Las Cristinas nunca duerme

Esta serie fotográfica del periodista y documentalista, Jorge Benezra, muestra el drama diario de la mayor mina de oro de Venezuela. Una colonia multinacional de 30.000 mineros artesanales, librados a su suerte y a lo que determinen la codicia y las mafias locales, arrasan con lo que queda de humanidad y del medio ambiente en ese sector al sureste del estado Bolívar. Las autoridades observan pero apenas intervienen en ese coliseo en medio de la selva. Pronto debe llegar la corporación china Citic a poner orden y a producir.
El
yacimiento aurífero de Las Cristinas, en el estado Bolívar (sureste de
Venezuela), a unos 15 kilómetros de la frontera con el Territorio Esequibo que
Guyana controla, y a 88 de las Colonias de El Dorado, es la quinta mina de oro
del mundo. Tiene unas reservas probadas cercanas a las 17 millones de onzas, un
botín que despierta la codicia de cualquiera. Se sabe que el Estado venezolano
la asignó a la corporación china Citic, que debería reanudar en unos pocos meses
la producción que otrora estuvo a cargo de trasnacionales como Placer Dome,
Vanessa Ventures o Cristallex... Pero no será tan
sencillo.
Hoy Las
Cristinas es el reino de la anarquía, es un lugar que nunca duerme. Manda la ley
del más fuerte. En sus entrañas hormiguean unos 30.000 mineros ilegales. Y
siguen llegando a diario en autobuses y camiones. Muchos de ellos son
extranjeros. Vienen de Brasil, Trinidad, República Dominicana, Perú, Guyana y
Colombia. A todos, locales o foráneos, los une el sueño compartido de una
riqueza súbita. Cuando menos, que es el caso más frecuente, obtienen lo
suficiente para sobrevivir.

Algunos son retenidos por los porteros que autorizan la entrada al yacimiento
Tropas de
la Guardia Nacional Bolivariana y del Ejército custodian la mina y las
instalaciones del campamento aledaño. Pero es poco más que un saludo a la
bandera. Nada perturba a los buscadores de oro. El perímetro militar es como la
frontera del laissez faire.
De y hacia el exterior pasan camiones, motores, combustible, alimentos, bebidas
alcohólicas. Al interior las cosas son de quienes las toman, casi siempre
organizados en mafias. La valiosa nucleoteca, el archivo geológico donde se
guardaba toda la memoria de exploración de Las Cristinas, es una ruina
desvalijada.
La minería
ilegal no tiene límites. Es un paroxismo colectivo que los precios del oro
estimulan. Un kilo de oro ronda los 33.000 dólares americanos en el mercado
internacional. Un equipo de mineros, por rudimentario que sea, puede extraer
diariamente unos 10 o 20 gramos. Por algo se habla de la fiebre del
oro.
“Si la
tierra brilla, allí estaremos”, dice Felix Rodriguez, un minero con más de 20
años en la zona. “No nos importa pagar vacuna a quien
sea”.

Trabajadores informales se encuentran en una parada fuera de la mina, para abastecerse de insumos con el fin de seguir trabajando
En los
últimos dos años la población de El Callao, la puerta de entrada a la minería en
el estado Bolívar, pasó a superar el promedio nacional de asesinatos. La
voracidad se ha convertido en el gentilicio local. Para hacerle honor, los
pobladores explotan con desenfreno el territorio. Coltán, madera y oro alimentan
el delirio. Alrededor de cada explotación se congrega una cadena criminal para
controlar los suministros.
El costo
de la vida vale oro. No es una metáfora en Las Cristinas. En la zona se puede
pagar 35 bolívares por litro de gasolina, 40 veces el precio oficial. En los
abastos no se registra la escasez ya típica de las ciudades. Todo se consigue,
pero los precios pueden ser tres o cuatro veces lo normal y hay hasta quien paga
con gramas de oro.
La salud
de la población se ve afectada especialmente por la absorción en el organismo de
mercurio y otros metales pesados que los mineros ilegales usan. El mercurio
contamina también las fuentes de agua. Las aguas de ríos oscuros como el Cuyuní
y Caroní arrastran el elemento que contamina y mata los peces, que a su vez
constituyen la base de la dieta de los pueblos ribereños.
Los niños
son explotados en las minas. Hay prostitución y maltrato
infantil.

Siempre se trata de separar la arena para encontrar el oro
Bárbara es
una muchacha de 19 años venida del estado Zulia, al otro extremo del país. Lleva
viviendo los últimos cuatro meses en una residencia de chicas en los campamentos
mineros. Cuenta que llegó a Las Cristinas con una amiga de su pueblo que tenía
ya varios meses de campaña y regresó al terruño con mucho dinero. “En los pocos
meses que tengo viviendo acá he ganado lo que tendría tras dos años trabajando
en la tienda de donde me botaron".
Cada vez
son más las historias de personas que son explotadas sexualmente, que en su
mayoría son mujeres y niñas, en torno a los 15 o 17 años de edad, a las que
trasladan de otras regiones del país –incluso desde Caracas– a este borde
resplandeciente de la Gran Sabana. A menudo llegan engañadas con la promesa de
un rentable trabajo como domésticas. Terminan acomodándose, por necesidad, en la
prostitución.
Los
réditos rápidos de la extracción del oro convierten a gente sencilla en el lobo
del hombre. Sobre el terreno la vida es difícil. Pero las dificultades se
soportan con el horizonte ilusorio de la riqueza. América Latina, y dentro de
ella, Venezuela, tienen tradición blandiendo ese
señuelo.

Hay que sacar tierra en la búsqueda de la veta o filón del oro
Para
conocer esas dificultades se hizo este trabajo. Han sido varias semanas de
investigación visitando los pueblos del sur de Venezuela donde se concentra la
actividad minera ilegal: Guasipati, El Callao, Tumeremo, El Dorado y Las
Claritas. Uno más complejo que el otro. Como la mayoría de la explotación minera
es ilegal, la presencia de periodistas no es grata. Hace falta hacerse invisible
ante las bandas delictivas que se pelean el territorio y las propias
autoridades. Es incontable el dinero que está en juego.
Los
mineros son gente como cualquiera, que solo busca sobrevivir. Pero tienen miedo.
De las mafias, de los militares. Todo el mundo busca aprovecharse de ellos. Lo
que extraes con el sudor de tu frente tienes que compartirlo con esos grupos, es
una máxima que hay que seguir si se quiere vivir en las minas. Aquí no existe
ningún tipo de organismo de defensa de los derechos humanos. Todo es explotación
en este mundo que el resto del país se resiste en
reconocer.
Reportaje fotográfico
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