantes a los que describió Jack London en su
mítica obra Colmillo Blanco. Aquel escenario del libro quedaba en
Yukón, Alaska, y la historia relataba cómo un lobo salvaje podía llegar a ser
domesticado por el hombre de modo paulatino. Aquí, en el otro extremo del mundo,
sucede lo contrario: son los perros domésticos los que se están volviendo
salvajes. En este Ecotono hacen sus madrigueras. Dentro de este bosque resulta
casi imposible perseguirlos y darles caza.
Los
ataques más masivos ocurren en primavera o verano, cuando las jaurías de canes
suelen tener mayor movilidad y las grandes majadas se mueven hacia las
estancias. Cuando todo se cubre de nieve y entra en letargo, los perros solo
sobreviven alimentándose de lo que encuentran en el
bosque.
En
la isla hay una población cercana a los 30 mil guanacos, una variedad de
camélidos americanos. También mueren de a decenas cuando se cruzan con los
perros asilvestrados. En estado lúdico, estos perros matan mucho más de lo que
necesitan para alimentarse: casi todas sus presas quedan desparramadas, una mesa
servida para chimangos y otras aves de rapiña. “El perro es un animal muy
generalista y capaz de comer muchas cosas, desde fruta hasta animales de granja,
pasando por huevos o pichones de aves. Por eso su capacidad de alterar el
sistema biológico es muy fuerte”, advierte el biólogo Schiavini, que también
achaca a esta especie invasora los trastornos que están
sufriendo las poblaciones de patos, cauquenes, mandurrias, zorros colorados y
otros animales silvestres que anidan en el suelo. A veces porque sienten hambre,
pero generalmente por sus ganas de jugar a los mordiscos, los perros salvajes
siempre terminan matando a otras especies.
Varios
productores nos dijeron que hasta los pingüinos, las aves más características de
la región patagónica, habían sido víctimas de este tipo de jaurías. Cruzando el
estrecho de Magallanes hacia territorio de Chile, en proximidades a Punta
Arenas, existió durante muchas décadas una enorme reserva de pingüinos llamada
Seno Otway. “Cerrado, closed”, decía un cartel ubicado al costado de una puerta
de hierro que impedía el acceso a ese lugar. Un lugareño nos contó que ya no
había nada que mostrar pues los pingüinos migraron en busca de tranquilidad.
Otro caso parecido sucedió en la provincia argentina de Santa Cruz, vecina a la
isla. En noviembre de 2016, en la reserva Provincial Ría Deseado, aparecieron
370 pingüinos muertos y los guardaparques acusaron de inmediato a los
perros.
***
Nada
más que burocráticas y costosas oficinas aduaneras separan a Argentina de Chile
dentro de la isla. Gendarmes de un lado, Carabineros del otro, todos ellos ponen
mala cara en su búsqueda de algún contrabando de zapatillas o electrodomésticos
que justifique su trabajo. Para poder pasar por allí con un perro doméstico hay
que cumplir una serie de trámites ante las autoridades sanitarias, que no
siempre resultan sencillos. Los perros salvajes, en cambio, circulan libremente
de un lado a otro de la frontera. Cuando dejábamos territorio argentino e
ingresamos a Chile, teníamos cierto sinsabor, porque todas nuestras fuentes
habían descrito a los asilvestrados pero finalmente no habíamos podido ver a
ninguno. De pronto, en un solitario camino de tierra, se nos aparecieron dos
perros, uno de pelaje amarillento y el otro decididamente negro. Frenamos
nosotros y el vehículo y también frenaron ellos; nos escrutamos mutuamente como
para saber quién estaba del otro lado. Luego de largos segundos, el que parecía
ser el líder comenzó a correr a campo traviesa y el otro siguió sus pasos. No
había rastros de hombres a varias decenas de kilómetros a la
redonda.
En
los últimos meses, los productores chilenos han comenzado a denunciar ataques
esporádicos de los perros a sus majadas. Ellos llaman "piños" a esos
agrupamientos de ovinos. Y a los callejeros los denominan "perros
vagos".
En
la estancia Florida también nos reciben los vapores de una cocina adornada con
flores, una buena costumbre de los veranos, y una tarta de frambuesa. René
Milicevic es descendiente de las familias croatas que desembarcaron en el sur de
Chile a principios del siglo XX en busca de oro y luego no tuvieron más remedio
que dedicarse a la producción ovina. Su casa queda frente a Bahía Inútil, más
cerca de la Argentina que de la ciudad de Porvenir, el único centro poblado en
territorio chileno de Tierra del Fuego. “Los perros se mueven en un rango enorme
de distancia. Hoy pueden estar acá, mañana a unos 50 kilómetros al sur. Son muy
difíciles de controlar justamente por eso”, explica el ganadero, que ya tiene en
la zona este de su campo una jauría de varios perros que, según cree, ingresó
desde el país vecino.
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“Antes
teníamos ataques solo cerca de Porvenir, pero ahora el problema es que se nos
están viniendo todos los perros del lado argentino”, confirma Rodrigo Filipic,
otro nieto de croatas que preside la chilena Asociación de Ganaderos de Tierra
del Fuego. Él mismo conserva en su celular varias imágenes y videos que filmó
luego de un ataque a sus ovejas. “Estábamos bajando los animales de los campos
de invierno a los de verano y los manteníamos en un corral de aguante. Entró un
perro grande que atacó frontalmente a muchas ovejas, y de un mordisco les
quebraba la mandíbula en dos mitades. Perdimos 60 ovejas en unas horas nomás”,
nos cuenta. Filipic se enternece especialmente con las imágenes de una oveja que
sobrevivió al ataque, pero apenas podía respirar.
Al
perro que provocó daño semejante no lo pudieron encontrar, aunque había un
sospechoso: sus vecinos habían visto merodeando esos días por la zona a un
imponente mastín Dogo Argentino. Esa es la única raza canina originaria de ese
país, creada por el médico Antonio Nores Martínez en los años veinte. Son
animales de gran alzada y mandíbula de hierro, que fueron “diseñados” para cazar
presas grandes como pumas, ciervos y jabalís. Cómo llegó ese perro a la Isla
Grande es un misterio y tampoco se sabrá por qué andaba suelto y merodeando por
los campos. Sí sabemos que una oveja tiene muy pocas chances de sobrevivir si se
lo llegara a encontrar vagando por los territorios más australes de este
mundo.
*
El próximo martes 25 julio de 2017, podrás leer la segunda entrega de esta serie
de reportajes: Los perros salvajes del fin del mundo, titulada: " El hombre
tendrá que morder al perro."