Viaje al centro del miedo

En las pequeñas comunidades y en los sectores populares es donde el Estado ejerce de forma casi absoluta el control de los recursos. Se trata de un mecanismo de coerción para evitar la disidencia y las voces de protesta, incentivando así el miedo e inmovilizando a los vecinos.
En
Palmasola el control político se ejerce hasta con el suministro de cemento.
Alrededor de las estrechas calles asfaltadas, las casas de una planta están por
todo el paisaje. No hay más que eso. El calor se vuelve aplastante y las
familias se reúnen en las tardes para pasar el rato al amparo de una cerveza.
Pero no todos los encuentros son bienvenidos: el que visite las casas de los
“disidentes” puede perder el trabajo. Como si se tratara de un apartheid, no está bien visto
reunirse con los promotores de una idea que busca sectorizar y ampliar el número
de consejos comunales, que el Gobierno venezolano creó a partir de 2006 como
instancias de participación vecinal.
Palmasola
es un poblado en los límites del estado Falcón que casi se cae de su geografía.
Está separado de Yaracuy apenas por un puente y, de hecho, hay conflictos
limítrofes porque ambas gobernaciones reclaman el pueblo como suyo. Sus 930
habitantes compran en San Felipe, capital de Yaracuy, y es allí donde acuden al
hospital. Nada tiene el pueblo que lo asemeje a las turísticas playas de la
península de Paraguaná. Alguna vez, hace 40 años, alojó una planta ensambladora
de vehículos Volkswagen, la única promesa de futuro a la que sus pobladores
pudieron jamás aferrarse. Pero ahora los habitantes son los mismos de toda la
vida, y las únicas caras nuevas son de las parejas de los hijos y nietos que han
vuelto para residir en el pueblo.
José
Antonio Suárez nació y creció en Palmasola y es miembro del Polo Patriótico. Él
relata cómo desde 2011 su familia y las personas que han solicitado que haya más
de un Consejo Comunal han sido discriminadas de todos los recursos que ofrece el
Gobierno a través de las misiones e incluso de una oportunidad de trabajo, solo
por disentir.

Poco más de 900 personas viven en Palmasola, un pueblo del estado Falcón del que saltan denuncias de apartheid político. Foto: Creative Commons/Google.
En marzo
de 2011 un grupo de vecinos, entre los que estaba Suárez, solicitó en
Fundacomunal, en Coro, que se les aprobara un proyecto para crear una oficina de
Protección Civil, porque el municipio es una zona de riesgo de inundación. El
organismo les pidió que una vocera del consejo comunal los representara, pero no
encontraron ese apoyo ni siquiera en la Alcaldía.
Suárez
explica que seis de cada diez integrantes del Consejo Comunal eran para entonces
empleados de la Alcaldía, es decir que ellos gestionaban los proyectos y a la
vez los auditaban. Su grupo optó entonces por montar tienda aparte. Al tratarse
de una zona rural la ley les permite crear consejos comunales a partir de 20
familias, pero la medida no fue del agrado del Partido Socialista Unido de
Venezuela (PSUV), cuya autoridad local, el alcalde Giuseppe Palmieri, convocó
rápidamente unas elecciones para ratificar a los suyos. Los disidentes no
tuvieron tiempo de organizarse y aunque desde entonces han insistido en abrir su
propio espacio, en enero el alcalde volvió a hacer elecciones para ratificar a
los empleados de su gobierno al frente de la única instancia de participación
vecinal que hay en ese pueblito de poco más de 900
habitantes.
Tras una
visita a Caracas, el grupo de Suárez finalmente consiguió que les autorizaran
hacer una asamblea en la que 93 por ciento de los asistentes aprobó crear nuevos
consejos comunales, pero aun así no lo han logrado. No han conseguido
registrarlo, a pesar de que las autoridades regionales del estado Falcón fueron
informadas en agosto de que debían inscribirlos como un nuevo consejo
comunal.
“A las
personas que integramos los nuevos consejos comunales no nos dan ni carta de
residencia, no se nos vende en Mercal y la alcaldía es la única fuente de
empleo. Hay que hacer lo que dice el alcalde o los botan”, cuenta Suárez, cuya
cuñada fue despedida luego de 18 años trabajando en la
Alcaldía.
En
Palmasola, el Mercal funciona en la bodega La Economía que se encuentra justo al
lado de la residencia del alcalde. Una vecina, que solicitó no ser identificada,
relató como a su familia le dejaron de vender por haber “firmado contra el
alcalde”, pues el conflicto ha sido difundido como una afrenta a los
lineamientos del PSUV. Además, un familiar de esta vecina –que estudiaba en la
misión Sucre– debió abandonar sus clases pues sus compañeros la dejaron
fuera de todos los proyectos por
haber firmado.
Pero van
más allá. Cada semana a Palmasola llega una gandola con cemento para vender a
precio regulado y otro de los vecinos, que es parte de uno de los nuevos
consejos comunales, cuenta que el propio alcalde le negó el cemento. “Esto se
vende a nivel político”, le advirtió.

Las autoridades del pueblo ejercen el control político hasta con el suministro de cemento. “Esto se vende a nivel político”, advirtió el alcalde Giuseppe Palmieri quien, con gorra tricolor, en la foto acompaña a la gobernadora Stella Lugo y otras autoridades regionales. Foto: Gobernación de Falcón.
Algunos
piensan que las listas de personas organizadas por el PSUV para llevar a los
electores a votar –el ya célebre 1x10– es una práctica exclusivamente electoral.
Sin embargo, Suarez explica que en Palmasola únicamente le venden cemento a
quien está inscrito en el 1x10 del Partido Socialista Unido de Venezuela. Así
pues, el vecino que conversó con el alcalde debió explicar que está en el 1x10
de un hermano para que le vendieran el cemento y, sin embargo, le asignaron
menos de lo que requería.
Lo mismo
pasa con la arenera que también es manejada por la alcaldía, allí tampoco les
venden a los firmantes. Suárez y sus compañeros dicen que la vida en el pueblo
ha pasado a estar supeditada a ese registro. El club social es el único espacio
de esparcimiento con el que cuentan pero, de nuevo, los permisos para usar la
sala de baile o hacer alguna fiesta dependen de la
Alcaldía.
Ahora en
Palmasola las reuniones de las familias de los promotores de la sectorización
tienen menos asistencia. Muchos parientes prefieren no ir, bien para cuidar los
trabajos directos o para proteger la posibilidad de que se les de empleo en
alguna cuadrilla de limpieza o construcción.
Sin posibilidad de queja
Pero la
historia de Palmasola no es un hecho aislado de la Venezuela rural. En Caracas,
en zonas populares como Tacagua, el manejo de los recursos también tiene un
componente partidista que, a su vez, es el que garantiza a los vecinos
beneficios como los de las misiones sociales que ha patrocinado el gobierno
venezolano desde 2003.
Una
vecina, que solicitó mantener su nombre en reserva, ha trabajado durante largo
tiempo con una de las misiones en su comunidad y aun así no consiguió que le
vendieran bloques para ampliar la vivienda de un familiar, por haber formalizado
una queja sobre la recolección de la basura ante el consejo comunal. La
respuesta fue directa: no la podían ayudar pues ella se había
quejado.
En el
oeste de Caracas, la comuna Fabricio Ojeda está integrada por más de 30 Consejos
Comunales que están sectorizados como el eje 3 de Catia. Allí se ha creado un
ente conocido como la Red de Centinelas, cuya labor –según su propia definición–
es alertar de los problemas que afecta a la revolución. Saverio Vivas, líder
comunitario de Tacagua, explica que los centinelas son algo más: operan como una
red de delatores que avisan de aquellos que disienten de las líneas
gubernamentales o que, simplemente, se quejan de lo que no
funciona.
Vivas
recuerda que en febrero de este año, poco después de que se iniciaran las
manifestaciones por la muerte de Bassil Da Costa y Juan Montoya en el centro de
Caracas, hubo una protesta en Catia por el asesinato de un joven en la zona,
cuya muerte fue atribuida a miembros de los
colectivos.

Alrededor de la comuna Fabricio Ojeda de Caracas no solo se agrupan más de 30 consejos comunales, también hay la llamada Red de Centinelas, cuya labor es alertar sobre los problemas de la Revolución. Foto: Flickr/Cristian Borquez.
En medio
de un contexto general de protesta contra la represión del gobierno, en Tacagua
los vecinos decidieron cerrar una de las calles para pedir justicia. Los
centinelas advirtieron que había que dejar la protesta, pero los vecinos se
negaron. Poco después llegaron los integrantes de algunos de los colectivos y
hablaron con la familia de la víctima: o desistían de la acción o no le pagarían
el entierro al joven, quien trabajaba en el Ministerio de la
Cultura.
Dentro de
la comuna también operan tres refugios de damnificados, uno de ellos manejado
por un colectivo. Vivas cuenta que allí se controla hasta cómo se viste la
gente: ponerse una camisa amarilla puede ser interpretado como afinidad al
partido Primero Justicia, y eso trae consecuencias.
“Se trata
de destruir la confianza de vecino con vecino y eso hace que la gente tema
hablar”. Vivas reconoce que él, como líder de su comunidad, se autocensura: aun
siendo receptor de los reclamos de la gente del sector no puede canalizarlo pues
eso puede tener consecuencias para vecinos, amigos y familiares. “No puedo
hablar de cómo se robaron el dinero de la bloquera; me tuve que callar que se
negara la reparación de escuelas porque los fondos eran ofrecidos por la
alcaldía de Chacao; ni puedo decir cómo la gente de la zona debió reparar sus
propias casas luego de que la gente del programa Barrio Tricolor, en vez de
refaccionar, las destruyera”.
De la
parroquia 23 de Enero en Caracas, donde nacieron los colectivos sociales, se
habla acerca de estos grupos más por estar armados que por el trabajo comunal
que realizan. Sin embargo, como en otras comunidades hacen las alcaldías o
consejos comunales, en el 23 son los colectivos los que manejan la venta de
cemento, bloques o los que dictaminan como se usan los espacios
comunitarios.

Además de estar armados, en zonas de Caracas como el 23 de Enero son los colectivos los que manejan la venta de cemento e, incluso, quienes pintan los murales de la zona. Foto:Religionrevolucion.blogspot.com
En
septiembre pasado Juana Marina Ramírez, vecina de la zona El Observatorio, fue a
conversar con los miembros del colectivo La Piedrita, en busca de cemento. La
respuesta fue contundente: a ella no le vendían pues todo el mundo sabe que es
de oposición.
Manuel
Mir, líder comunitario de la zona, explica que La Piedrita hace la venta a
través de los Consejos Comunales. Esto, hasta hace apenas un mes atrás, se hacía
dirigiendo una carta al diputado Robert Serra, para que aprobara la venta. Tras
el homicidio del diputado –el pasado 1 de octubre– están a la espera de las
nuevas medidas para la solicitud.
Mir
explica también que el colectivo Alexis Vive maneja una bloquera que sirve a los
vecinos mientras que el colectivo Las Tres Raíces maneja los cursos del
Instituto Nacional de Capacitación y Educación Socialista (Inces) en la
parroquia. Pero en el 23 todos se conocen y, según Mir, los opositores están
marcados; la ayuda para materiales o para una vivienda es solo para los
inscritos en el PSUV.
Yamilet
Hernández, quien desde hace 30 años coordina el grupo de danza La Amistad, sabe
bien lo que ocurre: durante 17 años usó los espacios del Centro Municipal de la
Juventud para sus clases, pero en 2001 comenzaron los conflictos. Ella no es
afín al oficialismo y eso llevó a que no pudiera seguir sus ensayos en ese
lugar. En ese tiempo su grupo fue invitado a un festival en Cartagena, Colombia,
pero ni la Alcaldía Mayor, ni la de Caracas, accedieron a darle recursos para
poder llevar a las niñas. Fue con ayuda de la empresa privada, y con el apoyo de
los vecinos que organizaron rifas y verbenas.
Fueron
muchas las cartas que mandó solicitando la dejaran dar sus clases en ese centro,
pero siempre se negaron. Solo hasta principios de este año una nueva
coordinadora, pasando por encima de las diferencias, accedió a que ensaye dos
días por semana allí. “Pero estoy clara, en cualquier momento nos pueden sacar
de allí de nuevo”, comenta.
Renunciar a la militancia
El control
político se ejerce de a poco en todo el país. En Puerto Píritu, en las costas de
Anzoátegui, y donde las montañas de coque del Complejo Petroquímico José Antonio
Anzoátegui son parte del paisaje, el control gubernamental se mide también en
empleos en las mejoradoras de crudo.
Dos de las
cuatro mejoradoras están en el municipio Peñalver, del que Puerto Píritu es
capital. Jaime Rodríguez, líder comunitario de la zona, dice que a pesar de que
el primer empleo para los habitantes debería ser en la refinería, hoy no es así.
Cuenta que los residentes son muy mal pagados en el complejo, donde el salario
no es más de 600 bolívares a la semana, así que si saben pescar optan por
renunciar, y además la gente del sector suele estar representada en sindicatos
con los que la empresa no quiere tratar.
La
alternativa ha sido contratar personal foráneo. Según Rodríguez les ofrecen un
mercado o incluirlos en la misión Vivienda Venezuela y con ello les pagan por
debajo del salario promedio.
La
negativa a aceptar una militancia diferente a la oficialista pasa en especial en
lo comunitario. Rodríguez es uno de los voceros del consejo comunal central, que
representa a una parte de los 25 mil mayores de edad que, según el censo, viven
en la zona.
Explica
que en marzo pasado el alcalde del PSUV, Jhonny Gagarin, en el programa Tiempo
de Revolución en la emisora radial Playera 101.9, llegó a decir que no entendía
como los voceros del consejo comunal central eran conocidos opositores y, sin
miramientos, dijo que no se les asignarían recursos por
eso.
Según
Rodríguez, el asunto generó molestias entre la gente porque se trata de
representantes –opositores y oficialistas– escogidos en la propia comunidad. En
la práctica igual eso ha significado que no les aprueben ni un
Mercal.
Francisco
Barrios, vecino y líder vecinal de la parroquia Antímano de Caracas, explica que
ha militado toda la vida en partidos políticos y hoy es un opositor reconocido.
“Desde luego que a ni a mi familia ni a mí nos venden en un Mercal”. Pero él
tampoco iría a comprar allí porque eso implicaría una retahíla de reproches de
vecinos convencidos de que quien no apoya al gobierno del presidente Nicolás
Maduro o en su tiempo al del fallecido Hugo Chávez, no tiene derecho a disfrutar
de beneficios.
Lealtad como moneda de pago
Quizás la
máxima representación de la ayuda que el gobierno nacional ofrece a los
ciudadanos de los sectores más pobres del país es la asignación de una casa en
la Gran Misión Vivienda Venezuela, que fue creada en abril de 2011 por el
fallecido presidente Chávez.
En enero
de 2013 la ONG Transparencia Venezuela presentó un informe en el que aseguraba
que las fallas en los controles y procesos en ese programa generan “un alto
riesgo de soborno y extorsión en la contratación de empresas y la asignación de
viviendas”.
Encontraron
57 denuncias graves, pero tenían un gran problema pues la gente temía denunciar
por miedo a perder las viviendas.
Mercedes
de Freitas, directora de la ONG, explicaba que no se conocen los criterios que
se utilizan para la selección de los beneficiarios, o incluso, cómo se escoge a
los brigadistas encargados de incluir o excluir a las personas del listado de
las viviendas.
El pasado
9 de octubre, en un acto en el estado Vargas, el presidente Maduro entregó la
vivienda 100.000, esto sin que aún se conozcan con claridad los mecanismos de
asignación.
Una vecina
a quien le asignaron un apartamento hace dos años en uno de los complejos de la
Gran Misión Vivienda Venezuela en el centro de Caracas, y que solicitó no
ser identificada, relata que hasta el momento en que le fue asignada la vivienda
ella había militado activamente en un partido de oposición. Ahora no se siente
libre ni tan siquiera de hablar por teléfono o de escribir algo en la
computadora.

Detrás de la Gran Misión Vivienda Venezuela hay una retahíla de denuncias. Se desconocen los criterios para la entrega de casas y apartamentos. Foto: Flickr/El Cumanés.
Camina
cojeando levemente. Quedó lesionada cuando estaba en un abasto Bicentenario y
ella, junto a docenas de clientes más, se abalanzaron tratando de alcanzar un
pollo a precio regulado. Estuvo dos años en un refugio, allí era conocida por su
actividad como líder vecinal, lograron que los censaran y lucharon por sus
casas. Incluso asistió a un Aló Presidente para pedir que les asignaran una
residencia.
“Ellos
siempre le dan largas y tienes que bregar mucho y ponerte los patines para
conseguir tu casa”. Cuenta que, incluso, la gente del refugio donde ella vivía,
negoció que les entregaran los apartamentos sin terminar para evitar así que se
los asignaran a otros.
No cuentan
con gas directo, hay filtraciones y el agua es racionada casi todos los días.
Están obligados además a lidiar con quienes tiran basura por las ventanas desde
los pisos superiores. Pero tiene su casa, aunque nadie habla de otorgar algún
documento de propiedad, dice que quizás cuando tengan dos o tres
años.
Recuerda
que en las elecciones municipales de diciembre 2013 la maquinaria del mismísimo
PSUV tocó sus puertas y los llevó a votar. Les dijeron que el que no saliera
estaba expulsado, pues era una orden presidencial.
Diferentes
entes del Gobierno asisten a darles cursos y charlas, entre otras cosas de
convivencia. Se habla de la instalación de una panadería Venezuela en el
edificio y un Café y Cacao Venezuela, pero se sabe que los puestos de trabajo
son para los que están claramente identificados con el
partido.
“La gente
tiene miedo, nos insisten en que vayamos a ser milicianos, pero muchos no
quieren porque lo que querían era su casa, pero a veces alguien grita:
¡Malagradecidos! No van a apoyar a Maduro que los sacó del barrio”,
cuenta.
Cuando
murió Chávez, en febrero de 2013, los miembros del PSUV que hacen vida en el
edificio les aseguraban que los “escuálidos” los iban a invadir y que si la
oposición ganaba las elecciones les quitarían los
apartamentos.
“Estoy con
las manos atadas. Tanto que luché por este apartamento… por eso uno tiene miedo.
Yo antes hablaba libremente en la prensa, ahora no”. En las cuatro torres del
conjunto residencial han estado organizando los consejos comunales, pero ya les
advirtieron, serán manejados por los colectivos sociales. Y entonces baja un
poco la voz. “Uno se siente vigilado”, confiesa.
Para la
vecina, el edificio es una extensión del barrio en el que vivían y, como allá,
siempre hay “gente mala conducta”. Se dice que son a ellos a quienes les han
quitado los apartamentos, pero nadie sabe si es solo eso o ha habido alguna otra
razón.
Violencia y control
En medio
del ruido de una reja que se abre o el ladrido de un perro que se calienta al
sol de la mañana, los muchachos del sector de Tacagua Vieja, en Catia, los de
toda la vida, se planteaban qué hacer para divertirse y en esos días, la opción
surgía espontánea y fácil: “Vamos a ir a joder sifrinitos allá en el Este”. Mientras
los estudiantes que protagonizaron las protestas, que ocuparon el país desde
febrero pasado, salían a la calle sintiéndose patriotas que defienden la
libertad y el futuro de Venezuela, otra parte del país, no solo no se
identificaba con su reclamo, sino que no los veían más que como el
entretenimiento. Con su sola presencia y el ruido de sus motos, todos los chicos
del barrio eran considerados colectivos que iban a
intimidar.
Quizás la
forma más frecuente de referirse al miedo que puede generar el actual gobierno
es a través de los colectivos. Manuel Mir cuenta desde el 23 de Enero que todo
el mundo ha sabido siempre que ellos están armados. Dice que en el sector El
Observatorio el hampa está desbordada, pero la única “autoridad” en la zona son
precisamente los colectivos que militan en el PSUV y se mueven según sus
intereses.

“Si digo que me dieron una paliza alimento el miedo de los vecinos que es lo que trato de erradicar, y si no lo hago soy cómplice por no denunciarlo”, cuenta el dirigente y vecino de Tacagua Vieja, Saverio Vivas. Foto: Twitter/@saveriovivas .
Saverio
Vivas explica que en Catia hay guerras de territorios entre estos grupos, que a
la sazón se comportan más como bandas delictivas con una línea política
progobierno y esto también incentiva el miedo.
Él mismo
ha sido una víctima. Durante la campaña para las elecciones municipales de 2013,
Vivas y otros vecinos acompañaron al candidato de la Mesa de la Unidad, Ismael
García, en una visita a Catia. Poco después García se fue y llegaron miembros de
los colectivos Waraira Repano y Tupamaros e iniciaron una discusión con una
vecina; Vivas decidió intervenir: “Me hicieron una rueda de pesca´o y me pegaron
en el piso, quedé con tres costillas fracturadas”. Pero, a pesar de las
fracturas y magullones Vivas no hizo la denuncia y ni siquiera lo habló con sus
vecinos.
“Si digo
que me dieron una paliza alimento el miedo de los vecinos que es lo que trato de
erradicar, y si no lo hago soy cómplice por no denunciarlo, es un dilema para el
que no tengo respuesta”. Para él esa forma de terrorismo alimenta el “monstruo”
del miedo en su comunidad pues, a veces, se trata de recibir amenazas de alguien
que conoces de toda la vida.
Pero no se
trata solo del miedo reconocible, o de la coerción a través de la delación.
Muchas veces es aún más sutil. Vivas explica que en Tacagua cada familia tiene,
al menos, dos miembros afectados de chicungunya, pero la comunidad no se
organiza para reclamar que se haga una fumigación. Si lo hacen sienten que son
parte de la “guerra biológica y psicológica” de la que, según el presidente
Maduro, es víctima su gobierno.
Yorelis
Acosta, psicóloga social y profesora e investigadora de la Universidad Central
de Venezuela, explica que estás prácticas son tan viejas como la filosofía y han
sido usadas en especial por los regímenes totalitarios.
Según
Acosta el gobierno utiliza la amenaza y la violencia como estrategia política
para dominar a la población a través del miedo que genera efectos potenciales.
Algunos autores han explicado que la percepción que puede tener un individuo
acerca de las consecuencias de su conducta –que puede frenar o servir para
protegerse de la amenaza– funciona como potenciadora del miedo y las acciones
que deriven de él.
El miedo,
que es uno de los sentimientos básicos de las personas, en el país ha sido usado
para estimular el odio, la rabia y la polarización, separando a los ciudadanos
en “nosotros y ellos”, resaltando la idea de amigos y enemigos. Todo esto se
apoya en un discurso jerárquico y militar que el gobierno ha usado para
organizar a sus seguidores en batallones, pelotones, comandos y
reservistas.

El miedo en Venezuela se ha sofisticado a través de mecanismos políticos como los consejos comunales, las misiones sociales y las listas del 1x10 mediante las cuales el partido de Gobierno busca a sus militantes casa por casa. Foto: Flickr/Consejo Comunal Palguamire.
Acosta
aclara que en este modelo no hay espacios para la disidencia, ni siquiera entre
los mismos oficialistas, tal es el caso del portal web Aporrea que ahora es
señalado porque allí se han comenzado a criticar las medidas del
gobierno.
Según
Acosta en Venezuela se ha apelado a muchas formas de dominación, especialmente a
la amenaza directa o velada. Pero han ido más lejos, si la amenaza no funciona y
no paraliza o somete, entonces usan medidas ejemplarizantes: usan grupos que
vigilan, despiden a la gente del trabajo o apelan hasta la
cárcel.
Acosta
explica que organizaciones como las misiones, el 1x10, o los consejos comunales,
establecen relaciones clientelares que son elegidas por encima de ofrecer un
empleo formal a los ciudadanos. Eso permite una relación de control en la que la
gente ha visto oportunidades de ganar dinero. “Hemos roto la ética porque te
pagan por vigilar a tu vecino, por trabajar de sapo”,
advierte.
Como
ejemplo usa el caso de la lista Tascón. El gobierno usa la psicología del miedo
para dejar esos fantasmas allí y, en el caso de las máquinas captahuellas,
desestimula el último reducto de libertad secreta que tiene la gente: el
voto.
“El miedo
lo rociaron por todo el país: tenemos miedo de salir a la calle; de abrir la
puerta de nuestra casa; no somos libres ni de salir del país; de ir a hacer
mercado y escoger las marcas que queremos, tememos no conseguir las medicinas
que podamos necesitar”. La amenaza, explica, es una forma de violencia y en
Venezuela se ha naturalizado.
Los
vecinos han aprendido a callar. Ellos se sienten parte de familias que durante
décadas fueron discriminadas por los gobiernos de la cuarta república. Ahora
tienen un poco más que antes, o tienen la percepción de que están mejor. El
temor a perder esa identidad es una fuerza importante que los mueve también a
silenciar sus descontentos, o a aceptar con resignación desde las largas horas
de cola bajo el sol para conseguir un producto a precio regulado y la actuación
de grupos armados que se dicen oficialistas. Incluso con el monopolio del
cemento que regulan hasta en pueblos como el de
Palmasola.